domingo, 23 de abril de 2017
viernes, 21 de abril de 2017
La providencia de Dios
La providencia de Dios
Un teólogo contemporáneo inicia su discusión sobre la providencia de
Dios con la siguiente cita: «Conforme más envejezco, creo más en la
providencia divina y menos en mis explicaciones de ella». Muchos de
nosotros podemos identificarnos con el autor anónimo de esta cita en
su situación teológica y existencial. Estoy pensando, por supuesto, en
los que a través de varias décadas hemos visto la mano providencial
del Señor manifestándose en nuestra vida y en la de otros seres
humanos. Ciertamente, una cosa es estudiar la providencia divina,
sentir su acción en carne propia, y atreverse a definirla, y otra muy
distinta querer explicarla en diálogo con la teología de ayer y de hoy
y con las ciencias humanas.
Sin embargo, hay motivos poderosos para no rehuir el tema. Primero, la
doctrina de la providencia de Dios tiene su fundamento en la Biblia.
No es de invención humana. Pertenece al «consejo de Dios»; y, por lo
tanto, es imperativo enseñarla (Hch 20:27). Segundo, la creación y la
providencia están fuertemente ligadas en las Escrituras. En estas
páginas ya hemos estudiado un poco la obra del Creador; pero nuestra
reflexión no estaría completa si dejáramos por un lado la doctrina de
la providencia. Según el teólogo reformado Heinrich Heppe (1820–1879),
«no podemos entender correctamente la creación a menos que
simultáneamente abracemos la doctrina de la providencia». Tercero, el
propósito misionológico de este libro nos obliga a considerar, por lo
menos de manera introductoria, la acción providencial del Señor en la
naturaleza, y en la vida humana, tanto en lo individual como en lo
colectivo. Nos enseñan las Sagradas Escrituras que la providencia
divina tiene que ver con la totalidad de la creación: con el mundo
físico, con la vida vegetal, animal, y hominal; con todos los grupos
humanos, en su respectivo contexto económico, cultural, social y
político; con todo el ser humano, en la totalidad de su vida personal,
familiar y social.
En otras palabras, el tema bíblico de la providencia contribuye a
darle equilibrio a nuestro mensaje misionero, porque todo ser humano
(hombre o mujer) tiene un cúmulo de necesidades que no se limitan a lo
físico, o material, ni a lo puramente espiritual. De modo que nuestra
reflexión sobre la providencia divina aspira a ser bíblica en su
fundamento y contenido, y misionológica en su énfasis y propósito.
La palabra «providencia»
Varios autores llaman nuestra atención al hecho de que no hay en el
hebreo del Antiguo Testamento una palabra que sea equivalente a
nuestro vocablo castellano «providencia». Sin embargo, el concepto se
enseña y se ilustra de diferentes maneras en las páginas
antiguotestamentarias. Por ejemplo, en Génesis 22, Abraham le dice a
su hijo Isaac: «Dios se proveerá de cordero para el holocausto»; y al
lugar donde ambos están le da el nombre que significa «Jehová
proveerá» (vv. 8, 13–14). Este nombre nos hace pensar en la provisión
que viene de Dios para las necesidades de sus criaturas.
Algunos teólogos usan el verbo pronoéo y el substantivo prónoia en
busca de fundamento neotestamentario para su enseñanza sobre la
providencia divina. Pero hay lexicógrafos que señalan que estos
vocablos no se emplean en el Nuevo Testamento con referencia a la
acción providencial de Dios. Sin embargo, esta acción se ve también en
las Escrituras neotestamentarias.
Definiciones y descripciones teológicas
La idea de providencia en el catolicismo
1. El catolicismo tradicional. Podemos remontarnos por lo menos al
Concilio Vaticano I (1870) para conocer el concepto que la Iglesia
Católica tenía de la providencia divina en aquellos tiempos. Dice el
Concilio: «Ahora bien, todo lo que Dios creó, con su providencia lo
conserva y gobierna, alcanzando de un confín a otro poderosamente y
disponiéndolo todo suavemente […] Porque todo está desnudo y patente
ante sus ojos (Heb 4:13), aun lo que ha de acontecer por libre acción
de las criaturas».
En su encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950), Pío XII dice
que Dios «protege y gobierna el mundo por su providencia». Nótese que
en ambos documentos se usan conceptos de protección y gobierno para
definir, o explicar, la providencia divina.
Ludwig Ott, teólogo católico, contemporáneo de Pío XII, sigue lo dicho
por el Vaticano I con respecto a la providencia, y distingue entre
«providencia general», que se extiende a todas las criaturas, incluso
a los que no han recibido el don de la razón; «providencia especial»,
que se refiere a todas las criaturas racionales, sin excluir a los
pecadores, y «providencia especialísima», concedida a los
predestinados. Con respecto a la manera en que Dios realiza su plan
eterno universal, Ott distingue entre «providencia mediata», en la
cual Dios usa causas mediatas y creadas (causas secundarias), y
«providencia inmediata», que Dios mismo lleva a cabo. Hay también,
según Ott, «providencia ordinaria» y «providencia extraordinaria» (por
ejemplo en los milagros y en otras obras sobrenaturales del Creador).
2. Catolicismo posterior al Concilio Vaticano II. Citaremos dos
documentos. En el Diccionario Teológico de Karl Rahner y H. Vorgrimler
leemos que la providencia divina significa:
[…] el proyecto del mundo creado, planeado por la sabiduría de Dios
que todo lo conoce, incluso los actos libres de las criaturas, y por
la voluntad santa y amorosa de Dios, que omnipotentemente lo soporta y
condiciona todo […] En este proyecto queda incluida la libertad de la
criatura, sin que ello acarree su anulación […] En virtud de este
proyecto dirige Dios en su eternidad el curso del mundo y de su
historia. Y en él también dirige la historia salvífica humana hacia la
meta (escatología) conocida y querida por Él de antemano.
En estas explicaciones se le da énfasis a la providencia como el
gobierno de Dios en la historia del mundo y de la humanidad, desde el
origen de esta historia hasta su consumación. Se le da énfasis también
a la cooperación de la criatura en la realización del «proyecto», y a
la disposición salvífica del Creador.
El otro documento es el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica,
publicado por orden de Juan Pablo II en 1992. El propósito de esta
obra catequística es «la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano
I». Con respecto a la providencia, el Catecismo dice:
La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió
plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado
vía» (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar,
a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las
disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia
esta perfección. […] la solicitud de la divina providencia es concreta
e inmediata: tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta
los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas
Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el
curso de los acontecimientos […] Dios es el Señor soberano de su
designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de
las criaturas […] Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes
y libres para completar la obra de la creación, para perfeccionar su
armonía para su bien y el de sus prójimos […] Dios actúa en las obras
de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por causas
segundas.
En su definición y explicación de la providencia divina el Catecismo
se apega básicamente a lo decretado por el Vaticano I. Mantiene las
ideas de preservación, gobierno, y concurrencia (o sea la colaboración
de los seres humanos, como causas segundas, en la realización del
designio de Dios). Es notorio el énfasis en la colaboración humana
«para completar la obra de la creación», y la aclaración de que el
Señor actúa en las obras de sus criaturas. En respuesta al problema
del mal, se dice que por estar la creación en camino de su perfección
última, con el bien existe también el mal.
La idea de providencia en el Protestantismo
1. En términos generales, para la Teología Reformada la providencia de
Dios es la obra por la cual Él preserva todas las cosas por Él creadas
y las gobierna para gloria de su Nombre y salvación de los creyentes.
Heppe explica que «la providencia incluye una triple actividad:
preservación […] concurrencia o cooperación con causas secundarias, y
gobierno».
L. Berkhof, teólogo reformado, ampliamente conocido entre nosotros por
su Teología Sistemática, ofrece la siguiente definición de la
providencia:
Aquel continuado ejercicio de la fuerza divina por medio de la cual el
Creador preserva a todas sus criaturas, opera en todo lo que tiene que
suceder en el mundo y dirige todas las cosas hacia su determinado fin.
Luego, Berkhof también indica que hay tres elementos en la
providencia, es decir, preservación, concurrencia y gobierno; pero que
algunos de los más recientes dogmáticos «hablan solamente de dos
elementos: preservación y gobierno».
El distinguido teólogo reformado Charles Hodge (1797–1878), dice que
la providencia «incluye preservación y gobierno».
2. Por su parte, el eminente profesor bautista, Dr. Augustus H. Strong
(1836–1921), distingue entre preservación y providencia, y afirma que
mientras la preservación significa mantener la existencia y los
poderes de las cosas creadas, la providencia consiste en cuidar de
ellas y gobernarlas. «La providencia es el medio que Dios usa para
hacer que todos los eventos del universo físico y moral cumplan el
propósito original para el cual fueron creados». Y añade: «Así como la
creación explica la existencia del universo, y la preservación explica
la continuación de dicha existencia, la providencia explica su
evolución y progreso».
G. H. Lacy, también profesor bautista, escribió su Introducción a la
Teología Sistemática basándose en las obras de A. H. Strong (bautista)
y Charles Hodge (reformado), y en su definición de la providencia dice
que ésta incluye «la preservación y el gobierno», según lo que enseña
Hodge.
3. Los autores del libro Explorando Nuestra Fe Cristiana, explican que
su propósito es «proveer una introducción al cristianismo wesleyano
tal como se lo enseña en las iglesias que están dentro del movimiento
de santidad».
En el capítulo 8, que trata de Dios y el Mundo, se define la
providencia como «la doctrina que se ocupa del cuidado y la continua
preservación del universo por parte de Dios», y se afirma que antes
que pueda profesarse una doctrina adecuada de la providencia, son
necesarios tres supuestos fundamentales:
La inmanencia de Dios en el mundo (lo cual no niega su trascendencia);
la preservación tanto de la naturaleza como de sus procesos, y la
uniformidad, o sea que Dios, en la naturaleza, es el fundamento de
toda ley y de todo orden. En el resumen del capítulo leemos que éste
considera «tres aspectos de la relación entre Dios y el cosmos: su
creación, su providencia, que relacionamos con la oración y los
milagros, y el siempre perturbador problema de la existencia del mal
en un universo que está sujeto al gobierno de un Dios bueno».93 Uno de
los tres aspectos importantes de la relación de Dios con el mundo es
el gobierno que Él ejerce sobre un universo en el que existe el mal;
pero este aspecto gubernativo es diferente de la providencia, que los
autores relacionan con la oración y los milagros. Sin embargo, en la
exposición del tema han dicho que uno de los supuestos fundamentales
para poseer «una doctrina adecuada de la providencia» es «la
preservación tanto de la naturaleza como de sus procesos». En otras
palabras, también esta doctrina wesleyana incluye de alguna manera la
preservación y el gobierno como elementos de la providencia. Relaciona
el gobierno especialmente con el problema del mal, y de manera muy
particular con la actitud que el cristiano debe asumir ante ese
problema. De este modo, el énfasis cae en la providencia y la ética
personal, o individual.
4. En lo que toca al pensamiento evangélico latinoamericano, vale la
pena darle un vistazo al libro Providencia y Revolución, del escritor
peruano Pedro Arana Quiroz, ingeniero, pastor presbiteriano en su
país, miembro del grupo fundador de la FTL, y líder cristiano muy
respetado al nivel nacional e internacional. Su libro «intenta ser un
prefacio a la reflexión teológica sobre la responsabilidad social
cristiana, con referencia a una situación revolucionaria». Se acerca
al tema desde lo que él considera como «el único punto de inicio de la
teología bíblica evangélica y reformada: la soberanía de Dios.
Soberanía que se manifiesta en sus obras de creación, providencia,
redención y juicio». Según su entender, la providencia divina es «la
función pertinente de la soberanía de Dios para tratar la sociedad y
la situación de cambios en ella».95
A simple vista, esta definición le da énfasis a la providencia como el
gobierno de Dios sobre el mundo: «el control de todos los eventos
históricos». Pero este énfasis no indica necesariamente que se pase
por alto que la providencia incluye también la preservación de lo
creado. El autor dice haber usado para su reflexión el Catecismo
Menor, documento de la Teología Reformada bien conocido, y en el cual
se afirma que «las obras de providencia de Dios son aquellas con que
santa, sabia y poderosamente, preserva y gobierna a todas sus
criaturas y todas las acciones de éstas».97
El libro Providencia y Revolución fue publicado en 1970, en una época
de efervescencia revolucionaria y teológica, mayormente en los países
de nuestro cono sur. Sin embargo, esta obra no ha perdido su
importancia para el estudio del peregrinaje teológico de la iglesia
evangélica latinoamericana. Es de agradecer al autor y a otros
teólogos evangélicos de Latinoamérica, su esfuerzo para contextualizar
el mensaje bíblico en un tiempo cuando la contextualización de las
Escrituras comenzaba apenas a discutirse en los sectores no
conciliaristas—no ecuménicos—de la comunidad evangélica mundial.
Merece también nuestro reconocimiento el colega Arana Quiroz por
invitarnos a reflexionar sobre la providencia del Señor de una manera
pertinente a nuestra realidad social. En América Latina, la mayoría de
evangélicos «no denominacionales», de hace cinco décadas, cuando se
trataba de la providencia le dábamos énfasis al sustento material y a
la protección que el Señor le da a sus criaturas. No era extraño para
nosotros el tema de la soberanía de Dios. Enseñábamos que Él estaba
sentado en su trono celestial, gobernando el mundo; pero no
trasladábamos este concepto como debiéramos a nuestra realidad
económica, social y política. No sentíamos que fuera necesario
proclamar el señorío de Yahvé sobre los diferentes estamentos de la
sociedad. Nuestro limitado concepto de la providencia divina no
permitía que tuviéramos interés en la problemática social. Muchos de
nosotros teníamos la propensión a mirar solamente hacia el señorío que
Cristo ejercerá en su reino terrenal del futuro.
Entre los años 1945 y 1970 hubo cambios muy significativos en la
escena social y política de América Latina. Hubo también
acontecimientos trascendentales en la cristiandad de esa época, en
nuestro continente y en el mundo. Por ejemplo, la creación del Consejo
Mundial de Iglesias (1948), el Concilio Vaticano II (1962–1965), y la
Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín (1968). Esa
situación revolucionaria en lo social y político, y renovadora en lo
teológico y eclesial, tenía que repercutir, de una manera u otra, en
la comunidad evangélica latinoamericana, como pudimos verlo y sentirlo
en la celebración del Primer Congreso Latinoamericano de
Evangelización (CLADE I, 1969). Desde ese entonces, en nuestros
encuentros teológicos tuvimos que escuchar y usar un lenguaje
diferente al tradicional. Se comenzó a hablar del Reino de Dios con
una insistencia antes no vista por muchos de nosotros, y con gran
énfasis en la realidad presente de ese reino. El propósito era
combatir la escatología excesivamente «futurista», y más que todo,
recuperar el concepto del señorío de Cristo aquí y ahora.
El Reino de Dios y América Latina fue el tema central de la Segunda
Consulta de la FTL, entidad evangélica fundada en diciembre de 1970.
En la ponencia titulada «El Reino de Dios y la Iglesia», el Dr. C.
René Padilla se ciñó a la tesis del «ya» y «el todavía no» del Reino,
por considerarla más bíblica que otras posiciones escatológicas; en
tanto que el Dr. Samuel Escobar relacionó la escatología con la ética
social y política en América Latina. En el Congreso de Evangelización
Mundial, celebrado en Lausana, Suiza, en 1974, hubo evangélicos
latinoamericanos, miembros de la FTL, que no solamente tuvieron voz en
sesiones plenarias, sino que fueron también protagonistas, directa e
indirectamente, en la formulación del Pacto de Lausana. Este pacto es
uno de los documentos más influyentes, si no el más influyente, en la
misionología evangélica de nuestro siglo. Resulta interesante observar
que no es el concepto de providencia sino el de Reino el que prevalece
en el Pacto de Lausana.
En 1970, Arana Quiroz ya había relacionado de algún modo en su libro
(Providencia y Revolución), el tema de la providencia con el del Reino
de Dios. Por ejemplo, en esas páginas nos dice que «solamente desde la
perspectiva del Reino de Dios, nosotros podemos entender lo que el
mundo es como creación», y que «la historia se dirige hacia la
consumación del Reino de Dios». Definitivamente, «el ya» y «el todavía
no» del Reino ocupan ahora lugar preferente para muchos pensadores
evangélicos en el diálogo, y no pocas veces en el debate con otras
explicaciones de la escatología bíblica.
Por supuesto, la relación entre la providencia de Dios y el Reino de
Dios merece un estudio aparte. Sin duda, los exegetas y teólogos que
se esfuercen para entender a profundidad tal relación, saldrán de su
empeño más convencidos que nunca de que existen más convergencias que
diferencias entre la acción providencial de Dios y su Reino. Es cierto
que la palabra «reino» tiene su equivalencia en ambos Testamentos
(malkút, en hebreo; basileia, en griego), y que ella evoca de
inmediato implicaciones políticas; pero éstas las vemos también en el
concepto de gobierno, el cual se incluye en la definición y
explicación de la doctrina de la providencia divina. En realidad, hay
teólogos que tratan con más énfasis y entusiasmo el aspecto
gubernativo de la providencia de Dios, que la acción de preservar, o
proteger, lo que Él ha creado.
El Antiguo Testamento enseña que Yahvé ha reinado, reina, y reinará
sobre toda la creación. Desde muy temprano en su historia, los
israelitas reconocían que el Señor era Rey (Ex 15:18; Dt 33:5). Pero
también percibimos en la revelación antiguotestamentaria que el Reino
futuro de Yahvé se manifestaría en la persona y obra del Mesías, el
Ungido de Dios para ser el Profeta, el Sacerdote y el Rey (2 S 7; Sal
2; Is 11:1–16; 61:1–11; Miq 4:1–5; etcétera). En el Nuevo Testamento,
la acción providencial de Dios el Padre prosigue en la preservación y
gobierno de la creación (Mt 5:45; 6:25–34; 10:28–31; 26:53–54; Lc
2:1–7; Hch 4:27–28; 17:22–29; 27:22–38; etcétera). Pero es posible
decir que el énfasis del Nuevo Testamento no está en la providencia
sino en el Reino de Dios, el reino «de su amado Hijo» (Col 1:1), en
quien se cumplen y cumplirán las profecías mesiánicas del Antiguo
Testamento. La luz de la revelación escrita en el Nuevo Testamento se
enfoca de manera prominente en Jesús el Cristo, el Ungido para ser el
Rey de Israel y de todas las naciones de la tierra.
En su primera venida al mundo, el Mesías anuncia la proximidad del
Reino (Mt 4:17), y lo introduce en la escena terrenal (Mt 12:28;
11:1–6; Lc 17:21), como «los misterios del Reino de los cielos» (Mt
13). La Iglesia ha recibido la autoridad para representar el Reino (Mt
16:13–19; Jn 20:21–23), los seguidores de Cristo han sido trasladados
a su Reino (Col 1:13), y deben, por lo tanto, vivir según los valores
del Reino (Mt 5–7; 1 P 2–5), y servir los intereses del Reino de Dios
(Mt 13; 25:14–30; Hch 20:25; 28:23, 31; Col 4:11).
En su segunda venida al mundo, el Mesías manifestará en plenitud su
reino de justicia y paz sobre todas las naciones (Ap 11:15; 20:1–6), y
luego lo entregará al Padre, para que Dios «sea todo en todos» (1 Co
15:24–28) para siempre, en el Reino que era, que es, y será
eternamente.
Lo que hemos dicho sobre la providencia y el Reino de Dios es por
ahora suficiente, si tenemos en cuenta el propósito fundamental de
nuestra reflexión, y que el énfasis del presente capítulo cae en el
Antiguo Testamento.
La preservación de lo creado
Los primeros once capítulos del Génesis son el punto de partida
obligado para el estudio bíblico de la providencia de Dios. Ya hemos
mencionado que existe una relación fundamental entre creación y
providencia. Dios siempre ha cuidado y gobernado la obra de sus manos.
Se sobrentiende que esta obra incluye lo físico y lo biológico, y de
manera muy especial la vida humana.
La doctrina de la providencia se halla diametralmente opuesta al
ateísmo, el cual niega la existencia de Dios, y cree que el mundo y
los que lo habitan son el producto de fuerzas naturales. También se
opone esta doctrina al panteísmo, según el cual no hay diferencia
entre Dios y el mundo, la totalidad del universo es Dios. Está en
contra, además del deísmo, por su idea errónea de que Elohim creó el
mundo y lo puso en movimiento, para luego abandonarlo a sus propios
recursos.
