May 3, 2019
Un cuento chino
Lima
El presidente Alberto Fujimori estaba sentado en una silla de cedro un poco más alta que su cabeza. Esa mañana Vladimiro Lenin Ilich Montesinos, el poder detrás del trono, le había dicho: —Ingeniero, cámbiese usted los calcetines blancos, no van con ese traje oscuro. La ropa marcando cuatro arrugas sobre el vientre, las manos entrelazadas, ese traje ceñido al cuerpo. Y las piernitas más cortas que las patas de la silla. Los piececitos colgaban, estaban suspendidos en el aire. La grandeza se hallaba en la talla del barroco cuzqueño labrado en aquella silla. El rostro del presidente, sus ojos diminutos, la vertiente de los párpados reducida al lado izquierdo... Todo era tan indefinible como la luminosidad de Lima. Igual que todas las mañanas, detrás del gesto debía estar agazapado el terror que lo acompañó desde cuando le dijeron que podría ser presidente de la República. Durante la campaña, sus oponentes políticos habían descubierto que él y su mujer eran evasores de impuestos. Si lo llevaban ante la justicia y, además, hacían pública la denuncia, Fujimori iría a la cárcel. Adiós Presidencia de la República. Hasta siempre, dignidad. Pero Francisco Loaiza, entonces el hombre más cercano a Fujimori, le presentó a Vladimiro Lenin Ilich Montesinos, —Ingeniero, aquí tiene al hombre. Una ficha clave, usted sabe: capaz de desaparecer de la Fiscalía cualquier documento secreto. Tres días más tarde regresó Montesinos con un paquete de folios bajo el brazo. —¿Y esos documentos? Con ellos pueden crucificarme— dijo Fujimori. —Los conservaré yo—, respondió Montesinos y luego le advirtió: Planean un atentado contra su vida. Fue una de las pocas veces que en el rostro de Fujimori se dibujó algo. Estaba aterrado. —Tengo contactos en el Servicio de Inteligencia. Yo puedo conjurar el peligro—, le explicó Montesinos y se despidió. Fujimori preguntó por qué Montesinos se llamaba Vladimiro Lenin Ilich y le explicaron que su padre, un intelectual, y su tío Alfonso, otro intelectual, eran leninistas y al chico le pusieron ese nombre. Y luego le castraron la posibilidad de determinar su propio destino: vivían en un lugar pobre porque el padre, a pesar de su socialismo inmaculado, era escribano de la curia peruana, y con lo poco que ganaba debía sostenerlos a todos. Pero además bebía. Y cuando regresaba a casa ponía a arder unos cirios y se acostaba dentro de un ataúd. Los vecinos entraban a mirarlo y reían. Luego del amanecer, el padre despertaba a sus pequeños y los hacía cantar la Internacional Socialista. Si bajaban el tono de la voz porque el espectáculo los avergonzaba, él los obligaba a repetirla. Cuando Vladimiro Lenin Ilich Montesinos pisaba la calle, era el hazmerreír de Arequipa. Un poco después, la madre murió de pena. Creció silencioso. Quería ser abogado, soñaba con las leyes y la literatura, con tocar el violonchelo, pero su padre lo metió al ejército. Los militares peruanos trajinaban entonces ideas de izquierda. Unos años más tarde, siendo teniente, Montesinos llevó a Francisco Loaiza hasta la casa de su familia: un barrio miserable, una vivienda con cuatro trastos en desorden. Sobre una cama estaba el cadáver del padre y sobre la pequeña mesa y en el suelo, frascos de barbitúricos vacíos. Montesinos miró a Loaiza y le preguntó: —¿Crees que este hijo de puta llegue a arruinar mi carrera militar con el suicidio? ¡Y Alberto Fujimori! Ese no es su verdadero nombre. De acuerdo con algunos rasgos de la cultura japonesa, su padre tomó el apellido de un amo para el cual sirvió en los campos de aquel Japón feudal que antecedió a Pearl Harbor y llegó a su final con McArthur. Aparte de su familia y de dos o tres amigos muy cercanos y, desde luego, de Montesinos, nadie sabe con precisión dónde nació, cuándo nació y cómo nació ¿En el Japón antes de que sus padres emigraran? ¿En alta mar? ¿Luego de llegar al Perú? Pocos días antes de alcanzar el poder, Montesinos le dijo: —Ingeniero, es muy grave aspirar a la Presidencia sin haber nacido en el Perú: la cárcel, la persecución... Francisco Loaiza lo calló con la mirada. Horas después se presentó ante Fujimori con dos sobres en la mano. Le entregó uno con la fotocopia de los registros civiles tachados en algunos apartes, y retuvo el segundo. —¿Qué contiene ese?