Un intérprete de la Ley se levantó y dijo, para probarlo:
—Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?
Él le dijo:
—¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees?
Aquel, respondiendo, dijo:
—Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo.
Le dijo:
—Bien has respondido; haz esto y vivirás.
Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús:
—¿Y quién es mi prójimo?
Respondiendo Jesús, dijo:
—Un hombre que descendía de Jerusalén a Jericó cayó en manos de ladrones, los cuales lo despojaron, lo hirieron y se fueron dejándolo medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y al verlo pasó de largo. Asimismo un levita, y llegando cerca de aquel lugar, al verlo pasó de largo. Pero un samaritano que iba de camino, vino cerca de él y, al verlo, fue movido a misericordia. Acercándose, vendó sus heridas echándoles aceite y vino, lo puso en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él. Otro día, al partir, sacó dos denarios, los dio al mesonero y le dijo: "Cuídamelo, y todo lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando regrese". ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?
Él dijo:
—El que usó de misericordia con él.
Entonces Jesús le dijo:
—Ve y haz tú lo mismo.
Reina Valera Revisada (1995). 1998 (Lc 10.25–37). Miami: Sociedades Bı́blicas Unidas.
Respecto al amor que, sin que se le pida, nos da en nuestra necesidad
1. La parábola del buen samaritano (Lc. 10:25–37). Esta parábola está relacionada con una pregunta dirigida a Jesús por un «intérprete» de la Ley –no uno de los escribas o maestros de Jerusalén, sino probablemente un experto en la ley canónica judía,2 que puede ser que actuara en aquel distrito de modo profesional, aunque probablemente no para ganarse la vida. En consecuencia, no hallamos aquí el rencor o malicia que caracteriza a sus colegas de Judea. En un capítulo previo se ha mostrado que este relato posiblemente se halla en su lugar propio en el Evangelio de Lucas (ver cap. V). Hemos insinuado también que las palabras de este intérprete de la Ley sugieren o bien que él mismo pertenecía, o bien aludía al pequeño grupo de rabinistas que, por lo menos en teoría, atribuían mayor valor a las buenas obras que al estudio. En todo caso, no hay ocasión para imputarle directamente motivos aviesos. Conociendo los hábitos de su clase, no vacilamos en poner su pregunta como para «tentar» –pero en el sentido de probar, poner a prueba– al gran rabino de Nazaret. Hay muchos casos similares en los escritos rabínicos de encuentros entre grandes maestros, cada uno intentando implicar al otro en dificultades dialécticas y disputas sutiles. En realidad, esto era parte del Rabinismo, y llevó a una trivialización penosa y fatal de la verdad en que todo pasaba a ser cuestión de sutileza dialéctica, y no había nada realmente sagrado. Lo que se requiere mantener a la vista es que, para este intérprete, la pregunta que hizo era sólo teórica, no de interés práctico ni de intensa preocupación personal, al revés de la del joven rico que no mucho después hizo una pregunta similar al Señor (Lc. 18:18–23).
Parece que estamos abriendo los testimonios de una pugna regular rabínica cuando escuchamos este problema especulativo: «Maestro, ¿qué he de hacer para heredar la vida eterna?». En la base de esto está la noción de que la vida eterna era una recompensa al mérito, a las obras; la única cuestión era: ¿cuáles eran estas obras? La idea de culpa no había entrado en su mente; no tenía concepto de pecado de ninguna clase. Era el antiguo Judaísmo de la justicia propia hablando sin disfraz; que fue el terreno definitivo sobre el que se rechazó a Cristo y se le crucificó. Ciertamente, había una manera en que un hombre podía heredar la vida eterna, no verdaderamente que tuviera un derecho absoluto a ella, pero (como los escolásticos habrían dicho: de congruo) como resultado del pacto de Dios en Sinaí. Y así nuestro Señor, usando la expresión rabínica común, «¿cómo lees?» (מאי קראת), señaló las Escrituras del Antiguo Testamento.
