¿Una modernidad autoritaria?
Hasta hace unas pocas décadas en nuestras ciudades existían espacios físicos e instituciones que facilitaban algún grado de convivencia entre personas de diferentes estamentos y grupos sociales.En los cafés de los centros de las ciudades convivían y platicaban políticos, intelectuales, comerciantes y estudiantes universitarios, y algo parecido sucedía en las iglesias, cuando la gente todavía asistía a misa en proporciones elevadas. Los parques, los tranvías y luego las busetas y los buses, antes de que se masificara el automóvil particular, mal que bien también fueron espacios y medios de encuentro entre gentes de orígenes diversos. La universidad pública, aunque tenía una cobertura muy baja, permitió a los estudiantes de provincia interactuar con profesores y estudiantes de las familias más acomodadas de la capital.
Con el paso del tiempo, esos espacios de encuentro y esas instituciones que permitían en alguna forma acercar a unos estamentos sociales con otros han ido desapareciendo o transformándose en forma radical. Los cafés de los centros de las ciudades o desaparecieron o dejaron de ser lugares de encuentro cuando fueron reemplazados por cafés gourmets altamente estratificados. Los parques han sentido la competencia de los centros comerciales, en tanto que la universidad privada fragmentó a la población universitaria, mientras la gente dejó de ir a misa en las proporciones que lo hacía antes. Además, con la masificación del automóvil, muchos estudiantes de los sectores más acomodados dejaron de utilizar el transporte público.
Estos cambios resquebrajaron esos espacios e instituciones en los que los miembros de los distintos grupos sociales podían interactuar y verse a los ojos, pero hubo, al menos, una institución que aguantó las arremetidas de un nuevo mundo moderno: la familia.
Hasta la llegada de la radio y luego la televisión, la familia fue un lugar de reunión y convivencia por excelencia. Se comía y se rezaba juntos y, sobre todo, se aprendía a hablar y a escuchar mirando a los ojos a los papás y a los hermanos. En alguna medida, la televisión comenzó a quebrantar esta escuela fundamental de convivencia, pero, mal que bien, la convivencia se mantuvo y era posible dialogar.
Pero, con la llegada de la internet, las tabletas y los teléfonos móviles se está rompiendo el papel de la familia como formadora de seres dialogantes, tal como lo ha ilustrado el sociólogo polaco Zygmunt Baumann. En lo que él denomina la "modernidad líquida," la familia ya no come unida, ni reza unida, ni siquiera ve la televisión unida.
Se dirá que ahora hay más parques que antes, que se construyen muchos centros comerciales o que las ciclovías y el Transmilenio son también lugares de convivencia. Esto es cierto, pero también es cierto que por esos espacios transitan, caminan y trotan miles de hombres y mujeres que parecen zombies, con audífonos en los oídos o pegados como autómatas a celulares y tabletas.
Las consecuencias políticas y sociales del uso de todas esas tecnologías son impredecibles. Quizá la más preocupante es que el diálogo, no sólo entre estamentos sociales, sino en el interior de cada estamento y de cada grupo social está desapareciendo y con ello las antiguas formas de solidaridad, convivencia y defensa con que ha contado la sociedad civil.
¿Será que al atomizarse la sociedad estaremos cada vez más expuestos a nuevas formas de dominación por parte de los centros de poder y en particular del Estado?
Santiago Montenegro | Elespectador.com
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