Imperio Romano
En su uso moderno esta expresión no es bíblica ni clásica, y no le hace justicia a la delicadeza y la complejidad de los métodos romanos para controlar a los pueblos del Mediterráneo. La palabra imperium significaba en primer lugar la autoridad soberana confiada por el pueblo romano a sus magistrados, elegidos por medio de una disposición especial (la lex curiata). El imperium era siempre completo, y abarcaba todas las formas del poder ejecutivo, religioso, militar, judicial, legislativo y electoral. Su ejercicio estaba limitado por el carácter colegiado de las magistraturas, y también por la restricción habitual o legal de su funcionamiento a una provincia determinada o esfera de responsabilidad. Con la ampliación de los intereses romanos hacia el exterior, la provincia se fue convirtiendo, con creciente frecuencia, en provincia geográfica, hasta que el uso sistemático del imperium magistral para controlar a un "imperio" hizo posible el uso del término para describir a una entidad geográfica y administrativa. En la época del NT; sin embargo, el sistema distaba mucho de ser tan completo o rígido como lo que podría suponerse.
I. La naturaleza del imperialismo romano
Hablando en general, la creación de una provincia romana ni suspendía los tipos de gobierno existentes ni le agregaba al estado romano. El "gobernador" (no existía un término genérico de esta clase, sino que se usaba el título magistral correspondiente) funcionaba en asociación con las autoridades regionales con las cuales existía una relación cordial, a fin de preservar la seguridad militar de Roma, y cuando no había actividad bélica su función era principalmente diplomática. Se parecía más al comandante regional de las organizaciones internacionales modernas creadas en virtud de algún tratado y que sirven a los intereses de las grandes potencias, más que al gobernador colonial con su autoridad monárquica. La solidaridad del "imperio" era producto de la pura preponderancia del poder romano antes que de una administración centralizada directa. Abarcaba muchos cientos de estados satélites, cada uno de los cuales estaba ligado a Roma bilateralmente y disfrutaba de los derechos y privilegios que lograba negociar individualmente con Roma.
No cabe duda de que los romanos estaban en condiciones de abrirse camino por la fuerza a través de la maraña de pactos y tradiciones, pero este recurso ni les interesaba ni les convenía; lo que encontramos, en cambio, es que se esforzaban por convencer a sus apáticos aliados de que aprovechasen la libertad subordinada que les dejaban. Al mismo tiempo se llevaba a cabo un proceso de asimilación gradual mediante el recurso de otorgar en forma individual y comunitaria la ciudadanía romana, con lo cual compraban la lealtad de las personas importantes localmente, las que a su vez favorecían al poder patronal.
II. Crecimiento del sistema provincial
La habilidad diplomática imperial tal como se explica arriba la fueron adquiriendo los romanos en el curso de las primitivas relaciones de Roma con sus vecinos en Italia. Su genio ha sido localizado en forma diversa en los principios del sacerdocio fecial[1], que exigía un respeto estricto por las fronteras y no aceptaba ninguna otra razón para la guerra, en la generosa reciprocidad de los primitivos tratados romanos, y en los ideales romanos del patrocinio, que exigía una lealtad estricta de parte de los amigos y vasallos a cambio de la protección. Cualquiera haya sido la razón, Roma pronto adquirió el liderazgo de la liga de ciudades latinas, y luego, por espacio de varios siglos, bajo el impacto de las esporádicas invasiones galas y germanas, y las luchas con potencias de ultramar, tales como los cartagineses y algunos de los monarcas helenísticos, concertó tratados con todos los estados italianos al S del valle del Po, tratados mediante los cuales reguló sus relaciones con los mismos. Con todo, sólo en el 89 a.C. se les ofreció a estos pueblos la ciudadanía romana, y de este modo se convirtieron en municipalidades de la república.