La doctrina de la providencia afirma la existencia del Dios personal,
creador, sustentador y gobernador de todo lo que Él ha creado. Esta
enseñanza le da honor a la soberanía de Dios, cuya acción providencial
se manifiesta tanto en la preservación del orden natural, como en la
historia de los individuos y de los pueblos. El Dios de la providencia
es personal. Él está inmerso en el acontecer histórico. Él es
inmanente, pero también trascendente. Está presente en el mundo, pero
lo trasciende.
La iniciativa divina
De acuerdo al teólogo Heidegger, citado por Heinrich Heppe, por su
providencia Dios «mantiene y perpetúa las cosas que Él ha hecho, en lo
que toca a su existencia, esencia y facultades naturales, ya sea en
las especies por la sucesión de individuos, o en los individuos
mismos». Prevalece entre los teólogos reformados la idea de que el
mundo no puede tener en sí mismo el poder para seguir existiendo.
Tiene que ser sostenido por la omnipotencia de Dios. El teólogo
Cocceius (1603–1669), considerado por el historiador A. H. Newman como
«el más eminente de los líderes reformados», enseñó que «la
preservación es una especie de creación continuada». Por su parte,
Heppe sostiene la tesis de que «la preservación no debe concebirse
como una creación continua, como si la identidad esencial de lo ya
creado fuera abolida […] la misma esencia permanece, preservada por
Dios».102
En el relato genesíaco de la creación (Gn 1) vemos que Elohim actúa
solo, sin la concurrencia o colaboración de seres creados, ya fueran
éstos angélicos o humanos. El ser humano es creado en «el día sexto»,
cuando los cielos y la tierra ya han surgido de la nada, por el poder
de Dios. Elohim crea todas las cosas con el propósito supremo de
glorificar su nombre (Sal 19:1–6). Y sin lugar a dudas la creación del
ser humano se enmarca en ese sublime propósito. Sin embargo, la
creación de los cielos y la tierra, narrada en Génesis 1:1–25, puede
verse también como una preparación magnífica de lo que sería el hogar
planetario del ser humano.
El Creador provee el cosmos (orden), la atmósfera, el ambiente, en fin
los elementos indispensables para la subsistencia humana, de tal
manera que cuando Adán y Eva entran en la escena terrenal, se ven
rodeados por condiciones en gran manera favorables para vivir en
plenitud de comunión el uno con el otro, con el Señor, y con la
naturaleza. Ya había aves en los cielos, peces en el mar, bestias y
otros animales en la tierra. Había también una rica vegetación, con
plantas y árboles que proveían alimento al ser humano.
En cuanto al entorno específico de Adán y Eva, se nos dice que era «un
huerto en Edén», un jardín de delicias. Había allí árboles agradables
a la vista, y buenos para comer. El agua era abundante. De Edén (el
país o región) salía un río para regar el huerto, y de allí «se
dividía en cuatro brazos» que alcanzaban largas distancias. Había
además en la región de Havilá oro fino, ámbar y ónice. Todas esas
provisiones materiales venían de la mano bondadosa de Elohim, quien no
creó al ser humano para rodearlo de miseria, sino para que viviese en
condiciones de las más placenteras. La felicidad de Adán llegó a
completarse cuando el Señor creó a Eva, la compañera idónea, es decir,
adecuada, que podía asociarse con el hombre, que estaba a la altura de
él en dignidad y capacidad, que correspondía a lo que él era en la
presencia del Creador, para el cumplimiento de la tarea que Él les
había asignado en el mundo.
Yahvé el todopoderoso es también Yahvé el que provee todo lo necesario
para la subsistencia de sus criaturas. Lamentablemente el pecado
cambió aquella escena paradisíaca del Edén en un mundo lleno de cardos
y espinos, de dolor y muerte. La situación espiritual y moral de la
humanidad no es lo que debió y pudo haber sido en sujeción a la
voluntad divina. Sin embargo, a pesar que el mal ha invadido al mundo,
y causado grandes estragos en la existencia humana, el Señor Elohim
sigue cumpliendo su propósito de preservar lo creado. Él mantiene el
orden del universo físico (Job 37; Heb 1:3); sostiene la vida hominal,
animal y vegetal (Sal 104; 105:13–15; Mt 5:45; 6:25–34; Hch 14:11–17;
17:24–29; Col 1:17; Heb 1:3); y provee especialmente para las
necesidades de su pueblo (Sal 105; Mt 6:24–34; 2 Co 9:8–11; Flp 4:19;
etcétera).
Con todo esto, no siempre es fácil aun para nosotros, creyentes en el
Señor, sobreponernos a los problemas de la existencia, especialmente
cuando carecemos de recursos materiales indispensables para nuestra
subsistencia. Pero la Palabra inspirada por el Espíritu Santo, la
historia extra-bíblica del pueblo de Dios, y el testimonio personal de
aquellos cristianos que han experimentado la fidelidad del Señor, nos
animan a seguir confiando en Él.
Tampoco resulta fácil proclamar el mensaje de la soberanía de Dios,
respecto a la preservación de sus criaturas, en los países donde la
gran mayoría de sus habitantes viven en profunda pobreza. En nuestro
tiempo hay pueblos que sufren grandes sequías y hambrunas. Millones de
seres humanos—hombres y mujeres, niños y ancianos, huérfanos,
inválidos, exiliados políticos, y otros más—viven en condiciones
infrahumanas.
Se dice que mil trescientos millones de seres humanos viven en la zona
que cruzando el norte de Africa se extiende hasta el Medio Oriente, y
a las provincias que en el Asia Central formaban parte de la Unión
Soviética, e incluye el sur de la India, el sureste de Asia, y la
China occidental. Se agrega que 85 por ciento de los países más pobres
del mundo se hallan en dicha zona, la cual parece corresponder, por lo
menos en gran parte, a lo que en el lenguaje misionero contemporáneo
se le llama «la ventana 10/40».
En un documento publicado por la organización misionera evangélica AD
2000, se afirma que en la ventana 10/40 viven 82 por ciento de los más
pobres de los pobres. Por supuesto, nos interesa en sumo grado su
pobreza espiritual, pero no debemos pasar por alto su carencia de los
medios indispensables para vivir dignamente como seres humanos. Sin
duda es muy difícil hacer obra misionera entre los que sufren tan
profunda pobreza. Lo es de manera especial si el misionero, o la
misionera, reconoce que el tema de la providencia divina pertenece a
«todo el consejo de Dios». Se sobrentiende que también es ineludible
referirse a la presencia y consecuencias del pecado en el mundo,
cuando se enfocan bíblicamente los problemas económicos, sociales, y
políticos que agobian a los pueblos en vías de desarrollo.
No dudamos que el poder del Evangelio de Cristo puede traer cambios
maravillosos en la vida espiritual, moral, económica y social de toda
una nación. Pero es indispensable creer este mensaje liberador,
vivirlo, y anunciarlo de manera pertinente a la realidad económica y
social de los que necesitan escucharlo.
Está muy bien que informemos sobre el estado de indigencia en que
viven millones de seres humanos alrededor del planeta Tierra; pero no
lo hagamos solamente por vía de introducción a nuestro mensaje, para
despertar el interés de nuestros lectores, u oyentes, y luego
lanzarles el desafío espiritual, sin analizar con seriedad el problema
de la pobreza material y las posibilidades de ayudar a solucionarlo,
siquiera en parte.
La concurrencia divina
Aun antes de su caída en la desobediencia al mandato divino, Adán
tenía que cultivar y proteger el huerto de Edén (Gn 2:15). Nos revela
así el texto que la acción providencial de Dios incluía desde el
origen de la humanidad, la concurrencia para la preservación de lo
creado. Teólogos católicos y protestantes coinciden en que de alguna
manera los seres humanos pueden y deben participar, bajo la soberanía
de Dios, en la preservación y gobierno del mundo. Se nos dice que Dios
es «la Causa primera» que actúa en y por medio de «las causas
segundas», o humanas.
El teólogo reformado L. Berkhof le da énfasis a «la concurrencia
divina», y la define como «la cooperación del poder divino con los
poderes subordinados, de acuerdo con las leyes pre-establecidas para
su operación, haciéndolas actuar, y que actúen precisamente como lo
hacen». El hecho es del Señor, porque todo está sujeto a su soberanía.
La acción es de la criatura, «hasta donde Dios la realiza por medio de
la actividad humana de la criatura […] cada acción es totalmente un
hecho de Dios y de la criatura».107
La responsabilidad humana
Al principio de este capítulo mencionamos que algunos teólogos
reformados usan la idea de concurrencia para referirse a la
cooperación de causas secundarias en la actividad providencial de
Dios. En este apartado vale la pena subrayar el concepto de
responsabilidad humana en la obra que el Señor lleva a cabo para
preservar y proteger lo creado.
1. El trabajo humano. Ya hemos comentado sobre la dignidad del trabajo
en el capítulo que trata de la obra de Dios el creador. Ahora debemos
añadir, con énfasis especial, que el trabajo le es indispensable al
ser humano para colaborar en el cuidado de la creación. Si el mensaje
de las Escrituras se dirige a todo el ser humano, en todos los
aspectos de su vida, entonces el tema del trabajo es ineludible en el
cumplimiento de nuestra misión.
a. Bendiciones del trabajo. Yahvé Elohim le entregó la tierra al ser
humano para que la cultivara y protegiera, no tan sólo para que
disfrutara de ella. El hombre y la mujer, creados a la imagen y
semejanza del Dios que trabaja, tenían que trabajar, no como un
castigo, sino como una bendición para si mismos y para la naturaleza.
No se convirtieron en humanos porque trabajaban. Trabajaban porque ya
eran humanos. Dios los hizo así en el acto de crearlos. Mediante el
trabajo obtenían su alimento material. Era también por medio del
trabajo que Adán y Eva, y sus descendientes, descubrirían en sí mismos
y en la naturaleza recursos de gran potencial para el desarrollo de la
cultura humana.
El trabajo sería saludable para la mente y el cuerpo, y estimularía la
actividad del espíritu creador en la raza adámica. En Génesis 4 se
habla de una diversificación del trabajo: Caín labraba la tierra, y
Abel apacentaba ovejas. Entre los descendientes de Caín había
ganaderos, músicos, y forjadores de bronce y hierro.
El trabajo fue desde el principio expresión de cultura y vínculo
social para los seres humanos. Adán y Eva tuvieron la sana alegría de
trabajar juntos en el huerto de Edén. Pero después de que ellos
cayeron en el pecado, el trabajo se les volvió oneroso; y en el curso
del tiempo surgió la explotación del hombre por el hombre y la triste
experiencia de los que trabajaban para otros en la condición de
esclavos.
b. El trabajo y la propiedad de la tierra. El tema del trabajo y el de
la propiedad van juntos en el análisis económico y social de la
realidad humana. Dios no ha renunciado a la propiedad de la tierra. La
ha encargado al ser humano para que la administre sabiamente y reciba
beneficios de ella; pero el salmista dice: «Del Señor es la tierra y
cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan» (Sal 24:1, NVI). El
Señor y dueño perpetuo de la tierra ha dispuesto que todos los bienes
de este planeta estén al servicio de todos los seres humanos. Él ha
permitido lo que llamamos «el derecho a la propiedad privada»; pero
sin anular el propósito de que esta propiedad exista también para el
bien común. La Palabra de Dios exige el respeto a la propiedad privada
(«no hurtarás»); pero también demanda respeto para los derechos del
trabajador y de todo ser humano (Lv 19:13; Jer 32:13; Stg 5:1–6).
El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica dice:
El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque
la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada,
de su derecho y de su ejercicio […] La propiedad privada de un bien
hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo
fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus
próximos.
En el Catolicismo se ha venido elaborando una Teología del Trabajo
para nuestro siglo, a partir de la encíclica Rerum Novarum de León
XIII (1891). De gran importancia para el estudio del tema son los
Decretos del Concilio Vaticano II y las encíclicas sociales de los
Papas Juan XXIII, Pablo VI, y Juan Pablo II.
Los cristianos evangélicos necesitamos ahondar en el concepto bíblico
del trabajo, con referencia directa a la realidad económica y social
en que vivimos. Bienvenido sea el esfuerzo realizado en esta dirección
por los participantes en la consulta sobre «La Teología y la Práctica
del Poder», celebrada en Jarabacoa, República Dominicana, del 24 al 29
de mayo de 1983, con los auspicios de la FTL. En su Declaración
incluyen el tema del trabajo y dicen:
El trabajo es un medio por el cual el ser humano se asocia con Dios en
su tarea creativa en el mundo. Todo ser humano tiene derecho al
trabajo como medio de subsistencia y expresión personal y social.
Percibimos la necesidad de humanizar el trabajo y de poner la
tecnología al servicio del ser humano y no éste al servicio de
aquélla. Llamamos la atención a fin de que se establezcan relaciones
justas, tendientes a eliminar la situación de pobreza y marginalidad
creciente del trabajador urbano y rural. Auspiciamos toda política que
se proponga ofrecer un sistema de seguridad social, impedir los
despidos injustificados, disminuir las tasas de subempleo y resguardar
la capacidad adquisitiva del salario real del trabajador.
En lo que respecta a la propiedad privada, afirman:
Consideramos que los factores de producción (la tierra, el capital, el
trabajo y la organización) tienen, por encima de todo, una función
social, y su uso, aprovechamiento y explotación deben estar
condicionados a los intereses de la colectividad y al conjunto de la
nación. Propugnamos la democratización de la propiedad especialmente
de la tierra, por medio de un régimen de tenencia que garantice el
acceso a la misma a aquellos que la trabajan. Declaramos que al poner
Dios al hombre como mayordomo de la tierra no renunció a su señorío
sobre la creación …
c. Espiritualidad del trabajo. El trabajo era una manera en que Adán y
Eva ejercían el dominio que el Creador les había dado sobre la tierra.
Era también una muestra de obediencia al mandato cultural, y expresión
de gratitud al Señor por los bienes de la naturaleza. En este sentido
vemos el trabajo como un culto de adoración rendido por el ser humano
al Creador. Además, el trabajo manifestaba la armonía existente entre
el hombre y la tierra. No había ruptura en el equilibrio del orden
natural. El trabajo no era un atropello a la tierra, sino un cultivo
esmerado y respetuoso al cual ella respondía generosamente con el
sustento para el ser humano.
Adán tendría en gran estima los bienes de la tierra, sin divinizarla.
No le ofrecería culto a las cosas creadas, sino a Yahvé Elohim. En el
devenir de la historia los pueblos animistas y politeístas adoraban
las obras de la creación. El monoteísmo bíblico prefirió adorar al
Creador. Sin embargo, reconocemos que, en muchos casos, en el mundo no
cristiano hay más respeto para la tierra y gratitud por sus bienes,
que entre nosotros, los que profesamos creer que la Biblia es la
revelación escrita de Dios, y Jesucristo, el único Señor y Salvador.
Ciertamente, nos urge la elaboración de una teología bíblica con gran
énfasis en la espiritualidad del trabajo. En esta espiritualidad
parece estar pensando el teólogo católico M.D. Chenu, cuando dice que:
«El capital cristiano comporta una espiritualidad cósmica, uno de
cuyos ejes es el trabajo. La civilización del trabajo, como se define
ya en el siglo XX, y a su servicio, la civilización técnica,
constituyen hermosa materia para el reino de Dios». Se pregunta Chenu
si se trata de «una nueva espiritualidad», y contesta negativamente,
porque ella «se encuentra ya en el Génesis, en santo Tomás, en San
Pablo, en el primer dogma». Los evangélicos tenemos que subrayar el
concepto bíblico del trabajo, o sea el trabajo como un acto de
comunión con Dios, de solidaridad con nuestro prójimo, y de armonía
con la naturaleza.
d. El día de descanso para el ser humano. Un aspecto importantísimo en
la teología bíblica del trabajo es el mandamiento tocante al día de
reposo. En este día el laborante puede restaurar sus fuerzas físicas y
mentales, disfrutar de un tiempo de recreo con su familia, adorar al
Señor en comunión con los creyentes en Él. Yahvé Elohim, quien
descansó después de haber creado «el cielo y la tierra, y todo lo que
hay en ellos» (Gn 2:1, VP3), estableció «el día de reposo» para
beneficio del ser humano. Ha habido progreso en la legislación laboral
moderna con respecto al descanso semanal de los trabajadores. Esta es
otra de las conquistas sociales que tienen sus raíces profundas en la
Biblia misma.
Los cristianos evangélicos creemos en el descanso semanal porque Dios
así lo ha ordenado, para bendición de todo el género humano. De hecho,
si en lo personal el cristiano acata este mandamiento de reposar
durante un día de la semana (Jn 20:1; Hch 20:7; 1 Co 16:1–2), le será
fácil obedecer las leyes humanas en lo que respecta al descanso
semanal, para beneficio de sí mismo y de sus semejantes.
El descanso para la tierra
En la Ley, proclamada por el Señor en el Sinaí, se le ordenó a los
israelitas que también a la tierra debían darle su reposo: «Seis años
sembrarás tu tierra, y seis años podarás tu viña y recogerás sus
frutos. Pero el séptimo año la tierra tendrá descanso, reposo para
Jehová» (Lv 25:3–4). El reposo de la tierra evitaría su excesivo
desgaste, la pérdida de su fertilidad. El texto dice: «reposo de
Jehová», esto es, en honor a Él, en reconocimiento que la tierra es
suya (Lv 25:23), y que Él tiene derecho a cuidarla y mantenerla
productiva para su propia gloria, y para el bienestar de su pueblo.
El texto de Éxodo 23:10–11 da otro propósito para el descanso de la
tierra: «Seis años sembrarás tu tierra, y recogerás su cosecha; mas al
séptimo año la dejarás libre, para que coman los pobres de tu pueblo;
y de lo que quedare comerán las bestias del campo; así harás con tu
viña y con tu olivar». El reposo de la tierra tenía también una
función social.
En el judaísmo contemporáneo se enseña que los líderes de la nación
aprovecharían el año sabático para enseñarle la Torá a todo el pueblo:
a hombres, mujeres y niños (Dt 31:10–13).
Las instrucciones en cuanto al reposo de la tierra de promesa
demuestran el interés de Yahvé en la conservación de lo creado, y en
el bienestar de todas las criaturas. Al ser humano, mayordomo del
Creador, se le asigna la responsabilidad de cuidar su hábitat
planetario. Algunos teólogos se han preguntado de qué o de quién
debían cuidar la tierra Adán y sus descendientes. Delitzsch sugiere
que la labor humana impediría que la tierra se volviera inculta o
llena de maleza, y la libraría del daño producido por algún poder
maléfico, el cual pudiera ser externo a la creación, o estar ya
presente en ella. Así piensa también Lange.115 En el comentario
rabínico que ya hemos citado, se dice que el trabajo humano evitaría
que la tierra se volviera agreste, o inculta. Podemos agregar que ella
no sería inútil para nuestro sustento.
También es posible especular si el relato de Génesis 2:15 no estaría
anticipando lo que la tierra sufriría como consecuencia del pecado
adámico. Dicho en otras palabras, que el ser humano tendría que cuidar
la tierra del daño que él mismo podría ocasionarle. Todos somos
testigos de lo terrible de este daño.
El mensaje ecológico en nuestro tiempo
Razón tienen los ecologistas para decirnos con insistencia que es
imperativo poner coto a la destrucción insensata de nuestro hogar
planetario. Aun el conocido escritor uruguayo, Eduardo Galeano, de
fuerte convicción socialista, ha dicho que «si en el pasado la
naturaleza era, para la civilización que se considera occidental y
cristiana, una bestia feroz que había que domeñar y castigar para que
funcionase a nuestro favor para siempre, ahora nos hemos enterado de
que la naturaleza se cansa, como nosotros, sus hijos; y hemos sabido
que, como nosotros puede morir asesinada».
En agosto de 1992 se celebró, con los auspicios de la Fraternidad
Teológica Mundial sobre Ética y Sociedad, el Foro de Au Sable, con el
tema «El Cristianismo Evangélico y el Medio Ambiente». Entre otras
cosas, este informe menciona siete degradaciones específicas a las que
está expuesta actualmente la naturaleza:
1. La destrucción del escudo protector de ozono del planeta […] Para
1984, el contenido total de la capa de ozono se había reducido en un
30 por ciento, y para 1989, en un 70.
2. La degradación de la tierra […] se ha destruido la tierra por
erosión, salinización y desertificación.
3. La degradación de la calidad del agua—se ensucian el agua
subterránea, los lagos los ríos y los océanos.
4. La deforestación—cada año desaparecen 100 mil kilómetros cuadrados
de bosque primario, y otro tanto se degrada debido al uso excesivo de
la tierra.
5. La extinción de las especies—cada día desaparecen más de tres
especies de plantas y animales de la Tierra.
6. La generación de desechos y la toxificación mundial—a nivel mundial
se distribuyen materiales causantes de problemas mediante la
circulación atmosférica y oceánica.
7. La degradación humana y cultural—amenaza y elimina conocimiento
ancestral de los nativos y algunas comunidades cristianas sobre cómo
vivir en forma sostenible y cómo cooperar con la creación.
