Objetivos del capítulo
Después de estudiar este capítulo, debería ser capaz de:
• Esquematizar las consecuencias del pecado en la relación del hombre con Dios.
• Expresar la seriedad del pecado y cómo afecta a la vida del humano.
• Identificar y explicar los efectos específicos del pecado en el pecador.
• Describir los efectos del pecado en las relaciones humanas.
Resumen del capítulo
El pecado tiene serias consecuencias en las relaciones entre el
pecador y Dios. Estos resultados incluyen la desaprobación divina, la
culpabilidad, el castigo y la muerte. La muerte física, la espiritual
y la eterna surgen de las consecuencias del pecado. El pecado también
tiene consecuencias que afectan al pecador individual. Estas son la
esclavitud, la huida de la realidad, la negación del pecado, el
autoengaño, la insensibilidad, el egoísmo y la inquietud. Estos
efectos en el pecador también tienen implicaciones sociales como la
competitividad, la incapacidad para identificarse con los demás, el
rechazo de la autoridad y la incapacidad para amar. El pecado es un
asunto muy serio tanto para Dios como para la humanidad.
Cuestiones de estudio
1. ¿En qué se parecen y diferencian el Antiguo y el Nuevo Testamento
en su forma de entender el pecado y sus efectos?
2. ¿Qué es la retribución y cómo se relaciona con el pecado y el individuo?
3. ¿Cómo se relaciona el pecado con la muerte?
4. ¿Qué efectos resultan evidentes en el pecador?
5. ¿Qué consecuencias trae el pecado en relación con otros seres humanos?
6. Imagine que está escribiendo un sermón o una clase sobre el pecado
¿qué haría para recalcar a la audiencia la seriedad del pecado?
Resultados que afectan a la relación con Dios
Desaprobación divina
Culpa
Castigo
Muerte
Muerte física
Muerte espiritual
Muerte eterna
Efectos en el pecador
Esclavitud
Huida de la realidad
Negación del pecado
Autoengaño
Insensibilidad
Egoísmo
Inquietud
Efectos sobre la relación con otros humanos
Competitividad
Incapacidad para identificarse con los demás
Rechazo de la autoridad
Incapacidad de amar
Un énfasis que encontramos en los dos Testamentos es que el pecado es
un tema muy serio que tiene consecuencias graves y duraderas. En el
siguiente capítulo trataremos los efectos colectivos del pecado, o
sea, el impacto que el pecado de Adán tuvo sobre toda su posteridad.
Sin embargo, en este capítulo nos preocuparemos por los efectos
individuales del pecado tal como se ilustran en las Escrituras (en
particular en lo que se refiere a Adán y Eva) y según nuestra propia
experiencia.
El impacto del pecado tiene varias dimensiones. Hay efectos en las
relaciones del pecador con Dios, con los demás seres humanos y consigo
mismo. Algunos de los resultados del pecado se podrían denominar
"consecuencias naturales," o sea, proceden del pecado en una secuencia
prácticamente de causa – efecto. Otros son ordenados específica y
directamente por Dios como pena por el pecado.
Resultados que afectan a la relación con Dios
El pecado produjo una transformación inmediata en la relación de Adán
y Eva con Dios. Es evidente que ellos tenían una relación muy cercana
y amistosa con Dios. Confiaban en él y le obedecían, y según Génesis
3:8 se podría concluir que tenían una relación habitual de comunión
con Dios. Él les amaba y les proporcionaba todo lo que necesitaban; se
nos recuerda la amistad de la cual hablaba Jesús en Juan 15:15. Pero,
como violaron la confianza y el mandato de Dios, la relación se
convirtió en algo bastante diferente. Ellos se habían colocado en la
parte contraria a Dios, y se habían convertido en sus enemigos. No fue
Dios el que cambió o se movió, fueron Adán y Eva.
Desaprobación divina
Es de resaltar cómo caracteriza la Biblia las relaciones de Dios con
el pecado y el pecador. En dos ejemplos en el Antiguo Testamento, se
dice que Dios odia al pecador Israel. En Oseas 9:15 Dios dice: "Toda
la maldad de ellos fue en Gilgal; allí, pues, les tomé aversión; por
la perversidad de sus obras los echaré de mi casa; no los amaré más;
todos sus príncipes son desleales." Desde luego esta es una forma muy
fuerte de expresarse porque Dios realmente dice que está empezando a
odiar a Israel y que ya no los amará más. Un sentimiento similar se
expresa en Jeremías 12:8. En otras dos ocasiones se dice que Dios odia
a los malvados (Sal. 5:5; 11:5). Sin embargo, son mucho más frecuentes
los pasajes en los que dice que odia la maldad (por ejemplo, Prov.
6:16–17; Zac. 8:17). No obstante el odio no es sólo por parte de Dios
porque se describe a los malos como los que odian a Dios (Éx. 20:5;
Dt. 7:10) y más comúnmente los que odian la justicia (Sal. 18:40;
69:4; Prov. 29:10). En estos pocos pasajes donde se dice que Dios odia
a los malvados, queda claro que lo hace porque ellos le odian a él y
han cometido ya actos malvados.
Que Dios favorezca a unos y desapruebe a otros o les muestre ira y que
en un momento dado se diga que ama a Israel y en otras que los odia,
no es signo de cambio, de incoherencia o de volubilidad en Dios. Su
reacción a nuestras obras está determinada por su naturaleza
inmutable. Dios ha dejado bastante claro que no puede tolerar ni
tolera ciertas cosas. Es parte de su naturaleza santa oponerse
categóricamente a las acciones pecadoras. Cuando realizamos tales
acciones, nos estamos moviendo en el territorio de la desaprobación de
Dios. En el caso de Adán y Eva, el árbol de la ciencia del bien y del
mal estaba fuera de sus límites. Se les había informado cuál sería la
respuesta de Dios si comían de su fruta. Escogieron, por lo tanto,
convertirse en enemigos de Dios, caer en el dominio de su
desaprobación.
El Antiguo Testamento con frecuencia describe a los que pecan y violan
las leyes de Dios como enemigos de Dios. No obstante la Biblia habla
rara vez de Dios como su enemigo (Éx. 23:22; Is. 63:10; Lam. 2:4–5).
Ryder Smith comenta: "En el Antiguo Testamento, 'enemistad' como odio,
aparece rara vez con Dios, pero sí es bastante común que aparezca con
el hombre." Rebelándose contra Dios, es el hombre, no Dios el que
rompe la relación.