Mientras tanto se llevaba a cabo un proceso similar en todo el Mediterráneo. Al final de la primera guerra púnica Sicilia fue hecha provincia (241 a.C.), y el peligro cartaginés condujo a otras medidas del mismo tipo en Cerdeña y Córcega (231 a.C.), la España citerior y ulterior (197 a.C.), y finalmente a la creación de una provincia en África después de la destrucción de Cartago en el 146 a.C. En contraste, al principio los romanos vacilaron ante la idea de imponerse a los estados helenísticos de oriente, hasta que después del reiterado fracaso de las negociaciones libres se crearon provincias para Macedonia (148 a.C.) y Acaya (146 a.C.). A pesar de alguna medida de violencia, como la destrucción de Cartago y Corinto en el 146 a.C., las ventajas del sistema provincial romano pronto adquirieron reconocimiento en el exterior, como resulta claro por el paso de tres estados a Roma por legado de sus gobernantes, lo cual condujo a la formación de las provincias de Asia (133 a.C.), Bitinia y Cirene (74 a.C.). Los romanos se habían ocupado de hacer una limpieza por su propia cuenta, y la amenaza a las comunicaciones ocasionada por la piratería habían llevado para entonces a la creación de provincias para la Galia narbonense, Ilírico, y Cilicia.
La ambición profesional de los generales romanos ya comenzaba a hacerse sentir. Pompeyo agregó el Ponto a la Bitinia, y creó la nueva provincia principal de Siria como resultado de su comando mitridático del año 66 a.C., y en la década siguiente César abrió toda la Galia, dejando a los romanos establecidos en el Rin, desde los Alpes hasta el mar del Norte. El último de los grandes estados helenísticos, Egipto, se convirtió en provincia después de que Augusto derrotó a Antonio y Cleopatra en el 31 a.C. A partir de dicho momento la política fue de consolidación más bien que de expansión. Augusto llevó la frontera hasta el Danubio, y creó las provincias de Retia, Nórico, Panonia, y Mesia. En la generación siguiente las dinastías locales fueron remplazadas por gobernadores romanos en varias regiones. Galacia (25 a.C.) fue seguida por Capadocia, Judea, Britania, Mauritania, y Tracia (46 d.C.).
Por consiguiente el NT se encuentra en un punto en el que la serie de provincias se ha completado, y todo el Mediterráneo ha sido provisto por primera vez de una autoridad supervisora uniforme. Al mismo tiempo, en muchos casos los gobiernos preexistentes todavía florecían, si bien con pocas perspectivas de progreso ulterior. El proceso de la incorporación directa en el seno de la república romana siguió adelante hasta que Caracala, en el 212 d.C., extendió la ciudadanía a todos los residentes libres del Mediterráneo. Desde ese momento en adelante las provincias son territorios imperiales en el sentido moderno.
III. La administración de las provincias
Hasta el ss. I a.C. las provincias correspondían a los magistrados romanos, ya sea por el año en que ocupaban el cargo, o por el año inmediatamente posterior, cuando continuaban ejerciendo el imperium como promagistratura. A pesar del elevado sentido de responsabilidad del aristócrata romano, y de una formación política y legal sostenida a lo largo de toda su vida, resultaba inevitable que gobernase su provincia con la vista puesta en la etapa posterior en la capital. El primer tribunal permanente en Roma se estableció para juzgar a los gobernadores provinciales por casos de extorsión. Mientras la competencia por los cargos se libraba sin restricciones, la creación de comandancias de 3, 5 y 10 años de duración no hizo sino empeorar la situación. Llegaron a constituir la base de intentos de usurpación militar llevados a cabo abiertamente. Los estados satélites quedaron en una situación desesperada. Se habían acostumbrado a proteger sus intereses ante los gobernadores antojadizos buscando el patronazgo de casas poderosas en el senado, y a la larga se hacía justicia. Ahora, durante los 20 años de guerra civil que siguieron al cruce del Rubicón (49 a.C.), se vieron obligados a tomar partido y arriesgar su riqueza y su libertad en un conflicto de resultado incierto. Tres veces los enormes recursos de oriente fueron reunidos para una invasión de Italia misma, pero en cada caso el intento resultó inútil. Luego le tocó al vencedor, Augusto, reparar el daño ocasionado, en el curso de sus 45 años de poder sin rivales. Primero aceptó para sí mismo una provincia que comprendía la mayoría de las regiones donde todavía hacía falta una guarnición de importancia, especialmente la Galia, España, Siria y Egipto. Esta concesión le fue renovada periódicamente hasta su muerte, y la costumbre se mantuvo a favor de sus sucesores. Designó comandantes regionales, y de este modo surgió una clase de administradores profesionales, y por primera vez se logró una planificación uniforme a largo plazo.