—, le preguntó Fujimori y Montesinos respondió: —Las fotocopias de los originales antes de ser adulterados. Las conservaré yo. En los recuerdos de Fujimori hay una secuencia profunda: el ataque sorpresa de los japoneses a la base estadounidense en Hawái y la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial determinaron una infancia de aislamiento y pavor, pues los estadounidenses ordenaron en estos países cazar a los emigrantes provenientes del Eje. En Colombia el Gobierno le declaró la guerra a Alemania, Italia y el Japón. Capturaron a los inmigrantes alemanes y los enviaron a dos campos de concentración cercanos a la capital. Estupenda ocasión no solamente para reafirmar su amor a Washington, sino para quedarse con los bienes de un enemigo industrioso. Les robaron todo. En el Perú no hubo alambradas. Los japoneses eran cazados y luego de ser seleccionados de acuerdo con lo que los estadounidenses llamaban "la edad militar", los separaban de sus familias y los llevaban por mar a campos de confinamiento en los Estados Unidos. Roosevelt pensaba que aquellos campesinos podrían destruir el Canal de Panamá. A los demás, la Policía los despojaba de sus bienes y los chantajeaba bajo la amenaza de la extradición. Si hasta entonces los japoneses no eran allí bien acogidos, lo de Pearl Harbor hirió el sentimiento más sublime de la clase dirigente del Perú, y a partir de allí comenzaron a ser mirados con menos consideración que los mestizos, los indios y los negros. Cuando llegó al poder, Fujimori traía ese sabor. Primer paso: los japoneses, entonces el uno por ciento de la población peruana, pasaron a ocupar el veinte por ciento de la nómina del Estado. Meses antes de su victoria electoral, avanzaba la campaña presidencial. Montesinos apareció una mañana con dos hojas de papel en la mano y mientras se las entregaba, le preguntó: —Ingeniero: ¿usted ha sostenido estas conversaciones telefónicas? Fujimori leyó el texto y, —Sí, abogado. ¿Qué está sucediendo? Luego de una mirada y un silencio largo, Montesinos le explicó: —Ingeniero, la Marina ha interceptado sus comunicaciones. Lo quieren acorralar— pero, agregó dibujando una sonrisa fría como es él—. Duerma usted tranquilo. Yo estoy en capacidad de conjurar el atropello. Quien había interceptado los teléfonos de Fujimori era el mismo Montesinos. Llegó el triunfo. Fujimori no lo podía creer. A pesar de todo, jamás había soñado con llegar a la Presidencia de la República. Le enviaron un auto negro con dos pequeñas banderas del Perú al frente, seis motociclistas, coches escolta. A su lado se acomodó Francisco Loaiza: —Fujimori parecía en estado catatónico: no respiraba, no hablaba, no se movía dentro de aquel coche. Esa noche, el Chino estaba pasando de la limonada al crack—, dice Loaiza. Celebraría el triunfo en un restaurante con la gente de su equipo. Montesinos no iría. Deseaba mantenerse tras la sombra del caudillo, pero antes de partir le dijo delante de Loaiza: —Ingeniero, traman envenenarlo. Fujimori asistió a la cena pero no comió, no bebió nada. Apenas despegó los labios para decir algo. Ahí nació en él un temor que lo acompañaría siempre, y en adelante tuvo a su lado a un cocinero de confianza. Diez años después, antes de huir derrotado, hizo un viaje silencioso a Nueva York. Para sus ministros era innecesario, absurdo. Allí se alojó en el Waldorf Astoria, vigilado por una escolta de seguridad que le procuraron los estadounidenses. La mañana siguiente, su