jueves, 2 de octubre de 2014

EL ARREPENTIMIENTO Sermón Evangelistico de Martyn Lloyd-Jones

El arrepentimiento: la puerta del Reino
Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos, y acercándose al primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Respondiendo él, dijo: No quiero; pero después, arrepentido, fue. Y acercándose al otro, le dijo de la misma manera; y respondiendo él, dijo: Sí, señor, voy. Y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre? Dijeron ellos: El primero. Jesús les dijo: De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle.
(Mateo 21:28–32)
Un título igualmente bueno para esta «parábola de los dos hijos» podría ser «parábola del arrepentimiento», porque en ella nuestro Señor narra y enseña con suma claridad su idea con respecto a esta cuestión fundamental. El arrepentimiento aparece en muchas de sus otras parábolas y lecciones, pero en ocasiones es algo tangencial en mayor o menor medida. Aquí Cristo relata clara y específicamente esta parábola a fin de ilustrar su idea del arrepentimiento exclusivamente. Leyendo la parábola de nuevo y meditando y reflexionando acerca de ella, me ha impresionado profundamente una vez más la importancia fundamental de esta cuestión. Ciertamente, me parece que lo que explica el hecho de que tantas personas estén fuera del evangelio y del Reino es simplemente el hecho de que jamás han valorado verdaderamente el lugar y el significado del arrepentimiento en la enseñanza del Nuevo Testamento. Cuanto más lo considero más me impresiona profundamente la importancia fundamental y lo esencial de este aspecto de la verdad. En el momento en que nos detenemos a considerarlo, esto se hace evidente para cualquiera que esté familiarizado con el Nuevo Testamento. Permítaseme mostrar lo que quiero decir.
Para empezar, el arrepentimiento es de hecho la primera verdad y la más importante en el Nuevo Testamento si consideramos la enseñanza principalmente desde el punto de vista del orden cronológico. El primer predicador que aparece en los Evangelios es Juan el Bautista. No me hace falta recordarte que predicó «el bautismo de arrepentimiento para perdón de pecados» (Marcos 1:4). Esta fue la primera declaración del primer predicador del Nuevo Testamento. El siguiente es nuestro Señor mismo. ¿Qué es lo que predicó? Aquí está la respuesta: «Después que Juan fue encarcelado, Jesús vino a Galilea predicando el evangelio del reino de Dios, diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio» (Marcos 1:14–15): el mismo mensaje y la misma insistencia. Luego hallamos a nuestro Señor enviando a los doce apóstoles a predicar y sanar, y así es como describe Marcos su partida: «Y saliendo, predicaban que los hombres se arrepintiesen» (Marcos 6:12). El mensaje sigue siendo el mismo. Esa es la postura en los Evangelios. Pero dirijámonos al libro de Hechos y veamos allí la formación y el comienzo de la Iglesia cristiana tal como la conocemos hoy. Allí comienza específicamente la predicación cristiana y Pedro predica en el día de Pentecostés el primer sermón del que tenemos constancia. ¿Qué es lo que encontramos? Las personas que habían escuchado se dirigieron a Pedro y los demás y preguntaron: «Varones hermanos, ¿qué haremos?». A lo que Pedro contestó: «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo […]» (Hechos 2:28). ¡Sigue siendo lo mismo! Consideremos luego la predicación de aquel otro gran predicador que aparece en el libro de Hechos —Pablo—, y hallaremos que el mensaje es: «Pero Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hechos 17:30). Hay muchas otras declaraciones en el mismo sentido. Por tanto, ya solo desde el punto de vista del orden cronológico, el arrepentimiento es lo primero y lo supremo. ¡Cuán tremendamente importante debe ser, pues!
Pero en esta parábola se nos recuerda otra razón para considerarla una verdad de tan vital importancia, y es que se trata claramente de la puerta a través de la cual debemos pasar si queremos entrar en el Reino de Dios. Todos debemos pasar por ella. Nuestro Señor deja aquí muy claro que los fariseos, sumos sacerdotes y ancianos deben arrepentirse tanto como los publicanos y las prostitutas que también menciona. Todos tienen que arrepentirse. Es, pues, una verdad fundamental y vital. No es una de esas cuestiones secundarias y de menor importancia. No es uno de esos puntos donde puede haber variaciones y diferencias de opinión; es básico, es fundamental. El Apóstol Pablo lo indica precisamente en sus sermones y epístolas. El mensaje que predica es tal que se demuestra claramente que «no hay justo, ni aun uno […] para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios» (Romanos 3:10, 19). Es, pues, el punto de partida, el punto al que todos hemos de llegar. Profesar una religión y la educación religiosa no suponen diferencia alguna. El hecho de que el segundo hijo hubiera dicho «sí» a su padre no supone diferencia alguna. No había ido. No importa cuál sea nuestro pasado; si no hemos llegado a tener en algún momento u otro esta actitud de arrepentimiento, estamos fuera del Reino. Pero si, por otro lado, nos hemos negado como el primer hijo y nos hemos hundido en el pecado, también debemos llegar al mismo punto del arrepentimiento. Podemos decir, pues, de manera muy tajante, que el cristianismo comienza por el arrepentimiento.
Pero quizá podemos expresarlo de modo más contundente diciendo que nuestro Señor deja muy claro repetidamente que aquello que condena a las personas y las deja fuera del Reino es su negativa a arrepentirse. Esta es la acusación que encontramos aquí contra los sumos sacerdotes y ancianos: «Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle» (Mateo 21:32). De la misma forma, como se podrá recordar, condena y pronuncia su maldición sobre Corazín, Betsaida y Capernaum por el hecho de que no «se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza».
Bien, ahí vemos algunas de las razones que se ofrecen en el Nuevo Testamento para la importancia fundamental del arrepentimiento. Es la primera verdad que se predica y recalca a las personas; es la puerta a través de la cual deben pasar todos los que entran en el Reino de Dios; y la negativa a atravesarla condena y maldice, independientemente de otras cosas que puedan ser ciertas o no de nosotros. Es esencial y vital en la verdad cristiana.
¿No sorprende, pues, que en la actualidad se haga tan escaso hincapié en la enseñanza, predicación y visión general? ¿No explica eso el actual estado de cosas: la debilidad numérica de las iglesias y el desconcierto de las masas que apenas conocen siquiera lo que significa el cristianismo? Porque, si dudamos del origen, ¿cómo actuaremos? Si estamos completamente equivocados con respecto a los fundamentos y primeros principios, ¿cómo podemos esperar levantar un edificio duradero? Si ni siquiera hemos dominado el alfabeto, ¿cómo podemos asimilar la enseñanza? Pero esa es la situación en la actualidad. Se habla mucho del Reino de Dios pero poco, o nada, del arrepentimiento. Quieren entrar en el Reino —dicen— y trabajar en él, pero no quieren venir a esta única puerta o entrada: el arrepentimiento. Hay una verdadera dificultad con respecto a esta cuestión hoy en día.
A algunos les disgusta terriblemente el arrepentimiento y se niegan a tener nada que ver con él. La propia palabra arrepentimiento —dicen— ya huele a comisarías e introduce la idea de justicia que parece contradecir por completo el amor de Dios y que parece reducirle, pues, al nivel de un mandatario terrenal iracundo, casi furioso. Creen que esta insistencia en el arrepentimiento, esta exigencia de que el hombre adopte esa única actitud apropiada ante Dios, de una manera u otra limita el amor y la misericordia de Dios, si es que no los contradice. Esas dos cosas se consideran casi antitéticas: el arrepentimiento y el amor. Dios —argumentan— no sería un Dios de amor si se negara a perdonar a las personas simplemente porque no estuvieran dispuestas a doblar sus rodillas ante él. «Esa no es la imagen de Dios que dio Jesús», dicen. Y luego pasan a borrar y expurgar de los Evangelios cualquier declaración de nuestro Señor que subraye la justicia y santidad de Dios y citan únicamente los pasajes que parecen ajustarse a su tesis.
Pero lo verdaderamente patético es que aun en sus propios pasajes favoritos, esta doctrina del arrepentimiento se enseña de forma tan clara y categórica como en cualquier otro sitio. No se puede extraer el arrepentimiento de la enseñanza de Cristo sin destruirla completa y absolutamente. Permítaseme dar un ejemplo de lo que quiero decir. ¡Cuán a menudo se cita la parábola del hijo pródigo a fin de mostrar al llamado Dios de amor en contradicción con la llamada teología paulina y la idea legalista de la expiación! «Ah —dicen—, esa es la idea que tiene Jesús de Dios y el perdón. El padre espera al hijo, etc.» Sin embargo, no hay nada tan tremendo, y en un sentido dramático, como las palabras «y volviendo en sí» (en otras palabras, cuando se arrepintió verdaderamente). Hallamos exactamente lo mismo en relación con la parábola del fariseo y el publicano. ¡Cuán a menudo se recala aquí el amor de Dios, hasta excluir el arrepentimiento del