lunes, 24 de mayo de 2021

EL PROFETA EZEQUIEL (Del Comentario Bíblico Latinoamericano, Verbo Divino)




Ezequiel

Ramón Alfredo Dus y Horacio Simian-Yofre 

INTRODUCCIÓN 

Las dificultades del libro de Ezequiel 

El texto de Ezequiel ha sido considerado por mucho tiempo como una composición cuidadosamente elaborada. Sin embargo se reconocen en ella numerosas repeticiones de fórmulas estereotipadas y de expresiones he- chas, y prolijos e insistentes esquemas de introducción a muchos oráculos. 

Esta situación ha favorecido el surgimiento de una corriente exegética a comienzos del s. XX y hasta los años setenta que procuraba «purificar» el texto de añadidos (glosas explicativas o interpretativas) y clarificar el esquema de cada texto y de todo el libro. 

La misma tendencia ha llevado al cabo de los años a una generalizada convicción de que es más saludable no eliminar frases, expresiones, y ni siquiera palabras, como pretendidas glosas. Si se aceptaran y se eliminaran como tales los múltiples añadidos que suponen los estudiosos, así como las objetivas repeticiones casi literales (y, en cuanto se puede apreciar, inútiles) presentes en el texto, quedaría tal vez una tercera parte del libro de Ezequiel, si llega. Sería sin duda un libro más legible, pero sería otro libro, no el que la tradición ha hecho llegar hasta nosotros. Y no podríamos saber si este «nuevo libro» coincide verdaderamente con el sentido propuesto por el texto inspirado. 

La confusión de destinatarios es, reconocidamente, otro problema constante en Ezequiel. ¿Se habla a un «tú» o a un «vosotros»?, ¿se habla del destinatario presente o se habla de un «él» o «ellos»? En muchos casos, sin embargo, se puede explicar esta ambigüedad de modo lógico, aunque complejo, con recursos a un análisis cuidadoso, que distingue por ejemplo destinatarios diversos y alternos en un mismo texto (el profeta, el pueblo, YHWH mismo). 

En esta línea se justifican los numerosos «diles/di» que encabezan o dan el ritmo a un mismo oráculo antes de llegar al mensaje propio del texto. También aquí, si se pretendiera corregir el texto cada vez, quedaría un texto diferente, tal vez no «mejor» que el recibido. En todo caso tendría el riesgo de perder lo que el texto verdaderamente quería decir, aunque esto no sea del todo claro hasta el día de hoy, o tal vez nunca llegue a serlo. 

Modos de leer el libro 

La complejidad del texto de Ezequiel ha dado origen a una variedad de interpretaciones en el curso del tiempo. Hasta fines del s. XIX y comienzos del XX, la interpretación que se podría llamar precrítica consideraba el libro como fuertemente unitario, escrito por el personaje del cual se habla en el epígrafe (Ez 1,2- 3), y en el tiempo indicado por la cronología interna del libro, coherente con las referencias históricas a la futura destrucción de Jerusalén y al recuerdo de la misma. 

Ezequiel habría pertenecido a la casta sacerdotal (1,3), y vivido en Babilonia con los exiliados de la primera deportación de habitantes de Judá (del año 597 a.C.). Todas sus «visitas» a Jerusalén habrían sido «en visión». O tal vez habría estado también en Jerusalén, cambiando de ciudad en momentos diversos, como deportado o como miembro de alguna caravana. Se percibía, en todo caso, que el estilo del libro era diferente de aquel de los profetas precedentes. Surgía también la duda de si Ezequiel habría predicado su profecía, o si el libro habría sido concebido desde el primer momento como un texto escrito por un autor inspirado. 

Solamente en las primeras décadas del s. XX algunos autores pusieron en tela de juicio la unidad del libro y la unicidad de autor, hasta atribuir a su presunto autor original solamente poco más de un centenar de versos, y suponer una amplia y sucesiva reelaboración del texto (tarea redaccional) durante largos años hasta llegar al texto que poseemos. 

Las posiciones críticas moderadas que se habían manifestado en algunos de los grandes comentarios de comienzos del s. XX tuvieron el mayor influjo en el curso de los estudios y comentario posteriores, en los años cincuenta y sesenta. Según el nuevo consenso, Ezequiel, un profeta del s. VI, residente en un primer período en Babilonia y después en Jerusalén, o en todo caso en momentos diferentes en cada uno de estas ciudades, sería el autor de la mayor parte del libro. 

A esta redacción «de base» se habrían agregados retoques y glosas, compuestas por sus discípulos o por redactores posteriores. Las diferencias de detalles entre los diversos estudiosos de este grupo son múltiples pero no sustanciales. Ha tenido una influencia importante la introducción del concepto de «escritura continua» o «reelaboración». No se trataría de un texto original precisamente delimitado, al cual discípulos del profeta u otros han agregado después glosas, aclaraciones y secciones completas, sino que el mismo texto original habría «crecido» en momentos diferentes y en varias direcciones, con intereses e intenciones particulares, pero sin interrumpir la fidelidad a la línea central de su pensamiento. El concepto de «texto original» pierde así su carácter de «bloque fijo». Por el contrario, los comentarios de los redactores tendrían, también ellos, una importancia decisiva para la interpretación del texto auténtico del profeta, que solamente se puede hipotetizar en cuanto a sus dimensiones y contenidos precisos. 

Esta tendencia, cristalizada en los años sesenta, y juzgada por muchos como compromiso entre tendencias incompatibles, favoreció, como reacción, una notable cantidad de estudios parciales o totales de libro de Ezequiel en los años setenta y ochenta. Aunque en parte se seguía utilizando una terminología irenista ampliamente aceptada, el libro de Ezequiel era considerado, cada vez más, como un conjunto diversificado, casi un mosaico, resultado final de una importante tarea «redaccional», que habría operado sobre un reducido núcleo textual original, evaluado en modo diverso en cuanto a su extensión, importancia y carácter. 