secretario personal se comunicó con el cónsul del Perú y le preguntó dónde podía comprar una pizza sana. —¿Sana? Aquí todo es sano—, respondió aquel y el secretario le explicó: —Es que el señor presidente desconfía de la cocina del Waldorf y de la escolta estadounidense: piensa que pueden envenenarlo. Los diez años de Fujimori en el poder estuvieron marcados por el terror y las fugas recurrentes. En cuanto Montesinos lo atemorizaba con la figura de un atentado contra su vida, el Chino se refugiaba en la embajada del Japón, en Lima, o en las instalaciones del Servicio de Inteligencia, territorio de Montesinos. En el Perú a todo aquel que tenga los ojos rasgados, así sea japonés, le dicen "chino". Cuando Fujimori, un profesor de matemáticas desconocido fue elegido presidente, el país lo llamó "el chino de la suerte" y llevó ese sobrenombre hasta el día que escapó del Palacio de Pizarro dejando a la primera dama, su hija Keiko Sofía, navegando en el vacío. Se fue sin una explicación, y una vez en Tokio renunció por correo electrónico. Desde luego, ella quedó dando la cara por algunos actos del gobierno de papá. Mucho antes, cuando Montesinos se consolidó como amo del Servicio de Inteligencia Nacional, una institución cuyo nombre aún aterra a los peruanos, encontró allí a Segisfredo Luza, un psiquiatra que figuraba como consultor científico o algo así. Era el cerebro de una locura llamada "operaciones psicosociales". Tres décadas atrás, Segisfredo había llegado a convertirse en el gurú emplumado del sicoanálisis ante la clase intocable de Lima. Se casó con una mujer de la alta sociedad, algo inconcebible allí para un mestizo, y de su mano pudo asomarse al ghetto de los blancos. Luego se movió en el mundo de aquellos. Era el dueño de sus temores y de sus complejos, de sus fobias y de sus inseguridades. Bueno, pues una tarde se posó en el diván una pintora llegada de una provincia pequeña y él comenzó a tratarla, y se enamoró de ella. Y ella de él. Y, claro, Marta, la artista, terminó peinándose y vistiéndose como la esposa de Segisfredo. Unos meses después de conocerlo, se hizo la cirugía plástica en la cara. —La clase no se consigue con el trazo de un bisturí en el mentón, dice Francisco Loaiza. Teresa, así se llama la esposa, parece una mujer fuera de serie. En una de las pocas fotografías que encontré en la prensa de entonces, se ve sentada al lado de Segisfredo en la plaza de toros de Acho. Lleva un sombrero claro con una cinta que cae y unos anteojos de sol, y mira hacia el lado contrario de su marido. Ella sola perece llenar el tendido. El cuento es que la pintora quería casarse con Segisfredo y aprovechando un viaje de la pareja a España, le dijo a un amigo árabe: "Casémonos". Armaron la coreografía para una escena de celos y cuando el amante regresó, le hicieron saber la fábula y, hombre, una noche este citó en su consultorio a Fares —así se llamaba el árabe—, y le pegó tres balazos. La historia es que cuatro días antes, Segisfredo había comenzado a buscar al joven en el café Haití, en su trabajo, en el taller donde Marta se reunía con otras pintoras, en su casa, en el bar tal… El joven había rentado una habitación al comienzo de un pasadizo. Para llegar hasta allí cruzaba frente a una sala con tres o cuatro muebles antiguos. Luego había un patio. El portero... —¿Cómo es su nombre?... ¿Marco? —¿Marco, qué? —¿Cornejo? Bonito apellido. Marco: ¿dónde duerme usted? —En el segundo patio, atrás... —Y, ¿Fares? —Ah. Es un hombre callado. Debe llegar mucho antes de la media noche. No lo escucho nunca. Con esta información, Segisfredo regresó al consultorio, tomó una pluma, un recetario y escribió: Hora, once de la noche Abrir puerta En la cabeza. Martillo Cargar cuerpo Cerrar puerta Y luego: Bolsas de plástico Mazo de madera Cuerda Lata con combustible Pensaba penetrar hasta la habitación de Fares y una vez dormido le machacaría