Las provincias restantes siguieron siendo asignadas a los que estaban dedicados a la magistratura regular, pero la posibilidad de usar irregularmente la posición quedó anulada debido al poder supremo de los césares, y de todos modos la inexperiencia hacía que las decisiones fueran supeditadas a ellos, de modo que se impuso ampliamente un tipo cesariano de administración.
En el peor de los casos, una provincia mal administrada podía ser transferida a la jurisdicción cesariana, como ocurrió en el caso de Bitinia en los días de Plinio.
Tres de las responsabilidades principales de los gobernadores están claramente ilustradas en el NT.
La primera estaba vinculada con la seguridad militar y el orden público. El temor a la intervención romana condujo, precisamente, a la traición cometida contra Jesús (Si lo dejamos, todos van a creer en él, y las autoridades romanas vendrán y destruirán nuestro templo y nuestra nación. Pero uno de ellos, llamado Caifás, que era el sumo sacerdote aquel año, les dijo: —Ustedes no saben nada, ni se dan cuenta de que es mejor para ustedes que muera un solo hombre por el pueblo, y no que toda la nación sea destruida. Jn. 11.48–50), y Pablo fue arrestado por los romanos sobre la base de la suposición de que era agitador (Estaban a punto de matarlo, cuando al comandante del batallón romano le llegó la noticia de que toda la ciudad de Jerusalén se había alborotado. El comandante reunió a sus soldados y oficiales, y fue corriendo a donde estaba la gente. Cuando vieron al comandante y a los soldados, dejaron de golpear a Pablo. Entonces el comandante se acercó, arrestó a Pablo y mandó que lo sujetaran con dos cadenas. Después preguntó quién era y qué había hecho. Pero unos gritaban una cosa y otros otra, de modo que el comandante no podía aclarar nada a causa del ruido que hacían; así que mandó llevarlo al cuartel. Al llegar a las gradas del cuartel, los soldados tuvieron que llevar a Pablo a cuestas, debido a la violencia de la gente; porque todos iban detrás, gritando: "¡Muera!" Cuando ya iban a meterlo en el cuartel, Pablo le preguntó al comandante del batallón: —¿Puedo hablar con usted un momento? El comandante le contestó: —¿Sabes hablar griego? Entonces, ¿tú no eres aquel egipcio que hace algún tiempo comenzó una rebelión y salió al desierto con cuatro mil guerrilleros? Hch. 21.31–38). Los gobiernos de Tesalónica y Éfeso demuestran la paralización que se había producido debido al temor a la intervención (pero como no los encontraron allí, llevaron a rastras a Jasón y a algunos otros hermanos ante las autoridades de la ciudad, gritando: —¡Estos hombres, que han trastornado el mundo entero, también han venido acá, y Jasón los ha recibido en su casa! ¡Todos ellos están violando las leyes del emperador, pues dicen que hay otro rey, que es Jesús! Al oir estas cosas, la gente y las autoridades se inquietaron. Pero Jasón y los otros dieron una fianza, y los soltaron. Hch. 17.6–9) (Con lo que hoy ha pasado corremos peligro de que nos acusen de agitadores, pues no hay ninguna razón que podamos dar, si nos preguntan por la causa de este alboroto." Dicho esto, despidió a la gente. Hch. 19.40). Por otra parte, entre los estados fenicios, como también en Listra, se llevan a cabo procedimientos violentos aparentemente sin control romano (Herodes estaba enojado con los habitantes de Tiro y de Sidón, los cuales se pusieron de acuerdo para presentarse ante él. Lograron ganarse la buena voluntad de Blasto, un alto funcionario del rey Herodes, y por medio de él le pidieron paz, porque Tiro y Sidón obtenían sus provisiones en el país del rey. Hch. 12.20) (En esto llegaron unos judíos de Antioquía y de Iconio, que hicieron cambiar de parecer a la gente; entonces apedrearon a Pablo y, creyendo que lo habían matado, lo arrastraron fuera del pueblo. Hch. 14.19).