Con diversas conclusiones, estos estudios manifiestan la inquietud que aún hoy produce el libro de Ezequiel, leído respetuosamente pero en modo crítico, y que no se resuelve con posiciones intermedias. 

Una diferente línea de estudios en los años ochenta, de una tendencia casi fundamentalista, obtuvo el apoyo de todas las tendencias que de algún modo se mantenían en la posición precrítica del s. XIX. Solamente en pocos casos –se dice– se podría afirmar la existencia de diferentes niveles de texto y autores en el libro de Ezequiel. La afirmación sería legítima sola- mente cuando se pudiera constatar un evidente anacronismo histórico, un tipo de lenguaje claramente perteneciente a diferentes períodos históricos, cuando las incoherencias sintácticas fueran inexplicables por corrupción textual o cuando aparecieran, próximos unos de otros, elementos contradictorios que no se explican retóricamente y que hacen necesario suponer un texto agregado o bien uno que falta. Pero ni las solas repeticiones, ni una pretendida falta de coherencia de pensamiento, discutible, a siglos de distancia, podrían ser un criterio válido para considerar un texto como redaccional. 

En favor de la autenticidad de la mayor parte del texto de Ezequiel se argumenta aún que en el texto se anuncian acontecimientos que no se verificaron en la historia posterior: el regreso del exilio de Israel y Judá reunificados como nación, la restauración de la monarquía davídica, la purificación del pueblo por medio del exterminio de los culpables, la conquista de Egipto por Nabucodonosor, y la reconstrucción del templo, son acontecimientos que no ocurrieron en el tiempo de Ezequiel. Una revisión del texto que, años después de la composición original, hubiera pretendido darle verosimilitud histórica, habría eliminado estas afirmaciones. Su presencia en el texto aboga en favor de una versión que, desde el comienzo, habría sido aceptado con el mayor respeto, y vuelve inverosímil la presencia de múltiples retoques o añadidos. 

Estas afirmaciones tienen un aspecto convincente. Pero resulta siempre arduo explicar la presencia de diversos textos muy semejantes entre sí: la descripción de las ruedas en las visiones de Ez 1 y 10, la triple descripción de la función del profeta en Ez 3; 18; 33, la doble elaboración sobre las «justas vías del Señor» en Ez 18; 33, la duplicación de los oráculos de salvación en Ez 11 y 36, la repetición de expresiones casi idénticas dentro de un mismo texto (los ejemplos se encuentran a cada paso). 

Si es difícil imaginar una razón que pudiera haber impulsado a algunos redactores a escribir, repetir o modificar tales textos, apenas ligeramente diversos entre sí, es aún más inverosímil atribuirlos a un mismo autor (el profeta), que resultaría así una personalidad lábil y repetitiva. Es más coherente pensar en versiones paralelas de textos, retenidos en diferentes grupos «de fieles», y organizados después en una composición que no excluía ningún texto por respeto a cada uno de ellos. Se podría así hablar, con las diferencias obvias, de «textos sinópticos» de la profecía de Ezequiel. 

La discusión precedente ha tomado más de un siglo. Las partes han agotado sus argumentos sin encontrar una solución aceptable para todos. Algunos autores de los últimos treinta años, y es una postura razonable, optan así por prescindir del problema, leer el texto actual y encontrarle un sentido útil para la comunidad creyente. 

Se han intentado también otros caminos, que no encuentran el apoyo de la mayoría, pero que no son inverosímiles. Puesto que, aun entre los autores críticos moderados, pocos se atreven a atribuir al profeta más de dos tercios del texto, se ha sugerido que el libro de Ezequiel, desde el punto de vista literario e histórico, está más próximo a los escritos apocalípticos (uno de los cuales es el libro de Daniel), que a los escritos proféticos. La notable homogeneidad de estilo y vocabulario, que se manifiesta a nivel estadístico y se refiere tanto a las secciones en prosa como a aquellas en verso, y por otra parte los rasgos muy particulares del libro de Ezequiel, no se deberían explicar ni por la hipótesis de un único autor con extraños hábitos literarios, ni por la presencia de múltiples redacciones del texto, sino por el género literario particular y por su período de composición. 

¿Libro profético o apocalíptico? 

El libro de Ezequiel tiene una composición literaria rigurosa, que obliga a suponer una composición final producida por un único autor (o editor), nacida como texto escrito. Los rasgos de esta unidad de composición son numerosos. Hay una redacción uniforme que privilegia la primera persona del profeta con pocas excepciones (1,3; 24,24) y difiere así claramente de los otros libros proféticos. 

Es el profeta quien recibe la palabra del Señor, pero casi nunca se afirma que esta palabra sea transmitida, aunque ello se suponga y el profeta reciba numerosas veces la orden de hacerlo. El libro de Ezequiel pone pues su interés en la palabra recibida por el profeta, no en la transmisión de la misma. Solamente este punto de vista es compatible con la mudez, continua, o momentánea y repetida, del profeta (3,26), que cesa formalmente solo en 33,22. 

Hay una presencia constante y dominante del Señor. Por eso, tampoco se acentúa la realización de los gestos simbólicos, sino la orden de realizarlos. Las reacciones del pueblo son previstas y comunicadas al profeta por un discurso del Señor (12,9.22.27 y muchos otros textos). Las lamentaciones son sugeridas al profeta por el Señor (19,1; 27,1 y otros) o recitadas como citas en un discurso del Señor. 

El libro tiene una clara estructura dramática, pero difícilmente compatible con los acontecimientos reales. A esta estructura corresponde la visión inicial que da el tono de todo el libro, el anuncio de la caída de Jerusalén, situada justamente en el centro del libro (cap. 24), la correspondencia entre la condena de los «montes de Israel» (Ez 6) y el anuncio de salvación para los mismos (Ez 36), la posición de los oráculos contra las naciones y las sucesivas elegías que separan los oráculos de salvación de los de condenación dirigidos a Judá (caps. 25-32), y la visión de la nueva organización del país y del templo como conclusión del libro. 

