viernes, 25 de marzo de 2016

La providencia de Dios

La providencia de Dios

Un teólogo contemporáneo inicia su discusión sobre la providencia de Dios con la siguiente cita: «Conforme más envejezco, creo más en la providencia divina y menos en mis explicaciones de ella». Muchos de nosotros podemos identificarnos con el autor anónimo de esta cita en su situación teológica y existencial. Estoy pensando, por supuesto, en los que a través de varias décadas hemos visto la mano providencial del Señor manifestándose en nuestra vida y en la de otros seres humanos. Ciertamente, una cosa es estudiar la providencia divina, sentir su acción en carne propia, y atreverse a definirla, y otra muy distinta querer explicarla en diálogo con la teología de ayer y de hoy y con las ciencias humanas.

Sin embargo, hay motivos poderosos para no rehuir el tema. Primero, la doctrina de la providencia de Dios tiene su fundamento en la Biblia. No es de invención humana. Pertenece al «consejo de Dios»; y, por lo tanto, es imperativo enseñarla (Hch 20:27). Segundo, la creación y la providencia están fuertemente ligadas en las Escrituras. En estas páginas ya hemos estudiado un poco la obra del Creador; pero nuestra reflexión no estaría completa si dejáramos por un lado la doctrina de la providencia. Según el teólogo reformado Heinrich Heppe (1820–1879), «no podemos entender correctamente la creación a menos que simultáneamente abracemos la doctrina de la providencia». Tercero, el propósito misionológico de este libro nos obliga a considerar, por lo menos de manera introductoria, la acción providencial del Señor en la naturaleza, y en la vida humana, tanto en lo individual como en lo colectivo. Nos enseñan las Sagradas Escrituras que la providencia divina tiene que ver con la totalidad de la creación: con el mundo físico, con la vida vegetal, animal, y hominal; con todos los grupos humanos, en su respectivo contexto económico, cultural, social y político; con todo el ser humano, en la totalidad de su vida personal, familiar y social.

En otras palabras, el tema bíblico de la providencia contribuye a darle equilibrio a nuestro mensaje misionero, porque todo ser humano (hombre o mujer) tiene un cúmulo de necesidades que no se limitan a lo físico, o material, ni a lo puramente espiritual. De modo que nuestra reflexión sobre la providencia divina aspira a ser bíblica en su fundamento y contenido, y misionológica en su énfasis y propósito.

La palabra «providencia»

Varios autores llaman nuestra atención al hecho de que no hay en el hebreo del Antiguo Testamento una palabra que sea equivalente a nuestro vocablo castellano «providencia». Sin embargo, el concepto se enseña y se ilustra de diferentes maneras en las páginas antiguotestamentarias. Por ejemplo, en Génesis 22, Abraham le dice a su hijo Isaac: «Dios se proveerá de cordero para el holocausto»; y al lugar donde ambos están le da el nombre que significa «Jehová proveerá» (vv. 8, 13–14). Este nombre nos hace pensar en la provisión que viene de Dios para las necesidades de sus criaturas.

Algunos teólogos usan el verbo pronoéo y el substantivo prónoia en busca de fundamento neotestamentario para su enseñanza sobre la providencia divina. Pero hay lexicógrafos que señalan que estos vocablos no se emplean en el Nuevo Testamento con referencia a la acción providencial de Dios. Sin embargo, esta acción se ve también en las Escrituras neotestamentarias.

Definiciones y descripciones teológicas

La idea de providencia en el catolicismo

1. El catolicismo tradicional. Podemos remontarnos por lo menos al Concilio Vaticano I (1870) para conocer el concepto que la Iglesia Católica tenía de la providencia divina en aquellos tiempos. Dice el Concilio: «Ahora bien, todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y gobierna, alcanzando de un confín a otro poderosamente y disponiéndolo todo suavemente […] Porque todo está desnudo y patente ante sus ojos (Heb 4:13), aun lo que ha de acontecer por libre acción de las criaturas».