La segunda cuestión principal tenía que ver con las rentas públicas. Los césares enderezaron el sistema impositivo, y lo colocaron sobre un pie equitativo basado en censos (Por aquel tiempo, el emperador Augusto ordenó que se hiciera un censo de todo el mundo. Lc. 2.1). Jesús y Pablo defendieron los derechos romanos en esta cuestión (¿Está bien que paguemos impuestos al emperador romano, o no? Jesús, dándose cuenta de la mala intención que llevaban, les dijo: —Enséñenme una moneda de denario. ¿De quién es la cara y el nombre que aquí está escrito? Le contestaron: —Del emperador. Jesús les dijo: —Pues den al emperador lo que es del emperador, y a Dios lo que es de Dios. Lc. 20.22–25) (También por esta razón ustedes pagan impuestos; porque las autoridades están al servicio de Dios, y a eso se dedican.
Denle a cada uno lo que le corresponde. Al que deban pagar contribuciones, páguenle las contribuciones; al que deban pagar impuestos, páguenle los impuestos; al que deban respeto, respétenlo; al que deban estimación, estímenlo. Ro. 13.6–7).
La tercera obligación, y la más onerosa, era la jurisdicción. Tanto por remisión por parte de las autoridades locales (Si Demetrio y los que trabajan con él tienen alguna queja contra alguien, ahí están los jueces y los juzgados; que reclamen ante las autoridades y que cada uno defienda su derecho. Hch. 19.38), como por apelación en contra de ellas (Pero como Festo quería quedar bien con los judíos, le preguntó a Pablo: —¿Quieres ir a Jerusalén, para que yo juzgue allá tu caso? Pablo contestó: —Estoy ante el tribunal del emperador romano, que es donde debo ser juzgado. Como bien sabe usted, no he hecho nada malo contra los judíos. Hch. 25.9–10), los litigios giraban en torno a los tribunales romanos. Largas demoras comenzaron a surgir a medida que fue aumentando el costo y la complejidad del sistema. Los gobernadores, acosados por la falta de recursos, se esforzaban por revertir la responsabilidad sobre los causantes locales (Y al saber que Jesús era de la jurisdicción de Herodes, se lo envió, pues él también se encontraba aquellos días en Jerusalén. Lc. 23.7; pero como se trata de palabras, de nombres y de la ley de ustedes, arréglenlo ustedes mismos, porque yo no quiero meterme en esos asuntos. Hch. 18.15). Los cristianos, empero, se unían libremente al coro que cantaba loas a la justicia romana (El gobernador le hizo entonces a Pablo señas de que hablara, y Pablo dijo: —Con mucho gusto presento mi defensa ante usted, porque sé que usted es juez de esta nación desde hace muchos años. Hch. 24.10; porque está al servicio de Dios para tu bien. Pero si te portas mal, entonces sí debes tener miedo; porque no en vano la autoridad lleva la espada, ya que está al servicio de Dios para dar su merecido al que hace lo malo. Ro. 13.4).