la cabeza, se llevaría el cadáver a un parque y le metería candela. Pero ese día por algún motivo que nunca contó, cambió su plan y citó a Fares a las seis de la tarde en el consultorio: "Me preocupaba que el tratamiento de Marta pudiera sufrir trastornos con el matrimonio, pero, además, quería regalarle un retrato al óleo de la chica", había escrito en la historia médica de su amante. A las seis y media de aquel día llegó Fares. Segisfredo no lo había visto nunca. Era más alto que él. Lo pesó con los ojos: ¿setenta y cinco kilos? Para Fares, el siquiatra era un alfeñique: cincuenta y nueve kilos, un metro sesenta y ocho. Él debía superarlo por lo menos en ocho centímetros. Sigisfredo lo invitó a que se sentara frente a su escritorio. "Aquí mueren los complejos", leyó el joven en el muro y cuando retiró la mirada se encontró con dos balazos. Retrocedió algunos pasos y cayó. Parecía agonizar, las manos cerradas a la altura de las orejas, las uñas incrustadas en la palmas. Segisfredo acercó el arma a su cabeza y le disparó una vez más. Guardó el revólver en el cajón del escritorio y salió: no vio a nadie en la tercera planta. En la cuarta, luz en el consultorio del doctor de La Rada: (Nada especial), pensó. La segunda permanecía vacía; el portero escuchaba la radio en la primera: todo en calma, no había oído ningún ruido. A las siete de la noche, "Segis" regresó al consultorio, tachó los puntos anteriores y continuó con la lista: Empacarlo Asegurarlo Sacó una alfombra de la alacena, envolvió el cadáver y empezó a atarlo con un cable. Un poco antes de las ocho, se sentó en el diván y revisó una vez más el recetario: Llevarlo hasta el Jaguar Incinerarlo fuera El cable era fuerte pero delgado, le maltrataba las manos. Entonces sacó un par de correas y cuando iba a colocarle al cadáver la primera a la altura del pecho, escuchó el teléfono. Uno de sus pacientes había entrado en crisis. Le dijeron que debía ir inmediatamente a la clínica. Ajustó la correa y cuando estaba terminando con la segunda a la altura de las rodillas, volvió a sonar el teléfono: —Papito lindo, es tarde, estamos esperándote para cenar. Vente pronto. Podrían ser las nueve cuando llegó a casa, comió algo, su mujer lo notó alterado pero él se refirió al paciente. Tendría que salir nuevamente. Estuvo en la clínica hasta las doce. A las doce y media volvió al consultorio, pero sus piernas y sus brazos de acero del comienzo de la noche, ahora eran de hilo. En la alacena había guardado sábanas, un mono de albañil, una chaqueta de cuero negro, cuello alto. (Que la ropa de paño no se manche. Que no se manche). Se caló el mono y encima la chaqueta... (Abotonarla bien sobre las muñecas, ojo con los puños de la camisa). Tomó una botella con agua oxigenada y un paquete con algodón. Los rastros de sangre comenzaban al pie del escritorio y llegaban hasta el umbral de la sala de espera donde había un charco. Limpió. Se incorporó para tomar aire y caminó hasta el ascensor. En el aparcadero colocó la parte trasera del Jaguar a pocos pasos de la puerta del ascensor y abrió la bodega, subió nuevamente hasta el 304 y empezó a bregar con el cadáver. A la una y media lo tenía abrazado y se movía paso a paso por el pasadizo. Un metro adelante se deslizaron los zapatos del muerto. Lo apoyó contra el muro y guardó los zapatos dentro de sus bolsillos. Finalmente penetró en el ascensor. El cadáver cayó hacia un lado. Lo enderezó. Cayó hacia el otro. Lo dejó así. Una vez en el aparcadero creyó no poder arrastrarlo más. (¡Coño! Si es que para cargar un ataúd se necesitan seis). Volvió a abrazar el rollo y empezó a arrastrarlo un metro, dos… (Creí haber dejado el auto más cerca). Estaba extenuado. Lo recostó contra el auto, pero rodó por el suelo. (Arriba, arriba, hijo de…) Cada minuto el muerto pesaba más, logró meter su cabeza dentro de la bodega del Jaguar, empujó cuanto pudo