El Informe de Au Sable sugiere también algunas tareas que la comunidad
cristiana, y los cristianos en lo individual, podemos realizar a favor
del medio ambiente. Debemos tener en cuenta éstas y otras sugerencias,
todos lo que de una manera u otra participamos en el cumplimiento de
la misión cristiana, ya sea en nuestro propio país o en otra realidad
cultural, en nuestro continente o al otro lado del mar. El problema
ecológico concierne a toda la humanidad, sin exceptuar, por supuesto,
a los cristianos evangélicos. En forma resumida, citamos a
continuación las sugerencias del Informe de Au Sable:
En la medida en que los cristianos articulen su visión bíblica de la
creación y modelen amor por su bienestar, se les abrirán importantes
oportunidades para evangelizar. Comprometerse con la evangelización es
un elemento integral del cuidado de la creación, y viceversa. La
comunidad cristiana sigue a aquel que es la Verdad y por ello debe
atreverse a proclamar la verdad completa sobre la crisis ambiental
ante los poderosos, las presiones y las instituciones que se
benefician de esconder esa verdad […] La comunidad cristiana debe
crear políticas prácticas, basadas en principios bíblicos y el
análisis profundo, para acercarse al medio ambiente y a sus problemas.
Los cristianos deben unirse a organizaciones ambientales que se
orienten por principios cristianos en su labor, y participar en
organizaciones seculares que siguen el mismo propósito … La unidad
cristiana debe estar dispuesta a identificar y condenar el mal social
e institucionalizado, especialmente cuando éste ha invadido los
sistemas. Debe proponer soluciones que procuren su reforma …
Las iglesias deben tratar de desarrollarse en forma de centros
conscientes de la creación, con el fin de modelar principios de
mayordomía entre sus miembros y en su comunidad. Deben también
expresar en su adoración y celebración tanto la delicia de la creación
como el cuidado de la misma.
San Pablo dice que «la creación entera se queja y sufre como una mujer
de parto»; pero le queda «la esperanza de ser liberada de la
esclavitud y la destrucción, para alcanzar la gloriosa libertad de los
hijos de Dios» (Ro 8:19–25). Precisamente, la esperanza de esa
liberación cósmica, total, que sólo el Mesías puede traer, es uno de
los grandes incentivos para que seamos fieles guardianes de la tierra
y sus bienes, y prefiguremos en nuestra vida personal y comunitaria lo
que está por venir. En la providencia de Dios, le espera a la tierra
un glorioso futuro.
Recientemente escuché a un pastor evangélico decirle a su
congregación: «Amemos a Dios, amémonos a nosotros mismos, amemos a
nuestro prójimo, amemos a la naturaleza». Impulsados por el amor a la
creación, nos esforzaremos para contribuir de algún modo a su
preservación y desarrollo.
El gobierno de Dios sobre la creación
Hemos visto que hay consenso entre teólogos de diferentes tradiciones
eclesiásticas respecto a que la providencia divina significa la obra
por la cual Yahvé Elohim preserva y gobierna la obra de sus manos. La
preservación y el gobierno se entrelazan y se complementan entre sí en
la acción providencial de Dios. El preserva la creación gobernándola,
y la gobierna preservándola. También hemos mencionado que existe
convergencia entre la acción providencial de Dios y su Reino. Esta
convergencia se hace notoria, especialmente, cuando destacamos el
gobierno, o dominio, de Yahvé sobre la creación. Se revela entonces
que Él, y no el ser humano, es el Rey de todo lo creado.
La enseñanza bíblica en cuanto a la providencia divina es muy
diferente a la idea griega de casualidad, o de suerte. Según las
Escrituras judeo-cristianas, la providencia no es una fuerza
impersonal, sino la acción del Dios personal que, sin renunciar a su
soberanía, le confiere al ser humano libertad de pensamiento, decisión
y acción; y permite que los procesos naturales sigan su curso. Es más,
le concede al hombre y a la mujer el privilegio de participar en la
preservación y en el gobierno de lo creado.
La providencia divina se halla diametralmente opuesta al fatalismo.
Este sostiene que «todas las cosas ocurren de acuerdo con un plan
fijo, en el cual no entran para nada las causas externas». «Todo
sucede de manera ineludible, por determinación de un proceso ciego (no
racional) que deja fuera la libertad de los seres humanos. Por el
contrario, el cristianismo enseña que la voluntad de Dios, la cual
controla los acontecimientos, es racional y buena».121 El fatalista
puede caer en una resignación estéril frente a la vida y las
posibilidades que ella ofrece de progreso personal y social. El
misionero cristiano debe procurar entender esta actitud negativa y
presentar con humildad y respeto el Evangelio, el mensaje positivo y
poderoso que puede liberarnos de todo aquello que por nuestra culpa
nos impide vivir una vida abundante.
Por otra parte, tal como lo dice Juan Calvino, «cuando se habla de la
providencia de Dios, esta palabra no significa que Dios está ocioso y
considera desde el cielo lo que sucede en el mundo, sino que es más
bien como el piloto de una nave que gobierna el timón para ordenar
cuanto se ha de hacer».
El gobierno de Dios sobre el universo físico
Desde la primera página del Génesis se manifiesta el dominio soberano
de Elohim sobre los cielos y la tierra. Percibimos en la narración
genesíaca que Dios, en su providencia, ha establecido un orden para
toda la creación. Por ejemplo, que las aguas no rebasen sus límites
(Gn 1:9–10); que reine la exactitud en el mundo de los astros y se
produzca así la sucesión del día y la noche, de las estaciones, de los
días y de los años (Gn 1:14–15); y que prosiga la actividad
maravillosa del microcosmos de la célula en la vida vegetal, animal, y
humana.
El testimonio respecto al señorío de Yahvé Elohim sobre la naturaleza
es abundante en las Escrituras judeo-cristianas. Entre los textos más
conocidos que se refieren al tema en el Antiguo Testamento, se hallan
los siguientes: Job 26:5–13; 36:26–33; 37:5–13; 38:8–11; Sal 29:3–11;
89:8–13.
A la vez, el ser humano puede también participar en el gobierno del
mundo físico, según el designio de Dios. El secreto de la ciencia
moderna se halla fundamentalmente en los primeros dos capítulos del
Génesis. Tanto el hombre como la mujer tienen, de parte del Señor, la
libertad y capacidad para llevar adelante la ciencia y la tecnología
para beneficio del mundo. La meta del esfuerzo científico y
tecnológico debe ser siempre el shalom, el bienestar de toda la
humanidad. Es imperativo que el desarrollo económico esté siempre al
servicio del individuo y de la sociedad. Se requiere además que el
desarrollo sea integral, en su búsqueda del bienestar para todo el ser
humano. Si en verdad se desea el desarrollo integral, no debe pasarse
por alto que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios» (Mt 4:4, NVI).
Por otra parte, la autoridad que Dios le delega el ser humano para
señorear sobre la tierra no es absoluta. Solamente Él es soberano
sobre toda la creación.
El gobierno de Dios sobre los seres humanos
En el ejercicio de su gobierno soberano, Yahvé Elohim ha establecido
leyes para el universo físico (vale decir para todos los universos y
galaxias), y un orden moral para todas sus criaturas racionales, esto
es, para los ángeles (2 P 2:4; Jud 6) y los seres humanos. Nos
interesan especialmente éstos últimos para los fines de nuestro
estudio.
1. Dios ejerce su soberanía en la vida personal. Lo que algunos
teólogos llaman «el mandato cultural» (Gn 1:26, 28–30; 2:15), va
acompañado por «el mandato moral» (Gn 2:16–17). Fundamentalmente, «el
mandato moral» tiene que ver con la obediencia de la criatura al
Creador, en todas las esferas de la vida humana. Este mandato nos
lleva a pensar, entre otras cosas, que Adán y Eva poseían, aun antes
de caer en el pecado, la capacidad de decidir entre el imperativo de
obedecer a Yahvé Elohim, y la inclinación a desobedecerle. Ellos
optaron por esto último, y luego se llenaron de miedo. Eran
conscientes de su pecado, y el sentimiento de culpa los abrumó.
Evidentemente, existe la ley moral universal, y todo ser humano posee
el testimonio de su propia conciencia (Ro 2:14–15) tocante al bien y
el mal; y el testimonio de la naturaleza en cuanto a lo que por medio
de ella se puede conocer de Dios, es decir, su eterno poder y su
naturaleza divina (Ro 1:18–21).
El gobierno moral de Dios se manifiesta también en el caso de Caín y
Abel. Dios aceptó el sacrificio de Abel, hombre de fe (Heb 11:4), y
rechazó el de Caín, quien confiaba en sí mismo y en sus obras para
agradar a Dios. Caín se enojó contra su hermano Abel, y el Señor, en
expresión de su misericordia, le advirtió del serio peligro que le
amenazaba. La fiera del pecado estaba en acecho, lista para derribar a
Caín. Pero, según el Señor, todavía era tiempo de dominarla. Sin
embargo, Caín prefirió darle rienda suelta, y finalmente él cayó en el
fratricidio.
Yahvé Elohim no pasó por alto el horrendo crimen. Castigó al culpable
expulsándolo a lugares estériles; pero también le mostró misericordia
al perdonarle la vida y ofrecerle protección frente a un posible
vengador de la sangre de Abel. La misericordia y el juicio
caracterizan el gobierno de Dios en el mundo.
En el Antiguo Testamento, lo mismo que en el Nuevo, abundan otros
ejemplos de la obra providencial del Creador en la vida del ser
humano. Los personajes bíblicos hacen patente esta obra en el devenir
de su existencia. Por ejemplo, en las circunstancias de su nacimiento,
en su vocación y formación para la vida en el mundo, en su
participación en la historia de su época, y en el legado que le dejan
a las futuras generaciones.
La acción providencial y soberana de Dios abarca a los justos y a los
impíos; a los monoteístas y a los politeístas; a los que le adoran a
Él, Yahvé Elohim, y a los adoradores de dioses falsos; a los sabios y
también a los insensatos; a los reyes y a los súbditos; a los débiles
y a los poderosos; a los ricos y a los pobres; a los libres y a los
esclavos; a hombres y mujeres; a los adolescentes y a los adultos; a
los niños y a los viejos; a todas las razas y a todas las culturas en
todo tiempo y lugar.
La mano de la providencia de Dios está en los grandes y pequeños
acontecimientos de la vida personal, familiar, y social; en lo
cotidiano, y en los momentos estelares de la existencia humana.
2. Dios ejerce su soberanía sobre las naciones. El pacto de Yahvé con
Noé y sus descendientes tiene un alcance universal. El Señor está
pactando con toda la humanidad, representada en esas circunstancias
por Noé y sus tres hijos: Sem, Cam y Jafet. El relato genesíaco nos
dice: «estos son los clanes de los hijos de Noé, según sus diferentes
líneas de descendientes y sus territorios. Después del diluvio, se
esparcieron por todas partes y formaron las naciones del mundo» (Gn
10:32, VP3) En «la tabla de las naciones» (Gn 10), es notorio el
interés de Dios en mantener la importancia de la línea mesiánica. Esta
es dejada por último para culminar, después del episodio de Babel, en
Abram, el progenitor del pueblo que por medio del Mesías estaba
destinado a ser una gran bendición a todo el mundo. De manera que las
naciones no quedan al margen de la soberanía divina, ni del propósito
salvífico universal del Creador.
El Antiguo Testamento ofrece testimonio abundante del gobierno que
Dios ejerce sobre las naciones. Por ejemplo, Job dice: «Él multiplica
las naciones, y él las destruye; esparce las naciones, y las vuelve a
reunir» (12:23). En los Salmos leemos: «Porque de Jehová es el reino,
y él regirá a las naciones» (22:28); «El que sosiega el estruendo de
los mares, el estruendo de sus ondas, y el alboroto de las naciones»
(65:7); «Alégrense y gócense las naciones, porque juzgarás los pueblos
con equidad, y pastorearás las naciones en la tierra» (67:4). En
defensa de su pueblo Israel, Yahvé demostró ampliamente su poderío
sobre las naciones (2 S 22:44; Sal 80:8; 111:6; 118:10). Dios muestra
su soberanía en las naciones derramando sobre ellas abundantes
favores, y también castigándolas (Gn 12:3; Sal 96, 97; Ex 12; Dt
9:1–5; etcétera).
a. Dios gobierna las naciones por medio de la naturaleza. En el
ejercicio de su soberanía sobre las naciones Yahvé se vale de
elementos de la naturaleza ya sea para bendecirlas o para castigarlas.
Eliú dice: «Asimismo por sus designios se revuelven las nubes en
derredor, para hacer sobre la faz del mundo, en la tierra, lo que él
les mande. Unas veces por azote, otras por causa de su tierra, otras
por misericordia las hará venir» (Job 37:12–13). De los beneficios de
la providencia nos hablan textos bíblicos como el de los Salmos 29 y
104. Del «azote», o castigo, el Antiguo Testamento da varios ejemplos.
Entre otros, el del diluvio en tiempos de Noé (Gn 6–8), y la
destrucción de Sodoma y Gomorra con fuego y azufre, por causa de la
maldad de sus habitantes. Yahvé usó también elementos naturales para
castigar al Faraón y sus súbditos por haberse opuesto a la liberación
del pueblo escogido.
Antes de que los israelitas entraran en la tierra de promesa, el Señor
les advirtió que si ellos pecaban y no se arrepentían de su maldad, la
naturaleza se les volvería hostil: «Los cielos que están sobre tu
cabeza serán de bronce, y la tierra que está debajo de tí, de hierro.
Dará Jehová por lluvia a tu tierra polvo y ceniza; de los cielos
descenderán sobre ti hasta que perezcas» (Dt 28:23–24). Por otra
parte, si ellos obedecían los mandamientos del Señor, serían
bendecidos abundantemente (Dt 28:1–14).
b. Dios se vale de medios humanos para gobernar las naciones.
(1) La soberanía de Dios en la vida interna de una nación. Como en lo
que respecta a la preservación de lo creado, Dios ha querido la
concurrencia, o participación humana, en el gobierno de los pueblos.
De este propósito divino ha surgido lo que llamamos «gobierno humano».
De gran importancia es el texto de Génesis 9:6–7, en el cual no pocos
teólogos ven el origen del gobierno humano, como una institución
creada por el Señor mismo. En el pacto con Noé es necesario subrayar
que Yahvé reafirma su autoridad ilimitada sobre toda la raza humana, y
lo hace especialmente para defender lo sagrado de la vida. No deja en
libertad al hombre para que asesine a sus congéneres: «A cada hombre
le pediré cuentas de la vida de su prójimo. Si alguien mata a un
hombre, otro hombre lo matará a él, pues el hombre ha sido creado a
imagen de Dios». (Gn 9:6, VP3).
En opinión del teólogo católico Eugene H. Maly, en estas palabras «se
afirma escuétamente el derecho y la obligación del hombre a ejecutar
una sentencia; dada la conexión de ambos versículos, es claro que se
considera como una autoridad delegada» F. Delitzsch cita a Martín
Lutero, quien afirmó: «Este fue el primer mandamiento (Gn 9:5–6) con
referencia al gobierno humano. Por medio de estas palabras quedó
establecido el poder temporal, y recibió del Señor la espada».
Delitzsch agrega:
Si el homicidio debía castigarse con la pena de muerte por haber
destruido la imagen de Dios en el hombre, es evidencia que la
aplicación del castigo no debería quedar al capricho de ciertas
personas, sino solamente al criterio de los que representaban la
autoridad y majestad de Dios, es decir los gobernantes nombrados por
el Señor […] Este mandato es la base para todo gobierno humano, y fue
un notable complemento para la inalterable continuidad del orden de la
naturaleza prometido a la humanidad para su futuro desarrollo […]
Sería una barrera contra la supremacía del mal, y echaría el cimiento
para un desarrollo civil, bien ordenado, de la humanidad.
No es necesario discutir en estas páginas la conveniencia o
inconveniencia de la pena de muerte en nuestro tiempo. Que baste
subrayar que Dios sigue siendo el soberano sobre toda la creación; que
la vida del hombre y de la mujer es sagrada, porque todo ser humano
lleva grabada en sí mismo la imagen del Creador; que el asesinato debe
castigarse, y que para la administración de la justicia Dios delega
autoridad en el ser humano. Existe, por lo tanto, la concurrencia del
ser humano en el gobierno del mundo.
Ahora bien, que la idea de establecer el gobierno humano como una
institución social viniera de Yahvé, no significa que las distintas
formas de gobierno establecidas por los seres humanos a través de la
historia hayan satisfecho plenamente las demandas de la justicia
divina. Unas menos y otras más, todas ellas se han quedado lejos del
ideal de justicia que el Dios soberano revela en su Palabra escrita.
De ello dan testimonio ambos Testamentos, la historia extrabíblica, y
nuestra propia experiencia en la sociedad de la cual somos parte. Sin
embargo, Él ha querido que existan gobiernos humanos para impedir el
caos social, contrarrestar la injusticia, y promover el bienestar de
la sociedad.
Los gobernantes están investidos de una autoridad que Dios les ha
delegado (Jn 19:10–11; Ro 13:1–8). Por lo tanto, ellos deben rendirle
cuentas a Él de la manera en que desempeñen sus funciones,
especialmente en lo que concierne a la justicia. Desde el punto de
vista divino, el gobierno humano no es autónomo. Tiene que ser
teónomo, sujeto a la ley moral del Señor. La autoridad final no reside
en los gobernantes, sino en el Creador y Señor de cielos y tierra.
Todo gobierno humano existe porque Dios así lo ha permitido. Así lo
dan a entender el libro de Daniel (2:21; 4:17), y la carta de Pablo a
los Romanos (13:1–8).
Para el tiempo que transcurre entre las dos venidas de Cristo al
mundo, la Biblia no ofrece un sistema detallado de gobierno humano que
la Iglesia deba proponer a las naciones. Pero sí encontramos en las
Sagradas Escrituras principios éticos de aplicación universal, para
todo tipo de gobierno en todo tiempo y lugar. Por supuesto, al final
de la era de la Iglesia, vendrá el gobierno que solamente el Mesías
puede establecer, y que será de manera radical diferente a todos los
gobiernos que el mundo haya jamás conocido. Los cristianos tenemos el
deber ineludible de prefigurar, aquí y ahora, por lo menos algunas de
las características de ese glorioso reino—por ejemplo en lo que toca a
la justicia, la paz y la fraternidad—en nuestra vida personal,
familiar, y comunitaria.
En países donde prevalece una situación de injusticia social, y una
oposición gubernamental a la comunicación del Evangelio, no es
necesario que para comenzar de alguna manera su tarea, el misionero
cristiano espere hasta que el gobierno de turno caiga, o cambie su
reprobable actitud. El misionero no olvidará que en el tiempo del
Señor, el mensaje cristiano puede traer profundas transformaciones en
el individuo, en la familia, y en la sociedad. A través de los siglos
la Iglesia ha laborado, de una manera u otra, bajo distintas formas de
gobierno. Algunos regímenes han sido enemigos acérrimos de la
evangelización; otros la han tolerado hasta cierto punto, y todavía
otros le han sido favorables, por diferentes razones. Lo indudable es
que el Espíritu envía sus misioneros a plantar la simiente del
Evangelio, a vivir de acuerdo a este mensaje, y comunicarlo sin
ocultar sus demandas y consecuencias éticas para el individuo y la
sociedad.
La Iglesia, en su calidad de agente del Reino presente de Dios, como
colectividad evangélica, no debe sacralizar ninguna forma de gobierno,
así sea el que parezca más inclinado a favorecer la causa del
Evangelio. En América Latina hemos conocido casos de gobiernos que
aparentemente simpatizaban con la iglesia evangélica, pero que al
mismo tiempo eran injustos y opresores del pueblo. No le conviene a la
iglesia en ningún país del mundo, la búsqueda del poder político.
Cuando se casa con el Estado, ella tiene las mayores pérdidas,
especialmente en lo relacionado con su vida espiritual y moral, y con
el cumplimiento de su misión integral. Tampoco le conviene a la
Iglesia, en su calidad de Iglesia, exaltar una ideología política por
encima de los valores e intereses del Reino de Dios. La Biblia, la
historia eclesiástica y la secular, y nuestra experiencia personal nos
enseñan que solamente la Palabra del Señor permanece para siempre. Los
sistemas de pensamiento meramente humano están sujetos a cambio, son
mutables. ¡Ay de la iglesia que se deja seducir y manipular por una
ideología política que esté de moda en determinado momento histórico!