La enemistad con Dios tuvo graves resultados para Adán y Eva, y eso
nos sucederá hoy también siempre que, a pesar de ser conscientes de la
ley y de la pena por infringirla, pequemos. En el caso de Adán y Eva,
la confianza, el amor, la seguridad y la cercanía fueron reemplazados
por el temor, el terror y la evitación de Dios. Mientras antes
esperaban ansiosos sus reuniones con Dios, después de la caída no
deseaban verle. Se escondieron en un intento de evitarle. Al igual que
para Adán y Eva, para cualquiera que crea en el juicio de Dios, la
consecuencia del pecado es que Dios llega a ser temido. Ya no es un
amigo cercano, sino que se intenta conscientemente evitarle. La
situación es como la que tenemos ante los vigilantes de la ley. Si
cumplimos la ley, no nos importa ver a un policía. Incluso podemos
tener un sentimiento positivo de comodidad cuando vemos un coche de la
policía. Nos da sensación de seguridad saber que la protección está a
nuestro alcance y que hay alguien ahí para aprehender a los que
infringen la ley. Sin embargo, si sabemos que hemos infringido la ley,
nuestra actitud es bastante diferente. Nos molesta mucho ver un coche
de la policía con las señales luminosas encendidas por nuestro espejo
retrovisor. La actividad de la policía no ha cambiado, pero sí ha
cambiado nuestra relación con ella.
Aunque rara vez se diga que Dios odia a los malvados, en el Antiguo
Testamento es normal que se diga que está enojado con ellos. La ira de
Dios no debería considerarse como una furia descontrolada o maliciosa.
Más bien es indignación ante la injusticia.
Hay varios términos hebreos que expresan la ira de Dios. El término
אָנַף ('anaph) originariamente significaba "resoplar." Es una palabra
muy concreta y pintoresca, que transmite la idea de una de las
expresiones físicas que acompañan a la ira. La forma verbal es poco
habitual, pero se utiliza con Dios (Dt. 1:37; Is. 12:1) y su ungido
(Sal. 2:12). El nombre es mucho más común y tiene tres significados:
fosas nasales, cara e ira. Se utiliza para hablar de la ira de Dios
180 veces, unas cuatro veces más de lo que se utiliza con los humanos.
Se describe a Dios iracundo con Israel por haber hecho el becerro de
oro mientras Moisés estaba reunido con él en la montaña. El Señor le
dijo a Moisés: "Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira contra
ellos y los consuma; pero de ti yo haré una nación grande." Moisés
respondió: "¿Por qué, Jehová, se encenderá tu furor contra tu pueblo,
el que tú sacaste de la tierra de Egipto con gran poder y con mano
fuerte?" (Éx. 32:10–11). La ira de Dios se representa como un fuego
que consumirá y quemará a los israelitas. Hay muchas otras referencias
a la ira de Dios: "Se encendió entonces contra Israel el furor de
Jehová, quien los entregó en manos de salteadores que los despojaron"
(Jue. 2:14). Jeremías le pidió a Dios que le corrigiera, pero "no con
tu furor" (Jer. 10:24). El salmista se alegra de que "por un momento
será su ira, pero su favor dura toda la vida" (Sal. 30:5).
Otras dos raíces hebreas, חָרָה (charah) y יָחַם (yacham), sugieren la
idea de calor. El verbo de la primera se traduce con frecuencia por
"encender," como en Salmos 106:40: "Se encendió, por tanto, el furor
de Jehová contra su pueblo." La forma nominal a menudo se traduce como
"[ira] feroz" o "fiereza." La forma nominal de la última raíz se
traduce adecuadamente por "ira," como en "no sea que mi ira salga como
fuego, que se encienda y no haya quien la apague a causa de la maldad
de vuestras obras" (Jer. 4:4).
En el Nuevo Testamento hay un enfoque particular en la enemistad y el
odio de los no creyentes y del mundo contra Dios y su pueblo. Pecar es
hacerse enemigo de Dios. En Romanos 8:7 y en Colosenses 1:21, Pablo
describe la mente que se centra en la carne como "enemistad contra
Dios." En Santiago 4:4 leemos que "la amistad del mundo es enemistad
contra Dios." Sin embargo, Dios no es enemigo de nadie; ama a todos y
no odia a nadie. Amó lo suficiente para enviar a su Hijo a morir por
nosotros aunque todavía éramos pecadores y estábamos enemistados con
él (Ro. 5:8–10). Personifica lo que ordena. Ama a sus enemigos.
Aunque Dios no es enemigo de los pecadores ni les odia, está claro que
siente ira hacia el pecado. Las dos palabras que lo expresan con más
claridad son θυμός (thumos) y ὀργή (orgē) ("rabia, ira"). En muchos
casos no se refieren únicamente a la reacción actual de Dios ante el
pecado, sino que sugieren ciertas acciones divinas que van a suceder.
En Juan 3:36 por ejemplo, Jesús dice: "El que cree en el Hijo tiene
vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino
que la ira de Dios está sobre él." Varios pasajes enseñan que aunque
la ira de Dios esté en el pecado y sobre los que lo cometen, esta ira
se convertirá en acción en algún momento del futuro. Romanos 1:18
enseña que: "la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda
impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la
verdad." Romanos 2:5 habla de "atesorar ira" para el día del juicio y
Romanos 9:22 señala que Dios, aun "queriendo mostrar su ira y hacer
notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira
preparados para destrucción." La imagen en todos estos pasajes es que
la ira de Dios es un asunto muy real y presente, pero no se revelará
completamente, ni se manifestará en acción hasta un momento posterior.
Según esto es evidente que Dios mira con desaprobación el pecado, que
el pecado le provoca ira, rabia o malestar. No obstante, habría que
añadir dos comentarios adicionales. El primero es que la ira no es
algo que Dios escoja sentir. Su desaprobación del pecado no es un
asunto arbitrario, ya que su misma naturaleza es la santidad; rechaza
automáticamente el pecado. Es, como hemos sugerido en algún otro
lugar, "alérgico al pecado," por así decirlo. El segundo comentario es
que debemos evitar pensar en la ira de Dios como algo excesivamente
emocional. No es como si estuviera bullendo de furia, perdiendo
prácticamente el control. Él es paciente y sufrido, y actúa de esa
manera. Tampoco hay que pensar que Dios de alguna manera se siente
frustrado ante nuestro pecado. Decepción es quizá una manera más
adecuada de expresar su reacción.