pero solo logró introducir la mitad del cuerpo. Las piernas no entraban a partir de las rodillas, quiso doblarlas pero no pudo. Lo sacó de allí, lo recostó una vez más contra el auto. El cadáver rodó por el suelo, lo volvió a levantar, se sentó algunos minutos, tomó aire. Tenía una sed tremenda pero volvió a la carga: acomodó ahora las piernas hacia el rincón contrario tratando de ganar más espacio, pero el tronco no entraba. (Este Jaguar es un coupé. Si tuviera cuatro puertas, este fardo hubiera cabido en el asiento posterior). El cadáver estaba erecto. (La rigidez cadavérica, ¿cómo no pensé en eso?) Fares pesaba igual que una columna de cemento. Sin embargo, lo haló fuera y volvió a recostarlo contra el coche. (He debido citarlo a las doce de la noche, liquidarlo y bajarlo antes de que se entumeciera). Como ya no tenía fuerzas ni espacio donde acomodarlo, se inclinó sobre el bulto y aferrándose a él empezó a llorar. A las dos de la mañana, deberían ser las dos, sacó de sus bolsillos los zapatos y los tiró dentro de la bodega. La cerró. Alejó el Jaguar hasta su lugar en el aparcadero, arrastró nuevamente la roca dentro del ascensor y una vez más subió a la tercera planta y recorrió aquel pasadizo, centímetro a centímetro. Mares de sudor. Finalmente, el 304. Lanzó el cadáver al suelo colocando su cabeza sobre la mancha roja. Lo desenvolvió, guardó la alfombra dentro de la alacena, tomó el martillo de madera y se golpeó uno de los pómulos. En el espejo del baño vio una mancha amoratada bajo su ojo derecho. A las cuatro de la mañana ingresó a la Prefectura de Policía: —Inspector, maté en defensa propia. A las seis le confesó a su abogado: no pude con él. En Fares había juventud. En aquel momento, él tenía treinta y ocho, Fares veintiuno y Marta veinte. Durante "el juicio del siglo", en el Palacio de Justicia, el juez, el secretario, el escribano, los miembros del jurado y hasta los guardias se colocaron anteojos oscuros: temían que Segisfredo penetrara en su alma. Una vez en aquel tribunal —ahora tenía barba—, comenzó a dar voces y a forcejear con los policías, tratando de evidenciar su alienación. La sentencia dice que el psiquiatra cometió el crimen impulsado por una pasión obsesiva hacia Marta, y por los celos intensos. Pero, a todas estas, ¿Fares era bisexual? El forense Antonio del Busto habló de "pederastia pasiva antigua". Hombre de poco fiar porque sobre su dictamen pesaba un antecedente: tres meses atrás, durante el proceso contra una tal Sarita Laínes acusada de haber dado muerte a su amante, certificó que la acusada era virgen. Una junta de patólogos estableció más tarde: "Sarita es madre de dos hijos". La pena fue benigna. Quien juzgó a Segisfredo se basó "en un grave estado de alteración de la conciencia, alimentado por la fuerza incontenible de su ira e intenso dolor al sentir que un tercero le arrebataba a su amada". Sus palabras entrecortadas pero siempre vehementes, el forcejeo con los guardias y tras cada pugilato ese desmadejarse y luego levantar la mirada al techo en busca del amparo divino, surtieron efecto en los jueces de los ojos ahumados. De lo contrario le hubiesen impuesto la condena que ordenaban los códigos. Luego lo enviaron a un manicomio donde volvió a ser rey. No en vano se trataba del psiquiatra que valía un Perú. Pero un poco después, el centésimo nonagésimo cuarto dictador del Perú, un general de cara arisca —"Cuando seas militar tienes que mostrar el gesto áspero para que no te tachen de blando, es decir, de civil"—, le habían dicho cuando ingresó a la escuela militar: Lo cierto es que una mañana, "mi" general, dijo: —En alguna mazmorra de este país se debe estar pudriendo un hombre talentoso. Y peligroso porque al parecer domina los cerebros. Búsquenlo y tráiganmelo. Una semana después, el dictador firmaba un perdón y olvido, o amnistía, o algo cercano a aquello, y Segisfredo