En su encíclica Humani generis (12 de agosto de 1950), Pío XII dice que Dios «protege y gobierna el mundo por su providencia». Nótese que en ambos documentos se usan conceptos de protección y gobierno para definir, o explicar, la providencia divina.

Ludwig Ott, teólogo católico, contemporáneo de Pío XII, sigue lo dicho por el Vaticano I con respecto a la providencia, y distingue entre «providencia general», que se extiende a todas las criaturas, incluso a los que no han recibido el don de la razón; «providencia especial», que se refiere a todas las criaturas racionales, sin excluir a los pecadores, y «providencia especialísima», concedida a los predestinados. Con respecto a la manera en que Dios realiza su plan eterno universal, Ott distingue entre «providencia mediata», en la cual Dios usa causas mediatas y creadas (causas secundarias), y «providencia inmediata», que Dios mismo lleva a cabo. Hay también, según Ott, «providencia ordinaria» y «providencia extraordinaria» (por ejemplo en los milagros y en otras obras sobrenaturales del Creador).

2. Catolicismo posterior al Concilio Vaticano II. Citaremos dos documentos. En el Diccionario Teológico de Karl Rahner y H. Vorgrimler leemos que la providencia divina significa:

[…] el proyecto del mundo creado, planeado por la sabiduría de Dios que todo lo conoce, incluso los actos libres de las criaturas, y por la voluntad santa y amorosa de Dios, que omnipotentemente lo soporta y condiciona todo […] En este proyecto queda incluida la libertad de la criatura, sin que ello acarree su anulación […] En virtud de este proyecto dirige Dios en su eternidad el curso del mundo y de su historia. Y en él también dirige la historia salvífica humana hacia la meta (escatología) conocida y querida por Él de antemano.

En estas explicaciones se le da énfasis a la providencia como el gobierno de Dios en la historia del mundo y de la humanidad, desde el origen de esta historia hasta su consumación. Se le da énfasis también a la cooperación de la criatura en la realización del «proyecto», y a la disposición salvífica del Creador.

El otro documento es el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, publicado por orden de Juan Pablo II en 1992. El propósito de esta obra catequística es «la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano I». Con respecto a la providencia, el Catecismo dice:

La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado vía» (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección. […] la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata: tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia. Las Sagradas Escrituras afirman con fuerza la soberanía absoluta de Dios en el curso de los acontecimientos […] Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas […] Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos […] Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por causas segundas.

En su definición y explicación de la providencia divina el Catecismo se apega básicamente a lo decretado por el Vaticano I. Mantiene las ideas de preservación, gobierno, y concurrencia (o sea la colaboración de los seres humanos, como causas segundas, en la realización del designio de Dios). Es notorio el énfasis en la colaboración humana «para completar la obra de la creación», y la aclaración de que el Señor actúa en las obras de sus criaturas. En respuesta al problema del mal, se dice que por estar la creación en camino de su perfección última, con el bien existe también el mal.

La idea de providencia en el Protestantismo

1. En términos generales, para la Teología Reformada la providencia de Dios es la obra por la cual Él preserva todas las cosas por Él creadas y las gobierna para gloria de su Nombre y salvación de los creyentes. Heppe explica que «la providencia incluye una triple actividad: preservación […] concurrencia o cooperación con causas secundarias, y gobierno».

L. Berkhof, teólogo reformado, ampliamente conocido entre nosotros por su Teología Sistemática, ofrece la siguiente definición de la providencia:

Aquel continuado ejercicio de la fuerza divina por medio de la cual el Creador preserva a todas sus criaturas, opera en todo lo que tiene que suceder en el mundo y dirige todas las cosas hacia su determinado fin.

Luego, Berkhof también indica que hay tres elementos en la providencia, es decir, preservación, concurrencia y gobierno; pero que algunos de los más recientes dogmáticos «hablan solamente de dos elementos: preservación y gobierno».

El distinguido teólogo reformado Charles Hodge (1797–1878), dice que la providencia «incluye preservación y gobierno».