Todos estos elementos ponen de relieve por una parte la unidad del libro, y por otra sugieren una falta de realismo en la narración de los acontecimientos, aumentada por la dificultad de armonizar la situación del exilio con los oráculos pronunciados en Jerusalén o dirigidos a sus habitantes. 

El marco institucional, por su parte, refleja una situación que muchos juzgan posterior a aquella que el texto pretendería describir. La centralización cultual y la distinción entre sacerdotes y levitas es evidente; la celebración del sábado y la circuncisión han adquirido ya el carácter de signo distintivo y de profesión de fe. 

Por el contrario, el libro de Ezequiel comparte algunos rasgos propios, otros predilectos y algunos exclusivos de la literatura apocalíptica: la técnica del ocultamiento (el libro cerrado –«comido» por el profeta– y la mudez); la presentación de la historia en períodos claramente definidos (Ez 16; 20; 23); la minuciosa datación de algunos oráculos, tomando como punto de partida el exilio del 597; la insistencia sobre la autoridad del texto; las repeticiones con variaciones que interrumpen la unidad del texto; el relato de las visiones, que ocupan 17 capítulos si se consideran los caps. 40-48 como una gran visión; la figura del «intérprete» de las visiones que acompaña al profeta; la ausencia de referencias concretas a personajes históricos, y, como rasgo propio pero no exclusivo de la literatura apocalíptica, la predilección por la simbología de animales y plantas. 

Hay además numerosos motivos teológicos y literarios propios de la literatura apocalíptica: el marcado interés por el «tiempo final» (Ez 7); una discreta presencia de la angelología (los «seres vivientes», los «querubines», las «ruedas», el «intérprete», los siete personajes misteriosos de Ez 9, incluyendo el escribano); una cierta visión dualista de justos y pecadores con los respectivos premios y castigos, que en Ezequiel se orienta hacia una visión ética de la religión; el motivo de la venida de las naciones hacia Israel; la alusión al pensamiento de la resurrección (Ez 37); la distinción entre el tiempo «actual» y el Eón futuro, que se abre por medio de una intervención escatológica y pone orden en el universo (Ez 38-39; y secciones de 40-48). 

La referencia a los anuncios de los profetas precedentes (Ez 38,17; 39,8) sugiere un período tardío para la composición del libro. No es pues imposible que se deba considerar el libro de Ezequiel como más próximo al género literario del libro de Daniel que al de los antiguos profetas (Oseas, Amós, Isaías, Miqueas, Jeremías). El profeta Ezequiel, como personaje, podría haber sido una creación literaria y teológica útil para hacer comprender al pueblo el proceso histórico que había desembocado en la destrucción de Jerusalén y en el exilio. Ese proceso demostraba también que el Señor no había abandonado a su pueblo en el exilio, que había inspirado allí un modo nuevo de leer las antiguas tradiciones de Israel, y que la experiencia del exilio había producido resultados positivos. Era pues el momento de mirar hacia el futuro con una fundada esperanza. 

Es posible, pero no es una suposición necesaria, que el recuerdo de un personaje real haya inspirado o facilitado esta creación literaria, elaborada sobre algunas tradiciones históricas, del mismo modo como los autores de los libros de Samuel o de los Reyes habían elaborado su historia. 

Los influjos literarios1 

Las características descritas, que sugieren aproximar el libro hacia el tiempo de la literatura apocalíptica, como un proto-apocalíptico, encuentran también apoyo en la clara influencia sobre el libro de Ezequiel que han detectado los estudiosos en la literatura sacerdotal, llamada en los estudios técnicos simplemente P (Priesterschrift, escrito sacerdotal, o priesterliche Tradition, tradición sacerdotal). Esta literatura sacerdotal aparece sobre todo en el libro del Levítico, pero está presente en numerosos textos que reelaboran textos más antiguos, por ejemplo en el Génesis o en Éxodo). 

Numerosos estudios han constatado, de modo ya innegable, que existe una relación estrecha entre Ezequiel y P. Algunas prescripciones legales indicadas por P son mencionadas por Ezequiel solamente para notar que no han sido observadas. Algunas expresiones que aparecen en P en el relato de la liberación de Egipto y de la marcha por el desierto hacia la tierra prometida, son usados por Ezequiel en el contexto de la restauración después del exilio. Términos que en P designan materiales para la construcción del Tabernáculo o para el culto, son usados por Ezequiel en contexto profano, y por el contrario, cuando Ezequiel describe el templo, no recurre a la terminología de P. 

Los contactos más interesantes, sin embargo, son aquellas expresiones poco frecuentes en la Biblia que ambos textos utilizan pero para referirse a realidades diferentes: 

– la tierra de su residencia es en P la tierra prometida hacia la cual se dirigen los israelitas, y en Ezequiel, los países en los cuales serán dispersos como castigo por sus pecados; 

– los gemidos de los israelitas que P menciona como escuchados por YHWH se convierten en Ezequiel en gemidos del Faraón; 

– P menciona cuarenta años de errar por el desierto como castigo para Israel; Ezequiel aplica la misma sanción a Egipto (con alguna dificultad en el texto); 

– para P el corazón de Faraón es obstinado; para Ezequiel es obstinado el corazón de Israel; 

– aroma suave designa en P los sacrificios agradables al Señor; en Ezequiel, los sacrificios ofrecidos a los ídolos; una expresión particular que indica en P la promesa de un extraordinario crecimiento (multiplicación) de la población en la tierra prometida, es usada por Ezequiel para indicar la multiplicación de las iniquidades entre los israelitas. 