pasó a las filas del Servicio de Inteligencia como consultor. Tiempo recuperado: En el Servicio, su invención fueron las operaciones psicosociales: Que se aparezca la Santísima Virgen, o el rostro del Señor del Gran Poder en el tronco de un árbol en cualquier avenida limeña, o bien la resurrección de la amante de Drácula en un cementerio cercano al mar, o simplemente una guerra con el Ecuador. Sí. Una guerra provocada. Una guerra perdida en el campo, pero ganada en las pantallas de la televisión limeña, en las cuales, más allá de los aviones despanzurrados y los cinco tanques soviéticos despidiendo columnas de vapor antes del primer disparo, el presidente Fujimori chapoteaba en el barro de la selva al lado de algunas geishas como les decían en el Perú a un grupo de periodistas que se exhibían ahora a su lado. Sí. Él había sido el artífice de la victoria en una guerra con sabor a patria y reelegirlo como presidente era un acto patriótico. Desde luego, como lo había calculado Montesinos, la guerra corrió paralela al tramo final de la campaña de reelección presidencial y en ese clima, quien contradijese al Chino era machacado en la plaza pública y en los diarios y en los programas de televisión comprados por el Servicio de Inteligencia, de manera que logró incubarse una verdadera operación psicosocial cuyo resultado fue un sentimiento, según el cual, nadie podía estar en desacuerdo con el comandante de las tropas peruanas en la heroica guerra de la selva. Y lo reeligieron como Presidente de la República. Esa guerra, perdida en el campo pero ganada en los videos, le dio los votos: cinco años más en la cumbre. El caso es que cuando Montesinos ascendió al poder, encontró a Segisfredo moviendo su batuta en una sección del Servicio de Inteligencia que manejaba a la prensa y la propaganda del Gobierno. Transcurrieron los años y una vez fuera del poder, como todos los políticos y los empresarios del Perú, el psiquiatra decía que para él Fujimori era un espejismo… Juraba que no lo había conocido personalmente. Nunca había estado cerca de él. Jamás. —Y, ¿a Montesinos? —Por favor. Tampoco lo vi nunca, jamás hablé con él—, respondía nervioso. La verdad es que, Montesinos había sido el amo del Servicio de Inteligencia, pero una vez en el pavimento, Segisfredo, su amigo y servidor decía que nunca había alternado con aquel. Hoy en el Perú la palabra Montesinos tiene el espectro de la lepra en la Edad Media. Recién puesto de patitas en la calle, en la televisión una periodista le preguntó a Segisfredo por las Vírgenes atormentadas y los Santos que lloraban sangre. —Hablemos de las operaciones psicosociales, le dijo ella frente a la cámara—, y él paseó los ojos por la nada, tomó en sus manos la gorra que le cubría los cabellos teñidos de rojo, y respondió: —No sé de qué me está hablando usted, señorita. Para no enredar las cosas, la solución era decir que Montesinos no había sabido tampoco de la existencia de Segisfredo, a pesar de que ambos eran de Arequipa, ciudad de intelectuales y políticos republicanos, bajo un volcán que invade el cerebro de las gentes con una energía especial, y las hace especiales en comparación con el resto de los peruanos. Recordando el día que afloró a la luz pública que la matanza de un grupo de desarrapados en un barrio de Lima había sido ejecutada por miembros del Ejército y del Servicio de Inteligencia enviados por Montesinos, y el escándalo se tornó incómodo, "y enojoso", según el presidente Fujimori, en la dirección de Inteligencia dijo Segisfredo: —Cristo, la Santísima Virgen. ¡Urgente! Lo emotivo es lo que funciona en estos casos. —¿Una broma?