La respuesta del «intérprete» es notable, no sólo por sí sola, sino porque en la sustancia, y aun literalmente, era la misma dada en otras dos ocasiones por el mismo Señor (Mt. 19:16–22; 22:34–40). Aparece pues la pregunta respecto al punto de dónde había derivado su respuesta, ya que no hemos de esperar que tuviera comprensión espiritual. Por lo que se refiere al deber del amor absoluto a Dios, indicado por la cita de Deuteronomio 6:5, no podía haber naturalmente vacilación alguna en la mente de un judío. La obligación primaria de éste es mencionada con frecuencia –y en realidad dada por sentada– en los escritos rabínicos. La repetición de esta orden, que en el Talmud recibe la interpretación más complicada y extraña,3 formaba parte de las oraciones diarias. Cuando Jesús remitió al intérprete de la Ley a la Escritura, éste no podía por menos que mencionar esta obligación principal. De modo similar, habló como un intérprete rabínico cuando se refirió en segundo lugar a nuestro prójimo, tal como manda Levítico 19:18. El Rabinismo nunca se cansaba de citar como uno de los dichos característicos de su gran maestro Hillel (el cual como se sabe vivió antes de este tiempo), que él había resumido la Ley en la breve extensión de estas palabras: «No hagas a otro lo que tú aborreces. Ésta es toda la Ley; el resto es su explicación» (Shabb. 31 a, sobre la mitad). De modo similar, el rabino Akiba enseñaba que Levítico 19:18 era la regla principal, podríamos casi decir, el sumario principal de la Ley (בתורה כלל גדול) (Yalkut i. 174 a, final; Siphra sobre el pasaje, ed. Weiss, p. 89; también Ber. R. 24, final). Con todo, los dos principios acabados de mencionar no son enunciados en conjunción por el Rabinismo ni propuestos seriamente en el sentido de que contengan toda la Ley o garanticen el cielo. Están sujetos, como veremos pronto, a serias modificaciones. Una de éstas, por lo que se refiere a la forma negativa en la que lo puso Hillel en tanto que Cristo la puso positivamente (Mt. 7:12),4 ya se ha hecho notar antes. La existencia de estas modificaciones rabínicas, y la circunstancia ya mencionada de que en otras dos ocasiones la respuesta de Cristo mismo a una pregunta similar fue precisamente la de este intérprete de la Ley, sugieren que esta pregunta puede haber sido ocasionada por alguna enseñanza de Cristo que él había escuchado, y que la réplica del intérprete puede haber sido estimulada por lo que Jesús había predicado respecto a la Ley.
Si se pregunta por qué Cristo parece darle su asentimiento a la respuesta del intérprete, como si realmente indicara la solución correcta de la gran cuestión, replicamos: ninguna otra respuesta podía habérsele dado. En el terreno de las obras –si esto hubiera sido defendible– éste era el camino del cielo. Para entender cualquier otra respuesta se habría requerido un sentido de pecado; y éste no podía serle impartido por medio de razonamientos, tenía que ser experimentado. Es la predicación de la Ley la que despierta en la mente un sentimiento de pecado (Ro. cap. 7). Además, si no moralmente, al menos mentalmente, la dificultad de este «camino» pronto se sugeriría por sí misma a un judío. Éste, por lo menos, es un aspecto de la contrapregunta con que «el intérprete» ahora procuró replicar a Jesús.
Es posible que haya aquí una complejidad de motivos –porque no conocemos las circunstancias–, y puede que la conducta del intérprete, o su corazón, estuviera especialmente afectada por lo que había ocurrido hacía poco, si bien no hay duda alguna acerca del objeto principal de la pregunta: «Pero ¿quién es mi prójimo?». El intérprete deseaba «justificarse a sí mismo» en el sentido de vindicar su pregunta original y mostrar que no era tan fácil de establecer como parecía implicar la respuesta de Jesús. Y aquí Cristo podía mostrar en una «parábola» a qué distancia se hallaba el Judaísmo ortodoxo de una observancia tan perfecta de esta Ley que le hubiera capacitado para ganar el cielo. Así podía llevar a este hombre a sentir sus pecados y deficiencias y despertarle a un sentimiento de su gran necesidad. Esto naturalmente sería el aspecto negativo de esta parábola; el positivo es para todos los tiempos y para todos los hombres.