IV. El imperio romano en el pensamiento neotestamentario
Mientras las complejas relaciones entre gobernadores, dinastías, y repúblicas se hacen evidentes en todas partes en el NT, y les son familiares a sus escritores, la atmósfera realmente imperial del ascendiente cesariano lo satura todo. El decreto de César hace que José viaje a Belén (Por esto, José salió del pueblo de Nazaret, de la región de Galilea, y se fue a Belén, en Judea, donde había nacido el rey David, porque José era descendiente de David. Lc. 2.4). Él es la antítesis de Dios en la sentencia de Jesús (Jesús les dijo: —Pues den al emperador lo que es del emperador, y a Dios lo que es de Dios. Lc. 20.25). Su distante envidia sella la sentencia de muerte de Jesús (Desde aquel momento, Pilato buscaba la manera de dejar libre a Jesús; pero los judíos le gritaron: —¡Si lo dejas libre, no eres amigo del emperador! ¡Cualquiera que se hace rey, es enemigo del emperador! Jn. 19.12). César cuenta con la falsa lealtad de los judíos (Pero ellos gritaron: —¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo! Pilato les preguntó: —¿Acaso voy a crucificar a su rey? Y los jefes de los sacerdotes le contestaron: —¡Nosotros no tenemos más rey que el emperador! Jn. 19.15), la lealtad espuria de los griegos (y Jasón los ha recibido en su casa! ¡Todos ellos están violando las leyes del emperador, pues dicen que hay otro rey, que es Jesús! Hch. 17.7), la esperanzada confianza del apóstol (Si he cometido algún delito que merezca la pena de muerte, no me niego a morir; pero si no hay nada de cierto en las cosas de que me acusan, nadie tiene el derecho de entregarme a ellos. Pido que el emperador mismo me juzgue. Hch. 25.11). Es el "emperador" a quien deben obediencia los creyentes (Por causa del Señor, sométanse a toda autoridad humana: tanto al emperador, porque ocupa el cargo más alto, 1 P. 2.13). Mas su misma exaltación resultó fatal para la lealtad cristiana. Había algo más que una pizca de verdad en la repetida insinuación. En última instancia los cristianos habrán de desafiarlo. Fueron las manos de hombres "inicuos" las que crucificaron a Jesús (Y a ese hombre, que conforme a los planes y propósitos de Dios fue entregado, ustedes lo mataron, crucificándolo por medio de hombres malvados. Hch. 2.23). La cacareada justicia habrá de ser rechazada por los santos (Cuando alguno de ustedes tiene un pleito con otro, ¿por qué va a pedir justicia a los jueces paganos, en vez de pedírsela a los del pueblo santo? 1 Co. 6.1).
Así, mientras que la paz imperial romana abrió el camino para el evangelio, la arrogancia imperial romana le significó un desafío mortal.
Bibliografía. P. Grimal, La formación del imperio romano, 1974; M. Rostovtzeff, Historia social y económica del imperio romano, 1972, 2 t(t).; J. Leipoldt, W. Grundmann, El mundo del Nuevo Testamento, 1973, t(t). I, pp. 21–74; E. Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, 1985, t(t). I, pp. 323–349.
CAH, 9–11; G. H. Stevenson, Roman Provincial Administration, 1949; A. N. Sherwin-White, Roman Society and Roman Law in the New Testament, 1963; F. E. Adcock, Roman Political Ideas and Practice, 1959; F. Millar, The Roman Empire and its Neighbours, 1967; H. Mattingly, Roman Imperial Civilization, 1957; J, P. V. D. Balsdon, Rome: the Story of an Empire, 1970; E. A. Judge, The Social Pattern of the Christian Groups in the First Century, 1960.
[1] Sacerdote que declaraba la guerra y concertaba la paz.
[2]Douglas, J. D., Nuevo Diccionario Biblico Certeza, (Barcelona, Buenos Aires, La Paz, Quito: Ediciones Certeza) 2000, c1982.
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