La conclusión más probable que se puede sacar de estos datos es que Ezequiel conoce, utiliza y hace referencia en modos diversos a los escritos sacerdotales. Conoce sus leyes y a ellas se refiere cuando acusa a Israel; sabe que la liberación de Egipto y la entrada en la tierra de la promesa no ha significado la salvación definitiva de Israel, y que después del castigo del exilio debe ser nuevamente liberado y nuevamente conducido a una tierra de promesa; tiene presente la descripción del Tabernáculo, pero sabe que el nuevo templo debe aproximarse más bien al templo de Jerusalén que él mismo ha conocido. Es plenamente consciente de que las promesas y dones del Señor a su pueblo no han logrado convertirlo, y que es bueno que el pueblo confronte su propia historia con la de otros pueblos, a los cuales tal vez Israel ha mirado con desprecio hasta este momento, sin reconocer que los dones recibidos lo obligaban a una mayor fidelidad que la requerida de otros pueblos. 

Ezequiel no solamente ha asimilado los influjos literarios y teológicos de P, sino también algunos, pocos pero significativos, de la literatura deuteronómica y deuteronomista (que se encuentra sobre todo en los libros del Deuteronomio, y de los Reyes, pero también en Josué, Jueces y Samuel, y en la reelaboración de Jeremías). Aquí podemos designar esta corriente literaria y teológica simplemente como D. 

Son ejemplos de este influjo la mención (solamente en Ez 38,17) de «mis siervos los profetas», muy frecuente en los libros de los Reyes y Jeremías, y la exhortación a «apartarse de los malos caminos» (solamente en 2 Re 17,13; Ez 33,11). El modo de concebir la función de los sacerdotes de Ez 44,23-24 parece combinar Lv 10,10-11 (P) y Dt 17,8-9; 21,5 (D). La doctrina de la responsabilidad personal de Ez 18 coincide con Dt 24,16, y algún rasgo del Dios misericordioso y compasivo de Deuteronomio se deja entrever en Ez 16,42; 39,25, aunque el acento caiga principalmente sobre el Dios celoso de su nombre. 

Algunos de los rasgos que retratan a Ezequiel coinciden con los que retratan a Moisés: su identificación con la palabra de Dios (que Ezequiel debe asimilar inclusive físicamente); su función como legislador; la fidelidad a su misión y su resistencia delante de un pueblo de dura cerviz; su «visión» del templo, así como Moisés había visto por medio de las instrucciones recibidas de Dios el templo que debía ser construido; una cierta participación en la organización del culto; y hasta una cierta semejanza en la situación de ambos, que ven «de lejos» (desde el monte Nebo o desde Babilonia, en visión) la tierra de la promesa. 

No hay motivos para afirmar que el profeta Ezequiel mismo, como un personaje histórico, haya querido retratarse como Moisés. Más bien, la aparente voluntad de diseñar a Ezequiel casi como un nuevo Moisés puede depender también del influjo Deuteronomista, que de este modo concretizaba la promesa de un nuevo profeta como Moisés. 

El texto de Ezequiel, como conjunto, tendría en todo caso una cierta relación de «dependencia crítica» tanto de P como de D. El libro de Ezequiel elabora los elementos que asume. Su síntesis de elementos sacerdotales y deuteronomistas podría estar en el origen de un proceso de elaboración conjunta de todas las tradiciones del Pentateuco, que sería llevado a término por la siguiente generación, la de Esdras y Nehemías. Estas consideraciones favorecen la hipótesis de una datación bastante tardía para el libro como obra concluida. 

El carácter de la profecía de Ezequiel y el contenido del libro 

Hablar de la «profecía de Ezequiel» es referirse al modo como el libro concibe y describe la actividad de este personaje, sin prejuicios acerca de su carácter histórico o solamente literario. 

Su peculiaridad se manifiesta en el uso de géneros literarios diferentes: visiones (caps. 1- 3; 9-10; 37, y la estructura de base de los caps. 40-48); gestos proféticos llamativos (caps. 4-5; 12); desarrollos teológicos y éticos incorporados a una «palabra de YHWH» (caps. 12; 13; 14; 18; 20; 33; 36); parábolas y metáforas como fundamento del discurso teológico (caps. 15; 17; 19; 31); alegorías y prosopopeyas con una función similar (caps. 16; 23); oráculos contra las naciones, con preferencia por elementos figurativos (caps. 26-32); visiones de tipo apocalíptico (caps. 9; 38-39); leyes «sacerdotales» (caps. 40-48). Probablemente ningún otro libro profético haya utilizado tantos géneros literarios diferentes y con tanta prodigalidad. 

Es también una característica del libro haber empleado en los oráculos con alguna frecuencia motivos o lenguaje mitológicos (en parte ya asumidos por la tradición de Israel): la descripción de la divinidad y sus desplazamientos; la presencia de seres mitológicos, como los «querubines» con rostros humanos y de animales, y el «príncipe» en el jardín de Edén; las alusiones a la creación y al día de la destrucción final; la acción de los «vengadores» de YHWH y el juicio testimoniado por un «escribano»; el descenso de los reyes de la tierra a los infiernos (al «seol»); la restauración de «David» como rey; el nuevo templo sobre la alta montaña; el agua vivificante que surge del templo y cambia la naturaleza; el nuevo jardín de Dios. 

Esta característica del lenguaje es tanto más llamativa porque Ezequiel es presentado como un profeta plenamente ortodoxo y, si lo comparamos, por ejemplo, con Oseas, más respetuoso de las tradiciones históricas de Israel y de su pensamiento teológico: respeto por el templo, y hasta un cierto punto también por la monarquía. Ezequiel aparece asimismo como el responsable de una renovada síntesis ética, que conjuga la responsabilidad personal, colectiva y generacional, e integra una concepción de Dios como fuente de castigo pero también de misericordia. 

Los 48 capítulos del libro de Ezequiel están claramente organizados en sus líneas generales. Ez 1,1-3 presenta un doble epígrafe. El v. 1, en primera persona, describe el comienzo de una visión de un personaje anónimo en una fecha no identificable («año treinta»). En los vv. 2-3, en tercera persona, un redactor del texto da un nombre al personaje (Ezequiel), que se repetirá una segunda y última vez en 24,24, lo identifica como miembro de una familia sacerdotal, interpreta precisamente la fecha de la visión en relación al primer exilio del 597, y sitúa el lugar de la visión en «Caldea». 