publicano! Y así en el resto no solo de las parábolas y los sermones de nuestro Señor, sino también de sus acciones, sus milagros y sus actos de misericordia. «Ah —se argumenta—, nunca le vemos insistiendo en este arrepentimiento y convirtiéndolo en una especie de sine qua non. Se limitaba a perdonar». Lo que no se observa en todo esto es que todas esas personas ya se habían arrepentido. No hay necesidad alguna de predicar el arrepentimiento a aquellos que ya están en tierra mordiendo el polvo. Ya han cumplido la condición y pueden, por tanto, ser perdonados directa e inmediatamente. Y de ahí que sea correcto decir que en todos esos gloriosos casos de amor incondicional de Dios en el Nuevo Testamento, el arrepentimiento está siempre presente y se presupone. Pero donde no hay arrepentimiento, no hay amor de Dios ni perdón. Debemos tener cuidado, pues, no sea que nos condenemos en nuestra aparente inteligencia y torzamos las Escrituras para nuestra propia perdición. No hay «amor de Dios» para ti a menos que te hayas arrepentido o te arrepientas. No te llames a engaño. No confíes o te apoyes en el amor de Dios. Solo se otorga a los arrepentidos; no hay entrada en el Reino de Dios salvo por el arrepentimiento. Eso hace, pues, que sea doblemente importante que todos lo tengamos muy claro. ¡No hay excusa ni la habrá al final! Como hemos visto claramente, se recalca más en la enseñanza del Nuevo Testamento que ninguna otra cosa.
Bien, entonces debemos preguntarnos a nosotros mismos: ¿Qué es el arrepentimiento? ¡Cuántos tropiezan en este punto, desgraciadamente! ¡Qué tragedias se han producido por la incapacidad de las personas para entender el significado de este término! ¡Cuántos miles, por no decir millones, deben de estar perdidos esta noche porque no entendieron esta verdad! ¿Cuántos, me pregunto, no son verdaderos creyentes en esta congregación y este mundo en esta noche simplemente porque no han entendido exactamente lo que significa el arrepentimiento? Y, como siempre, los errores se encuentran en ambos lados. Hay algunos que se quedan cortos en cuanto al significado del arrepentimiento. Para ellos es una especie de simple pena y lamento superficial por algo que han hecho. Mientras se sientan apenados después de pecar, se creen que todo está bien, que Dios les ha perdonado y que irán al Cielo. Y así prosiguen pecando y luego se sienten apenados antes de volver a pecar. En un momento veremos lo inútilmente inadecuada que es esta idea.
Pero hay otros que se exceden en cuanto a lo que significa el arrepentimiento, con lo que quiero decir que incluyen cosas que no se encuentran o mencionan en absoluto en el Nuevo Testamento. Estas son las personas que tienden a confundir la cosa en sí con aquello que la acompaña ocasionalmente. Han leído el relato de John Bunyan acerca de sí mismo durante su período de arrepentimiento o alguna narración similar. Descubren que durante dieciocho meses o más experimentó una terrible angustia, teniendo la sensación de estar suspendido sobre el Infierno y casi oliendo el azufre y viendo el fuego. O se han encontrado con otros que dan una descripción gráfica de cómo no pudieron dormir durante meses, cómo se sintieron completa y absolutamente abandonados y cómo llegaron casi al frenesí en su amargura y tristeza a causa de la profundidad de su pecado y su incapacidad para encontrar a Dios, etc. Ahora bien, debido a que nunca han experimentado o sentido esto en sus propias carnes presuponen que nunca se han arrepentido verdaderamente y que, por tanto, no son salvos. Debido a que no han tenido esta angustia o esas terribles visiones, suponen que todo es erróneo. Y ahí están, aguardando a que sucedan esas cosas, o quizá intentando de hecho inducir o crear en ellos mismos esos terribles sentimientos. Leen su Biblia con esta intención, se analizan a sí mismos ante los demás e intentan que estos les condenen, casi desean haber cometido algún pecado llamado terrible a fin de poder tener la idea verdadera acerca de sí mismos. No hay punto alguno al que no estén dispuestos a llegar. ¡Ay!, qué terribles desgracias se han ocasionado innecesariamente solo porque no han comprendido la enseñanza neotestamentaria del arrepentimiento:
Bien, ¿y cuál es? Se nos dice aquí de una manera muy sencilla y directa. Analicemos la parábola y descubramos sus principios. Están todos aquí. Y después de eso, mostraremos cómo esta doctrina, lejos de contradecir el amor de Dios, no es sino otra demostración gloriosa y grandiosa de él.
¿Qué es el arrepentimiento? ¿Qué implica?