—, preguntó Montesinos. —No, una operación psicosocial, respondió Segisfredo y envió a un tallador a grabar la figura del Señor del Gran Poder en un árbol. Pero el Señor tenía que llorar. Las lágrimas deberían ser la savia del árbol. Sin embargo, tres horas después se canceló la operación. Los árboles de Lima estaban resecos en aquella estación. No lloraban. ¿Qué hacer? Segisfredo recordó al párroco de una iglesia de su ciudad que se había llenado de oro gracias a las lágrimas de una Virgen y se fue hasta allá. En la sacristía se ocupó de que los matones a su lado dejaran ver las armas: —Padre —le preguntó al párroco—¿cuál es el secreto de las lágrimas de la Virgen? —Hijo, es algo íntimo de los párrocos, un secreto que nos enseñó la curia en Roma. Uno de los guardaespaldas hizo sonar el seguro de la ametralladora: —Padre, ¿cuál es el secreto? —Bueno, sí, hijo, es algo católico, ya te lo dije. Sí, las lágrimas... ¿Sabes? Se le pone glicerina bendecida a la Santísima Virgen, y, hombre, pues, llora. Glicerina. Pero eso no se puede divulgar, hijo mío. El asunto es que una Virgen de yeso empezó a derramar lágrimas el amanecer siguiente en El Callao y conmovió a sus habitantes. Luego a los de Lima y más tarde al resto del Perú, porque los medios de prensa saturaron sus espacios con plegarias, especulación y morbo. Y las gentes olvidaron la matanza. No mucho tiempo después se supo de otro crimen colectivo. Se trataba de estudiantes. Era apenas el comienzo del primer período de Fujimori y desde luego, los asesinos pertenecían al Servicio de Inteligencia y al Ejército. En el centro estaba Montesinos. —La Virgen, la Virgen que llora—dijo aquel un lunes y Segisfredo dictaminó: —Doc, los clímax no deben repetirse. Esta vez resucitaremos a la amante de Drácula. Mira una cosa: se me acaba de ocurrir que si Transilvania tiene a su Drácula, Escocia a su monstruo del lago Ness, Haití a sus zombis, Tibet a su Hombre de las nieves y Callao a su Virgen que llora, a partir de mañana Pisco tendrá a Sarah Ellen, la amante de Drácula. Tomó un auto y se fue a Pisco. En el nicho 118 de lo que allí llaman El Cuartel de San Alberto en el cementerio local, halló el nombre: "Sarah Ellen". A la fecha de ese lunes le restó la del día de la muerte de Sarah tallada en la lápida y obtuvo ochenta años. Llamó a dos famosos contadores de historias pisqueñas y grabó esta en sus cabezas: el próximo sábado, Sarah Ellen resucitará y se cumplirá la maldición que ella misma lanzó antes de ser embaulada: "Dentro de ochenta años regresaré con sangre". Sarah había nacido en un lugar de Inglaterra llamado Blackburn. Como dicen los novelistas anglosajones de la época, "sus penetrantes ojos celestes y su cabello dorado" cautivaron a Drácula y Drácula fue su amante. Pero la verdad es que Sarah mordió a muchos hombres, pero una noche, en pleno frenesí clavó sus colmillos en el cuello de un noble y la nobleza la castigó. La empacaron viva dentro de un ataúd de plomo y la expulsaron de Inglaterra. El ataúd hizo un largo viaje por el Atlántico y luego a través del Caribe en busca de un Campo Santo donde no preguntaran nada, y finalmente fue a parar en la bóveda número 118 del cementerio municipal de Pisco. La tarde del viernes posterior a la matanza de los estudiantes, Pisco fue invadida por los medios de prensa del Perú y la historia enloqueció a la gente. Segisfredo ordenó desde el Servicio de Inteligencia llevar allí conjuntos de rock y trajes negros para los músicos y mil dentaduras de goma con colmillos largos para los jóvenes, mazos, crucifijos, estacas de madera y ajos como protección. Pisco ocupó las cámaras de televisión y millares de personas terminaron cantándole a Sarah, pero nada se alteraba en el nicho. A las doce de la noche no se movía ni la hoja de un árbol: no había brisa. A la una tampoco. A la una y quince uno de los hombres que trajo a los músicos, gritó: —Sarah no resucitará, ha aceptado nuestra súplica. Ahora ella es la Diosa del Amor Imposible. Músicos: que suenen a partir de este instante Seiscientas Sesenta y Seis baladas de amor. Al amanecer del domingo, Perú parecía haber olvidado la matanza de los