Los caps. 1-11 constituyen una primera sección. La primera visión (1,4-3,15) ocurre en «el país de los caldeos». Preparada por una tempestad, Ezequiel ve un imponente escenario de fuego y luz, en el cual se mueven unos extraordinarios seres vivientes parecidos a hombres y unas ruedas resplandecientes junto a ellos. Por encima de todos ellos, una «plataforma», como el «firmamento» de la creación, sobre ella un trono, y en él la figura de alguien que parecía un hombre, rodeado de fuego y claridad. Era el «aspecto» o la «apariencia» –dice el libro, con temor reverencial– de la Gloria del Señor. 

Esta primera visión marca la vida de Ezequiel y a ella hará referencia en las sucesivas. Recibe la orden de hablar a «este pueblo rebelde» que no lo escuchará, pero es necesario que se sepa que «había un profeta en medio de ellos» (2,5; 33,33). Solamente en estos textos se asocia el título de profeta a Ezequiel mismo. El libro menciona frecuentemente en tono negativo a «los profetas» como engañadores del pueblo (Ez 7,26; 13,2ss.9.16; 22,25.28; 38,17), que no se comprometen con él y proclaman mensajes que no han recibido del Señor. La orden de «profetizar» se dirige con frecuencia a Ezequiel, esta primera vez precedida por el gesto simbólico de «comer el libro», que denota la asimilación de la palabra de Dios. Ez 3,16-21 presenta al profeta como centinela de su pueblo, que debe advertirlo de los peligros que acechan. 

Desde 3,22 a 5,17 se suceden gestos proféticos simbólicos, que anuncian el castigo de Jerusalén: la inmovilidad del profeta, la comida racionada, la cabeza rapada, los cabellos cortados y esparcidos al viento son signos de las diferentes etapas del asedio de Jerusalén hasta la dispersión final de sus habitantes. El anuncio del castigo contra los «montes de Israel» es explícito en el cap. 6 y parece adquirir proporciones escatológicas y universales en el cap. 7, aunque el lenguaje no sea evidente. 

La segunda visión (caps. 8-11) retoma rasgos de la primera, pero cambia de escenario. El profeta es llevado a Jerusalén y al templo, donde deberá contemplar las abominaciones que allí se cometen. Abominaciones es un término utilizado en el libro cerca de cuarenta y cinco veces –sobre un total de setenta y una en toda la Biblia– y designa diferentes actos pecaminosos y en modo particular la idolatría: la adoración de imágenes, de Tamuz (Adonis) y del sol. La visión continúa con el castigo ejecutado por seis vengadores, precedidos por un escribano, que marca en la frente a quienes están libres de culpa y por tanto no merecen castigo. El cap. 10 es confuso en la descripción de los personajes y de sus funciones, pero es claro que la Gloria del Señor abandona el templo (10,18-22), así como que dejará la ciudad de Jerusalén después del castigo (11,22-25). Ez 11,14-21 anticipa, en cambio, los oráculos de salvación. 

Los caps. 12 a 24 constituyen una heterogénea segunda sección del libro, compuesta por gestos simbólicos sobre la caída de Jerusalén (Ez 12,1-20), discusiones y oráculos sobre la vigencia de las visiones (12,21-26), oráculos contra los falsos profetas y las seudo profetisas (cap. 13), enseñanzas sobre las condiciones y obligaciones para consultar a Dios por medio de un profeta (14,1-11). Ez 14,12-22 expone la doctrina de la responsabilidad personal, un tema que se retoma en el cap. 18 y en 33,10-20. 

En modos diversos los caps. 15, 17 y 19 ex- ponen la historia y destino de Israel y de sus reyes con imágenes (la madera de la vid, la viña, los leones). Con crudas alegorías los caps. 16 y 23 explican la infidelidad de Samaría y Jerusalén, comparándolas con dos hermanas prostitutas que se han entregado a las naciones vencedoras (Egipto y Asiria) apartándose del Señor. Este grupo de textos se cierra con una exposición más austera de las infidelidades de las sucesivas generaciones, con particular referencia a la idolatría (Ez 20), y una acusación detallada de los pecados de Jerusalén (Ez 22). 

El cap. 21 comprende cuatro unidades textuales bajo la imagen de la espada que castiga Jerusalén (Ez 21,1-22) por mano del rey de Babilonia (Ez 21,23-32) y concluye con un oráculo contra Amón (Ez 21,33-37), que anticipa los oráculos contra las naciones. 

La sección remata con dos gestos simbólicos (cap. 24): la olla (Jerusalén) debe ser purificada por el fuego; el silencio del profeta frente a la muerte de su esposa presagia el silencio sobre la ciudad. El castigo ha llegado y ya no es tiempo de llorar por la ciudad amada. 

La tercera sección (caps. 25 a 32) está constituida por oráculos y elegías contra diferentes naciones que alguna vez se habían unido al enemigo para combatir Jerusalén. Las elegías no son cánticos de dolor por su destino, sino, por el contrario, afirmación de su caída. Por orden del Señor, Ezequiel se vuelve contra Amón, Moab y Edom, los países más cercanos y pequeños, y antiguos enemigos de Israel (cap. 25); dedica varios oráculos a Tiro, a su poder, su riqueza y arrogancia, con una sección final sobre el antiguo aliado de Tiro, Sidón (caps. 26 a 28). Los oráculos contra Egipto y el faraón (caps. 29 y 30) concluyen con una extensa alegoría del cedro-Egipto que cae destrozado (cap. 31) y una lamentación sobre el faraón-Egipto que baja al Abismo. Este descenso es la ocasión para pasar revista a todas las naciones que lo han precedido (cap. 32), también ellas sepultadas en el Abismo. 