En primer lugar, es claro y manifiesto que significa un cambio de idea y una confesión de que estábamos equivocados. El padre dijo al primer hijo: «Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Respondiendo él, dijo: No quiero; pero después, arrepentido, fue». Ahora bien, es obvio que este hijo tuvo que cambiar de idea. Al principio se ofendió por la orden y el mandamiento de su padre. «¿Qué derecho tiene a mandarme?», se dijo a sí mismo, y otras cosas por el estilo. Y el resultado fue que se volvió a su padre y le dijo: «No iré». Y allí se quedó. El primer paso en el arrepentimiento de este hijo fue volver a pensar en ello. Bien pudiera no haberlo hecho. Pudo haber apartado por completo la cuestión de su mente y haber pasado a otra cosa. Pero por un motivo u otro volvió a la cuestión. ¿Por qué? ¡Oh!, no importa realmente, pero podemos estar bastante seguros de que la principal razón era que había algo remordiéndole en su interior, condenándole e instándole a reconsiderar toda la cuestión. No le dejaba en paz. Y entonces se sentó y consideró la cuestión una vez más. La afrontó de nuevo. Volvió a pensar al respecto. En lugar de dejarla a un lado y pasarla por alto o hacer todo lo posible para olvidarla sumergiéndose en el trabajo, el placer o algo semejante, se sentó, pensó en ello y lo reconsideró. Ese es siempre el primer paso. Míralo en el caso del hijo pródigo y en el caso de todos los demás. La verdadera tragedia de tantos es que ni siquiera considerara dos veces la cuestión, no vuelven a pensar en ello. Con un gesto rechazan la religión y enclaustrados en sus prejuicios no vuelven a pensar en ello siquiera. Una vez que un hombre empieza a considerar estas cosas, hay esperanza para él. Una vez que un hombre empieza a asistir a un lugar de culto y a escuchar la tesis del evangelio, ya está encaminado. En un sentido, el primer gran efecto del evangelio es simplemente pedir a los hombres que vuelvan a pensar.
Pero eso, de por sí, no es suficiente. El hombre de esta parábola no pensó meramente acerca de la cuestión, pensó profunda y concienzudamente, la sopeso genuinamente y consideró la situación; y, después de hacerlo, vio muy claramente que se había equivocado. Y sin la menor duda, siendo honrado consigo mismo y con su mente, se confesó a sí mismo de inmediato que se había equivocado y cambió de idea con respecto a toda la cuestión. Pensar de nuevo meramente no es arrepentimiento. La esencia misma del arrepentimiento es que haya un cambio de idea y confesión del error cometido. Por otro lado, este es el punto fundamental en la historia del hijo pródigo. Recordemos cómo volvió en sí y empezó a pensar. Entonces comprendió lo necio que había sido y lo erróneos que habían sido sus actos. Se enfrentó a sí mismo con honradez y ya no intentó disculparse. «No hay disculpa —parece decir—, no puede haber disculpa para semejante locura. He sido un verdadero necio y no hay nada más que decir». Lo mismo puede decirse del publicano en la parábola del publicano y el fariseo. Confiesa sus errores y equivocaciones. Cambia de idea con respecto a sí mismo y a todas las cosas que ha hecho. Ese es siempre el primer paso del arrepentimiento. ¿Te has enfrentado verdaderamente a ti mismo y a tu vida? Considérala ahora. Considérala honradamente. Afróntala de nuevo. ¿Puede defenderse realmente? ¿Y esas cosas específicas en ella sobre las que siempre estás discutiendo? No has empezado a arrepentirte hasta que las has afrontado honradamente, hasta que has admitido que son erróneas y has dejado de discutir respecto a ellas. ¿Sigues defendiéndote a ti y tus pecados? ¿Sigues intentando justificarte? ¿Sigues intentando persuadirte a ti mismo y a los demás de que no hay nada pernicioso en cuanto a esas cosas? Si es así, ciertamente eres diferente del hijo pródigo, el publicano y el primer hijo de esta parábola. Estas personas fueron lo suficientemente honradas en primer lugar para afrontar la verdad y ceder. Tan cierto como que te estoy predicando, tú sabes que esas cosas son erróneas. Muy bien, deja de discutir acerca de ellas. Simplemente admite y confiésate a ti mismo que son erróneas. No hace falta que digas ni una palabra a nadie más por el momento. Simplemente admítelo ante ti mismo. Ese es el primer paso del arrepentimiento.