A la Iglesia le conviene, eso sí, enseñar en privado y en público los
grandes principios éticos de las Sagradas Escrituras, sin
comprometerse, como Iglesia, con ningún partido político; sin entrar
en la lucha por el poder terrenal. Es obvio que a los cristianos como
individuos les asiste el derecho a optar por un proyecto político, y
ocupar en el gobierno local, regional, o estatal, por nombramiento o
por elección popular, cargos en los que puedan contribuir al
desarrollo integral de los individuos y de la sociedad. Se
sobrentiende que el cristiano fiel a su Señor procurará siempre, aun
en las alturas del poder político, actuar conforme a los valores del
Reino, para la gloria de Dios. No perderá de vista que también en esas
alturas él no es más que un colaborador del Soberano de la creación y
de la historia.
(2) La soberanía divina en la escena internacional. En su gobierno
universal, Yahvé Elohim puede valerse de una nación ya sea para
bendecir o para castigar a otras, como en el caso del pueblo israelita
y sus conflictos con las naciones vecinas y con los grandes imperios
de tiempos antiguotestamentarios. Pero a su debido tiempo, según el
propósito de Dios, la nación que sirve de azote contra otros pueblos
sufre también el juicio que Dios le envía por medio de un poder
foráneo, político y militar. Así sucedió con Asiria (Is 10:5–16), con
Babilonia (Dn 5), con los medos y persas, con los griegos, y con otros
poderes militares de tiempos bíblicos. Los escritores del Antiguo
Testamento relacionan con el pueblo israelita lo que acontece en la
escena internacional. Un ejemplo prominente es el del rey persa Ciro,
quien, según el profeta Isaías, es «ungido» de Yahvé para sujetar
naciones y desarmar reyes (Is 45:1). El triunfo de Ciro sobre los
babilonios influyó en el futuro de los israelitas. En el primer año de
su reinado (cuando ascendió al trono de Babilonia), Ciro proclamó su
deseo de permitir el regreso de los judíos a su propia tierra, y la
reedificación del templo en Jerusalén (Jer 25:12; 2 Cr 36:22–23). Por
supuesto, llegó el día cuando los persas fueron vencidos por los
griegos, acaudillados por Alejandro el Grande, cuya muerte trajo la
desintegración de su gran imperio.
La historia ha venido repitiéndose en el curso de los siglos. Imperios
surgen, e imperios caen, y otros se levantan. Así acontecerá hasta el
final de los tiempos, cuando los reinos (el reino) del mundo lleguen a
ser «de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de
los siglos» (Ap 11:15).
Providencia divina y sufrimiento humano
El estudio de la providencia divina nos obliga a mencionar, siquiera
de paso, el tema del sufrimiento humano. La historia de la
descendencia adámica ha sido escrita con lágrimas y sangre, más que
con grandes regocijos. El problema del sufrimiento es ineludible. Se
hace presente en el drama personal y familiar, y en graves
acontecimientos que trascienden lo inmediato, hasta afectar toda una
nación y en algunos casos el mundo entero. Por ejemplo, en catástrofes
producidas por fuerzas naturales, o en grandes conmociones de orden
social. En este siglo hemos tenido dos guerras calificadas de
mundiales porque sus efectos se han hecho sentir alrededor de nuestro
planeta.
Es obvio que no todos han sufrido en desastres naturales, o en
conflictos sociales, por causa de su rebeldía contra Dios. Puede
decirse que esas tragedias son parte, en cierto modo, del sufrimiento
que el pecado introdujo en el mundo; pero no un castigo para todos los
que han perdido en ellas sus bienes materiales, y aun su propia vida.
Es posible llegar a la misma conclusión respecto a otra clase de
sufrimientos. El patriarca Job tuvo grandes sufrimientos, aunque según
el testimonio de Dios mismo, era «hombre perfecto y recto, temeroso de
Dios y apartado del mal» (Job 1:1). En el Nuevo Testamento, los
discípulos le preguntaban a Jesús en cuanto a un hombre que había
nacido ciego: «Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya
nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres,
sino para que las obras de Dios se manifiesten en él» (Jn 9:2–3).
Es harto difícil explicar a plena satisfacción del intelecto humano la
presencia del pecado y del sufrimiento en el mundo; y no debemos
intentarlo sin tener muy en cuenta la soberanía del Creador, su
carácter santo, justo, sabio y misericordioso, y el propósito eterno y
perfecto que Él tiene para cada uno de nosotros, sus criaturas. Es
además indispensable reconocer que las bendiciones de su obra
salvífica se extienden también al aquí y al ahora, de este lado del
sepulcro, y que su voluntad es siempre agradable y perfecta para los
que confían en Él, aunque no lo entiendan así del todo, en el tiempo
de la prueba.
José, célebre personaje del Antiguo Testamento, le dijo a sus
hermanos: «Para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros
[…] no me enviasteis acá vosotros, sino Dios» (Gn 45:4–8). «Vosotros
pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo
que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo» (Gn 50:20). San
Pablo dice: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les
ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son
llamados» (Ro 8:29).
Ante el problema del pecado y del sufrimiento, es también
indispensable recordar que Cristo vino a solucionarlo (1 Jn 3:8; Heb
2:14; 2 Co 1; 1 Co 10:13). Según la promesa divina, el bien triunfará
definitivamente sobre el mal, en la consumación de la historia.
Entonces, «Dios enjugará toda lágrima, y ya no habrá más muerte, ni
habrá más llanto, ni clamor, ni dolor» (Ap 21:4).
Providencia y milagro
Tampoco es posible acercarse al tema de la providencia divina sin
recordar lo que ya hemos mencionado en cuanto a que existen «leyes
naturales» que rigen al universo físico. Estas leyes no actúan
independientemente del Legislador que las estableció. De otra manera,
Él no sería el soberano sobre toda la creación. Pero es Él quien
mantiene en vigencia las leyes que garantizan el orden de lo creado,
tanto en el macrocosmos como en el microcosmos, lo cual no deja fuera
de lugar lo milagroso en las obras de la providencia.
Los milagros pertenecen al orden de lo sobrenatural. Dios, el
soberano, puede actuar sin violar las leyes de la naturaleza y
producir un efecto extraordinario, ya sea valiéndose de elementos
naturales, o sin ellos. Para L. Berkhof, «la cosa distintiva en el
acto milagroso consiste en que es el resultado del ejercicio del poder
sobrenatural de Dios». Se ha dicho también que el milagro es «una obra
poderosa que está más allá de la capacidad humana, que nos deja
maravillados, y que por su medio nos habla Dios de su acción personal
a favor de los seres humanos».126
Si aceptamos que la realidad no se agota en lo natural, sino que
incluye lo sobrenatural, y, más que todo, si creemos en la existencia
del Dios soberano, omnipotente, y misericordioso, nos es posible creer
en lo milagroso, y pedirle a Él que nos haga un milagro, si el hacerlo
se halla en el camino de su voluntad (Mt 26:36–42).
El sufrimiento humano, y la posibilidad de lo milagroso de parte del
Señor, son temas inevitables en el cumplimiento de nuestra misión, en
cualquier parte del mundo y en todos los estratos sociales. Se espera
que el misionero tenga algunas respuestas bíblicas para el problema
del sufrimiento humano. Nadie que carezca siquiera de algunas nociones
de apologética cristiana debiera atreverse a ser un misionero
profesional en su propia realidad cultural, o en otras culturas. Pero
también le es necesario a todo misionero, o misionera, orientarse y
orientar sobre lo milagroso de origen satánico, porque muchas gentes
que andan en busca de un milagro para solucionar el problema de su
sufrimiento, no saben discriminar entre lo que viene del Señor y lo
que es del maligno.
Todos los cristianos debemos tener un corazón sensible al sufrimiento
humano, y una voluntad dispuesta a darle alivio, siquiera en parte, al
dolor de nuestros hermanos en la fe, y al de aquellos que deseamos
alcanzar con el Evangelio. El Señor Jesús no fue indiferente al
sufrimiento de sus contemporáneos. Nuestro deber y privilegio es
imitar su ejemplo. Ungido con el Espíritu Santo y con poder, Él
«anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo,
porque Dios estaba con él» (Hch 10:38).
Providencia y escatología
El tema de la providencia divina dirige nuestra mirada a la creación
de los cielos y la tierra, y a la constante actividad de Yahvé Elohim,
en el devenir de siglos y milenios, para preservar lo que Él mismo ha
creado. El tema nos hace pensar también en el futuro escatológico,
cuando el Señor consumará su propósito en este planeta y en los nuevos
cielos y la nueva tierra que están por venir. En otras palabras, la
providencia divina puede significar también la acción progresiva que
se dirige a la meta que el Creador ha determinado desde antes de la
fundación del mundo.
Resulta interesante observar que en su definición del vocablo
«providencia» el Diccionario de la Real Academia Española, edición de
1992, dice: «Disposición anticipada o prevención que mira o conduce al
logro de un fin»; y añade: «Por antonomasia, la de Dios».
En el plano teológico, hay autores que le dan un énfasis escatológico
a su definición y explicación de la providencia divina. Veamos algunos
ejemplos:
1. Andrew K. Rule, que fue profesor de Apologética y Ética en el
Seminario Presbiteriano de Lousville, Kentucky, anota que el vocablo
«providencia» viene del latín pro y videre, y que significa «mirar
hacia adelante, prever, y por lo tanto, hacer planes con anticipación
[…] En teología, significa también la realización del plan, y puesto
que Dios es el agente de la providencia, ésta lo abarca todo». En el
ejercicio de su providencia, Dios ha venido realizando el propósito
que Él tenía en mente cuando creó el mundo y los que lo habitan, y lo
llevará a su consumación en Cristo, quien de alguna manera lo está
haciendo visible por medio de su discípulos fieles (los agentes del
Reino), y lo manifestará en plenitud al mundo cuando Él venga otra
vez.
2. Por razones prácticas, el teólogo Walther Eichrodt aborda el tema
de la providencia dándole énfasis a la relación de Dios con los seres
humanos: «Si bien es verdad que este concepto se aplica a veces a toda
la actividad de Dios en orden al mantenimiento del mundo, es más
práctico reducirlo ahora a la acción por la que Dios dirige los
destinos del hombre». Luego explica que el hombre piadoso del Antiguo
Testamento para definir qué era la providencia, «se inspiró antes que
nada en la historia de su propio pueblo», y así «cobraron todos los
acontecimientos históricos ulteriores su significado de acciones de
Yahvé dirigidas a la instauración de su soberanía».129
En el concepto de Eichrodt, la providencia divina actúa en el
presente, pero está siempre orientada hacia el futuro. Dentro del
propósito supremo del Creador, lo providencial y lo escatológico van
de la mano.
Es más, el comportamiento de Yahvé con su pueblo Israel, influyó en la
idea de universalidad que tenía el israelita, o sea que los demás
grupos humanos serán también objeto de la providencia divina. Según
Eichrodt, el profeta Isaías fue quien mejor abarcó esta idea de
universalidad. Este profeta vio que la historia concreta de su tiempo
«se hallaba penetrada de un movimiento sistemático que incorporaba a
todas las naciones en la construcción de la basileía tou Theou (el
Reino de Dios), el reino de la paz y de la justicia». Así empalma
Eichrodt el tema de la providencia divina con el del Reino de Dios.
3. Ya hemos citado en este libro la definición que ofrecen de la
providencia de Dios los teólogos católicos K. Rahner y H. Vorgrimler
en su Diccionario Teológico. Para ellos, la providencia divina
«significa el proyecto del mundo creado, por la sabiduría de Dios que
todo lo conoce […] En virtud de ese proyecto dirige Dios en su
eternidad el curso del mundo y de su historia. Y en él también dirige
la historia salvífica humana hacia la meta (escatología) conocida y
querida por Él de antemano». El énfasis escatológico salta a la vista
en esta definición.
4. Edmond Jacob percibe que la intervención de Yahvé en el mundo y su
voluntad de no dejar cosa alguna fuera de su soberanía, «nos autorizan
a hablar de una noción bíblica de la providencia que se ejerce a la
vez en la creación y en la historia». Y explica:
En su conjunto la perspectiva bíblica no se dirige hacia la
conservación del mundo, sino hacia su transformación. La enseñanza de
los profetas acerca de la creación está dominada por la esperanza en
los nuevos cielos y en la nueva tierra, de manera que ven en el mundo
actual, ante todo, las señales catastróficas, anuncio de grandes
cambios […] La providencia divina en la historia se ejerce sobre todo
en favor de Israel, y está implicada por el hecho mismo de la elección
y de la pertenencia; pero el interés de Yahvé por Israel, le obliga,
en cierto modo, a llevar también sus miradas sobre los otros pueblos,
sea para castigarlos cuando se oponen a la realización de esta
elección […] sea sirviéndose de ellos para castigar a su pueblo,
cuando éste olvida las condiciones relacionadas con la elección (Am
3:2).
Muy llamativo resulta en estas explicaciones de Jacob que el objetivo
final de la providencia divina no es «la conservación del mundo, sino
su transformación». En realidad, el Creador no quiere preservar el
mundo en la condición en que se encuentra por causa del pecado humano
(Ro 8:18–25). La meta escatológica es la palingenesia, la regeneración
cósmica (Mt 19:28; Is 65:17), cuando en los nuevos cielos y la nueva
tierra llegará también a su plenitud la transformación de los seres
humanos.
5. El Diccionario Bíblico de Eerdmans (The Eerdmans Bible Dictionary),
resume en las siguientes palabras lo que hemos dicho sobre los
diferentes aspectos de la providencia divina:
Él mantiene y preserva el orden que es fundamental para los cielos y
la tierra, tal como Él los creó, y Él está llevando a su plenitud sus
propósitos para la humanidad y para el resto de la creación. Hay, por
lo tanto, dos aspectos de la providencia, uno de ellos orientando
hacia la continuación de la vida y del orden presente, y el otro
orientado hacia el eschaton, es decir el cumplimiento pleno de lo que
Él se proponía hacer cuando lo creó todo.
El mensaje de la providencia de Dios es bíblico, teológico, y
misionológico. Nos enseña que el Dios de la creación es también el
Dios de la providencia; que Él es trascendente e inmanente en relación
con lo creado; que Él se interesa en los pequeños y grandes detalles
de nuestra existencia personal; que Él puede guiarnos en el camino de
su voluntad agradable y perfecta; que Él tiene un propósito para
nuestra propia vida, para todos los seres humanos, y para toda la
creación sin excluir el mundo físico. Este propósito se cumplirá
plenamente en la renovación que está por venir. Mientras tanto, Él
sigue trabajando en su mundo (Jn 5:17) e invitándonos a colaborar con
Él en la realización de su plan soberano.
Núñez, E. A. (1997). Hacia una misionología evangélica latinoamericana
(pp. 92–132). Santa Fe - República Argentina: COMIBAM Internacional -
Dpto. de Publicaciones.
--
ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor IPUL
http://adonayrojasortiz.blogspot.com
Un teólogo contemporáneo inicia su discusión sobre la providencia de
Dios con la siguiente cita: «Conforme más envejezco, creo más en la
providencia divina y menos en mis explicaciones de ella». Muchos de
nosotros podemos identificarnos con el autor anónimo de esta cita en
su situación teológica y existencial. Estoy pensando, por supuesto, en
los que a través de varias décadas hemos visto la mano providencial
del Señor manifestándose en nuestra vida y en la de otros seres
humanos. Ciertamente, una cosa es estudiar la providencia divina,
sentir su acción en carne propia, y atreverse a definirla, y otra muy
distinta querer explicarla en diálogo con la teología de ayer y de hoy
y con las ciencias humanas.
Sin embargo, hay motivos poderosos para no rehuir el tema. Primero, la
doctrina de la providencia de Dios tiene su fundamento en la Biblia.
No es de invención humana. Pertenece al «consejo de Dios»; y, por lo
tanto, es imperativo enseñarla (Hch 20:27). Segundo, la creación y la
providencia están fuertemente ligadas en las Escrituras. En estas
páginas ya hemos estudiado un poco la obra del Creador; pero nuestra
reflexión no estaría completa si dejáramos por un lado la doctrina de
la providencia. Según el teólogo reformado Heinrich Heppe (1820–1879),
«no podemos entender correctamente la creación a menos que
simultáneamente abracemos la doctrina de la providencia». Tercero, el
propósito misionológico de este libro nos obliga a considerar, por lo
menos de manera introductoria, la acción providencial del Señor en la
naturaleza, y en la vida humana, tanto en lo individual como en lo
colectivo. Nos enseñan las Sagradas Escrituras que la providencia
divina tiene que ver con la totalidad de la creación: con el mundo
físico, con la vida vegetal, animal, y hominal; con todos los grupos
humanos, en su respectivo contexto económico, cultural, social y
político; con todo el ser humano, en la totalidad de su vida personal,
familiar y social.
En otras palabras, el tema bíblico de la providencia contribuye a
darle equilibrio a nuestro mensaje misionero, porque todo ser humano
(hombre o mujer) tiene un cúmulo de necesidades que no se limitan a lo
físico, o material, ni a lo puramente espiritual. De modo que nuestra
reflexión sobre la providencia divina aspira a ser bíblica en su
fundamento y contenido, y misionológica en su énfasis y propósito.
La palabra «providencia»
Varios autores llaman nuestra atención al hecho de que no hay en el
hebreo del Antiguo Testamento una palabra que sea equivalente a
nuestro vocablo castellano «providencia». Sin embargo, el concepto se
enseña y se ilustra de diferentes maneras en las páginas
antiguotestamentarias. Por ejemplo, en Génesis 22, Abraham le dice a
su hijo Isaac: «Dios se proveerá de cordero para el holocausto»; y al
lugar donde ambos están le da el nombre que significa «Jehová
proveerá» (vv. 8, 13–14). Este nombre nos hace pensar en la provisión
que viene de Dios para las necesidades de sus criaturas.
Algunos teólogos usan el verbo pronoéo y el substantivo prónoia en
busca de fundamento neotestamentario para su enseñanza sobre la
providencia divina. Pero hay lexicógrafos que señalan que estos
vocablos no se emplean en el Nuevo Testamento con referencia a la
acción providencial de Dios. Sin embargo, esta acción se ve también en
las Escrituras neotestamentarias.
Definiciones y descripciones teológicas
La idea de providencia en el catolicismo
1. El catolicismo tradicional. Podemos remontarnos por lo menos al
Concilio Vaticano I (1870) para conocer el concepto que la Iglesia
Católica tenía de la providencia divina en aquellos tiempos. Dice el
Concilio: «Ahora bien, todo lo que Dios creó, con su providencia lo
conserva y gobierna, alcanzando de un confín a otro poderosamente y
disponiéndolo todo suavemente […] Porque todo está desnudo y patente
ante sus ojos (Heb 4:13), aun lo que ha de acontecer por libre acción
de las criaturas».
En su encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950), Pío XII dice
que Dios «protege y gobierna el mundo por su providencia». Nótese que
en ambos documentos se usan conceptos de protección y gobierno para
definir, o explicar, la providencia divina.
Ludwig Ott, teólogo católico, contemporáneo de Pío XII, sigue lo dicho
por el Vaticano I con respecto a la providencia, y distingue entre
«providencia general», que se extiende a todas las criaturas, incluso
a los que no han recibido el don de la razón; «providencia especial»,
que se refiere a todas las criaturas racionales, sin excluir a los
pecadores, y «providencia especialísima», concedida a los
predestinados. Con respecto a la manera en que Dios realiza su plan
eterno universal, Ott distingue entre «providencia mediata», en la
cual Dios usa causas mediatas y creadas (causas secundarias), y
«providencia inmediata», que Dios mismo lleva a cabo. Hay también,
según Ott, «providencia ordinaria» y «providencia extraordinaria» (por
ejemplo en los milagros y en otras obras sobrenaturales del Creador).
2. Catolicismo posterior al Concilio Vaticano II. Citaremos dos
documentos. En el Diccionario Teológico de Karl Rahner y H. Vorgrimler
leemos que la providencia divina significa:
[…] el proyecto del mundo creado, planeado por la sabiduría de Dios
que todo lo conoce, incluso los actos libres de las criaturas, y por
la voluntad santa y amorosa de Dios, que omnipotentemente lo soporta y
condiciona todo […] En este proyecto queda incluida la libertad de la
criatura, sin que ello acarree su anulación […] En virtud de este
proyecto dirige Dios en su eternidad el curso del mundo y de su
historia. Y en él también dirige la historia salvífica humana hacia la
meta (escatología) conocida y querida por Él de antemano.
En estas explicaciones se le da énfasis a la providencia como el
gobierno de Dios en la historia del mundo y de la humanidad, desde el
origen de esta historia hasta su consumación. Se le da énfasis también
a la cooperación de la criatura en la realización del «proyecto», y a
la disposición salvífica del Creador.