La cuarta sección del libro (caps. 33-37) se refiere a Judá y Jerusalén. El cap. 33 describe nuevamente al profeta como vigía (vv. 1-9, cf. 3,17-21), retoma en 33,10-20 la doctrina de la responsabilidad personal (cf. Ez 14,12-22 y 18), y la disputa entre residentes de Jerusalén y exiliados a propósito de la posesión de la tierra (33,23-29; cf. 11,14-21). El cap. 34 es una larga requisitoria contra los malos pastores de Israel y contra los miembros egoístas del rebaño, junto a la promesa del Señor de ser él mismo el único Dios que instalará a un sucesor de David como único pastor. El interés por Israel es desplazado en el cap. 35 por un nuevo oráculo contra Edom, que parecería fuera de lugar. La mención de la montaña de Seír prepara, sin embargo, el oráculo clave sobre los montes de Israel, en oposición a las burlas de Edom (36,1-15), que incluye las generosas promesas finales del nuevo corazón y del nuevo espíritu (36,26), síntesis de la renovación nacional y espiritual de la nación. Se prepara así la gran visión de la revivificación de los huesos dispersos de Israel, y el último gesto simbólico que anuncia la unidad de la nación (37,15-28). 

Los caps. 38-39 han sido considerados frecuentemente como literatura apocalíptica, con el anuncio de una gran victoria final sobre un enemigo ideal, encarnación de todas las vicisitudes pasadas. Como sucede en otros lugares del libro, a este gran cuadro dramático sigue un texto reposado y austero (39,23-29), que en un estilo simple y directo resume las promesas de salvación. 

La quinta sección del libro está ocupada por la cuarta gran visión, que se extiende –dicho de modo general– desde el cap. 40 hasta el 48. El autor se preocupa por precisar cuándo ocurre: el año 25 de la deportación, catorce años después de la caída de Jerusalén. El profeta es llevado sobre una alta montaña, desde la cual un extraño personaje, «como de bronce», lo guiará hacia una ciudad y le hará visitar todos los edificios del templo futuro, le dará a conocer sus medidas y todos los detalles de decoración y organización. El texto es aquí profuso, minucioso, con frecuencia oscuro. La figura del guía, y hasta la «visión», se vuelven progresivamente desvaídos para dejar paso a una árida y compleja descripción de la arquitectura del templo por una parte, y por otra, a un manual de normas litúrgicas y jurídicas para regular la actividad de los sacerdotes, de los levitas y del rey cuando presenta sus ofrendas. Las normas establecen también la frecuencia, cantidad y categoría de las ofrendas. 

Los dos últimos capítulos (47 y 48) determinan los límites del país y la futura división de la tierra de Israel: el área sagrada que pertenece al Señor (el templo y las habitaciones para los sacerdotes), el área de la ciudad y del príncipe, y en fin, la distribución de todo el país entre las doce tribus. Una división geométrica, precisa y utópica. 

En dos momentos se recupera el aspecto teológico: cuando se afirma el regreso de la Gloria del Señor sobre su templo (43,1-7) y cuando se describe la gran corriente de agua que surge de los fundamentos del templo para dar vida a toda la nación (47,1-12). 

Las líneas dominantes del mensaje 

El mensaje del libro de Ezequiel cubre problemas e inquietudes diferentes, pero está enmarcado por una preocupación central: infundir esperanzas en una comunidad nacional y religiosa sometida a una grave crisis, ética, religiosa y política. Las autoridades (la «casa de Israel» junto con los sacerdotes) y el pueblo deben reconocer que cuanto ha acontecido no es solamente la consecuencia del espíritu de dominación o de las tentaciones imperiales de algunas potentes naciones del tiempo (Asiria, Egipto o Babilonia). Tampoco es la consecuencia de la avidez económica de otras naciones (Tiro y Sidón), ni el resultado de la sumisión a las grandes potencias de las naciones pequeñas vecinas (Edom, Moab, Amón) para sacar partido de la situación. Ni siquiera se puede atribuir toda la culpa a la maldad ética de los gobernantes, propios o extranjeros. El destino de un pueblo, afirma el libro, depende de su propia responsabilidad, que se traduce en comportamientos justos o erróneos en todos los órdenes, éticos, religiosos y políticos. 

Esta «gran tesis» del libro se articula en textos diferentes, que se refieren en particular a un problema o a otro. Es necesario purificar las concepciones, comenzando por la de Dios. La visión inicial afirma la grandeza y señorío del Dios conocido, que no han disminuido porque su pueblo (Israel) haya sido sometido al enemigo. Diversos textos volverán explícitamente sobre la responsabilidad del pueblo, que ha obligado al Señor a aceptar su dispersión, la destrucción del país, de la ciudad santa, Jerusalén, y hasta del templo. El libro es así también una apología de Dios, que no se siente culpable de los sufrimientos del pueblo. 

Las alusiones al relato de la creación de Génesis 1 procuran restablecer la conciencia, perdida en el curso de la historia de Israel, del orden fundamental de la creación bajo la tutela del único Dios. A esa imagen renovada de la divinidad pertenece también la compañía de seres mitológicos, mezcla de animales y hombres, que confirman que nada de cuanto Dios ha hecho puede ser impuro. Cuando, con un gesto simbólico, el Señor manda a Ezequiel a cocinar su alimento sobre excrementos humanos, contradiciendo las leyes de pureza, afirma una vez más la neutralidad de las cosas, que no pueden ser juzgadas sagradas ni profanas sino que son interpretadas como tales por el hombre. El Dios cósmico está atento a las necesidades humanas, y por eso se manifestará hacia el final del libro como un pastor que cuida de todas sus ovejas. 

El pueblo debe pues renunciar al pensamiento de que otros dioses (ídolos) puedan ser más capaces de salvarlo que su propio único Dios que lo ha formado y acompañado desde el tiempo del Egipto. El texto de Ezequiel presta así una atención particular a la idolatría, descrita como «prostitución» (Ez 16; 23). Más allá de las imágenes chocantes se descubre que la idolatría está profundamente asociada al sometimiento a otras naciones y a la pérdida de la propia identidad religiosa, para asumir los «dioses» y la cultura de los dominadores. 