Pero es tan solo el primer paso. Después de admitir ante sí que estaba equivocado, el primer hijo pasa después a admitirlo ante su padre y ante todo el mundo, cambiando de idea, haciendo lo que se había negado a hacer. En otras palabras, el segundo principio en el arrepentimiento es que reconozcamos nuestra pecaminosidad ante Dios y lamentemos haberle ofendido. El primer hijo, después de ver que estaba realmente equivocado, debió de hablarse a sí mismo del siguiente modo: «Después de todo, esta no es forma de tratar a mi padre. Ha sido bueno y amable conmigo, y en cualquier caso es mi padre y tiene derecho a mandarme. No debí hablarle de esa forma. No solo fue indebido, sino cruel, y debe de haberle dolido. Esa conducta es auténticamente injustificable». Por otro lado, esto aparece como un principio en todos los casos clásicos de arrepentimiento del Nuevo Testamento. ¿Recuerdas al hijo pródigo dirigiéndose a su padre? «Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros». En otras palabras, tiene un sentimiento de vergüenza. Es consciente de haber sido un canalla y admite abiertamente y con prontitud que no tiene derecho alguno al amor de su padre. Ha perdido cualquier derecho. Lo mismo se puede decir del publicano. Cae a tierra, se golpea el pecho y se siente tan indigno que, sin tan siquiera levantar la vista, clama: «Dios, sé propicio a mí, pecador».
¿Es preciso que aplique lo que estoy diciendo? Este hijo bien podía entristecerse consigo mismo por cómo había tratado a su padre. Bien podía el hijo pródigo quebrantar su corazón en aquella tierra extranjera al comprender cómo había agraviado a su padre y ensuciado el nombre de la familia. ¿Pero qué sucede contigo, querido amigo? ¿Y tu relación con el Padre celestial? Si tu vida no es recta para ti, ¿cuánto menos lo será para él? Si tu padre terrenal lo siente mucho, ¿cuánto más lo hará Dios, el Padre celestial? ¿Puedes seguir sin hacerle caso, criticándole y considerándole más un enemigo que un Padre? ¿Puedes seguir preguntando enfurecido: «¿Por qué hace Dios esto y por qué habría de hacer esto otro?» ¿Sigues creyendo que el castigo es injusto y que Dios te trata injustamente? Él fue quien te creó. Él es el que te ha sostenido. Todo bien que has conocido proviene de Dios. ¿Cuántas veces te ha librado cuando podía haberte destruido? ¿Cuán a menudo te ha refrenado cuando menos te dabas cuenta? ¡Sí!, considera cómo envió a su Hijo unigénito para vivir y morir por ti, cómo lo dio todo por ti y cómo te reíste de ello, te burlaste y se lo echaste en cara, diciendo como este hombre: «No quiero». Sin duda ahora puedes ver la gravedad de todo ello. Sin duda debes sentirte peor que un canalla. Sin duda debes estar de acuerdo con el publicano y todos los demás pecadores en que no tienes derecho alguno en absoluto al amor de Dios y que no tienes excusa alguna. ¿Estás dispuesto a admitirlo ahora? ¿Y ante él? ¿Estás dispuesto a decírselo, a confesar ante él y a confiarte únicamente a su misericordia, incondicionalmente, sin discusión? Esa es la segunda fase del arrepentimiento: ver no solo que estás equivocado, sino que has agraviado a Dios, y lamentarte por haberlo hecho.
Pero la autenticidad del arrepentimiento se puede medir por medio del tercer principio que nuestro Señor enuncia en esta parábola. El primer hijo no solo ve que ha agraviado a su padre y lamenta haberlo hecho. ¡Lo demuestra y corrobora yendo y haciendo lo que antes se había negado a hacer! Y, en un sentido, esa es la prueba de fuego. Ese es el punto más importante de todos. Porque no reconocemos a Dios, ni reconocemos verdaderamente que nos entristece y que lamentamos haber pecado contra él, hasta que nos ponemos por completo en sus manos y hacemos exactamente lo que nos dice. Pero esta es la cuestión más difícil de todas. Aquí es donde se nos prueba por encima de todo. Una cosa es ver que estás equivocado, y hasta que se ha agraviado a Dios y aun lamentarlo. Pero otra muy distinta y mucho más difícil es renunciar a ti mismo y reconocerle totalmente. Aquí es donde falló el joven rico. Iba bastante bien hasta este punto. Pero cuando Cristo le pidió que diera una prueba práctica de su verdadero deseo de obtener la vida eterna a cualquier precio, pidiéndole que vendiera todo lo que tenía y lo diera a los pobres, no lo hizo y se fue triste (cf. Marcos 10:22). Decir que lamentas haber desobedecido a Dios en el pasado no es suficiente. Debes darle una prueba tangible de ello obedeciéndole en el presente y dedicándote a obedecerle mientras vivas. Porque eso es lo que verdaderamente desea Dios: tener tu voluntad. De manera que pone esta prueba al principio mismo. ¡Y cuán perfectamente lo ilustra el caso de este primer hijo! No hay más discusión o duda. Simplemente va y hace lo que sabe que es la voluntad de su padre, sin ningún otro motivo salvo que su padre se lo ha solicitado. Dios el Padre celestial está esperando que todos lleguemos precisamente a ese punto.