El otro documento es el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica,
publicado por orden de Juan Pablo II en 1992. El propósito de esta
obra catequística es «la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano
I». Con respecto a la providencia, el Catecismo dice:
La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió
plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado
vía» (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar,
a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las
disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia
esta perfección. […] la solicitud de la divina providencia es concreta
e inmediata: tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta
los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas
Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el
curso de los acontecimientos […] Dios es el Señor soberano de su
designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de
las criaturas […] Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes
y libres para completar la obra de la creación, para perfeccionar su
armonía para su bien y el de sus prójimos […] Dios actúa en las obras
de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por causas
segundas.
En su definición y explicación de la providencia divina el Catecismo
se apega básicamente a lo decretado por el Vaticano I. Mantiene las
ideas de preservación, gobierno, y concurrencia (o sea la colaboración
de los seres humanos, como causas segundas, en la realización del
designio de Dios). Es notorio el énfasis en la colaboración humana
«para completar la obra de la creación», y la aclaración de que el
Señor actúa en las obras de sus criaturas. En respuesta al problema
del mal, se dice que por estar la creación en camino de su perfección
última, con el bien existe también el mal.
La idea de providencia en el Protestantismo
1. En términos generales, para la Teología Reformada la providencia de
Dios es la obra por la cual Él preserva todas las cosas por Él creadas
y las gobierna para gloria de su Nombre y salvación de los creyentes.
Heppe explica que «la providencia incluye una triple actividad:
preservación […] concurrencia o cooperación con causas secundarias, y
gobierno».
L. Berkhof, teólogo reformado, ampliamente conocido entre nosotros por
su Teología Sistemática, ofrece la siguiente definición de la
providencia:
Aquel continuado ejercicio de la fuerza divina por medio de la cual el
Creador preserva a todas sus criaturas, opera en todo lo que tiene que
suceder en el mundo y dirige todas las cosas hacia su determinado fin.
Luego, Berkhof también indica que hay tres elementos en la
providencia, es decir, preservación, concurrencia y gobierno; pero que
algunos de los más recientes dogmáticos «hablan solamente de dos
elementos: preservación y gobierno».
El distinguido teólogo reformado Charles Hodge (1797–1878), dice que
la providencia «incluye preservación y gobierno».
2. Por su parte, el eminente profesor bautista, Dr. Augustus H. Strong
(1836–1921), distingue entre preservación y providencia, y afirma que
mientras la preservación significa mantener la existencia y los
poderes de las cosas creadas, la providencia consiste en cuidar de
ellas y gobernarlas. «La providencia es el medio que Dios usa para
hacer que todos los eventos del universo físico y moral cumplan el
propósito original para el cual fueron creados». Y añade: «Así como la
creación explica la existencia del universo, y la preservación explica
la continuación de dicha existencia, la providencia explica su
evolución y progreso».
G. H. Lacy, también profesor bautista, escribió su Introducción a la
Teología Sistemática basándose en las obras de A. H. Strong (bautista)
y Charles Hodge (reformado), y en su definición de la providencia dice
que ésta incluye «la preservación y el gobierno», según lo que enseña
Hodge.
3. Los autores del libro Explorando Nuestra Fe Cristiana, explican que
su propósito es «proveer una introducción al cristianismo wesleyano
tal como se lo enseña en las iglesias que están dentro del movimiento
de santidad».
En el capítulo 8, que trata de Dios y el Mundo, se define la
providencia como «la doctrina que se ocupa del cuidado y la continua
preservación del universo por parte de Dios», y se afirma que antes
que pueda profesarse una doctrina adecuada de la providencia, son
necesarios tres supuestos fundamentales:
La inmanencia de Dios en el mundo (lo cual no niega su trascendencia);
la preservación tanto de la naturaleza como de sus procesos, y la
uniformidad, o sea que Dios, en la naturaleza, es el fundamento de
toda ley y de todo orden. En el resumen del capítulo leemos que éste
considera «tres aspectos de la relación entre Dios y el cosmos: su
creación, su providencia, que relacionamos con la oración y los
milagros, y el siempre perturbador problema de la existencia del mal
en un universo que está sujeto al gobierno de un Dios bueno».93 Uno de
los tres aspectos importantes de la relación de Dios con el mundo es
el gobierno que Él ejerce sobre un universo en el que existe el mal;
pero este aspecto gubernativo es diferente de la providencia, que los
autores relacionan con la oración y los milagros. Sin embargo, en la
exposición del tema han dicho que uno de los supuestos fundamentales
para poseer «una doctrina adecuada de la providencia» es «la
preservación tanto de la naturaleza como de sus procesos». En otras
palabras, también esta doctrina wesleyana incluye de alguna manera la
preservación y el gobierno como elementos de la providencia. Relaciona
el gobierno especialmente con el problema del mal, y de manera muy
particular con la actitud que el cristiano debe asumir ante ese
problema. De este modo, el énfasis cae en la providencia y la ética
personal, o individual.
4. En lo que toca al pensamiento evangélico latinoamericano, vale la
pena darle un vistazo al libro Providencia y Revolución, del escritor
peruano Pedro Arana Quiroz, ingeniero, pastor presbiteriano en su
país, miembro del grupo fundador de la FTL, y líder cristiano muy
respetado al nivel nacional e internacional. Su libro «intenta ser un
prefacio a la reflexión teológica sobre la responsabilidad social
cristiana, con referencia a una situación revolucionaria». Se acerca
al tema desde lo que él considera como «el único punto de inicio de la
teología bíblica evangélica y reformada: la soberanía de Dios.
Soberanía que se manifiesta en sus obras de creación, providencia,
redención y juicio». Según su entender, la providencia divina es «la
función pertinente de la soberanía de Dios para tratar la sociedad y
la situación de cambios en ella».95
A simple vista, esta definición le da énfasis a la providencia como el
gobierno de Dios sobre el mundo: «el control de todos los eventos
históricos». Pero este énfasis no indica necesariamente que se pase
por alto que la providencia incluye también la preservación de lo
creado. El autor dice haber usado para su reflexión el Catecismo
Menor, documento de la Teología Reformada bien conocido, y en el cual
se afirma que «las obras de providencia de Dios son aquellas con que
santa, sabia y poderosamente, preserva y gobierna a todas sus
criaturas y todas las acciones de éstas».97
El libro Providencia y Revolución fue publicado en 1970, en una época
de efervescencia revolucionaria y teológica, mayormente en los países
de nuestro cono sur. Sin embargo, esta obra no ha perdido su
importancia para el estudio del peregrinaje teológico de la iglesia
evangélica latinoamericana. Es de agradecer al autor y a otros
teólogos evangélicos de Latinoamérica, su esfuerzo para contextualizar
el mensaje bíblico en un tiempo cuando la contextualización de las
Escrituras comenzaba apenas a discutirse en los sectores no
conciliaristas—no ecuménicos—de la comunidad evangélica mundial.
Merece también nuestro reconocimiento el colega Arana Quiroz por
invitarnos a reflexionar sobre la providencia del Señor de una manera
pertinente a nuestra realidad social. En América Latina, la mayoría de
evangélicos «no denominacionales», de hace cinco décadas, cuando se
trataba de la providencia le dábamos énfasis al sustento material y a
la protección que el Señor le da a sus criaturas. No era extraño para
nosotros el tema de la soberanía de Dios. Enseñábamos que Él estaba
sentado en su trono celestial, gobernando el mundo; pero no
trasladábamos este concepto como debiéramos a nuestra realidad
económica, social y política. No sentíamos que fuera necesario
proclamar el señorío de Yahvé sobre los diferentes estamentos de la
sociedad. Nuestro limitado concepto de la providencia divina no
permitía que tuviéramos interés en la problemática social. Muchos de
nosotros teníamos la propensión a mirar solamente hacia el señorío que
Cristo ejercerá en su reino terrenal del futuro.
Entre los años 1945 y 1970 hubo cambios muy significativos en la
escena social y política de América Latina. Hubo también
acontecimientos trascendentales en la cristiandad de esa época, en
nuestro continente y en el mundo. Por ejemplo, la creación del Consejo
Mundial de Iglesias (1948), el Concilio Vaticano II (1962–1965), y la
Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín (1968). Esa
situación revolucionaria en lo social y político, y renovadora en lo
teológico y eclesial, tenía que repercutir, de una manera u otra, en
la comunidad evangélica latinoamericana, como pudimos verlo y sentirlo
en la celebración del Primer Congreso Latinoamericano de
Evangelización (CLADE I, 1969). Desde ese entonces, en nuestros
encuentros teológicos tuvimos que escuchar y usar un lenguaje
diferente al tradicional. Se comenzó a hablar del Reino de Dios con
una insistencia antes no vista por muchos de nosotros, y con gran
énfasis en la realidad presente de ese reino. El propósito era
combatir la escatología excesivamente «futurista», y más que todo,
recuperar el concepto del señorío de Cristo aquí y ahora.
El Reino de Dios y América Latina fue el tema central de la Segunda
Consulta de la FTL, entidad evangélica fundada en diciembre de 1970.
En la ponencia titulada «El Reino de Dios y la Iglesia», el Dr. C.
René Padilla se ciñó a la tesis del «ya» y «el todavía no» del Reino,
por considerarla más bíblica que otras posiciones escatológicas; en
tanto que el Dr. Samuel Escobar relacionó la escatología con la ética
social y política en América Latina. En el Congreso de Evangelización
Mundial, celebrado en Lausana, Suiza, en 1974, hubo evangélicos
latinoamericanos, miembros de la FTL, que no solamente tuvieron voz en
sesiones plenarias, sino que fueron también protagonistas, directa e
indirectamente, en la formulación del Pacto de Lausana. Este pacto es
uno de los documentos más influyentes, si no el más influyente, en la
misionología evangélica de nuestro siglo. Resulta interesante observar
que no es el concepto de providencia sino el de Reino el que prevalece
en el Pacto de Lausana.
En 1970, Arana Quiroz ya había relacionado de algún modo en su libro
(Providencia y Revolución), el tema de la providencia con el del Reino
de Dios. Por ejemplo, en esas páginas nos dice que «solamente desde la
perspectiva del Reino de Dios, nosotros podemos entender lo que el
mundo es como creación», y que «la historia se dirige hacia la
consumación del Reino de Dios». Definitivamente, «el ya» y «el todavía
no» del Reino ocupan ahora lugar preferente para muchos pensadores
evangélicos en el diálogo, y no pocas veces en el debate con otras
explicaciones de la escatología bíblica.
Por supuesto, la relación entre la providencia de Dios y el Reino de
Dios merece un estudio aparte. Sin duda, los exegetas y teólogos que
se esfuercen para entender a profundidad tal relación, saldrán de su
empeño más convencidos que nunca de que existen más convergencias que
diferencias entre la acción providencial de Dios y su Reino. Es cierto
que la palabra «reino» tiene su equivalencia en ambos Testamentos
(malkút, en hebreo; basileia, en griego), y que ella evoca de
inmediato implicaciones políticas; pero éstas las vemos también en el
concepto de gobierno, el cual se incluye en la definición y
explicación de la doctrina de la providencia divina. En realidad, hay
teólogos que tratan con más énfasis y entusiasmo el aspecto
gubernativo de la providencia de Dios, que la acción de preservar, o
proteger, lo que Él ha creado.
El Antiguo Testamento enseña que Yahvé ha reinado, reina, y reinará
sobre toda la creación. Desde muy temprano en su historia, los
israelitas reconocían que el Señor era Rey (Ex 15:18; Dt 33:5). Pero
también percibimos en la revelación antiguotestamentaria que el Reino
futuro de Yahvé se manifestaría en la persona y obra del Mesías, el
Ungido de Dios para ser el Profeta, el Sacerdote y el Rey (2 S 7; Sal
2; Is 11:1–16; 61:1–11; Miq 4:1–5; etcétera). En el Nuevo Testamento,
la acción providencial de Dios el Padre prosigue en la preservación y
gobierno de la creación (Mt 5:45; 6:25–34; 10:28–31; 26:53–54; Lc
2:1–7; Hch 4:27–28; 17:22–29; 27:22–38; etcétera). Pero es posible
decir que el énfasis del Nuevo Testamento no está en la providencia
sino en el Reino de Dios, el reino «de su amado Hijo» (Col 1:1), en
quien se cumplen y cumplirán las profecías mesiánicas del Antiguo
Testamento. La luz de la revelación escrita en el Nuevo Testamento se
enfoca de manera prominente en Jesús el Cristo, el Ungido para ser el
Rey de Israel y de todas las naciones de la tierra.
En su primera venida al mundo, el Mesías anuncia la proximidad del
Reino (Mt 4:17), y lo introduce en la escena terrenal (Mt 12:28;
11:1–6; Lc 17:21), como «los misterios del Reino de los cielos» (Mt
13). La Iglesia ha recibido la autoridad para representar el Reino (Mt
16:13–19; Jn 20:21–23), los seguidores de Cristo han sido trasladados
a su Reino (Col 1:13), y deben, por lo tanto, vivir según los valores
del Reino (Mt 5–7; 1 P 2–5), y servir los intereses del Reino de Dios
(Mt 13; 25:14–30; Hch 20:25; 28:23, 31; Col 4:11).
En su segunda venida al mundo, el Mesías manifestará en plenitud su
reino de justicia y paz sobre todas las naciones (Ap 11:15; 20:1–6), y
luego lo entregará al Padre, para que Dios «sea todo en todos» (1 Co
15:24–28) para siempre, en el Reino que era, que es, y será
eternamente.
Lo que hemos dicho sobre la providencia y el Reino de Dios es por
ahora suficiente, si tenemos en cuenta el propósito fundamental de
nuestra reflexión, y que el énfasis del presente capítulo cae en el
Antiguo Testamento.
La preservación de lo creado
Los primeros once capítulos del Génesis son el punto de partida
obligado para el estudio bíblico de la providencia de Dios. Ya hemos
mencionado que existe una relación fundamental entre creación y
providencia. Dios siempre ha cuidado y gobernado la obra de sus manos.
Se sobrentiende que esta obra incluye lo físico y lo biológico, y de
manera muy especial la vida humana.
La doctrina de la providencia se halla diametralmente opuesta al
ateísmo, el cual niega la existencia de Dios, y cree que el mundo y
los que lo habitan son el producto de fuerzas naturales. También se
opone esta doctrina al panteísmo, según el cual no hay diferencia
entre Dios y el mundo, la totalidad del universo es Dios. Está en
contra, además del deísmo, por su idea errónea de que Elohim creó el
mundo y lo puso en movimiento, para luego abandonarlo a sus propios
recursos.
La doctrina de la providencia afirma la existencia del Dios personal,
creador, sustentador y gobernador de todo lo que Él ha creado. Esta
enseñanza le da honor a la soberanía de Dios, cuya acción providencial
se manifiesta tanto en la preservación del orden natural, como en la
historia de los individuos y de los pueblos. El Dios de la providencia
es personal. Él está inmerso en el acontecer histórico. Él es
inmanente, pero también trascendente. Está presente en el mundo, pero
lo trasciende.
La iniciativa divina
De acuerdo al teólogo Heidegger, citado por Heinrich Heppe, por su
providencia Dios «mantiene y perpetúa las cosas que Él ha hecho, en lo
que toca a su existencia, esencia y facultades naturales, ya sea en
las especies por la sucesión de individuos, o en los individuos
mismos». Prevalece entre los teólogos reformados la idea de que el
mundo no puede tener en sí mismo el poder para seguir existiendo.
Tiene que ser sostenido por la omnipotencia de Dios. El teólogo
Cocceius (1603–1669), considerado por el historiador A. H. Newman como
«el más eminente de los líderes reformados», enseñó que «la
preservación es una especie de creación continuada». Por su parte,
Heppe sostiene la tesis de que «la preservación no debe concebirse
como una creación continua, como si la identidad esencial de lo ya
creado fuera abolida […] la misma esencia permanece, preservada por
Dios».102
En el relato genesíaco de la creación (Gn 1) vemos que Elohim actúa
solo, sin la concurrencia o colaboración de seres creados, ya fueran
éstos angélicos o humanos. El ser humano es creado en «el día sexto»,
cuando los cielos y la tierra ya han surgido de la nada, por el poder
de Dios. Elohim crea todas las cosas con el propósito supremo de
glorificar su nombre (Sal 19:1–6). Y sin lugar a dudas la creación del
ser humano se enmarca en ese sublime propósito. Sin embargo, la
creación de los cielos y la tierra, narrada en Génesis 1:1–25, puede
verse también como una preparación magnífica de lo que sería el hogar
planetario del ser humano.
El Creador provee el cosmos (orden), la atmósfera, el ambiente, en fin
los elementos indispensables para la subsistencia humana, de tal
manera que cuando Adán y Eva entran en la escena terrenal, se ven
rodeados por condiciones en gran manera favorables para vivir en
plenitud de comunión el uno con el otro, con el Señor, y con la
naturaleza. Ya había aves en los cielos, peces en el mar, bestias y
otros animales en la tierra. Había también una rica vegetación, con
plantas y árboles que proveían alimento al ser humano.
En cuanto al entorno específico de Adán y Eva, se nos dice que era «un
huerto en Edén», un jardín de delicias. Había allí árboles agradables
a la vista, y buenos para comer. El agua era abundante. De Edén (el
país o región) salía un río para regar el huerto, y de allí «se
dividía en cuatro brazos» que alcanzaban largas distancias. Había
además en la región de Havilá oro fino, ámbar y ónice. Todas esas
provisiones materiales venían de la mano bondadosa de Elohim, quien no
creó al ser humano para rodearlo de miseria, sino para que viviese en
condiciones de las más placenteras. La felicidad de Adán llegó a
completarse cuando el Señor creó a Eva, la compañera idónea, es decir,
adecuada, que podía asociarse con el hombre, que estaba a la altura de
él en dignidad y capacidad, que correspondía a lo que él era en la
presencia del Creador, para el cumplimiento de la tarea que Él les
había asignado en el mundo.
Yahvé el todopoderoso es también Yahvé el que provee todo lo necesario
para la subsistencia de sus criaturas. Lamentablemente el pecado
cambió aquella escena paradisíaca del Edén en un mundo lleno de cardos
y espinos, de dolor y muerte. La situación espiritual y moral de la
humanidad no es lo que debió y pudo haber sido en sujeción a la
voluntad divina. Sin embargo, a pesar que el mal ha invadido al mundo,
y causado grandes estragos en la existencia humana, el Señor Elohim
sigue cumpliendo su propósito de preservar lo creado. Él mantiene el
orden del universo físico (Job 37; Heb 1:3); sostiene la vida hominal,
animal y vegetal (Sal 104; 105:13–15; Mt 5:45; 6:25–34; Hch 14:11–17;
17:24–29; Col 1:17; Heb 1:3); y provee especialmente para las
necesidades de su pueblo (Sal 105; Mt 6:24–34; 2 Co 9:8–11; Flp 4:19;
etcétera).
Con todo esto, no siempre es fácil aun para nosotros, creyentes en el
Señor, sobreponernos a los problemas de la existencia, especialmente
cuando carecemos de recursos materiales indispensables para nuestra
subsistencia. Pero la Palabra inspirada por el Espíritu Santo, la
historia extra-bíblica del pueblo de Dios, y el testimonio personal de
aquellos cristianos que han experimentado la fidelidad del Señor, nos
animan a seguir confiando en Él.
Tampoco resulta fácil proclamar el mensaje de la soberanía de Dios,
respecto a la preservación de sus criaturas, en los países donde la
gran mayoría de sus habitantes viven en profunda pobreza. En nuestro
tiempo hay pueblos que sufren grandes sequías y hambrunas. Millones de
seres humanos—hombres y mujeres, niños y ancianos, huérfanos,
inválidos, exiliados políticos, y otros más—viven en condiciones
infrahumanas.
Se dice que mil trescientos millones de seres humanos viven en la zona
que cruzando el norte de Africa se extiende hasta el Medio Oriente, y
a las provincias que en el Asia Central formaban parte de la Unión
Soviética, e incluye el sur de la India, el sureste de Asia, y la
China occidental. Se agrega que 85 por ciento de los países más pobres
del mundo se hallan en dicha zona, la cual parece corresponder, por lo
menos en gran parte, a lo que en el lenguaje misionero contemporáneo
se le llama «la ventana 10/40».
En un documento publicado por la organización misionera evangélica AD
2000, se afirma que en la ventana 10/40 viven 82 por ciento de los más
pobres de los pobres. Por supuesto, nos interesa en sumo grado su
pobreza espiritual, pero no debemos pasar por alto su carencia de los
medios indispensables para vivir dignamente como seres humanos. Sin
duda es muy difícil hacer obra misionera entre los que sufren tan
profunda pobreza. Lo es de manera especial si el misionero, o la
misionera, reconoce que el tema de la providencia divina pertenece a
«todo el consejo de Dios». Se sobrentiende que también es ineludible
referirse a la presencia y consecuencias del pecado en el mundo,
cuando se enfocan bíblicamente los problemas económicos, sociales, y
políticos que agobian a los pueblos en vías de desarrollo.