Culpa
Otro resultado de nuestros pecados que afecta a nuestra relación con
Dios es la culpa. Esta palabra necesita ser explicada cuidadosamente,
porque en el mundo actual el significado normal del término es
sentimiento de culpa, o el aspecto subjetivo de la culpa. Estos
sentimientos a menudo se consideran irracionales, y desde luego a
veces lo son. Esto es, una persona puede que no haya hecho nada
objetivamente equivocado como para merecer castigo, pero no obstante
puede tener estos sentimientos. Sin embargo, a lo que nos estamos
refiriendo aquí es al estado objetivo de haber violado la intención
que Dios tenía para nosotros y por lo tanto ser merecedores de
castigo. Es este aspecto de la culpabilidad el que merece una atención
especial.
Para clarificar lo que queremos decir con "culpa," sería útil comentar
brevemente dos palabras que pueden aparecer en una definición de
pecado: "malo" y "equivocado." Por una parte, podemos definir el
pecado como lo que es intrínsecamente malo en lugar de bueno. Es
impuro, repulsivo, odiado por Dios simplemente porque es lo contrario
a lo bueno. Sin embargo, aquí tenemos un problema ya que la palabra
tiene muchos significados; por ejemplo puede significar "defectuoso,
inadecuado, insuficiente." Se puede pensar en un equipo de atletismo
malo o en un mal trabajador cuando es inepto o no es productivo, pero
no tiene por qué ser moralmente equivocado. Y así la frase de que el
pecado es malo se puede entender sólo desde un punto de vista
estético: el pecado es una acción fea, torcida, estropeada que
menosprecie el estándar de perfección que Dios pretende.
Por otra parte, no obstante, podemos definir pecado como algo que no
sólo es malo, sino que también es erróneo. En el primer caso, se podía
pensar en el pecado como una enfermedad mental a la que teme la gente
sana. Pero en el segundo caso, pensamos en el pecado no sólo como una
falta de integridad o de perfección, sino como algo moralmente
equivocado, como una violación deliberada de los mandamientos de Dios,
que por lo tanto merecen castigo. Esta es una manera de considerar el
pecado en términos jurídicos no estéticos. En el primer punto de
vista, se piensa en lo bueno como bello, armonioso, adorable, deseable
y atractivo, mientras que se considera lo malo como inarmónico,
turbulento, feo y repulsivo. En el segundo punto de vista, se enfatiza
la ley. Lo correcto es lo que es conforme a lo estipulado por la ley y
lo incorrecto es lo que se separa de alguna manera de ese estándar.
Por lo tanto merece ser castigado.
Esta distinción se puede ilustrar de otras maneras. Se podría pensar
en un coche difícil de conducir e ineficaz, que gasta demasiada
gasolina o que está muy estropeado y es un horror. Un coche así
supondría un reto para la paciencia de su propietario y provocaría
sentimientos de disgusto, pero mientras las luces, los indicadores y
otras características funcionaran adecuadamente, las emisiones de
gases estuvieran dentro de los límites permitidos por la ley y tuviera
al día la licencia y el seguro, no habría nada ilegal en ese vehículo.
No se le podría poner una multa al conductor por conducirlo, ya que no
está infringiendo ninguna ley de tráfico. Sin embargo, si el coche
emite demasiados gases contaminantes, o algunos de los dispositivos de
seguridad no funcionan, se está infringiendo la ley y se puede imponer
merecidamente una multa. Ahora, cuando hablamos de culpa, queremos
decir que el pecador, como el coche que no satisface las regulaciones
de seguridad, ha infringido la ley y, por lo tanto, merece ser
castigado.
En este punto debemos fijarnos en la naturaleza precisa de la
interrupción que el pecado y la culpa producen en la relación entre
Dios y el hombre. Dios es todopoderoso y eterno, la única realidad
independiente y no contingente. Todo lo que existe deriva su
existencia de él. Y el humano, la más alta de todas las criaturas,
tiene el don de la vida y de ser persona sólo gracias a la bondad y la
gracia de Dios. Como señor, Dios ha puesto a los hombres a cargo de la
creación y les ha ordenado que la gobiernen (Gn. 1:28). Ellos son los
mayordomos señalados del reino de Dios o del viñedo, con todas las
oportunidades y privilegios que esto conlleva. Como el todopoderoso y
santo, Dios nos ha pedido nuestra alabanza y obediencia a cambio de
sus dones. Pero no hemos sido capaces de cumplir las órdenes de Dios.
Se nos confió la riqueza de la creación y nosotros la hemos utilizado
para nuestros propósitos, como malversadores de fondos. Además como
ciudadanos que tratan de forma despectiva a un monarca o a un
gobernante electo, a un héroe o a una persona que ha conseguido
grandes logros, no hemos sido capaces de tratar con respeto al más
alto de todos los seres. Es más, nos mostramos ingratos ante todo lo
que Dios nos ha dado y hecho por nosotros (Ro. 1:21). Y finalmente,
hemos despreciado la oferta de amistad y amor de Dios, y en el caso
más extremo, la salvación conseguida a través de la muerte del propio
Hijo de Dios. Estas ofensas son más grandes por ser Dios quien es: el
Creador todopoderoso, que está infinitamente por encima de nosotros.
Sin tener ninguna obligación nos dio la vida. Por eso tiene un derecho
absoluto sobre nosotros. Y el estándar de comportamiento que él espera
de nosotros es su propia perfección santa. Como el mismo Jesús dijo:
"Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los
cielos es perfecto" (Mt. 5:48).
Debemos pensar en el pecado y la culpa en forma de categorías
metafísicas si queremos tener un concepto de su inmenso efecto en
nuestra relación con Dios y de hecho en todo el universo. Dios es el
ser más grande y nosotros somos sus criaturas. No ser capaces de
cumplir con sus expectativas trastoca toda la economía del universo.
Cada vez que la criatura priva al Creador de lo que es realmente suyo,
el equilibrio se rompe, ya que no se venera y obedece a Dios. Si un
error, una perturbación de ese tipo no se corrigiera, Dios dejaría en
la práctica de ser Dios. Por lo tanto, el pecado y el pecador merecen
e incluso necesitan ser castigados.