¿Cuál es ese punto, pues? ¿Cuál es la voluntad de Dios para nosotros? ¿Qué desea que hagamos? Esta es la respuesta que da nuestro Señor: «Esta es la obra de Dios, que creáis en el que él ha enviado» (Juan 6:29). Eso es lo que Dios quiere que hagamos. Esa es la forma de complacerle: simplemente creer en el Señor Jesucristo, reconocer que él es el Hijo de Dios, que vino a la tierra y vivió, murió y resucitó a fin de salvarte; admitir y confesar que fuera de lo que ha hecho por ti eres completamente impotente y que confías única y exclusivamente en su mérito, que tomas ahora la determinación de mostrar tu estima de lo que ha hecho por ti entregándote a una vida de obediencia a él y de, por medio de su gracia y fortaleza y ayuda, abandonar todo pecado del que seas consciente. Ese es el mandamiento de Dios para nosotros. Eso es lo que Dios quiere que hagamos: que creamos que nos perdona a todos porque Cristo murió por nosotros, que creamos que por su amor envió a Cristo específicamente a tal fin y que, creyendo eso, renunciemos a nuestra vida de pecado, confiando en él para guardarnos y sostenernos. Dios el Padre te pide que hagas únicamente eso y que lo hagas porque te lo pide. Es la última fase del arrepentimiento. Ni lamentar el pecado ni todas las buenas acciones del mundo valen para sustituirla. Su voluntad es «que creáis en el que él ha enviado» (Juan 6:29). No pide que tengamos diversos sentimientos, no pide comprensión o aprendizaje, no pide sino una simple creencia en el Señor Jesucristo y que te entregues a él con obediencia y te alejes de tu pecado. Detenerse, plantear distintas preguntas y manifestar ciertas dificultades es adoptar la postura de este primer hijo antes de arrepentirse. Luego se detuvo, dudó, pensó esto y aquello, discutió y se negó a ir. Pero después de arrepentirse, sin duda ni discusión, simplemente se levantó y fue. ¿Estás dispuesto a comportarte del mismo modo o estás esperando a experimentar ciertos sentimientos, hasta que te sientas un gran pecador, a sentirte mejor y más fuerte y apto para ser cristiano, a entender cómo te salva Cristo, o a comprender los milagros? Todo eso simplemente significa desobediencia y dirigirte a Dios diciendo: «No iré». Dios te pide ahora, exactamente donde estás y como eres, que creas en este evangelio y actúes en consecuencia. Te pide que aceptes su Palabra sin señales ni sentimientos. Ha enviado a su Hijo y te pide que le aceptes sin comprender, y que creas el relato y actúes en consecuencia. Te pide que te conviertas en un niño pequeño y digas: «Creo que Jesucristo murió por mí, creo que Dios me perdona únicamente por esa razón, y por ese motivo doy mi espalda al pecado y al mal a partir de esta noche confiando en Jesucristo para que me guarde y proteja». ¡Eso es! ¿Estás dispuesto a hacerlo? No te habrás arrepentido hasta que lo hayas hecho; y sin arrepentimiento, permítaseme volver a recordarlo, no hay entrada al Reino de Dios, ni amor de Dios para ti, ni salvación y, por tanto, no te aguarda nada salvo el desastre y la condenación. Sé sabio, imita a este primer hijo. ¡Levántate y hazlo ahora!
Pero no puedo terminar sin hacer otro llamamiento que consiste en mostrarte cómo esta enseñanza del arrepentimiento, lejos de contradecir el amor de Dios, verdaderamente lo demuestra de la forma más gloriosa.
En primer lugar, cuán grande e infinito es el amor de Dios para conformarse únicamente con nuestro arrepentimiento. ¿Cuál sería nuestra situación si también nos pidiera que le restituyéramos completamente por todo lo que hemos hecho contra él? ¿Qué pasaría si nos pidiera enmendar todo el mal que hemos hecho en el pasado contra él y los demás? Estaría perfectamente acreditado para ello. ¿O qué sucedería si se dirigiera a nosotros y nos dijera: «Bien, no te castigaré ni destruiré ahora; pero, después de todo, no puedes esperar que se reinstaure mi amor y afecto. Aceptaré que vuelvas, pero como siervo y esclavo, y pagarás durante el resto de tu vida el daño que has hecho en el pasado»? Nuevamente no tendríamos motivo alguno para quejarnos. ¡Pero, oh, qué maravilloso es el amor de Dios! No nos exige nada más que un corazón contrito, humillado y arrepentido. Lo único que nos pide es que comprendamos nuestro pecado, lo confesemos y reconozcamos, lo abandonemos y aceptemos su perdón, y solamente en su fortaleza. En otras palabras, lo único que nos exige es que aceptemos su ofrecimiento. ¡Y piensa en ello! ¡Una vez que te arrepientes te presentas ante él como si jamás hubieras pecado en absoluto! Todos tus pecados y transgresiones del pasado quedan borrados. Te considera un hijo y derrama sus dones sobre ti. Todo simplemente a condición de que te arrepientas. ¡Qué ofrecimiento! ¡Qué amor más increíble! El Cielo, sin dinero y sin precio, sino simplemente a condición de que reconozca mi pecado y confiese mi necesidad de él. ¡Todo simplemente a condición de que confiese y comprenda mi nulidad! ¡La misericordia y el perdón de cada uno de mis pecados simplemente a condición de que vea la necesidad de ello!