estudiantes. Las historias de aquel gobierno eran así. Eran como Fujimori y Montesinos: ambos marginales, ambos paranoicos, pero el segundo un manipulador titulado que también partió de la nada. En el Ejército era un oficial de grado inferior y en pocos años llegó a posesionarse de un país entero. Él permeó todos los niveles de la nación y alcanzó los segmentos más increíbles de una sociedad versallesca y compleja como la peruana. Un año después de la posesión de Fujimori, Montesinos estaba en el teléfono, en la ducha, debajo de la cama, en los bares, en las industrias, en los bancos. Era socio, amigo, testigo, árbitro de la concupiscencia. Montesinos fue brutalmente eficiente en un tiempo tan corto, porque logró controlar a la sociedad peruana a través de un tercero. Llegó a penetrar los temores más ocultos, a descubrir las fantasías más sofisticadas de la clase dirigente del Perú. En todo encuentro, Montesinos era el barman, en todo pecado, Mefistófeles con una cámara de video. Él convirtió el video en un arma política, y su epílogo en el poder estuvo a tono con lo suyo: el que a video mata, a video muere. A la vez, su vida deja un rastro de traiciones. La deslealtad es su marca de fábrica. Él ha traicionado a todo el mundo, comenzando por sus múltiples esposas, pero hay algo maravilloso: todas ellas le son eminentemente fieles. A un abogado primo suyo que lo sacó de la cárcel, le quitó luego el bufete y más tarde a su mujer. Pero a esa mujer la dejó abandonada, pues se fue con otra amante. Ambas son ahora sus testaferros. Fujimori tampoco es el más leal. Para decirlo en pocas palabras, siempre fue frágil frente a Montesinos pero implacable ante Susana Higuchi, su esposa. Un poco después de llegar al palacio, ella, descendiente también de japoneses "pero yo sí, peruana, peruanísima", protestó: no estaba de acuerdo con las matanzas veladas. No estaba de acuerdo con que la familia de Fujimori se quedara con parte de unos auxilios que le enviaron del exterior. No estuvo de acuerdo, ¡por Dios!, con que Rosa, la hermana del presidente, terminara vendiendo en su boutique la ropa que enviaron del Japón como ayuda para los desposeídos. La respuesta fue una novela de Valle-Inclán en Sudamérica, un siglo después de Alfonso Doce: Fujimori cubrió con rejas el área que ocupaba en palacio la primera dama y la aprisionó allí dentro de una jaula, como lo hiciera con Abimael Guzmán, el guerrillero de Sendero Luminoso. Ella relataba luego cada paso en aquella estancia durante un mes, sin luz, sin teléfonos, sin compañía. Una mañana recordó una historia que le contó "don Alberto Fujimori" cuando eran novios: Él tendría seis o siete años y fue a buscar a un amigo. Entonces los japoneses criaban pollos y gallinas en Lima. Vivían en solares en los cuales levantaban ranchos pequeños y el resto lo ocupaban con jaulas. Cuando Fujimori llegó allí, el padre del chico le permitió seguir y encontró al amigo de pie, inmóvil dentro de una de las jaulas, con gallinas sobre la cabeza, sobre los hombros, picoteándole los pies descalzos... El hombre lo había castigado con la rigidez propia de la cultura japonesa. Finalmente, Susana Higuchi logró escapar del Palacio Presidencial disfrazada con un hábito de las dominicas de Santa Rosa de Lima. Quería denunciar públicamente muchas cosas, pero una vez en la calle, se encontró con los resultados de otra operación psicosocial: la primera dama es una loca. La gente la creyó alienada y respondió con silencio. Fujimori aún tenía mucho poder. Era un siervo japonés que había llegado a emperador en Sudamérica. Hoy él está derrotado, humillado, sin honor, pero sin deseos de hacerse el haraquiri, porque en la evolución de su vida le faltó una etapa: nunca fue Samurai.
Castro Caycedo, Germán. Huellas (Spanish Edition) . Grupo Planeta - Colombia. Kindle Edition.
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