Castigo
Ser susceptible al castigo de Dios es, pues, otra consecuencia del
pecado. Es importante ahondar en la naturaleza básica y la intención
del castigo de Dios para el pecador. ¿Es un remedio que intenta
corregir al pecador? ¿Trata de disuadir, señalando las consecuencias a
las que conduce el pecado y así advertir a otros para que no actúen de
forma equivocada? ¿O una retribución, diseñada únicamente para dar a
los pecadores lo que se merecen? Tenemos que examinar cada uno de
estos conceptos.
Hoy hay un sentimiento bastante extendido de oposición a la idea de
que el castigo de Dios a los pecadores es retribución. La retribución
se considera algo primitivo, cruel, una señal de hostilidad y de
rencor, que es inadecuada en un Dios de amor que es un Padre para sus
hijos terrenales. No obstante, a pesar de este sentimiento, que puede
reflejar la idea de padre amoroso que tiene una sociedad permisiva,
existe definitivamente una dimensión de la retribución divina en la
Biblia, en particular del Antiguo Testamento. Ryder Smith lo dice
categóricamente: "No hay duda de que en el pensamiento hebreo el
castigo es retributivo. El uso de la pena de muerte es suficiente
muestra de ello."7 Parece que la retribución era un elemento
prominente en la forma de entender la ley de los hebreos. Desde luego,
la pena de muerte, al ser terminal, no pretendía la rehabilitación. Y
aunque tenía un efecto disuasorio, la conexión directa entre lo que se
había hecho a la víctima y lo que se le hacía al ofensor quedaba
clara. Esto se ve especialmente en un pasaje como Génesis 9:6: "El que
derrame la sangre de un hombre, por otro hombre su sangre será
derramada, porque a imagen de Dios es hecho el hombre." Debido a la
atrocidad de lo que se había hecho (se había destruido la imagen de
Dios), debe haber y hay una pena correspondiente.
La idea de la retribución también se puede ver con claridad en el
término נָקַם (naqam). Esta palabra, que (incluyendo sus derivados)
aparece unas ochenta veces en el Antiguo Testamento, se traduce con
frecuencia por "vengar, venganza, tomar venganza." Aunque los términos
venganza y vengar son traducciones adecuadas para designar las
acciones de Israel contra sus vecinos, hay algo inadecuado en
aplicarlas a las acciones de Dios. Ya que "venganza" se aplica en
particular a la reacción de un individuo contra algo malo que se ha
hecho en contra suya. Sin embargo, Dios considerado en relación con
las violaciones de la ley moral y espiritual, no es una persona
privada, sino pública, el administrador de la ley. Además, "venganza"
o "vengar" conllevan la idea de represalia, de obtener una
satisfacción (psicológica) que compense lo que se ha hecho, en lugar
de la idea de conseguir y administrar justicia. Sin embargo, la
preocupación de Dios es mantener la justicia. Por lo tanto, en
relación con el castigo de Dios por los pecados, "retribución" es una
traducción mejor que "venganza."
Hay numerosas referencias, en particular entre los profetas mayores, a
la dimensión retributiva del castigo de Dios a los pecadores. Podemos
encontrar ejemplos como Isaías 1:24; 61:2; 63:4; Jeremías 46:10 y
Ezequiel 25:14. En Salmos 94:1 se habla de Dios como "Dios de las
venganzas." En estos casos, como en la mayoría de los casos del
Antiguo Testamento, el castigo que se imagina se va a producir dentro
de la historia y no en algún estado futuro.
La idea de la retribución también se encuentra en muchos pasajes
narrativos. Para castigar la maldad de toda la raza humana sobre la
tierra, Dios envía el diluvio que destruye la humanidad (Gn. 6). El
diluvio no fue enviado para disuadir a nadie del pecado, ya que los
únicos supervivientes, Noé y su familia, ya eran personas rectas. Y
desde luego no pudo ser enviado para corregir o rehabilitar, ya que
todos los malos fueron destruidos. El caso de Sodoma y Gomorra es
similar. Debido a la maldad de estas dos ciudades, Dios las destruyó.
La acción de Dios fue un simple castigo a sus acciones.
Aunque con menos frecuencia que en el Antiguo Testamento, la idea de
la justicia retributiva también se encuentra en el Nuevo Testamento.
Aquí se hace más una referencia a un juicio futuro que a uno temporal.
Paráfrasis de Deuteronomio 32:35 las podemos encontrar en Romanos
12:19 y en Hebreos 10:30: "Porque escrito está 'Mía es la venganza, yo
pagaré'." En Romanos, el propósito de Pablo es disuadir a los
creyentes de que intenten vengarse del mal que se les haya hecho. Dios
es un Dios de justicia, y los que hacen el mal no quedarán sin
castigo.
No deberíamos pasar por alto otras dos dimensiones o funciones del
castigo. Las advertencias en Deuteronomio de que se tenga cuidado con
el pecado van acompañadas de ejemplos de castigos infligidos a los
pecadores. Estos ejemplos intentaban disuadir a las personas de actuar
mal (Dt. 6:12–15; 8:11; 19–20). Lo mismo ocurre cuando Jeremías le
recuerda a Judá lo que Dios hizo en Silo (Jer. 7:12–14) y cuando
relata el salmista lo que sucedió a la generación que pereció en el
desierto (Sal. 95:8–11). La lapidación de Acán y su familia fue en
parte un castigo por lo que había hecho, pero también fue un medio
para disuadir a otros de actuar de forma similar. Por esta razón el
castigo de los que hacían el mal se hacía con frecuencia en público.
También está el efecto disciplinario del castigo. El castigo se
administraba para convencer a los pecadores del error de sus maneras
de actuar y para apartarlos de ellas. Salmos 107:10–16 indica que el
Señor había castigado a Israel por sus pecados y que ellos en
consecuencia se habían apartado de sus malas acciones, al menos
temporalmente. El salmista en otra parte reconoce que el castigo había
sido bueno para él porque había aprendido los estatutos del Señor
(Sal. 119:71). El escritor de Hebreos nos dice: "porque el Señor al
que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo" (He.
12:6).
En el Antiguo Testamento está incluso un poco la idea de la
purificación del pecado mediante el castigo. Esto al menos se insinúa
en Isaías 10:20–21. Dios utilizará Asiria para castigar a su pueblo.
Como resultado los que queden de Israel aprenderán a apoyarse en el
Señor. "El remanente volverá, el remanente de Jacob volverá al Dios
fuerte."