Pero, más aún, observa a quién se hace este ofrecimiento. Eso es lo más asombroso de todo. No nos sorprendería demasiado que Dios estuviera dispuesto a hacerlo con aquellos que solo han pecado un poco y cuyas transgresiones son escasas. Pero aquí se nos dice que es aplicable a los publicanos y a las prostitutas, a aquellos que en la intensidad de la pasión y la carne se han hundido en las mayores profundidades de la degradación y la iniquidad. «¿Los veis?—dice de estas personas—. Miradles marchar a través de la puerta del Reino y entrando en la vida eterna. ¿Quiénes son? ¡Ah!, los publicanos y las prostitutas, la escoria de la sociedad, las clases sociales más despreciadas y vituperadas. Ahí van. El Cielo y la felicidad eterna están ante ellos». ¿Cómo lo han conseguido? ¿Cuál es el secreto? ¿Qué es lo que han hecho? ¡Oh!, simplemente se han arrepentido. Simplemente han creído la predicación de Juan el Bautista y del propio Jesucristo. ¡Qué amor más maravilloso y asombroso! ¡Toda la aptitud que exige es saber que le necesitas! Pero da indicios de que el amor es aún más grande que eso. En el versículo 32 señala que aun los fariseos y los sumos sacerdotes podían haber sido perdonados y haber entrado en el Reino por este mismo precio solo con que se hubieran arrepentido. ¡Aun los fariseos! ¡Aun los que se justificaban a sí mismos! ¡Aun aquellos que le habían llamado blasfemo y que le habían perseguido! ¡Aun los duros de corazón y los satisfechos consigo mismos! Ciertamente no hay límite para el amor de Dios.
Pero quizá el amor de Dios se vea de la manera más clara en esta parábola en la palabra «después»: «Pero después, arrepentido, fue». «Después», ¡qué bendita palabra! Es la palabra que nos ha salvado a todos. De no ser por ella todos estaríamos condenados. Porque todos nos hemos negado en algún momento u otro y en mayor o menor medida. Todos nos hemos dirigido a Dios diciendo: «No iré». Quizá fue hasta con maldiciones y juramentos. ¿Qué hubiera pasado si Dios lo hubiera dejado ahí? ¡Pero, ah!, no lo hace. ¡Nos da otra oportunidad! «Pero después, arrepentido, fue». Y una vez que hizo eso, la anterior negativa y todo lo demás quedó olvidado. Aquel ladrón agonizando en la cruz le había rechazado a menudo y frecuentemente había dicho: «No iré». «Pero después…» ¡ah, sí! Casi con su último aliento se arrepintió y creyó, y todo acabó bien. ¡Qué amor más asombroso! ¡Y Dios sigue siendo el mismo! Le has rechazado innumerables veces. Has desdeñado la voz divina. Has rechazado sus ofrecimientos. Pero no es demasiado tarde. Piénsalo de nuevo ahora. Cambia de idea ahora. Confiesa y reconoce ante Dios tu pecaminosidad ahora. Acepta el evangelio ahora. Hazlo ahora. La puerta al Reino aún está abierta. Dios aún está dispuesto a recibirte en Cristo. Tus antiguos pecados y tus negativas serán olvidados; ciertamente, todas las cosas serán hechas nuevas. ¡Qué ofrecimiento! ¡Qué amor! Solo tienes que hacer esto y un día se te dirá: «Sí, durante muchos años lo rechazaron una y otra vez y dijeron a todos los ofrecimientos de Dios en el evangelio: «No iré». Pero después, ciertamente, el 16 de octubre de 1932 se arrepintieron y entraron en el Reino».
Dios conceda que esta sea la historia de muchos de los que escuchan hoy estas palabras. Por el amor de Cristo, amén.
«Venid a mí, los cansados,
y yo os haré descansar».
¡Oh Jesús, tu voz bendita,
que al corazón llega ya!
Habla de bendición,
de gracia, perdón y paz,
de gozo sin fin,
y amor que no cesará.
«Venid a mí los extraviados,
y tendréis luz conmigo».
¡Oh Jesús, tu voz amante,
a alegrarnos la noche ha venido!
Tristes estaban nuestros corazones,
y el camino habíamos perdido,
pero gozo nos trae la mañana,
y el alba con canciones vino.
«Venid a mí, los que flaquean,
y yo os daré nueva vida».
¡Oh Jesús tu voz tranquila,
logra cerrar nuestra herida!
¡Cuán fuerte y poderoso el enemigo!
La lucha es larga y dura,
mas contamos con tus fuerzas,
y tú nos das tu armadura.
«A quienquiera que venga,
no le echaré de mi casa».
¡Oh Jesús con tu voz paciente,
toda nuestra duda pasa.
A los que caímos llamas
a que a ti, Señor, vayamos,
aun indignos como somos
de ese amor ilimitado.
William Chatterton Dix, 1837–98