No dudamos que el poder del Evangelio de Cristo puede traer cambios
maravillosos en la vida espiritual, moral, económica y social de toda
una nación. Pero es indispensable creer este mensaje liberador,
vivirlo, y anunciarlo de manera pertinente a la realidad económica y
social de los que necesitan escucharlo.
Está muy bien que informemos sobre el estado de indigencia en que
viven millones de seres humanos alrededor del planeta Tierra; pero no
lo hagamos solamente por vía de introducción a nuestro mensaje, para
despertar el interés de nuestros lectores, u oyentes, y luego
lanzarles el desafío espiritual, sin analizar con seriedad el problema
de la pobreza material y las posibilidades de ayudar a solucionarlo,
siquiera en parte.
La concurrencia divina
Aun antes de su caída en la desobediencia al mandato divino, Adán
tenía que cultivar y proteger el huerto de Edén (Gn 2:15). Nos revela
así el texto que la acción providencial de Dios incluía desde el
origen de la humanidad, la concurrencia para la preservación de lo
creado. Teólogos católicos y protestantes coinciden en que de alguna
manera los seres humanos pueden y deben participar, bajo la soberanía
de Dios, en la preservación y gobierno del mundo. Se nos dice que Dios
es «la Causa primera» que actúa en y por medio de «las causas
segundas», o humanas.
El teólogo reformado L. Berkhof le da énfasis a «la concurrencia
divina», y la define como «la cooperación del poder divino con los
poderes subordinados, de acuerdo con las leyes pre-establecidas para
su operación, haciéndolas actuar, y que actúen precisamente como lo
hacen». El hecho es del Señor, porque todo está sujeto a su soberanía.
La acción es de la criatura, «hasta donde Dios la realiza por medio de
la actividad humana de la criatura […] cada acción es totalmente un
hecho de Dios y de la criatura».107
La responsabilidad humana
Al principio de este capítulo mencionamos que algunos teólogos
reformados usan la idea de concurrencia para referirse a la
cooperación de causas secundarias en la actividad providencial de
Dios. En este apartado vale la pena subrayar el concepto de
responsabilidad humana en la obra que el Señor lleva a cabo para
preservar y proteger lo creado.
1. El trabajo humano. Ya hemos comentado sobre la dignidad del trabajo
en el capítulo que trata de la obra de Dios el creador. Ahora debemos
añadir, con énfasis especial, que el trabajo le es indispensable al
ser humano para colaborar en el cuidado de la creación. Si el mensaje
de las Escrituras se dirige a todo el ser humano, en todos los
aspectos de su vida, entonces el tema del trabajo es ineludible en el
cumplimiento de nuestra misión.
a. Bendiciones del trabajo. Yahvé Elohim le entregó la tierra al ser
humano para que la cultivara y protegiera, no tan sólo para que
disfrutara de ella. El hombre y la mujer, creados a la imagen y
semejanza del Dios que trabaja, tenían que trabajar, no como un
castigo, sino como una bendición para si mismos y para la naturaleza.
No se convirtieron en humanos porque trabajaban. Trabajaban porque ya
eran humanos. Dios los hizo así en el acto de crearlos. Mediante el
trabajo obtenían su alimento material. Era también por medio del
trabajo que Adán y Eva, y sus descendientes, descubrirían en sí mismos
y en la naturaleza recursos de gran potencial para el desarrollo de la
cultura humana.
El trabajo sería saludable para la mente y el cuerpo, y estimularía la
actividad del espíritu creador en la raza adámica. En Génesis 4 se
habla de una diversificación del trabajo: Caín labraba la tierra, y
Abel apacentaba ovejas. Entre los descendientes de Caín había
ganaderos, músicos, y forjadores de bronce y hierro.
El trabajo fue desde el principio expresión de cultura y vínculo
social para los seres humanos. Adán y Eva tuvieron la sana alegría de
trabajar juntos en el huerto de Edén. Pero después de que ellos
cayeron en el pecado, el trabajo se les volvió oneroso; y en el curso
del tiempo surgió la explotación del hombre por el hombre y la triste
experiencia de los que trabajaban para otros en la condición de
esclavos.
b. El trabajo y la propiedad de la tierra. El tema del trabajo y el de
la propiedad van juntos en el análisis económico y social de la
realidad humana. Dios no ha renunciado a la propiedad de la tierra. La
ha encargado al ser humano para que la administre sabiamente y reciba
beneficios de ella; pero el salmista dice: «Del Señor es la tierra y
cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan» (Sal 24:1, NVI). El
Señor y dueño perpetuo de la tierra ha dispuesto que todos los bienes
de este planeta estén al servicio de todos los seres humanos. Él ha
permitido lo que llamamos «el derecho a la propiedad privada»; pero
sin anular el propósito de que esta propiedad exista también para el
bien común. La Palabra de Dios exige el respeto a la propiedad privada
(«no hurtarás»); pero también demanda respeto para los derechos del
trabajador y de todo ser humano (Lv 19:13; Jer 32:13; Stg 5:1–6).
El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica dice:
El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque
la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada,
de su derecho y de su ejercicio […] La propiedad privada de un bien
hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo
fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus
próximos.
En el Catolicismo se ha venido elaborando una Teología del Trabajo
para nuestro siglo, a partir de la encíclica Rerum Novarum de León
XIII (1891). De gran importancia para el estudio del tema son los
Decretos del Concilio Vaticano II y las encíclicas sociales de los
Papas Juan XXIII, Pablo VI, y Juan Pablo II.
Los cristianos evangélicos necesitamos ahondar en el concepto bíblico
del trabajo, con referencia directa a la realidad económica y social
en que vivimos. Bienvenido sea el esfuerzo realizado en esta dirección
por los participantes en la consulta sobre «La Teología y la Práctica
del Poder», celebrada en Jarabacoa, República Dominicana, del 24 al 29
de mayo de 1983, con los auspicios de la FTL. En su Declaración
incluyen el tema del trabajo y dicen:
El trabajo es un medio por el cual el ser humano se asocia con Dios en
su tarea creativa en el mundo. Todo ser humano tiene derecho al
trabajo como medio de subsistencia y expresión personal y social.
Percibimos la necesidad de humanizar el trabajo y de poner la
tecnología al servicio del ser humano y no éste al servicio de
aquélla. Llamamos la atención a fin de que se establezcan relaciones
justas, tendientes a eliminar la situación de pobreza y marginalidad
creciente del trabajador urbano y rural. Auspiciamos toda política que
se proponga ofrecer un sistema de seguridad social, impedir los
despidos injustificados, disminuir las tasas de subempleo y resguardar
la capacidad adquisitiva del salario real del trabajador.
En lo que respecta a la propiedad privada, afirman:
Consideramos que los factores de producción (la tierra, el capital, el
trabajo y la organización) tienen, por encima de todo, una función
social, y su uso, aprovechamiento y explotación deben estar
condicionados a los intereses de la colectividad y al conjunto de la
nación. Propugnamos la democratización de la propiedad especialmente
de la tierra, por medio de un régimen de tenencia que garantice el
acceso a la misma a aquellos que la trabajan. Declaramos que al poner
Dios al hombre como mayordomo de la tierra no renunció a su señorío
sobre la creación …
c. Espiritualidad del trabajo. El trabajo era una manera en que Adán y
Eva ejercían el dominio que el Creador les había dado sobre la tierra.
Era también una muestra de obediencia al mandato cultural, y expresión
de gratitud al Señor por los bienes de la naturaleza. En este sentido
vemos el trabajo como un culto de adoración rendido por el ser humano
al Creador. Además, el trabajo manifestaba la armonía existente entre
el hombre y la tierra. No había ruptura en el equilibrio del orden
natural. El trabajo no era un atropello a la tierra, sino un cultivo
esmerado y respetuoso al cual ella respondía generosamente con el
sustento para el ser humano.
Adán tendría en gran estima los bienes de la tierra, sin divinizarla.
No le ofrecería culto a las cosas creadas, sino a Yahvé Elohim. En el
devenir de la historia los pueblos animistas y politeístas adoraban
las obras de la creación. El monoteísmo bíblico prefirió adorar al
Creador. Sin embargo, reconocemos que, en muchos casos, en el mundo no
cristiano hay más respeto para la tierra y gratitud por sus bienes,
que entre nosotros, los que profesamos creer que la Biblia es la
revelación escrita de Dios, y Jesucristo, el único Señor y Salvador.
Ciertamente, nos urge la elaboración de una teología bíblica con gran
énfasis en la espiritualidad del trabajo. En esta espiritualidad
parece estar pensando el teólogo católico M.D. Chenu, cuando dice que:
«El capital cristiano comporta una espiritualidad cósmica, uno de
cuyos ejes es el trabajo. La civilización del trabajo, como se define
ya en el siglo XX, y a su servicio, la civilización técnica,
constituyen hermosa materia para el reino de Dios». Se pregunta Chenu
si se trata de «una nueva espiritualidad», y contesta negativamente,
porque ella «se encuentra ya en el Génesis, en santo Tomás, en San
Pablo, en el primer dogma». Los evangélicos tenemos que subrayar el
concepto bíblico del trabajo, o sea el trabajo como un acto de
comunión con Dios, de solidaridad con nuestro prójimo, y de armonía
con la naturaleza.
d. El día de descanso para el ser humano. Un aspecto importantísimo en
la teología bíblica del trabajo es el mandamiento tocante al día de
reposo. En este día el laborante puede restaurar sus fuerzas físicas y
mentales, disfrutar de un tiempo de recreo con su familia, adorar al
Señor en comunión con los creyentes en Él. Yahvé Elohim, quien
descansó después de haber creado «el cielo y la tierra, y todo lo que
hay en ellos» (Gn 2:1, VP3), estableció «el día de reposo» para
beneficio del ser humano. Ha habido progreso en la legislación laboral
moderna con respecto al descanso semanal de los trabajadores. Esta es
otra de las conquistas sociales que tienen sus raíces profundas en la
Biblia misma.
Los cristianos evangélicos creemos en el descanso semanal porque Dios
así lo ha ordenado, para bendición de todo el género humano. De hecho,
si en lo personal el cristiano acata este mandamiento de reposar
durante un día de la semana (Jn 20:1; Hch 20:7; 1 Co 16:1–2), le será
fácil obedecer las leyes humanas en lo que respecta al descanso
semanal, para beneficio de sí mismo y de sus semejantes.
El descanso para la tierra
En la Ley, proclamada por el Señor en el Sinaí, se le ordenó a los
israelitas que también a la tierra debían darle su reposo: «Seis años
sembrarás tu tierra, y seis años podarás tu viña y recogerás sus
frutos. Pero el séptimo año la tierra tendrá descanso, reposo para
Jehová» (Lv 25:3–4). El reposo de la tierra evitaría su excesivo
desgaste, la pérdida de su fertilidad. El texto dice: «reposo de
Jehová», esto es, en honor a Él, en reconocimiento que la tierra es
suya (Lv 25:23), y que Él tiene derecho a cuidarla y mantenerla
productiva para su propia gloria, y para el bienestar de su pueblo.
El texto de Éxodo 23:10–11 da otro propósito para el descanso de la
tierra: «Seis años sembrarás tu tierra, y recogerás su cosecha; mas al
séptimo año la dejarás libre, para que coman los pobres de tu pueblo;
y de lo que quedare comerán las bestias del campo; así harás con tu
viña y con tu olivar». El reposo de la tierra tenía también una
función social.
En el judaísmo contemporáneo se enseña que los líderes de la nación
aprovecharían el año sabático para enseñarle la Torá a todo el pueblo:
a hombres, mujeres y niños (Dt 31:10–13).
Las instrucciones en cuanto al reposo de la tierra de promesa
demuestran el interés de Yahvé en la conservación de lo creado, y en
el bienestar de todas las criaturas. Al ser humano, mayordomo del
Creador, se le asigna la responsabilidad de cuidar su hábitat
planetario. Algunos teólogos se han preguntado de qué o de quién
debían cuidar la tierra Adán y sus descendientes. Delitzsch sugiere
que la labor humana impediría que la tierra se volviera inculta o
llena de maleza, y la libraría del daño producido por algún poder
maléfico, el cual pudiera ser externo a la creación, o estar ya
presente en ella. Así piensa también Lange.115 En el comentario
rabínico que ya hemos citado, se dice que el trabajo humano evitaría
que la tierra se volviera agreste, o inculta. Podemos agregar que ella
no sería inútil para nuestro sustento.
También es posible especular si el relato de Génesis 2:15 no estaría
anticipando lo que la tierra sufriría como consecuencia del pecado
adámico. Dicho en otras palabras, que el ser humano tendría que cuidar
la tierra del daño que él mismo podría ocasionarle. Todos somos
testigos de lo terrible de este daño.
El mensaje ecológico en nuestro tiempo
Razón tienen los ecologistas para decirnos con insistencia que es
imperativo poner coto a la destrucción insensata de nuestro hogar
planetario. Aun el conocido escritor uruguayo, Eduardo Galeano, de
fuerte convicción socialista, ha dicho que «si en el pasado la
naturaleza era, para la civilización que se considera occidental y
cristiana, una bestia feroz que había que domeñar y castigar para que
funcionase a nuestro favor para siempre, ahora nos hemos enterado de
que la naturaleza se cansa, como nosotros, sus hijos; y hemos sabido
que, como nosotros puede morir asesinada».
En agosto de 1992 se celebró, con los auspicios de la Fraternidad
Teológica Mundial sobre Ética y Sociedad, el Foro de Au Sable, con el
tema «El Cristianismo Evangélico y el Medio Ambiente». Entre otras
cosas, este informe menciona siete degradaciones específicas a las que
está expuesta actualmente la naturaleza:
1. La destrucción del escudo protector de ozono del planeta […] Para
1984, el contenido total de la capa de ozono se había reducido en un
30 por ciento, y para 1989, en un 70.
2. La degradación de la tierra […] se ha destruido la tierra por
erosión, salinización y desertificación.
3. La degradación de la calidad del agua—se ensucian el agua
subterránea, los lagos los ríos y los océanos.
4. La deforestación—cada año desaparecen 100 mil kilómetros cuadrados
de bosque primario, y otro tanto se degrada debido al uso excesivo de
la tierra.
5. La extinción de las especies—cada día desaparecen más de tres
especies de plantas y animales de la Tierra.
6. La generación de desechos y la toxificación mundial—a nivel mundial
se distribuyen materiales causantes de problemas mediante la
circulación atmosférica y oceánica.
7. La degradación humana y cultural—amenaza y elimina conocimiento
ancestral de los nativos y algunas comunidades cristianas sobre cómo
vivir en forma sostenible y cómo cooperar con la creación.
El Informe de Au Sable sugiere también algunas tareas que la comunidad
cristiana, y los cristianos en lo individual, podemos realizar a favor
del medio ambiente. Debemos tener en cuenta éstas y otras sugerencias,
todos lo que de una manera u otra participamos en el cumplimiento de
la misión cristiana, ya sea en nuestro propio país o en otra realidad
cultural, en nuestro continente o al otro lado del mar. El problema
ecológico concierne a toda la humanidad, sin exceptuar, por supuesto,
a los cristianos evangélicos. En forma resumida, citamos a
continuación las sugerencias del Informe de Au Sable:
En la medida en que los cristianos articulen su visión bíblica de la
creación y modelen amor por su bienestar, se les abrirán importantes
oportunidades para evangelizar. Comprometerse con la evangelización es
un elemento integral del cuidado de la creación, y viceversa. La
comunidad cristiana sigue a aquel que es la Verdad y por ello debe
atreverse a proclamar la verdad completa sobre la crisis ambiental
ante los poderosos, las presiones y las instituciones que se
benefician de esconder esa verdad […] La comunidad cristiana debe
crear políticas prácticas, basadas en principios bíblicos y el
análisis profundo, para acercarse al medio ambiente y a sus problemas.
Los cristianos deben unirse a organizaciones ambientales que se
orienten por principios cristianos en su labor, y participar en
organizaciones seculares que siguen el mismo propósito … La unidad
cristiana debe estar dispuesta a identificar y condenar el mal social
e institucionalizado, especialmente cuando éste ha invadido los
sistemas. Debe proponer soluciones que procuren su reforma …
Las iglesias deben tratar de desarrollarse en forma de centros
conscientes de la creación, con el fin de modelar principios de
mayordomía entre sus miembros y en su comunidad. Deben también
expresar en su adoración y celebración tanto la delicia de la creación
como el cuidado de la misma.
San Pablo dice que «la creación entera se queja y sufre como una mujer
de parto»; pero le queda «la esperanza de ser liberada de la
esclavitud y la destrucción, para alcanzar la gloriosa libertad de los
hijos de Dios» (Ro 8:19–25). Precisamente, la esperanza de esa
liberación cósmica, total, que sólo el Mesías puede traer, es uno de
los grandes incentivos para que seamos fieles guardianes de la tierra
y sus bienes, y prefiguremos en nuestra vida personal y comunitaria lo
que está por venir. En la providencia de Dios, le espera a la tierra
un glorioso futuro.
Recientemente escuché a un pastor evangélico decirle a su
congregación: «Amemos a Dios, amémonos a nosotros mismos, amemos a
nuestro prójimo, amemos a la naturaleza». Impulsados por el amor a la
creación, nos esforzaremos para contribuir de algún modo a su
preservación y desarrollo.
El gobierno de Dios sobre la creación
Hemos visto que hay consenso entre teólogos de diferentes tradiciones
eclesiásticas respecto a que la providencia divina significa la obra
por la cual Yahvé Elohim preserva y gobierna la obra de sus manos. La
preservación y el gobierno se entrelazan y se complementan entre sí en
la acción providencial de Dios. El preserva la creación gobernándola,
y la gobierna preservándola. También hemos mencionado que existe
convergencia entre la acción providencial de Dios y su Reino. Esta
convergencia se hace notoria, especialmente, cuando destacamos el
gobierno, o dominio, de Yahvé sobre la creación. Se revela entonces
que Él, y no el ser humano, es el Rey de todo lo creado.
La enseñanza bíblica en cuanto a la providencia divina es muy
diferente a la idea griega de casualidad, o de suerte. Según las
Escrituras judeo-cristianas, la providencia no es una fuerza
impersonal, sino la acción del Dios personal que, sin renunciar a su
soberanía, le confiere al ser humano libertad de pensamiento, decisión
y acción; y permite que los procesos naturales sigan su curso. Es más,
le concede al hombre y a la mujer el privilegio de participar en la
preservación y en el gobierno de lo creado.
La providencia divina se halla diametralmente opuesta al fatalismo.
Este sostiene que «todas las cosas ocurren de acuerdo con un plan
fijo, en el cual no entran para nada las causas externas». «Todo
sucede de manera ineludible, por determinación de un proceso ciego (no
racional) que deja fuera la libertad de los seres humanos. Por el
contrario, el cristianismo enseña que la voluntad de Dios, la cual
controla los acontecimientos, es racional y buena».121 El fatalista
puede caer en una resignación estéril frente a la vida y las
posibilidades que ella ofrece de progreso personal y social. El
misionero cristiano debe procurar entender esta actitud negativa y
presentar con humildad y respeto el Evangelio, el mensaje positivo y
poderoso que puede liberarnos de todo aquello que por nuestra culpa
nos impide vivir una vida abundante.
Por otra parte, tal como lo dice Juan Calvino, «cuando se habla de la
providencia de Dios, esta palabra no significa que Dios está ocioso y
considera desde el cielo lo que sucede en el mundo, sino que es más
bien como el piloto de una nave que gobierna el timón para ordenar
cuanto se ha de hacer».
El gobierno de Dios sobre el universo físico
Desde la primera página del Génesis se manifiesta el dominio soberano
de Elohim sobre los cielos y la tierra. Percibimos en la narración
genesíaca que Dios, en su providencia, ha establecido un orden para
toda la creación. Por ejemplo, que las aguas no rebasen sus límites
(Gn 1:9–10); que reine la exactitud en el mundo de los astros y se
produzca así la sucesión del día y la noche, de las estaciones, de los
días y de los años (Gn 1:14–15); y que prosiga la actividad
maravillosa del microcosmos de la célula en la vida vegetal, animal, y
humana.
El testimonio respecto al señorío de Yahvé Elohim sobre la naturaleza
es abundante en las Escrituras judeo-cristianas. Entre los textos más
conocidos que se refieren al tema en el Antiguo Testamento, se hallan
los siguientes: Job 26:5–13; 36:26–33; 37:5–13; 38:8–11; Sal 29:3–11;
89:8–13.