La manera en que se administra el castigo también es significativa. A
veces se administra de forma indirecta, simplemente mediante la obra
inmanente de Dios en las leyes físicas y psicológicas que ha
establecido en el mundo. El castigo indirecto puede ser externo, como,
por ejemplo, cuando el pecado infringe los principios de la salud y la
higiene y en consecuencia aparece la enfermedad. La persona que se
implica en pecados sexuales y contrae una enfermedad venérea es un
ejemplo que se cita con frecuencia, pero también abundan casos menos
dramáticos. Estamos aprendiendo cada vez más de los psicólogos que el
odio y la hostilidad tienen efectos destructivos en la salud física.
El castigo indirecto también puede tomar la forma de los conflictos
externos (por ejemplo, en la familia de uno) derivados de nuestro
pecado y de las leyes psicológicas que Dios ha ordenado. David puede
ser un caso a tener en cuenta. Debido a su pecado de adulterio con
Betsabé y el asesinato de Uría, se le dijo a David que su casa
sufriría problemas (2 S. 12:10–12). La violación de Tamar, el
asesinato de Amnom por Absalón, y la revuelta de Absalón en contra de
David fueron cumplimientos de esa profecía. Ahora aunque podemos creer
que estas tragedias fueron escogidas y administradas directamente por
Dios para ajustarse al pecado de David, también podemos pensar que son
consecuencias naturales que se desprenden del comportamiento de David
y de la psicología humana básica. Los delitos de los hijos pueden muy
bien haber sido las consecuencias de la propensión de los hijos a
imitar el comportamiento de sus padres o el fracaso de David a la hora
de disciplinar a sus hijos, pensando que sería hipócrita a la vista de
su propio comportamiento. Finalmente, el castigo indirecto puede ser
interno. Por ejemplo, puede conducir automáticamente a un desagradable
sentimiento de culpabilidad, un corrosivo sentimiento de
responsabilidad.
Algunos de los pasajes didácticos de la Biblia enseñan que en algunos
casos hay una relación de causa–efecto entre el pecado y el castigo.
En Gálatas 6:7–8 Pablo utiliza la imaginería de la siembra y la siega
para comparar los resultados del pecado y la justicia. Implica que al
igual que las cosechas proceden de las semillas plantadas, el castigo
surge directamente del acto pecaminoso. Pero aunque Dios a menudo obra
indirectamente a través de las leyes físicas y psicológicas que él ha
establecido, éste no es el único, ni siquiera el principal, medio de
castigo. Es más común el caso en que Dios mediante una decisión
definida y un acto directo impone un castigo. Y también deberíamos
señalar especialmente que incluso cuando el castigo sigue naturalmente
al acto, no es algo impersonal, un infortunio. La ley que gobierna
estos patrones fijos es una expresión de la voluntad de Dios.
El punto de vista cristiano de que Dios castiga indirectamente
mediante los patrones que ha establecido se debe diferenciar del
concepto hindú y budista de karma, según el cual cualquier acto tiene
ciertas consecuencias. Hay una conexión inexorable entre los dos. No
hay nada que pueda romper esta conexión, ni siquiera la muerte, porque
la ley del karma pasa a la siguiente encarnación. Desde el punto de
vista cristiano la secuencia pecado – castigo se puede detener con el
arrepentimiento y la confesión de los pecados, con el subsiguiente
perdón, y la muerte supone una liberación de los efectos temporales
del pecado.
Muerte
Uno de los resultados obvios del pecado es la muerte. Esta verdad se
señala por primera vez en la frase de Dios en la que prohíbe a Adán y
Eva que coman del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal:
"porque el día que de él comieres, morirás" (Gn. 2:17). También se
encuentra de forma clara y didáctica en Romanos 6:23: "la paga del
pecado es muerte." Lo que Pablo quiere decir es que, como los
salarios, la muerte es la compensación adecuada, la recompensa justa a
lo que se ha hecho. Esta muerte que hemos merecido tiene diferentes
aspectos: (1)muerte física, (2) muerte espiritual, y (3) muerte
eterna.
Muerte física
La mortalidad de todos los humanos es un hecho obvio y una verdad que
enseñan las Escrituras. Hebreos 9:27 dice: "Y de la manera que está
establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de
esto el juicio." Pablo, en Romanos 5:12 atribuye la muerte al pecado
original de Adán. Sin embargo, aunque la muerte entró en el mundo
mediante el pecado de Adán, se extendió a todos los humanos, porque
todos pecaron.
Esto plantea la cuestión de si los humanos fueron creados mortales o
inmortales. ¿Habrían muerto si no hubieran pecado? Los calvinistas
básicamente han tomado la posición negativa, argumentando que la
muerte física se introdujo con la maldición (Gn. 3:19). El punto de
vista pelagiano, por otra parte, es que los humanos fueron creados
mortales. Al igual que todo lo que hay en torno a nosotros muere más
pronto o más tarde, lo mismo ocurre y ha ocurrido siempre con los
humanos. El principio de la muerte y la descomposición es una parte de
toda la creación. Los pelagianos señalan que si el punto de vista de
los calvinistas fuese correcto, entonces sería la serpiente la que
tenía razón y Jehová el que estaba equivocado al decir: "porque el día
que de él comieres, ciertamente morirás," ya que Adán y Eva no cayeron
muertos inmediatamente después de cometer el pecado.12 La muerte
física, desde el punto de vista pelagiano, es un acompañamiento
natural al hecho de ser humano. Las referencias bíblicas a la muerte
como consecuencia del pecado se entienden como referencia a la muerte
espiritual, a la separación de Dios, más que a la muerte física.
El problema no es tan simple como puede parecer en un principio.
Suponer que la mortalidad empezó con la caída, y que Romanos 5:12 y
referencias similares del Nuevo Testamento a la muerte hay que
entenderlas como referencias a la muerte física, puede que no se
justifiquen. Un obstáculo a la idea de que la mortalidad física es
resultado del pecado es el caso de Jesús. No sólo no pecó (He. 4:15),
sino que no fue empañado por la naturaleza corrupta de Adán. Sin
embargo, murió. ¿Podría haber afectado la mortalidad a alguien que,
espiritualmente, estuviese en el mismo lugar donde estaban Adán y Eva
antes de la caída? Esto es un enigma. Tenemos datos conflictivos aquí.
¿Es posible escapar de este dilema de alguna manera?