La infidelidad a Dios adquiere también formas más sutiles que la adoración de ídolos materiales. Hay una «idolatría del templo», de su organización, de su capacidad de ser el refugio de la nación, que debe ser purificada. Por eso Dios se presenta en la primera visión (1,4-28) como un Dios cósmico y creador, no atado a su propio templo, capaz de abandonarlo para ir a acompañar a los exiliados, donde encuentra más fidelidad que en quienes han quedado en el país. 

Se puede y se debe acudir a la ayuda del Señor, pero es necesario cumplir con ciertas condiciones previas. La «conversión» y la limpieza de la conciencia son previas a la búsqueda de la ayuda divina. Con esto se abre el capítulo de la ética de Ezequiel, con un acento particular sobre la responsabilidad personal. También aquí se desafían «dogmas» antiguos: ni la santidad («justicia») de unos puede cubrir la culpa de otros (14,13-20), ni la propia justicia puede ser considerada como un bien definitivamente adquirido, como si a partir de un determinado momento el hombre pudiera sentirse seguro de sus relaciones con Dios, por cuanto ya ha hecho. Al contrario, los caminos del hombre no están de tal modo determinados que una conducta culpable de muchos años no pueda encontrar remisión posible (33,10-20). 

Los grandes principios éticos se repiten una y otra vez: el respeto de la vida y de los bienes del prójimo, la delicadeza en la conducta privada y sexual, el respeto de las leyes hacia los deudores, la generosidad con los necesitados, la eliminación de la opresión que surge de la usura. Ellos se resumen en un único comportamiento: practicar la equidad y la justicia, seguir las leyes del Señor, observar sus prescripciones (Ez 18,6-9). El derecho a la propiedad de la tierra, abandonada por necesidad por aquellos que habían sido llevados al destierro, es un problema ético y jurídico, que toca a las personas particulares y a la nación. 

No faltan textos (las «parábolas» del reino de Judá de Ez 15, 17 y 19) cuyo centro de interés es la actitud de Israel como nación, y por tanto, implícitamente, la de sus gobernantes. A diferencia de otros textos proféticos, no hay en estos ninguna connotación realista, ni en relación a las culpas ni en relación al castigo, sino que los textos se mueven en un ambiente imaginativo y alusivo. 

Largos pasajes son dedicados por el libro de Ezequiel al castigo divino, que acontece por medios humanos: la «espada» (la guerra), punto de partida del castigo, a la cual siguen naturalmente la peste, el hambre y las bestias feroces que ocupan el país desolado. Esta enumeración se repite con variantes. La segunda visión (caps. 8-11), sin embargo, afronta el problema del castigo como una explícita destrucción que Dios realiza por medio de seis personajes, cuya identidad no es revelada. 

El pensamiento apocalíptico prevalece aquí sobre el pensamiento profético. Esta concepción se manifiesta, en parte, también en el cap. 7, donde el castigo se extiende a todo el país y hace pensar en una catástrofe universal. De modo explícito la visión apocalíptica del castigo aparece en los caps. 38-39, donde un enemigo paradigmático (Gog de Magog, rey de Mesec y Tubal) sobre cuya eventual enemistad con Israel la Biblia nada sabe, se convierte en el símbolo del castigo, primero, y luego de la reivindicación de Israel. En sentido contrario, también la visión de esperanza de los huesos que resurgen (Ez 37) pertenece a los textos en los cuales el color apocalíptico es más fuerte. 

Tanto la diversa concepción del profetismo que se manifiesta en el libro de Ezequiel comparado con otros profetas (véanse más adelante los detalles) como la situación de aguda crisis cultural, religiosa y política del tiempo que el escrito refleja, constituían los presupuestos para integrar un lenguaje que ha llevado a algunos autores a considerar el libro como un proto-apocalíptico. 

La presencia de este lenguaje y concepción sugiere y supone, más allá de los influjos culturales, un cansancio de la historia. Cuando un hombre o un pueblo no tiene ya alguna esperanza de que el Espíritu sea suficientemente fuerte como para conducir los hombres a Dios por diversos caminos, con múltiples avances y retrocesos, entonces la concepción apocalíptica se presenta como una tentadora solución. Esta concepción ofusca las relaciones de causa a efecto, los límites entre tiempo y eternidad, la distinción entre vida humana y estadio definitivo. Es una impaciencia del espíritu insatisfecho que procura anticipar el ritmo de Dios. Si la apocalíptica se revela positiva como profunda nostalgia de definitividad, como concepción teológica es deficiente. Por eso aparece siempre con una función limitada y transitoria que, tal vez, ayuda a superar el momento más crítico de una situación antes de volver a los caminos de la reflexión realista. 

Ezequiel ha insistido sobre la propia responsabilidad de Israel en su destino. Pero dedica los caps. 25 a 32 a anunciar el castigo de las naciones que han participado en la caída y destrucción de Israel. Curiosamente, Babilonia no es el destinatario de ninguno de estos oráculos de castigo ni de ninguna elegía, dirigidos contra los enemigos históricos causa de la deportación y de la caída de Jerusalén. Babilonia es, más bien, un instrumento del Señor (cf. 21,23-29). En los oráculos contra las naciones, Ez 29,17-20 menciona a Babilonia, no para anunciar su castigo sino su premio (la posesión de Egipto) por un servicio prestado al Señor, difícil de comprender. 

Por el contrario, Tiro y su príncipe (caps. 26-28), y Egipto y el faraón (caps. 29-32), ocupan juntos siete capítulos de anuncios de condena. Queda la duda de si los oráculos están tan próximos a los acontecimientos de la caída de Jerusalén que aún no se termina de comprender la responsabilidad de cada uno en este proceso, o si por el contrario, y más probablemente, los textos han sido compuestos tanto tiempo después que la evocación de antiguos enemigos, perdidos en el recuerdo y casi míticos, se superpone al recuerdo del enemigo histórico. 