A la vez, el ser humano puede también participar en el gobierno del
mundo físico, según el designio de Dios. El secreto de la ciencia
moderna se halla fundamentalmente en los primeros dos capítulos del
Génesis. Tanto el hombre como la mujer tienen, de parte del Señor, la
libertad y capacidad para llevar adelante la ciencia y la tecnología
para beneficio del mundo. La meta del esfuerzo científico y
tecnológico debe ser siempre el shalom, el bienestar de toda la
humanidad. Es imperativo que el desarrollo económico esté siempre al
servicio del individuo y de la sociedad. Se requiere además que el
desarrollo sea integral, en su búsqueda del bienestar para todo el ser
humano. Si en verdad se desea el desarrollo integral, no debe pasarse
por alto que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios» (Mt 4:4, NVI).
Por otra parte, la autoridad que Dios le delega el ser humano para
señorear sobre la tierra no es absoluta. Solamente Él es soberano
sobre toda la creación.
El gobierno de Dios sobre los seres humanos
En el ejercicio de su gobierno soberano, Yahvé Elohim ha establecido
leyes para el universo físico (vale decir para todos los universos y
galaxias), y un orden moral para todas sus criaturas racionales, esto
es, para los ángeles (2 P 2:4; Jud 6) y los seres humanos. Nos
interesan especialmente éstos últimos para los fines de nuestro
estudio.
1. Dios ejerce su soberanía en la vida personal. Lo que algunos
teólogos llaman «el mandato cultural» (Gn 1:26, 28–30; 2:15), va
acompañado por «el mandato moral» (Gn 2:16–17). Fundamentalmente, «el
mandato moral» tiene que ver con la obediencia de la criatura al
Creador, en todas las esferas de la vida humana. Este mandato nos
lleva a pensar, entre otras cosas, que Adán y Eva poseían, aun antes
de caer en el pecado, la capacidad de decidir entre el imperativo de
obedecer a Yahvé Elohim, y la inclinación a desobedecerle. Ellos
optaron por esto último, y luego se llenaron de miedo. Eran
conscientes de su pecado, y el sentimiento de culpa los abrumó.
Evidentemente, existe la ley moral universal, y todo ser humano posee
el testimonio de su propia conciencia (Ro 2:14–15) tocante al bien y
el mal; y el testimonio de la naturaleza en cuanto a lo que por medio
de ella se puede conocer de Dios, es decir, su eterno poder y su
naturaleza divina (Ro 1:18–21).
El gobierno moral de Dios se manifiesta también en el caso de Caín y
Abel. Dios aceptó el sacrificio de Abel, hombre de fe (Heb 11:4), y
rechazó el de Caín, quien confiaba en sí mismo y en sus obras para
agradar a Dios. Caín se enojó contra su hermano Abel, y el Señor, en
expresión de su misericordia, le advirtió del serio peligro que le
amenazaba. La fiera del pecado estaba en acecho, lista para derribar a
Caín. Pero, según el Señor, todavía era tiempo de dominarla. Sin
embargo, Caín prefirió darle rienda suelta, y finalmente él cayó en el
fratricidio.
Yahvé Elohim no pasó por alto el horrendo crimen. Castigó al culpable
expulsándolo a lugares estériles; pero también le mostró misericordia
al perdonarle la vida y ofrecerle protección frente a un posible
vengador de la sangre de Abel. La misericordia y el juicio
caracterizan el gobierno de Dios en el mundo.
En el Antiguo Testamento, lo mismo que en el Nuevo, abundan otros
ejemplos de la obra providencial del Creador en la vida del ser
humano. Los personajes bíblicos hacen patente esta obra en el devenir
de su existencia. Por ejemplo, en las circunstancias de su nacimiento,
en su vocación y formación para la vida en el mundo, en su
participación en la historia de su época, y en el legado que le dejan
a las futuras generaciones.
La acción providencial y soberana de Dios abarca a los justos y a los
impíos; a los monoteístas y a los politeístas; a los que le adoran a
Él, Yahvé Elohim, y a los adoradores de dioses falsos; a los sabios y
también a los insensatos; a los reyes y a los súbditos; a los débiles
y a los poderosos; a los ricos y a los pobres; a los libres y a los
esclavos; a hombres y mujeres; a los adolescentes y a los adultos; a
los niños y a los viejos; a todas las razas y a todas las culturas en
todo tiempo y lugar.
La mano de la providencia de Dios está en los grandes y pequeños
acontecimientos de la vida personal, familiar, y social; en lo
cotidiano, y en los momentos estelares de la existencia humana.
2. Dios ejerce su soberanía sobre las naciones. El pacto de Yahvé con
Noé y sus descendientes tiene un alcance universal. El Señor está
pactando con toda la humanidad, representada en esas circunstancias
por Noé y sus tres hijos: Sem, Cam y Jafet. El relato genesíaco nos
dice: «estos son los clanes de los hijos de Noé, según sus diferentes
líneas de descendientes y sus territorios. Después del diluvio, se
esparcieron por todas partes y formaron las naciones del mundo» (Gn
10:32, VP3) En «la tabla de las naciones» (Gn 10), es notorio el
interés de Dios en mantener la importancia de la línea mesiánica. Esta
es dejada por último para culminar, después del episodio de Babel, en
Abram, el progenitor del pueblo que por medio del Mesías estaba
destinado a ser una gran bendición a todo el mundo. De manera que las
naciones no quedan al margen de la soberanía divina, ni del propósito
salvífico universal del Creador.
El Antiguo Testamento ofrece testimonio abundante del gobierno que
Dios ejerce sobre las naciones. Por ejemplo, Job dice: «Él multiplica
las naciones, y él las destruye; esparce las naciones, y las vuelve a
reunir» (12:23). En los Salmos leemos: «Porque de Jehová es el reino,
y él regirá a las naciones» (22:28); «El que sosiega el estruendo de
los mares, el estruendo de sus ondas, y el alboroto de las naciones»
(65:7); «Alégrense y gócense las naciones, porque juzgarás los pueblos
con equidad, y pastorearás las naciones en la tierra» (67:4). En
defensa de su pueblo Israel, Yahvé demostró ampliamente su poderío
sobre las naciones (2 S 22:44; Sal 80:8; 111:6; 118:10). Dios muestra
su soberanía en las naciones derramando sobre ellas abundantes
favores, y también castigándolas (Gn 12:3; Sal 96, 97; Ex 12; Dt
9:1–5; etcétera).
a. Dios gobierna las naciones por medio de la naturaleza. En el
ejercicio de su soberanía sobre las naciones Yahvé se vale de
elementos de la naturaleza ya sea para bendecirlas o para castigarlas.
Eliú dice: «Asimismo por sus designios se revuelven las nubes en
derredor, para hacer sobre la faz del mundo, en la tierra, lo que él
les mande. Unas veces por azote, otras por causa de su tierra, otras
por misericordia las hará venir» (Job 37:12–13). De los beneficios de
la providencia nos hablan textos bíblicos como el de los Salmos 29 y
104. Del «azote», o castigo, el Antiguo Testamento da varios ejemplos.
Entre otros, el del diluvio en tiempos de Noé (Gn 6–8), y la
destrucción de Sodoma y Gomorra con fuego y azufre, por causa de la
maldad de sus habitantes. Yahvé usó también elementos naturales para
castigar al Faraón y sus súbditos por haberse opuesto a la liberación
del pueblo escogido.
Antes de que los israelitas entraran en la tierra de promesa, el Señor
les advirtió que si ellos pecaban y no se arrepentían de su maldad, la
naturaleza se les volvería hostil: «Los cielos que están sobre tu
cabeza serán de bronce, y la tierra que está debajo de tí, de hierro.
Dará Jehová por lluvia a tu tierra polvo y ceniza; de los cielos
descenderán sobre ti hasta que perezcas» (Dt 28:23–24). Por otra
parte, si ellos obedecían los mandamientos del Señor, serían
bendecidos abundantemente (Dt 28:1–14).
b. Dios se vale de medios humanos para gobernar las naciones.
(1) La soberanía de Dios en la vida interna de una nación. Como en lo
que respecta a la preservación de lo creado, Dios ha querido la
concurrencia, o participación humana, en el gobierno de los pueblos.
De este propósito divino ha surgido lo que llamamos «gobierno humano».
De gran importancia es el texto de Génesis 9:6–7, en el cual no pocos
teólogos ven el origen del gobierno humano, como una institución
creada por el Señor mismo. En el pacto con Noé es necesario subrayar
que Yahvé reafirma su autoridad ilimitada sobre toda la raza humana, y
lo hace especialmente para defender lo sagrado de la vida. No deja en
libertad al hombre para que asesine a sus congéneres: «A cada hombre
le pediré cuentas de la vida de su prójimo. Si alguien mata a un
hombre, otro hombre lo matará a él, pues el hombre ha sido creado a
imagen de Dios». (Gn 9:6, VP3).
En opinión del teólogo católico Eugene H. Maly, en estas palabras «se
afirma escuétamente el derecho y la obligación del hombre a ejecutar
una sentencia; dada la conexión de ambos versículos, es claro que se
considera como una autoridad delegada» F. Delitzsch cita a Martín
Lutero, quien afirmó: «Este fue el primer mandamiento (Gn 9:5–6) con
referencia al gobierno humano. Por medio de estas palabras quedó
establecido el poder temporal, y recibió del Señor la espada».
Delitzsch agrega:
Si el homicidio debía castigarse con la pena de muerte por haber
destruido la imagen de Dios en el hombre, es evidencia que la
aplicación del castigo no debería quedar al capricho de ciertas
personas, sino solamente al criterio de los que representaban la
autoridad y majestad de Dios, es decir los gobernantes nombrados por
el Señor […] Este mandato es la base para todo gobierno humano, y fue
un notable complemento para la inalterable continuidad del orden de la
naturaleza prometido a la humanidad para su futuro desarrollo […]
Sería una barrera contra la supremacía del mal, y echaría el cimiento
para un desarrollo civil, bien ordenado, de la humanidad.
No es necesario discutir en estas páginas la conveniencia o
inconveniencia de la pena de muerte en nuestro tiempo. Que baste
subrayar que Dios sigue siendo el soberano sobre toda la creación; que
la vida del hombre y de la mujer es sagrada, porque todo ser humano
lleva grabada en sí mismo la imagen del Creador; que el asesinato debe
castigarse, y que para la administración de la justicia Dios delega
autoridad en el ser humano. Existe, por lo tanto, la concurrencia del
ser humano en el gobierno del mundo.
Ahora bien, que la idea de establecer el gobierno humano como una
institución social viniera de Yahvé, no significa que las distintas
formas de gobierno establecidas por los seres humanos a través de la
historia hayan satisfecho plenamente las demandas de la justicia
divina. Unas menos y otras más, todas ellas se han quedado lejos del
ideal de justicia que el Dios soberano revela en su Palabra escrita.
De ello dan testimonio ambos Testamentos, la historia extrabíblica, y
nuestra propia experiencia en la sociedad de la cual somos parte. Sin
embargo, Él ha querido que existan gobiernos humanos para impedir el
caos social, contrarrestar la injusticia, y promover el bienestar de
la sociedad.
Los gobernantes están investidos de una autoridad que Dios les ha
delegado (Jn 19:10–11; Ro 13:1–8). Por lo tanto, ellos deben rendirle
cuentas a Él de la manera en que desempeñen sus funciones,
especialmente en lo que concierne a la justicia. Desde el punto de
vista divino, el gobierno humano no es autónomo. Tiene que ser
teónomo, sujeto a la ley moral del Señor. La autoridad final no reside
en los gobernantes, sino en el Creador y Señor de cielos y tierra.
Todo gobierno humano existe porque Dios así lo ha permitido. Así lo
dan a entender el libro de Daniel (2:21; 4:17), y la carta de Pablo a
los Romanos (13:1–8).
Para el tiempo que transcurre entre las dos venidas de Cristo al
mundo, la Biblia no ofrece un sistema detallado de gobierno humano que
la Iglesia deba proponer a las naciones. Pero sí encontramos en las
Sagradas Escrituras principios éticos de aplicación universal, para
todo tipo de gobierno en todo tiempo y lugar. Por supuesto, al final
de la era de la Iglesia, vendrá el gobierno que solamente el Mesías
puede establecer, y que será de manera radical diferente a todos los
gobiernos que el mundo haya jamás conocido. Los cristianos tenemos el
deber ineludible de prefigurar, aquí y ahora, por lo menos algunas de
las características de ese glorioso reino—por ejemplo en lo que toca a
la justicia, la paz y la fraternidad—en nuestra vida personal,
familiar, y comunitaria.
En países donde prevalece una situación de injusticia social, y una
oposición gubernamental a la comunicación del Evangelio, no es
necesario que para comenzar de alguna manera su tarea, el misionero
cristiano espere hasta que el gobierno de turno caiga, o cambie su
reprobable actitud. El misionero no olvidará que en el tiempo del
Señor, el mensaje cristiano puede traer profundas transformaciones en
el individuo, en la familia, y en la sociedad. A través de los siglos
la Iglesia ha laborado, de una manera u otra, bajo distintas formas de
gobierno. Algunos regímenes han sido enemigos acérrimos de la
evangelización; otros la han tolerado hasta cierto punto, y todavía
otros le han sido favorables, por diferentes razones. Lo indudable es
que el Espíritu envía sus misioneros a plantar la simiente del
Evangelio, a vivir de acuerdo a este mensaje, y comunicarlo sin
ocultar sus demandas y consecuencias éticas para el individuo y la
sociedad.
La Iglesia, en su calidad de agente del Reino presente de Dios, como
colectividad evangélica, no debe sacralizar ninguna forma de gobierno,
así sea el que parezca más inclinado a favorecer la causa del
Evangelio. En América Latina hemos conocido casos de gobiernos que
aparentemente simpatizaban con la iglesia evangélica, pero que al
mismo tiempo eran injustos y opresores del pueblo. No le conviene a la
iglesia en ningún país del mundo, la búsqueda del poder político.
Cuando se casa con el Estado, ella tiene las mayores pérdidas,
especialmente en lo relacionado con su vida espiritual y moral, y con
el cumplimiento de su misión integral. Tampoco le conviene a la
Iglesia, en su calidad de Iglesia, exaltar una ideología política por
encima de los valores e intereses del Reino de Dios. La Biblia, la
historia eclesiástica y la secular, y nuestra experiencia personal nos
enseñan que solamente la Palabra del Señor permanece para siempre. Los
sistemas de pensamiento meramente humano están sujetos a cambio, son
mutables. ¡Ay de la iglesia que se deja seducir y manipular por una
ideología política que esté de moda en determinado momento histórico!
A la Iglesia le conviene, eso sí, enseñar en privado y en público los
grandes principios éticos de las Sagradas Escrituras, sin
comprometerse, como Iglesia, con ningún partido político; sin entrar
en la lucha por el poder terrenal. Es obvio que a los cristianos como
individuos les asiste el derecho a optar por un proyecto político, y
ocupar en el gobierno local, regional, o estatal, por nombramiento o
por elección popular, cargos en los que puedan contribuir al
desarrollo integral de los individuos y de la sociedad. Se
sobrentiende que el cristiano fiel a su Señor procurará siempre, aun
en las alturas del poder político, actuar conforme a los valores del
Reino, para la gloria de Dios. No perderá de vista que también en esas
alturas él no es más que un colaborador del Soberano de la creación y
de la historia.
(2) La soberanía divina en la escena internacional. En su gobierno
universal, Yahvé Elohim puede valerse de una nación ya sea para
bendecir o para castigar a otras, como en el caso del pueblo israelita
y sus conflictos con las naciones vecinas y con los grandes imperios
de tiempos antiguotestamentarios. Pero a su debido tiempo, según el
propósito de Dios, la nación que sirve de azote contra otros pueblos
sufre también el juicio que Dios le envía por medio de un poder
foráneo, político y militar. Así sucedió con Asiria (Is 10:5–16), con
Babilonia (Dn 5), con los medos y persas, con los griegos, y con otros
poderes militares de tiempos bíblicos. Los escritores del Antiguo
Testamento relacionan con el pueblo israelita lo que acontece en la
escena internacional. Un ejemplo prominente es el del rey persa Ciro,
quien, según el profeta Isaías, es «ungido» de Yahvé para sujetar
naciones y desarmar reyes (Is 45:1). El triunfo de Ciro sobre los
babilonios influyó en el futuro de los israelitas. En el primer año de
su reinado (cuando ascendió al trono de Babilonia), Ciro proclamó su
deseo de permitir el regreso de los judíos a su propia tierra, y la
reedificación del templo en Jerusalén (Jer 25:12; 2 Cr 36:22–23). Por
supuesto, llegó el día cuando los persas fueron vencidos por los
griegos, acaudillados por Alejandro el Grande, cuya muerte trajo la
desintegración de su gran imperio.
La historia ha venido repitiéndose en el curso de los siglos. Imperios
surgen, e imperios caen, y otros se levantan. Así acontecerá hasta el
final de los tiempos, cuando los reinos (el reino) del mundo lleguen a
ser «de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de
los siglos» (Ap 11:15).
Providencia divina y sufrimiento humano
El estudio de la providencia divina nos obliga a mencionar, siquiera
de paso, el tema del sufrimiento humano. La historia de la
descendencia adámica ha sido escrita con lágrimas y sangre, más que
con grandes regocijos. El problema del sufrimiento es ineludible. Se
hace presente en el drama personal y familiar, y en graves
acontecimientos que trascienden lo inmediato, hasta afectar toda una
nación y en algunos casos el mundo entero. Por ejemplo, en catástrofes
producidas por fuerzas naturales, o en grandes conmociones de orden
social. En este siglo hemos tenido dos guerras calificadas de
mundiales porque sus efectos se han hecho sentir alrededor de nuestro
planeta.
Es obvio que no todos han sufrido en desastres naturales, o en
conflictos sociales, por causa de su rebeldía contra Dios. Puede
decirse que esas tragedias son parte, en cierto modo, del sufrimiento
que el pecado introdujo en el mundo; pero no un castigo para todos los
que han perdido en ellas sus bienes materiales, y aun su propia vida.
Es posible llegar a la misma conclusión respecto a otra clase de
sufrimientos. El patriarca Job tuvo grandes sufrimientos, aunque según
el testimonio de Dios mismo, era «hombre perfecto y recto, temeroso de
Dios y apartado del mal» (Job 1:1). En el Nuevo Testamento, los
discípulos le preguntaban a Jesús en cuanto a un hombre que había
nacido ciego: «Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya
nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres,
sino para que las obras de Dios se manifiesten en él» (Jn 9:2–3).
Es harto difícil explicar a plena satisfacción del intelecto humano la
presencia del pecado y del sufrimiento en el mundo; y no debemos
intentarlo sin tener muy en cuenta la soberanía del Creador, su
carácter santo, justo, sabio y misericordioso, y el propósito eterno y
perfecto que Él tiene para cada uno de nosotros, sus criaturas. Es
además indispensable reconocer que las bendiciones de su obra
salvífica se extienden también al aquí y al ahora, de este lado del
sepulcro, y que su voluntad es siempre agradable y perfecta para los
que confían en Él, aunque no lo entiendan así del todo, en el tiempo
de la prueba.
José, célebre personaje del Antiguo Testamento, le dijo a sus
hermanos: «Para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros
[…] no me enviasteis acá vosotros, sino Dios» (Gn 45:4–8). «Vosotros
pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo
que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo» (Gn 50:20). San
Pablo dice: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les
ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son
llamados» (Ro 8:29).
Ante el problema del pecado y del sufrimiento, es también
indispensable recordar que Cristo vino a solucionarlo (1 Jn 3:8; Heb
2:14; 2 Co 1; 1 Co 10:13). Según la promesa divina, el bien triunfará
definitivamente sobre el mal, en la consumación de la historia.
Entonces, «Dios enjugará toda lágrima, y ya no habrá más muerte, ni
habrá más llanto, ni clamor, ni dolor» (Ap 21:4).
Providencia y milagro
Tampoco es posible acercarse al tema de la providencia divina sin
recordar lo que ya hemos mencionado en cuanto a que existen «leyes
naturales» que rigen al universo físico. Estas leyes no actúan
independientemente del Legislador que las estableció. De otra manera,
Él no sería el soberano sobre toda la creación. Pero es Él quien
mantiene en vigencia las leyes que garantizan el orden de lo creado,
tanto en el macrocosmos como en el microcosmos, lo cual no deja fuera
de lugar lo milagroso en las obras de la providencia.
Los milagros pertenecen al orden de lo sobrenatural. Dios, el
soberano, puede actuar sin violar las leyes de la naturaleza y
producir un efecto extraordinario, ya sea valiéndose de elementos
naturales, o sin ellos. Para L. Berkhof, «la cosa distintiva en el
acto milagroso consiste en que es el resultado del ejercicio del poder
sobrenatural de Dios». Se ha dicho también que el milagro es «una obra
poderosa que está más allá de la capacidad humana, que nos deja
maravillados, y que por su medio nos habla Dios de su acción personal
a favor de los seres humanos».126
Si aceptamos que la realidad no se agota en lo natural, sino que
incluye lo sobrenatural, y, más que todo, si creemos en la existencia
del Dios soberano, omnipotente, y misericordioso, nos es posible creer
en lo milagroso, y pedirle a Él que nos haga un milagro, si el hacerlo
se halla en el camino de su voluntad (Mt 26:36–42).