La pregunta «¿Quién es mi prójimo?» ha sido siempre el resultado del Judaísmo (que hay que distinguir de la religión del Antiguo Testamento) y también su maldición. Sobre este punto es un deber hablar con franqueza, especialmente ante las malvadas persecuciones a que los judíos se han visto sometidos y expuestos a causa de ella. Diga lo que diga el Judaísmo moderno en sentido contrario, hay un fundamento de verdad en la antigua acusación pagana contra los judíos de odium generis humani (odio a la humanidad). Dios había separado a Israel para sí mismo mediante la purificación y la renovación, y éste es el sentido original de las palabras «santo» y «santificar» en el hebreo (קרש). Ellos se separaron a sí mismos en justicia propia y engreimiento –y éste es el significado original de las palabras «fariseo» y «fariseísmo» (פרוש). Al decir esto no echamos la culpa sobre los individuos; es el sistema el que falla. La pregunta «¿Quién es mi prójimo?» ocupa frecuentemente al Rabinismo. La respuesta a la misma es demasiado clara. ¿Cómo es posible conciliar un pasaje rabínico como el que hallamos en Ab. Zar. 26 a, que instruye directamente a que los idólatras no han de ser librados de un peligro inminente en tanto que los herejes y los apóstatas incluso han de ser guiados al mismo, con Éxodo 23:5. Por si hubiera dudas, otro pasaje (Bab. Mez. 32 b) lo discute de tal forma que, a la luz del mismo, no hay manera de exculpar la afirmación anterior a pesar de los malabarismos críticos que se hagan. Se nos dice en esta última discusión que, ¡excepto en los casos en que se hace con miras a evitar actos de hostilidad!, no hay que descargar al animal que ha caído y está bajo su carga en el caso de que pertenezca a un gentil; por lo cual, la expresión (Éx. 23:5) «el asno del que te aborrece» ha de ser entendida en el sentido de que esta persona es judía, pero no, repetimos, si este enemigo es gentil (ישראל ולא שונא אייה שונא) (Bab. Mez. 32 b, línea 3 desde la base).
No hay necesidad de proseguir este tema. Pero no es posible imaginar una reprobación más completa de la estrechez de miras judía, y una enseñanza universal más plena, generosa y espiritual que la de la parábola de Cristo. El escenario y el colorido son puramente locales. Y aquí hemos de recordar que, si bien admitimos la legitimidad de la aplicación más amplia de los detalles con propósitos homiléticos, hemos de tener cuidado en no insistir buscando a los mismos una interpretación estrictamente exegética.5
Alguien ha salido de la Ciudad Santa, la metrópolis del Judaísmo, y va por la carretera solitaria del desierto, cuyas veintiuna millas hasta Jericó son un trayecto notorio por lo arriesgado; esta persona «cae en manos de ladrones, que le despojan; e hiriéndole, le dejan medio muerto». Ésta es la primera escena. La segunda se abre con una expresión que, teológica y exegéticamente, es del máximo interés. La palabra traducida por «coincidió» o «azar» (συγκυρία) sólo ocurre en este lugar, porque la Escritura en general ve las cosas con relación a agentes más bien que a los resultados. Como ya se ha notado (Libro 3, cap. XX, hacia el final), el significado real de la palabra es «concurrir», muy semejante a la palabra hebrea (פקרה). Y una mejor definición no puede darse, ciertamente, de la «Providencia», que es una abstracción pagana para la cual la Biblia no tiene equivalente, sino para la realidad concreta de que Dios lo provee. Él provee mediante la concurrencia de circunstancias, todas naturales, y en la sucesión de la causación ordinaria (y esto lo distingue del milagro), pero la «concurrencia» de lo que es dirigido y rectificado por Él. Y esto nos ayuda a poner a un lado las pruebas burdas de la realidad de la oración y el gobierno directo de Dios que los hombres proponen en ocasiones. Estos barcos gigantescos no pueden navegar en unas aguas tan someras.