Sermones evangelísticos
Dr. Martyn Lloyd-Jones
Capítulo 16
Sermones evangelísticos
Publicado por Editorial Peregrino, S.L.
La Almazara, 19
13350 Moral de Calatrava (Ciudad Real) España. 2003

Gracias!

Bendiciones...



ADONAY ROJAS ORTIZ

miércoles, 1 de octubre de 2014

de McArthur

La verdad de la Palabra de Dios siempre es contracultural y la noción de convertirse en un esclavo ciertamente no es la excepción. De hecho es difícil imaginar un concepto más ofensivo a la sensibilidad moderna que este de la esclavitud. La sociedad occidental, en particular, pone un precio alto a la libertad personal y a la libertad de elección. Por tanto, presentar las buenas nuevas en términos de la relación esclavo-amo va en contra de todo lo que nuestra cultura aprecia. Tal enfoque es controversial, antagónico y políticamente incorrecto. No obstante, esa es precisamente la forma en que la Biblia habla sobre lo que significa seguir a Cristo. 


Me encanta ese libro: ESCLAVO..



(Por favor me confirma si lee este correo electrónico)

Muchas gracias.

Paz de Cristo!



ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor

Porfirio Barba-Jacob

CANCIÓN DE LA VIDA PROFUNDA

Hay días en que somos tan móviles, tan móviles,
como las leves briznas al viento y al azar.
Tal vez bajo otro cielo la Gloria nos sonríe.
La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.

Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles,
como en abril el campo, que tiembla de pasión:
bajo el influjo próvido de espirituales lluvias,
el alma está brotando florestas de ilusión.

Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos,
como la entraña obscura de oscuro pedernal:
la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas,
en rútiles monedas tasando el Bien y el Mal.

Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos...
(¡niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafir!)
que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza,
y hasta las propias penas nos hacen sonreír.

Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos,
que nos depara en vano su carne la mujer:
tras de ceñir un talle y acariciar un seno,
la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.

Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar.

Mas hay también ¡Oh Tierra! un día... un día... un día...
en que levamos anclas para jamás volver...
Un día en que discurren vientos ineluctables
¡un día en que ya nadie nos puede retener!



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Muchas gracias.

Paz de Cristo!



ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor

poesía colombiana


LOS POTROS

JOSE EUSTASIO RIVERA

Atropellados por la Pampa suelta
los raudos potros en febril disputa.
hacen silbar sobre la sorda ruta
los huracanes en su crin revuelta.

Atrás dejando la llanura envuelta
en Polvo, alargan la cerviz enjuta
Y a su carrera retumbante y bruta
cimbran los pinos y la palma esbelta

Ya cuando cruzan el austral peñasco
vibra un relincho por las altas rocas ;
entonces paran el triunfante casco,

resoplan roncos, ante el sol violento
Y alzando en grupo las cabezas locas
oyen llegar el retrasado viento.


 

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Muchas gracias.

Paz de Cristo!



ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor

HISTORIA DE UNA TÓRTOLA


EPIFANIO MEJÍA.

Joven aún entre las verdes ramas
de secas pajas fabricó su nido;
la vio la noche calentar sus huevos;
la vio la aurora acariciar sus hijos.

Batió sus alas y cruzó el espacio,
buscó alimento en los lejanos riscos;
trajo de frutas la garganta llena
y con arrullos despertó a sus hijos.

El cazador la contempló dichosa...
¡y sin embargo disparó su tiro!
Ella, la pobre, en su agonía de muerte
abrió sus alas y cubrió a sus hijos.

Toda la noche la pasó gimiendo
su compañero en el laurel vecino...
cuando la aurora apareció en el cielo
bañó de perlas el hogar ya frío.


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Muchas gracias.

Paz de Cristo!



ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor

Generalidades de la Escatología Bíblica

NO DEJE DE LEERLO