Nació en un pueblo escondido, hijo de una pobre mujer.
Creció en otro pueblo donde trabajó en una carpintería hasta los treinta años.
Después se convirtió en un predicador itinerante durante tres años.
Nunca escribió un libro.
Nunca montó una oficina.
Nunca tuvo una familia.
Nunca fue propietario de una casa.
Nunca fue a la universidad.
Nunca viajó a más de 200 millas de su lugar de nacimiento.
No hizo ninguna de las cosas que normalmente asociamos a la grandeza.
Tenía sólo treinta y tres años cuando todo el peso de la opinión pública se le vino encima.
Sus amigos huyeron.
Le consideraron un enemigo.
Soportó una parodia de juicio.
Fue clavado en una cruz entre dos ladrones, mientras sus verdugos se sorteaban sus ropas, sus únicas posesiones en la tierra.
Y, cuando hubo muerto, fue abandonado en un sepulcro prestado.
Han transcurrido diecinueve siglos, pero el mundo continúa cautivado por él.
Todos los ejércitos que a lo largo de los siglos han desfilado.
Todas las fuerzas armadas que a lo largo de los siglos han navegado.
Todos los parlamentos que a lo largo de los siglos han deliberado.
Todos los reyes que a lo largo de los siglos han gobernado.
Todos juntos no han causado un efecto en la vida del hombre sobre la tierra como el producido por aquella ÚNICA VIDA SOLITARIA.[1]
[1] Clements, R. (1992). La Iglesia que transformó al mundo (pp. 13–14). Barcelona: Publicaciones Andamio.
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