Primero, debemos observar que la muerte física está ligada a la caída
de alguna manera clara. Génesis 3:19 no sería una frase sobre lo que
es y ha sido el caso desde la creación, sino un pronunciamiento de una
situación nueva: "Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que
vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y
al polvo volverás." Además, parece difícil separar las ideas de la
muerte física y la muerte espiritual en los escritos de Pablo, en
particular en 1 Corintios 15. El tema de Pablo es que la muerte física
ha sido vencida mediante la resurrección de Cristo. Los hombres
todavía siguen muriendo, pero el carácter terminal de la muerte ha
sido eliminado. Pablo atribuye al pecado el poder que tiene la muerte
física en ausencia de la resurrección. Pero con Cristo superando la
muerte física, el pecado mismo (y por tanto la muerte espiritual)
queda vencido (vv. 55–56). Si no fuera por la resurrección de Cristo
de la muerte física, seguiríamos en nuestros pecados, esto es,
seguiríamos espiritualmente muertos (v. 17). Louis Berkhof parece
tener razón cuando dice: "La Biblia no conoce la distinción, tan común
entre nosotros, entre una muerte física, espiritual o eterna; tiene
una idea sintética de la muerte y la considera como la separación de
Dios."
Por otra parte, están las consideraciones de que Adán y Eva murieron
espiritual, pero no físicamente en el momento o en el día en que
pecaron, y que incluso Jesús que estaba limpio de pecado pudo morir.
¿Cómo se puede desenmarañar todo esto?
Sugeriría el concepto de inmortalidad condicional como estado para
Adán antes de la caída. No es que fuera capaz propiamente de vivir
para siempre, sino que no tenía por qué haber muerto. Dadas las
condiciones adecuadas, podría haber vivido para siempre. Este podría
ser el significado de las palabras de Dios cuando decidió expulsar a
Adán y Eva del Paraíso y de la presencia del árbol de la vida: "que no
alargue su mano, y tome también del árbol de la vida, y coma, y viva
para siempre" (3:22). Da la impresión de que Adán y Eva, incluso
después de la caída, podrían haber vivido para siempre si hubieran
comido del árbol de la vida. Lo que ocurrió en el momento de su
expulsión del jardín del Edén fue que los humanos, que anteriormente
podían haber vivido para siempre o haber muerto, ahora quedaron
separados de esas condiciones que hacían posible la vida eterna, y por
tanto se volvió inevitable que muriesen. Anteriormente podían morir;
ahora tenían que morir. Esto también significa que Jesús nació con un
cuerpo que estaba sujeto a muerte. Tenía que comer para vivir; si no
hubiera comido, se hubiera muerto de hambre.
Deberíamos señalar que hubo otros cambios como resultado del pecado.
En el Edén los humanos tenían cuerpos que podían enfermar; después de
la caída había enfermedades que podían contraer. La maldición, que
implicaba la muerte de la humanidad, también incluía todo un grupo de
males que podían conducir a la muerte. Pablo nos habla de que algún
día estas condiciones serán eliminadas, y que toda la creación será
liberada "de la esclavitud de la corrupción" (Ro. 8:18–23).
Resumiendo: el potencial de la muerte estaba dentro de la creación
desde el principio, pero también lo estaba el potencial de la vida
eterna. El pecado, en el caso de Adán y cada uno de nosotros,
significa que la muerte ya no es algo meramente posible, sino real.
No hemos intentado definir la muerte física, aunque las teologías más
antiguas la definían como la separación del cuerpo y el alma. Esta
definición no es plenamente satisfactoria, por las razones indicadas
en nuestro tratamiento de la composición de la naturaleza humana
(capítulo 25). Intentaremos definir la muerte física de forma más
completa en la discusión de las últimas cosas. Por ahora, pensaremos
en ella como la terminación de la existencia humana en su estado
corporal o material.
Muerte espiritual
La muerte espiritual está conectada con la muerte física, pero también
se diferencia de ella. Es cuando toda la persona es separada de Dios.
Dios, como ser perfectamente santo, no puede pasar por alto el pecado
o tolerar su presencia. Por tanto, el pecado es una barrera a la
relación entre Dios y los hombres, poniéndoles bajo el juicio y la
condena de Dios.
La esencia de la muerte espiritual se puede ver en el caso de Adán y
Eva. "Porque el día que de él comieres, [el fruto del árbol de la
ciencia del bien y del mal] ciertamente morirás" no significa que
experimentarán la muerte física inmediata. Significa, como hemos
visto, que su mortalidad en potencia, se convertiría en mortalidad
real. También significaba la muerte espiritual, la separación entre
ellos y Dios. Y de hecho, después de que Adán y Eva comieran del
fruto, intentaron ocultarse de Dios porque sentían vergüenza y culpa,
y Dios pronunció severas maldiciones sobre ellos. El pecado trajo como
resultado el alejamiento de Dios. Esta es la paga del pecado de la que
habla Pablo en Romanos 6:23.
Además de este aspecto objetivo de la muerte espiritual, también hay
un aspecto subjetivo. La Biblia con frecuencia declara que la gente
apartada de Cristo están muertos en delitos y pecados. Esto significa,
al menos en parte, que la sensibilidad hacia los asuntos espirituales
y la habilidad para actuar y responder espiritualmente, de hacer cosas
buenas, están ausentes o muy perjudicadas. La novedad de la vida que
es nuestra ahora gracias a la resurrección de Cristo y que se
simboliza en el bautismo (Ro. 6:4), aunque no impide la muerte física,
desde luego implica una muerte al pecado que nos afligía. Produce una
sensibilidad y vitalidad espiritual nueva.
Muerte eterna
La muerte eterna en un sentido real es la extensión y la finalización
de la muerte espiritual. Si uno llega a la muerte física todavía
espiritualmente muerto, separado de Dios, esa condición se hace
permanente. Así como la vida eterna es cualitativamente diferente a
nuestra vida presente y a la vez interminable, de la misma manera la
muerte eterna es la separación de Dios, que es a la vez
cualitativamente diferente a la muerte física y de duración eterna.