El sufrimiento humano, y la posibilidad de lo milagroso de parte del
Señor, son temas inevitables en el cumplimiento de nuestra misión, en
cualquier parte del mundo y en todos los estratos sociales. Se espera
que el misionero tenga algunas respuestas bíblicas para el problema
del sufrimiento humano. Nadie que carezca siquiera de algunas nociones
de apologética cristiana debiera atreverse a ser un misionero
profesional en su propia realidad cultural, o en otras culturas. Pero
también le es necesario a todo misionero, o misionera, orientarse y
orientar sobre lo milagroso de origen satánico, porque muchas gentes
que andan en busca de un milagro para solucionar el problema de su
sufrimiento, no saben discriminar entre lo que viene del Señor y lo
que es del maligno.
Todos los cristianos debemos tener un corazón sensible al sufrimiento
humano, y una voluntad dispuesta a darle alivio, siquiera en parte, al
dolor de nuestros hermanos en la fe, y al de aquellos que deseamos
alcanzar con el Evangelio. El Señor Jesús no fue indiferente al
sufrimiento de sus contemporáneos. Nuestro deber y privilegio es
imitar su ejemplo. Ungido con el Espíritu Santo y con poder, Él
«anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo,
porque Dios estaba con él» (Hch 10:38).
Providencia y escatología
El tema de la providencia divina dirige nuestra mirada a la creación
de los cielos y la tierra, y a la constante actividad de Yahvé Elohim,
en el devenir de siglos y milenios, para preservar lo que Él mismo ha
creado. El tema nos hace pensar también en el futuro escatológico,
cuando el Señor consumará su propósito en este planeta y en los nuevos
cielos y la nueva tierra que están por venir. En otras palabras, la
providencia divina puede significar también la acción progresiva que
se dirige a la meta que el Creador ha determinado desde antes de la
fundación del mundo.
Resulta interesante observar que en su definición del vocablo
«providencia» el Diccionario de la Real Academia Española, edición de
1992, dice: «Disposición anticipada o prevención que mira o conduce al
logro de un fin»; y añade: «Por antonomasia, la de Dios».
En el plano teológico, hay autores que le dan un énfasis escatológico
a su definición y explicación de la providencia divina. Veamos algunos
ejemplos:
1. Andrew K. Rule, que fue profesor de Apologética y Ética en el
Seminario Presbiteriano de Lousville, Kentucky, anota que el vocablo
«providencia» viene del latín pro y videre, y que significa «mirar
hacia adelante, prever, y por lo tanto, hacer planes con anticipación
[…] En teología, significa también la realización del plan, y puesto
que Dios es el agente de la providencia, ésta lo abarca todo». En el
ejercicio de su providencia, Dios ha venido realizando el propósito
que Él tenía en mente cuando creó el mundo y los que lo habitan, y lo
llevará a su consumación en Cristo, quien de alguna manera lo está
haciendo visible por medio de su discípulos fieles (los agentes del
Reino), y lo manifestará en plenitud al mundo cuando Él venga otra
vez.
2. Por razones prácticas, el teólogo Walther Eichrodt aborda el tema
de la providencia dándole énfasis a la relación de Dios con los seres
humanos: «Si bien es verdad que este concepto se aplica a veces a toda
la actividad de Dios en orden al mantenimiento del mundo, es más
práctico reducirlo ahora a la acción por la que Dios dirige los
destinos del hombre». Luego explica que el hombre piadoso del Antiguo
Testamento para definir qué era la providencia, «se inspiró antes que
nada en la historia de su propio pueblo», y así «cobraron todos los
acontecimientos históricos ulteriores su significado de acciones de
Yahvé dirigidas a la instauración de su soberanía».129
En el concepto de Eichrodt, la providencia divina actúa en el
presente, pero está siempre orientada hacia el futuro. Dentro del
propósito supremo del Creador, lo providencial y lo escatológico van
de la mano.
Es más, el comportamiento de Yahvé con su pueblo Israel, influyó en la
idea de universalidad que tenía el israelita, o sea que los demás
grupos humanos serán también objeto de la providencia divina. Según
Eichrodt, el profeta Isaías fue quien mejor abarcó esta idea de
universalidad. Este profeta vio que la historia concreta de su tiempo
«se hallaba penetrada de un movimiento sistemático que incorporaba a
todas las naciones en la construcción de la basileía tou Theou (el
Reino de Dios), el reino de la paz y de la justicia». Así empalma
Eichrodt el tema de la providencia divina con el del Reino de Dios.
3. Ya hemos citado en este libro la definición que ofrecen de la
providencia de Dios los teólogos católicos K. Rahner y H. Vorgrimler
en su Diccionario Teológico. Para ellos, la providencia divina
«significa el proyecto del mundo creado, por la sabiduría de Dios que
todo lo conoce […] En virtud de ese proyecto dirige Dios en su
eternidad el curso del mundo y de su historia. Y en él también dirige
la historia salvífica humana hacia la meta (escatología) conocida y
querida por Él de antemano». El énfasis escatológico salta a la vista
en esta definición.
4. Edmond Jacob percibe que la intervención de Yahvé en el mundo y su
voluntad de no dejar cosa alguna fuera de su soberanía, «nos autorizan
a hablar de una noción bíblica de la providencia que se ejerce a la
vez en la creación y en la historia». Y explica:
En su conjunto la perspectiva bíblica no se dirige hacia la
conservación del mundo, sino hacia su transformación. La enseñanza de
los profetas acerca de la creación está dominada por la esperanza en
los nuevos cielos y en la nueva tierra, de manera que ven en el mundo
actual, ante todo, las señales catastróficas, anuncio de grandes
cambios […] La providencia divina en la historia se ejerce sobre todo
en favor de Israel, y está implicada por el hecho mismo de la elección
y de la pertenencia; pero el interés de Yahvé por Israel, le obliga,
en cierto modo, a llevar también sus miradas sobre los otros pueblos,
sea para castigarlos cuando se oponen a la realización de esta
elección […] sea sirviéndose de ellos para castigar a su pueblo,
cuando éste olvida las condiciones relacionadas con la elección (Am
3:2).
Muy llamativo resulta en estas explicaciones de Jacob que el objetivo
final de la providencia divina no es «la conservación del mundo, sino
su transformación». En realidad, el Creador no quiere preservar el
mundo en la condición en que se encuentra por causa del pecado humano
(Ro 8:18–25). La meta escatológica es la palingenesia, la regeneración
cósmica (Mt 19:28; Is 65:17), cuando en los nuevos cielos y la nueva
tierra llegará también a su plenitud la transformación de los seres
humanos.
5. El Diccionario Bíblico de Eerdmans (The Eerdmans Bible Dictionary),
resume en las siguientes palabras lo que hemos dicho sobre los
diferentes aspectos de la providencia divina:
Él mantiene y preserva el orden que es fundamental para los cielos y
la tierra, tal como Él los creó, y Él está llevando a su plenitud sus
propósitos para la humanidad y para el resto de la creación. Hay, por
lo tanto, dos aspectos de la providencia, uno de ellos orientando
hacia la continuación de la vida y del orden presente, y el otro
orientado hacia el eschaton, es decir el cumplimiento pleno de lo que
Él se proponía hacer cuando lo creó todo.
El mensaje de la providencia de Dios es bíblico, teológico, y
misionológico. Nos enseña que el Dios de la creación es también el
Dios de la providencia; que Él es trascendente e inmanente en relación
con lo creado; que Él se interesa en los pequeños y grandes detalles
de nuestra existencia personal; que Él puede guiarnos en el camino de
su voluntad agradable y perfecta; que Él tiene un propósito para
nuestra propia vida, para todos los seres humanos, y para toda la
creación sin excluir el mundo físico. Este propósito se cumplirá
plenamente en la renovación que está por venir. Mientras tanto, Él
sigue trabajando en su mundo (Jn 5:17) e invitándonos a colaborar con
Él en la realización de su plan soberano.
Núñez, E. A. (1997). Hacia una misionología evangélica latinoamericana
(pp. 92–132). Santa Fe - República Argentina: COMIBAM Internacional -
Dpto. de Publicaciones.
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ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor IPUL
http://adonayrojasortiz.blogspot.com
domingo, 16 de abril de 2017
viernes, 7 de abril de 2017
Quaqueros
Jorge Fox y los cuáqueros
Jorge Fox nació en una pequeña aldea de Inglaterra en 1624, el mismo año en que murió Boehme. Sus padres, también de origen humilde, lo hicieron aprendiz de zapatero. Pero a los diecinueve años, disgustado con las costumbres de algunos de sus compañeros, y sintiéndose impulsado por el Espíritu de Dios, abandonó su oficio y se dedicó a vagar por el país, asistiendo a asambleas religiosas de diversas sectas y buscando la iluminación de lo alto, al tiempo que se dedicaba a estudiar las Escrituras hasta el punto que se decía que las sabía de memoria. Poco a poco se fue convenciendo de que, no solo la religión tradicional de los católicos, sino también la de los muchísimos grupos protestantes, dejaba mucho que desear, y que buena parte de ella le repugnaba a Dios.
Andando de lugar en lugar, a veces pasando hambre, otras en medio de angustias internas, y otras alentado e inspirado por sus experiencias religiosas, Fox fue formando sus convicciones contra todas las diversas sectas que pululaban entonces en el país.
Si Dios no habita en casas hechas de manos ¿por qué llamar "iglesias" a esos edificios en que las gentes se reúnen? Fox los llamaba entonces "casas con campanarios". Y todos los pastores que recibían salarios no eran sino "sacerdotes", por muy protestantes que fuesen, y "asalariados", aunque se llamasen pastores. Los himnos, los órdenes de culto, los sermones, los sacramentos, los credos, los ministros, todo era un obstáculo humano a la libertad del Espíritu.
Frente a estas cosas, Fox coloca la "luz interior". Esta luz es una semilla que existe en todos los seres humanos, y es el verdadero camino que debemos seguir para encontrar a Dios. La doctrina calvinista de la corrupción total de la humanidad le parecía una negación del amor de Dios y de su propia experiencia. Al contrario, decía él, en toda persona queda una luz interna, por muy eclipsada que esté por el momento. A su vez, esto quiere decir que, gracias a ella, los paganos pueden salvarse. Empero esa luz no ha de confundirse con el intelecto ni con la conciencia. No se trata de una razón natural, como la de los deístas, ni tampoco de una serie de principios de conciencia que señalen hacia Dios. Se trata más bien de algo que hay en nosotros que nos permite reconocer y aceptar la presencia de Dios. Es por la luz interna que reconocemos a Jesucristo como quien es; y es también gracias a ella que podemos creer y entender las Escrituras. Luego, en cierto sentido, la comunicación con Dios mediante la luz interna es anterior a todo medio externo.
Aunque sus más allegados conocían algo del fuego interno que consumía a Fox, durante varios años éste se abstuvo de proclamar lo que creía haber descubierto acerca del verdadero sentido de la fe cristiana. Era la época en que existía en Inglaterra la multitud de sectas a que nos hemos referido anteriormente, y Fox asistía a muchas de sus reuniones sin sentirse a gusto en ninguna. Por fin, en una asamblea de bautistas, se sintió movido por el Espíritu y comenzó a exponer sus opiniones. Pronto tuvo varios seguidores, y no faltó quien tuviera visiones acerca de la gran misión que Dios tenía reservada para el nuevo profeta. Repetidamente, Fox se sintió movido por el Espíritu a hablar u orar en alguna asamblea religiosa. Frecuentemente de tales intervenciones surgían debates, en los que se mostraba firme y convincente. En ocasiones, sus palabras no eran bien recibidas, y lo golpeaban o echaban a pedradas. Pero esto no le arredraba, y pronto se encontraba en otra "casa con campanario", interrumpiendo el culto y proclamando su mensaje.
El número de sus seguidores creció rápidamente. Al principio se daban a sí mismos el nombre de "hijos de la luz". El propio Fox prefería darles sencillamente el título de "amigos". Pero el pueblo, viendo que a veces su exaltación religiosa era tal que temblaban, dio en llamarles "cuáqueros" (del inglés quake, temblar), a la postre ése fue su nombre más común.
Puesto que Fox y los suyos creían que toda estructura en el culto podía obstaculizar la obra del Espíritu, el culto de los "amigos" se celebraba en silencio. Si alguien se sentía llamado a hablar o a orar, lo hacía. Cuando el Espíritu las impulsaba a ello, las mujeres tenían tanto derecho a hablar o a orar en voz alta como los hombres. El propio Fox no iba a tales reuniones preparado a decir un discurso, sino que sencillamente dejaba que el Espíritu lo moviera. En ocasiones, aun cuando había numerosas personas reunidas para escucharlo, se negó a hablar, o a orar en voz alta, porque no se sentía movido por el Señor. De igual modo, los cuáqueros no creían en los sacramentos, pues decían que el agua del bautismo, y el pan y el vino de la comunión, hacían centrar la atención sobre lo material, y ocultaban a Dios en lugar de revelarlo. Este fue el principal punto de conflicto entre los cuáqueros y los boehmenistas, quienes continuaban usando de los sacramentos, aunque llamándolos "ordenanzas".
Al mismo tiempo, Fox sabía que su énfasis en la libertad del Espíritu podía llevar a un individualismo excesivo. Repetidamente en la historia del cristianismo se han dado movimientos que han subrayado hasta tal punto la libertad del Espíritu para hablar en cada persona, que a la postre se han disuelto, pues sus miembros insistían en ir cada cual por su lado. Frente a ese peligro, Fox respondió subrayando la importancia de la comunidad y del amor. En las reuniones de los amigos no se sometían a votación los asuntos que se discutían. Si no se llegaba a un acuerdo, se posponía la decisión, a veces volviendo al silencio hasta tanto alguien recibiera una inspiración que resolviera la dificultad, y otras dejando el asunto para otra ocasión. De ese modo, cuando había algún desacuerdo, lo que se hacía no era ver qué bando lograba más votos, sino buscar una solución aceptable para todos.
Las prédicas y prácticas de Fox y los suyos no eran del agrado de muchos. Los jefes religiosos no gustaban de estos "fanáticos" capaces de interrumpir sus servicios religiosos para discutir sobre las Escrituras o para orar en voz alta. Los poderosos veían la necesidad de escarmentar a estos "amigos" que se negaban a pagar diezmos, a prestar juramentos, a inclinarse ante sus "mejores", o a descubrirse ante cualquiera que no fuese Dios. Además, decían los cuáqueros, si tratamos de "Tú" a Dios, ¿por qué mostrar más respeto hacia nuestros semejantes? La dificultad estaba en que muchos de esos semejantes estaban acostumbrados a que se les rindiera pleitesía, y la ausencia de ella les parecía una falta de respeto y una insubordinación intolerables.
En consecuencia, Fox fue maltratado repetidamente, y pasó un total de seis años en prisión. La primera vez fue encarcelado por interrumpir a un predicador que decía que la verdad última estaba en las Escrituras, y arguirle que estaba más bien en el Espíritu Santo que las había inspirado. Otras veces se le encarceló por blasfemo, y otras se le acusó de conspirar contra el gobierno. En algunos casos se intentó librarle mediante un perdón por parte de las autoridades, y en esas ocasiones se negó a aceptarlo, diciendo sencillamente que no era culpable, y que aceptar un perdón sería por tanto faltar a la verdad. En otra oportunidad, cuando estaba a punto de cumplir una condena de seis meses por blasfemia, se le invitó a unirse al ejército republicano. Fox se negó, pues no creía que un cristiano debía apelar a otras armas que las de índole espiritual. La consecuencia fue una nueva pena de seis meses de prisión. A partir de entonces los cuáqueros se han distinguido por la firmeza de sus convicciones pacifistas.
Cuando no estaba preso, Fox pasaba parte del tiempo en su casa de Swarthmore, que vino a ser el cuartel general de los amigos. Pero el resto lo pasaba viajando por Inglaterra y el extranjero, visitando asambleas de cuáqueros y llevando su mensaje a nuevas regiones. Primero fue a Escocia, donde se le acusó de sedicioso; después a Irlanda; más tarde pasó dos años en el Caribe y Norteamérica; y por último hizo dos visitas al continente europeo (a Holanda y Alemania). En todos estos lugares el movimiento se extendía, y a la muerte de Fox, en 1691, sus seguidores se contaban por decenas de millares.
Esos seguidores fueron también perseguidos. Repetidamente se les encarcelaba, acusándoseles de ser vagabundos, de blasfemar, de incitar a motines, o de no pagar los diezmos. Cuando, en 1664, Carlos II prohibió las asambleas religiosas, otros grupos continuaron reuniéndose en secreto. Pero los cuáqueros decidieron hacerlo en público, y millares de ellos fueron encarcelados. Cuando, en 1689, Jaime II promulgó la tolerancia religiosa, los cuáqueros contaban con varios centenares de mártires, que habían muerto en la cárcel.
El más famoso de los seguidores de Fox fue Guillermo Penn, cuyo nombre lleva el actual estado norteamericano de Pennsylvania. Penn era hijo de un almirante británico, quien se esforzó en proveerle la mejor educación posible. Pero mientras era estudiante, el joven Guillermo se hizo puritano. Después su padre lo mandó a Francia, donde estudió bajo célebres maestros hugonotes. De regreso a Inglaterra, se hizo cuáquero en 1667. Algún tiempo más tarde, su enfurecido padre lo echó de la casa. Pero Penn no se arredró, sino que continuó dando muestras de sus convicciones cuáqueras, y hasta tuvo que pasar siete meses preso en la Torre de Londres. Se dice que en esa ocasión le hizo llegar al Rey un mensaje en el sentido de que la Torre era el peor de los argumentos para tratar de convencerlo, ya que, no importa quién tenga la razón, quien usa de la fuerza por motivos religiosos está necesariamente errado. Por fin, gracias a la intervención de su padre y de otras personas de prestigio, fue libertado, y entonces pasó varios años viajando por Europa, escribiendo tratados en defensa de los amigos, y estableciendo un hogar.
Empero sus argumentos en pro de la tolerancia religiosa no eran bien recibidos, y hasta se llegaba a decir que en verdad era jesuita, y que lo que deseaba era sencillamente devolverles a los católicos los privilegios que habían perdido.
Fue entonces que Penn concibió la idea de lo que llamó su "experimento santo". Algunos amigos le habían hablado de Nueva Jersey, en Norteamérica. Puesto que la corona le debía una fuerte suma, y no estaba deseosa de pagarla en metálico, Penn logró que Carlos Il le concediera territorios en lo que hoy es Pennsylvania. Su propósito era fundar una nueva colonia en la que hubiera completa libertad religiosa. Anteriormente otros ingleses habían fundado varias colonias en Norteamérica. Pero, excepto en Rhode Island, la intolerancia reinaba por doquier. En Massachusetts, la más intolerante de todas, se perseguía a los cuáqueros, y se les condenaba a destierros, mutilaciones y hasta muerte. Lo que ahora Penn se proponía era una nueva colonia en la que cada cual pudiera adorar como mejor le pareciera. Pero había otro elemento de ese "experimento santo" que lo hacía parecer todavía más descabellado. Aunque la corona inglesa le había concedido esas tierras, Penn se proponía comprárselas a los indios, que según él creía eran sus legítimos dueños, y establecer con ellos relaciones tan cordiales que no hubiera necesidad de fuerzas armadas para defender a los colonos. La capital del santo experimento llevaría el nombre de "Filadelfia", que quiere decir "amor fraternal".
Por muy descabellado que algunos dijeran ser el experimento de Penn, pronto hubo gran número de personas, no solo en Inglaterra, sino también en otros países de Europa, dispuestas a tomar parte en él. Muchos de ellos eran cuáqueros, y por tanto los seguidores de Fox dominaron la vida política de la nueva colonia por algún tiempo. Pero no faltaron otras gentes de diversas persuasiones. Bajo la dirección de Penn, quien fue el primer gobernador de la nueva colonia, las relaciones con los indios fueron excelentes, y durante largo tiempo se pudo cumplir el sueño de Penn, de una colonia sin fuerzas armadas. Cuando, tres cuartos de siglo después de fundada la colonia (es decir, en 1756), el Gobernador les declaró la guerra a los indios, los cuáqueros se retiraron de sus cargos públicos. Pero la tolerancia religiosa que era parte fundamental del "santo experimento" de Penn pasó a formar después parte de la Constitución norteamericana, y también de las de muchas otras naciones.
Justo L. González
Historia del Cristianismo
Tomo 2
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