Fue por una de estas «concurrencias» que primero un sacerdote y luego un levita descendieron por el camino, y cada uno, sucesivamente, «cuando le vio, pasó por el otro lado». Fue el principio del preguntar «¿Quién es mi prójimo?» el que llevó a ambos, sacerdote y levita, a esta conducta despiadada. ¿Quién sabe quién era este herido, y cómo había llegado allí en aquel estado?; ¿se les llamaba a ellos que ignoraban todo esto para que cargaran con la molestia, quizá a riesgo de su propia vida, que habría implicado el cuidarle? Este Judaísmo (en las personas de sus dos representantes principales), por su atención exclusiva a la letra, había llegado a destruir el espíritu de la Ley. Por suerte, pasó otro por aquel camino, no sólo un extranjero, sino un samaritano, despreciado y medio pagano. Éste no se preguntó quién sería el hombre, sino qué necesidad tenía. Prescindiendo de los sentimientos del judío herido en otras circunstancias, el samaritano demostró que era un verdadero «prójimo». «Vino cerca de él y, viéndole, fue movido a compasión; y acercándose, le vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole sobre sus propia cabalgadura, lo llevó a un mesón», un lugar de hospedaje y descanso, cuya designación (πανδοχεῖον) ha pasado al lenguaje rabínico (פונדקא). Estos mesones u hospederías, a la vera de las rutas poco frecuentadas, ofrecían posada gratis al viajero. Pero en general también ofrecían provisiones, en cuyo caso, naturalmente, el huésped, que solía ser una persona no israelita, cobraba lo provisto o el cuidado proporcionado. En el presente caso el samaritano parece que cuidó él mismo al herido aquella noche. Pero este cuidado no era suficiente. La mañana siguiente, antes de emprender de nuevo el viaje, dio al mesonero dos denarios (un chelín y dos peniques para nosotros), que era el jornal de dos días (Mt. 20:2), como si dijéramos el salario de dos días de trabajo para cuidarlo; en el bien entendido de que si hubiera más gastos, fuera porque el herido no se hubiera recobrado bastante para viajar o porque tenía que darle algo más, el buen samaritano lo pagaría cuando volviera a pasar por allí.
Hasta aquí la parábola cuya lección había de anunciar el mismo intérprete de la Ley: «¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de ladrones?». Aunque evitando poner el nombre samaritano en su labios, especialmente dado el sentido de la parábola y su implicación antirrabínica, el intérprete contestó: «El que usó de misericordia con él»; a lo que el Salvador replicó: «Ve, y haz tú lo mismo».
Se pueden sacar aún más lecciones. La parábola no implica una mera ampliación de las ideas judaicas, sino un cambio completo de las mismas. Es verdaderamente una parábola del Evangelio, porque el conjunto de la antigua relación de mero deber es cambiado en el de amor. Así, las cosas son colocadas en un plano enteramente distinto del plano del Judaísmo. La pregunta no es ahora «¿Quién es mi prójimo?», sino «¿De quién soy yo el prójimo?». El Evangelio responde la pregunta del deber señalándonos el amor. ¿Quieres saber quién es tu prójimo? Hazte un prójimo de todos mediante el máximo servicio que puedas hacerles en su necesidad. Y así el Evangelio no iba a abolir la enemistad entre los hombres, pero pondría un puente sobre su separación. Así que la parábola es verdaderamente cristiana y, más que esto, señala a Aquél que en nuestra gran necesidad se hizo prójimo para nosotros, incluso a un coste muy elevado. Y de Él, así como por medio de su Palabra, hemos de aprender nuestra lección del amor.
Edersheim, A. (2009). Comentario Bíblico Histórico (G. P. Grayling & X. Vila, Trans.) (1068–1070). VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA: Editorial CLIE.
Como a uno de vosotros trataréis al extranjero que habite entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto.u Yo, Jehová, vuestro Dios.
Paz de Cristo!
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