En el juicio final las personas que aparezcan ante el trono del juicio
de Dios se dividirán en dos grupos. Los que sean juzgados como justos
serán enviados a la vida eterna (Mt. 25:34–40, 46b). Y los que sean
juzgados como injustos serán enviados al eterno castigo o al fuego
eterno (vv. 41–46a). En Apocalipsis 20 Juan escribe sobre una "segunda
muerte." La primera muerte es la muerte física, de la cual nos libera
la resurrección, pero no nos exime. Aunque todos acabamos sufriendo la
primera muerte, la cuestión importante para cada individuo es si se ha
superado la segunda muerte. A los que participan en la primera
resurrección se les denomina "bienaventurados y santos." Se dice que
sobre ellos la segunda muerte no tiene potestad (v. 6). En la última
parte del capítulo, la muerte y el Hades son lanzados al lago de fuego
(vv. 13–14), al que fueron lanzados anteriormente la bestia y el falso
profeta (19:20). A esto se le denomina la segunda muerte (20:14).
Cualquiera cuyo nombre no se encuentre escrito en el libro de la vida
será lanzado al lago de fuego. Este es el estado permanente de lo que
el pecador escogió en vida.
Hemos examinado los resultados que tiene el pecado en las relaciones
del hombre con Dios. Esta es la principal área que se ve afectada por
el pecado. David había pecado sin duda contra Urías, y de alguna
manera también contra Betsabé, e incluso contra la nación de Israel.
Sin embargo, en su gran salmo penitencial oró: "Contra ti, contra ti
solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos" (Sal. 51:4).
Incluso donde no hay dimensión horizontal del pecado, Dios se ve
afectado por él. El argumento de que ciertas acciones no son malas, si
se realizan con consentimiento y nadie resulta perjudicado, no tiene
en cuenta el hecho de que el pecado es principalmente contra Dios y
principalmente afecta a la relación entre el pecador y Dios.
Efectos en el pecador
Esclavitud
El pecado también tiene consecuencias internas para la persona que lo
comete. Estos efectos son variados y complejos. Uno de estos es su
poder de esclavizador. El pecado se convierte en un hábito o incluso
en una adición. Un pecado lleva a otro. Por ejemplo, después de matar
a Abel, Caín se sintió obligado a mentir cuando Dios le preguntó dónde
estaba su hermano. Algunas veces se requiere un pecado más grande para
cubrir un pecado más pequeño. Habiendo cometido adulterio, David pensó
que era necesario cometer un asesinato para esconder lo que había
hecho. Algunas veces el patrón se hace fijo, de manera que el acto se
repite prácticamente de la misma manera. Este fue el caso de Abraham.
En Egipto mintió sobre Sara, diciendo que era su hermana en lugar de
su mujer, lo que trajo como consecuencia que el faraón la tomase por
mujer (Gn. 12:10–20). Más tarde Abraham repitió la misma mentira con
Abimelec (Gn. 20). Parece que no había aprendido nada del primer
incidente. Incluso su hijo Isaac más tarde repitió la misma mentira
con respecto a su mujer Rebeca (Gn. 26:6–11).
Lo que alguna gente considera libertad para pecar, libertad de las
restricciones que impone la obediencia a la voluntad de Dios, es en
realidad la esclavitud que produce el pecado. En algunos casos el
pecado tiene tanto control y poder sobre la persona que esta no puede
escapar. Pablo recuerda que los cristianos romanos habían sido
"esclavos del pecado" (Ro. 6:17). Pero el dominio que el pecado tiene
sobre el individuo se quiebra con la obra de Cristo: "Porque la ley
del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del
pecado y de la muerte" (Ro. 8:2).
Huida de la realidad
El pecado también trae como resultado el no querer enfrentarse a la
realidad. No enfrentamos de forma realista las dimensiones duras de la
vida, y especialmente las consecuencias de nuestro pecado, en
particular, el crudo hecho de la muerte (He. 9:27). Una manera de
evitar este hecho es mediante el lenguaje positivo. Ya nadie se muere;
sino que "fallece." Se hace parecer la muerte como un viajecito
placentero. Ya no hay cementerios ni tumbas en nuestra sociedad
moderna. En su lugar tenemos "parques memoriales." Y la experiencia de
envejecer, que señala la proximidad de la muerte, se enmascara
cuidadosamente con eufemismos como "personas mayores" y "edad dorada,"
incluso con "segunda juventud." Esto de disfrazar o ignorar la muerte
a veces es una manera de negarla, que en realidad es un signo de miedo
a la muerte. La supresión de la idea de que la muerte es la paga del
pecado (Ro. 6:23) subyace en la mayoría de nuestros intentos por
evitar pensar en ella.
Negación del pecado
Acompañando a nuestra negación de la muerte está la negación del
pecado, de diferentes maneras. Se le puede dar otro nombre para que ya
no sea reconocido como pecado. Se puede considerar un asunto de
enfermedad, de privación, de ignorancia o quizá de un desajuste social
en el peor de los casos. Karl Menninger escribió sobre este fenómeno
en su libro Whatever Became of Sin? (¿Qué le sucedió al pecado?) Negar
la existencia del pecado es una manera de deshacerse de la penosa
conciencia de nuestro mal comportamiento.
Otra manera de negar el pecado es admitir lo equivocado de nuestras
acciones, pero no aceptar nuestra responsabilidad en ellas. Vemos que
esta dinámica funciona en el primer pecado. Cuando se enfrentó a la
pregunta del Señor: "¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido
del árbol de que yo te mandé no comieses?" (Gn. 3:11), Adán respondió
echando la culpa a otro: "La mujer que me diste por compañera me dio
del árbol, y yo comí" (v. 12). La reacción inmediata de Adán fue la de
negar la responsabilidad personal: él sólo había comido inducido por
Eva. Pero el intento de Adán de echar la culpa implicaba todavía más
porque lo que dijo fue: "La mujer que me diste por compañera me dio
del árbol, y yo comí." Adán intentó pasar la culpa incluso a Dios,
porque si Dios no le hubiera dado la mujer a Adán, este no habría
estado expuesto a tentación. La mujer aprendió rápidamente del ejemplo
de su marido: "La serpiente me engañó, y comí" (v. 13). La serpiente
no tenía a nadie a quien echar la culpa, así que el proceso se detuvo
allí. Sin embargo, es de destacar que el juicio cayó sobre los tres:
Adán, Eva y la serpiente. El hecho de que alguien más hubiera
instigado los respectivos pecados de Adán y Eva no eliminó su
responsabilidad. Tanto los pecadores como el instigador fueron
castigados.
Intentar pasar nuestra responsabilidad a otros es una práctica común.
Ya que dentro de nosotros suele haber una sensación de culpa que se
intenta erradicar desesperadamente. Pero intentar pasar nuestra
responsabilidad a otro agrava el pecado y hace que el arrepentimiento
sea menos probable. Todas las excusas y explicaciones que ofrecemos
por nuestras acciones son signos de la profundidad de nuestro pecado.