En el conjunto de la profecía, estos oráculos establecen que el Dios cósmico de la primera visión es también el Dios histórico, que sigue los acontecimientos humanos y compensa unas acciones con otras. Como resultado final, Israel recibe una promesa de supervivencia, mientras sus enemigos ancestrales desaparecen en el Abismo (el término que traduce «seol», la morada de los muertos y las sombras). 

Los caps. 40-48 (la cuarta visión) son el gran coro final de la esperanza de Israel. Un templo magnífico, un culto organizado en sus mínimos detalles, una preocupación por la justicia del príncipe en sus relaciones con el pueblo y una ecuánime distribución de la tierra, constituyen este reino utópico, que nunca existió, y que nunca existiría después. La justificación y mensaje de esta visión utópica es que hombres y naciones tienen necesidad de esperanzas, que nunca se realizan completamente, pero que permiten continuar el camino hasta encontrar las corrientes de agua vivificante que todo cubren. 

El libro de Ezequiel muestra una imagen particular del profeta. Como ha quedado indicado a propósito de los contactos del libro de Ezequiel con la literatura deuteronomista, Ezequiel recoge algunos rasgos de los profetas no escritores (Elías, Eliseo), pero parecería haber un particular interés en representarlo como un nuevo Moisés. Esta asociación de imágenes es la que explica la insistencia de la cercanía de Ezequiel a la «visión de la divinidad». 

La objetiva presencia en el libro de una nueva imagen de profeta deja suponer un crisis del profetismo. Era necesario contrarrestarla y establecer una clara distinción entre el profeta que transmite la palabra que YHWH le comunica, y que testimonia su presencia en la comunidad de Israel, y los numerosos falsos profetas, charlatanes, profetas del statu quo (profetas oficiales de corte) y toda la cohorte de visionarios, magos y adivinos que los acompaña. El criterio de Ez 33,33 («cuando todo es- to ocurra sabrán que había un profeta en me- dio de ellos»; cf. también Ez 12) coincide con los criterios que presenta el Deuteronomio para distinguir el verdadero profeta del falso (cf. Dt 18,18-22). 

La autoridad del profeta, tal como la concibe el libro de Ezequiel, se fundamenta también en su cercanía a la Escritura (al «Libro»), que el profeta no solamente lee sino que también interpreta para el pueblo (la misión de «advertir», de la cual hablaremos a propósito de Ez 3,17-21; 33,3-9). Por eso no tiene necesidad de «robar» las palabras de otros profetas. El profeta auténtico está junto a su pueblo (cf. Ez 13,5, «en la brecha») para defender, animar y explicar la voluntad de Dios. En el profeta Ezequiel se une el aspecto numinoso de la «visión» con el aspecto didáctico de la interpretación. 

Esta concepción del «ser profeta» explica teológicamente el porqué de los numerosos géneros literarios que utiliza el libro, y que hemos indicado, y en particular la abundancia del lenguaje figurativo (imágenes, alegorías, metáforas y parábolas), que fundamenta la acusación de sus adversarios de ser «un repetidor de parábolas» (21,5). 

La presencia del lenguaje figurativo testimonia la conciencia que tiene el profeta de la imposibilidad de dar cuenta exacta de la realidad divina, pero también humana, que tiene ante sí. No se trata de un conocimiento inde- terminado, intermedio, en el camino hacia un conocimiento conceptual elaborado, sino de la constatación de que hay una realidad inexplicable, que permite solamente un acercamiento aproximativo por el lenguaje figurado. 

Cuando se trata de denunciar una situación injusta, de exhortar a la conversión, de animar proponiendo un futuro mejor, los conceptos pueden ser más precisos –aunque también aquí el libro de Ezequiel recurre a las imágenes–. Cuando se trata en cambio de los elementos constitutivos de la relación del hombre con Dios, los conceptos son insuficientes y solamente las imágenes, con toda su ambigüedad y apertura, resultan de algún modo adecuadas. 

Junto al lenguaje figurativo, también el len- guaje mitológico desempeña un papel sustancial en el libro de Ezequiel porque acuña su teología. Su presencia no significa asumir, como ayuda didáctica, modos de expresión más o menos brillantes y comprensibles por la generación contemporánea al libro, sino que re- presenta el esfuerzo (habitualmente inconsciente) de incorporar otro universo cultural, que extiende sus raíces hasta el inconsciente colectivo y se articula en arquetipos universa- les, verdaderas estructuras de comprensión de Dios y del universo. 

Las categorías míticas son adecuadas para hablar de Dios y expresar las inquietudes humanas. Al utilizarlas, el AT, y Ezequiel en particular, se manifiesta en continuidad con otras culturas en su concepción de la divinidad. Es- te fenómeno era tanto más explicable en la situación histórica (real o imaginada) del profe- ta Ezequiel, que había debido cohabitar con la cultura religiosa babilónica, tan desarrollada como la hebrea. 

El uso de estas categorías contribuía a poner de relieve la estrecha relación existente entre el lenguaje teológico y antropológico. De este modo el libro de Ezequiel subraya la im- posibilidad de hacer a Dios el simple soporte de atributos «divinos», y construye su teología como un hablar acerca de las expectativas, de las proyecciones, afirmaciones, compromisos y participaciones que el hombre experimenta como deseables, temibles o realizadas frente al misterio de un Dios que queda siempre más allá. 

El libro de Ezequiel como conjunto parece tener la misión de ofrecer una profunda reflexión religiosa a todos los niveles, sin excluir ni la apertura de la parábola, ni la ambigüedad de la metáfora, ni las resonancias mitológicas, ni las precisas elaboraciones éticas. Manifiesta, como san Pablo, una curiosidad teológica, una necesidad de preguntarse, de reformular y corregir conceptos, de introducir nuevas categorías y redescubrir las antigua, de sistematizar, reorganizar y reformar todo cuanto pertenece a la naturaleza misma de seres inteligentes en camino hacia Dios. 

--
ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor
http://adonayrojasortiz.blogspot.com


No hay comentarios:

Generalidades de la Escatología Bíblica

NO DEJE DE LEERLO