HUMILDAD Este vocablo entró en el cast. hacia mediados del siglo xiii, del lat. humílitas = baja estatura, humildad, abatimiento, y éste, de humus = tierra (en el sentido de «suelo», lugar bajo, etc.; para oficios nobles el lat. tiene terra).
La humildad, más bien que expresada en un vocablo técnico, es presentada en la Biblia en una serie de actitudes que tienen como denominador común el sentimiento de la propia pequeñez, de la propia indignidad moral y de la dependencia de Dios en todo.
Por otra parte, hay una falsa humildad como la de aquel famoso abad que solía decir de sí mismo: «y vuestro abad que indignamente os preside», hasta que un buen día, un inocente novicio se atrevió a decir: «y nuestro abad que indignamente nos preside». Allí se acabó la humildad del abad con la reprimenda que propinó al pobre novicio. También es falsa la humildad de quienes suelen acusar a sus prójimos (con fundamento o sin él) de «viles gusanos, infames pecadores, destinados al infierno, etc.».
La humildad ocupa un lugar muy alto en la tradición cristiana desde que la Palabra de Dios se lo concedió. Si algo vale el hombre es por lo que Dios ha puesto en él (cf. Sal. 8:4–5 y comp. 2 Co. 3:5–6). «El Dios Alto y Sublime» (cf. Is. 6:1) habita con el quebrantado y humilde de espíritu (Is. 57:15. cf. Mt. 5:3) y exige, a su vez, que el hombre se comporte humildemente ante Él (cf. Mi. 6:8). Jesús dio un sublime ejemplo de humildad al lavar los pies a sus discípulos (Jn. 13), oficio del esclavo, como quien había tomado la forma de esclavo al despojarse a sí mismo de toda reputación y aparecer en este mundo como un cualquiera (Fil. 2:7–8). Por tanto, cualquiera de los suyos que quiera ser el primero, será siervo de todos (Mr. 10:44).
El apóstol Pablo era realmente humilde, porque conocía bien la «medida» que Dios le había dado y no necesitaba compararse con otros (cf. 2 Co. 10:12–14). Por eso exhortaba a los fieles de Roma: a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno (Ro. 12:3). Y dice a los fieles de Filipos: Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo (Fil. 2:3). Si nos medimos con la medida con que nos mide Dios, seremos verdaderamente humildes sin despreciar a nadie y sin estar orgullosos de la propia humildad.
Para Agustín, heredero de la cultura clásica, la humildad consistía en conocerse a uno mismo, igual que Balmes*, cuando dice: «La humildad es el conocimiento claro de lo que somos sin añadir ni quitar nada». Según Teresa de Jesús* la humildad es «andar en la verdad», que recuerda el dicho de Agustín: «Si me preguntáis cuál es el camino que conduce al conocimiento de la verdad, qué cosa es la más esencial en la religión de Jesucristo, os responderé: Lo primero es la humildad, lo segundo es la humildad y lo tercero es la humildad, y cada vez que me hagáis la misma pregunta, os daré la misma respuesta».
La humildad es el fundamento de la fe y su perfección más lograda, pues no es otra cosa que realizar en uno mismo el ser y carácter de Jesucristo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt. 11:29).
Bib. Rafael Marañón Barrio, La divina humildad (CLIE, Terrassa 1997); A. Murray, Humildad: hermosura de la santidad (CLIE, Terrassa).
DICCIONARIO TEOLÓGICO ILUSTRADO
Francisco Lacueva
Editado por Alfonso Ropero
© 2001, Editorial CLIE
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