Apelar al determinismo para explicar y justificar el pecado es
sencillamente una forma sofisticada de negación.
Autoengaño
El autoengaño es el problema subyacente a la negación del pecado.
Jeremías escribió: "Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y
perverso; ¿quién lo conocerá?" (17:9). Los hipócritas de los que a
menudo hablaba Jesús probablemente se engañaban a sí mismos antes de
intentar engañar a otros. Señaló hasta qué puntos tan ridículos puede
llevar el autoengaño: "Y por qué miras la paja que está en el ojo de
tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?" (Mt.
7:3). David denunció la injusticia del hombre rico en la parábola de
Natán que tomó la única oveja del hombre pobre, pero no se da cuenta
de la idea central de la parábola (su propia injusticia al tomar a la
mujer de Urías) hasta que Natán se lo hace ver (2 S. 12:1–15).
Insensibilidad
El pecado también produce insensibilidad. A medida que continuamos
pecando y rechazando las advertencias y las condenas de Dios, vamos
respondiendo cada vez en menor medida a los avisos de la conciencia.
Aunque al principio uno puede sentir pesar al cometer una
equivocación, el resultado final del pecado es que ya no nos mueve la
Palabra y el Espíritu. Con el tiempo incluso se pueden cometer pecados
muy serios sin sentir ningún remordimiento. Un caparazón, una costra
espiritual, por así decirlo, crece en nuestra alma. Pablo habla de
aquellos que "tienen cauterizada la conciencia" (1 Ti. 4:2) y de
aquellos cuyas mentes se han oscurecido por haber rechazado la verdad
(Ro. 1:21). Quizá el ejemplo más claro en el ministerio de Jesús sean
los fariseos, que, habiendo visto los milagros de Jesús y oído sus
enseñanzas, atribuyeron lo que era obra del Espíritu Santo a Belcebú,
el príncipe de los demonios.
Egoísmo
También aparece un incremento del egoísmo como resultado del pecado.
De muchas maneras el pecado es un volverse hacia uno mismo que se
confirma con la práctica. Llamamos la atención sobre nosotros mismos y
nuestras buenas cualidades y logros, minimizando nuestros fallos.
Buscamos favores especiales y oportunidades en la vida, queriendo
tener ventajas que no tenga nadie. Estamos alerta hacia nuestros
propios deseos y necesidades, mientras que ignoramos los de los demás.
Inquietud
Finalmente, el pecado produce inquietud. Hay un cierto carácter
insaciable en el pecado. Nunca hay una satisfacción total. Aunque
algunos pecadores pueden tener una relativa estabilidad durante un
tiempo, el pecado al final pierde su habilidad para satisfacer. Como
el hábito a una droga, se aumenta la tolerancia, y resulta más fácil
pecar sin sentir punzadas de culpa. Además se necesita una dosis más
grande para producir los mismos efectos. En el proceso, nuestros
deseos aumentan tan rápidamente como nuestra capacidad para
satisfacerlos o incluso más rápido. Se dice que a la pregunta "¿Cuánto
dinero necesita un hombre para sentirse satisfecho?" John D.
Rockefeller respondió: "Sólo un poco más." Como un mar inquieto y
agitado, los malvados nunca alcanzan la paz.
Efectos sobre la relación con otros humanos
Competitividad
El pecado tiene también un efecto enorme en las relaciones entre los
humanos. Uno de los más significativos es la proliferación de la
competitividad. Como el pecado le hace a uno cada vez más egoísta y
centrado en sí mismo, es inevitable que surjan conflictos con los
demás. Queremos el mismo puesto, el mismo compañero matrimonial, o el
mismo terreno que otro tiene. Cada vez que uno gana, otro pierde. El
perdedor, por resentimiento, a menudo se convierte en una amenaza para
el ganador. La persona que tiene éxito siempre sufrirá la ansiedad de
saber que otros pueden intentar recuperar lo que han perdido. Por lo
tanto, no hay ganadores en la carrera de la competitividad. La versión
más extrema y a gran escala de la competición humana es la guerra, con
su indiscriminada destrucción de propiedades y vidas humanas. Santiago
es bastante claro sobre los factores principales que conducen a la
guerra: "¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros?
¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?
Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis
alcanzar; combatís y lucháis" (Stgo. 4:1–2). Hemos observado
anteriormente que el pecado esclaviza, conduciendo a más pecado.
Santiago confirma esta observación con su afirmación de que el pecado
de la codicia conduce a los pecados del asesinato y la guerra.
Incapacidad para identificarse con los demás
La incapacidad para identificarse con los demás es una consecuencia
importante del pecado. Preocupándonos por nuestros deseos personales,
nuestra reputación y opiniones sólo vemos nuestra propia perspectiva.
No nos podemos poner en el lugar de los demás y apreciar también sus
necesidades, o ver cómo se podría entender una situación de una manera
diferente. Esto es lo contrario de lo que Pablo recomendó a sus
lectores: "Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con
humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo;
no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo
de los otros. Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en
Cristo Jesús" (Fil. 2:3–5).
Rechazo de la autoridad
El rechazo de la autoridad a menudo es una ramificación social del
pecado. Si encontramos seguridad en nuestras posesiones y logros,
cualquier autoridad externa resulta amenazadora. Como nos limita para
hacer lo que queremos hacer, la resistimos o ignoramos. En el proceso,
por supuesto, se pueden pisotear muchos otros derechos.
Incapacidad de amar
Finalmente, el pecado trae como resultado la incapacidad de amar. Como
los demás se interponen en nuestro camino, representando competencia y
amenaza para nosotros, no podemos actuar para conseguir su bienestar
si nuestro objetivo es la satisfacción personal. Y así sospechas,
conflictos, amarguras e incluso odios surgen de la auto-absorción o
del perseguir valores finitos que han suplantado a Dios como centro de
la vida del pecador.
El pecado es un asunto serio; tiene efectos muy amplios, en nuestra
relación con Dios, con nosotros mismos y con los demás humanos. Según
esto, se requerirá una cura que tenga efectos de una extensión
similar.
Erickson, M. J. (2008). Teología sistemática. (J. Haley, Ed., B.
Fernández, Trans.) (Segunda Edición, pp. 614–632). Viladecavalls,
Barcelona: Editorial Clie.
--
ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor
http://adonayrojasortiz.blogspot.com
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