2. Por su parte, el eminente profesor bautista, Dr. Augustus H. Strong (1836–1921), distingue entre preservación y providencia, y afirma que mientras la preservación significa mantener la existencia y los poderes de las cosas creadas, la providencia consiste en cuidar de ellas y gobernarlas. «La providencia es el medio que Dios usa para hacer que todos los eventos del universo físico y moral cumplan el propósito original para el cual fueron creados». Y añade: «Así como la creación explica la existencia del universo, y la preservación explica la continuación de dicha existencia, la providencia explica su evolución y progreso».

G. H. Lacy, también profesor bautista, escribió su Introducción a la Teología Sistemática basándose en las obras de A. H. Strong (bautista) y Charles Hodge (reformado), y en su definición de la providencia dice que ésta incluye «la preservación y el gobierno», según lo que enseña Hodge.

3. Los autores del libro Explorando Nuestra Fe Cristiana, explican que su propósito es «proveer una introducción al cristianismo wesleyano tal como se lo enseña en las iglesias que están dentro del movimiento de santidad».

En el capítulo 8, que trata de Dios y el Mundo, se define la providencia como «la doctrina que se ocupa del cuidado y la continua preservación del universo por parte de Dios», y se afirma que antes que pueda profesarse una doctrina adecuada de la providencia, son necesarios tres supuestos fundamentales:

La inmanencia de Dios en el mundo (lo cual no niega su trascendencia); la preservación tanto de la naturaleza como de sus procesos, y la uniformidad, o sea que Dios, en la naturaleza, es el fundamento de toda ley y de todo orden. En el resumen del capítulo leemos que éste considera «tres aspectos de la relación entre Dios y el cosmos: su creación, su providencia, que relacionamos con la oración y los milagros, y el siempre perturbador problema de la existencia del mal en un universo que está sujeto al gobierno de un Dios bueno».93 Uno de los tres aspectos importantes de la relación de Dios con el mundo es el gobierno que Él ejerce sobre un universo en el que existe el mal; pero este aspecto gubernativo es diferente de la providencia, que los autores relacionan con la oración y los milagros. Sin embargo, en la exposición del tema han dicho que uno de los supuestos fundamentales para poseer «una doctrina adecuada de la providencia» es «la preservación tanto de la naturaleza como de sus procesos». En otras palabras, también esta doctrina wesleyana incluye de alguna manera la preservación y el gobierno como elementos de la providencia. Relaciona el gobierno especialmente con el problema del mal, y de manera muy particular con la actitud que el cristiano debe asumir ante ese problema. De este modo, el énfasis cae en la providencia y la ética personal, o individual.

4. En lo que toca al pensamiento evangélico latinoamericano, vale la pena darle un vistazo al libro Providencia y Revolución, del escritor peruano Pedro Arana Quiroz, ingeniero, pastor presbiteriano en su país, miembro del grupo fundador de la FTL, y líder cristiano muy respetado al nivel nacional e internacional. Su libro «intenta ser un prefacio a la reflexión teológica sobre la responsabilidad social cristiana, con referencia a una situación revolucionaria». Se acerca al tema desde lo que él considera como «el único punto de inicio de la teología bíblica evangélica y reformada: la soberanía de Dios. Soberanía que se manifiesta en sus obras de creación, providencia, redención y juicio». Según su entender, la providencia divina es «la función pertinente de la soberanía de Dios para tratar la sociedad y la situación de cambios en ella».95

A simple vista, esta definición le da énfasis a la providencia como el gobierno de Dios sobre el mundo: «el control de todos los eventos históricos». Pero este énfasis no indica necesariamente que se pase por alto que la providencia incluye también la preservación de lo creado. El autor dice haber usado para su reflexión el Catecismo Menor, documento de la Teología Reformada bien conocido, y en el cual se afirma que «las obras de providencia de Dios son aquellas con que santa, sabia y poderosamente, preserva y gobierna a todas sus criaturas y todas las acciones de éstas».97

El libro Providencia y Revolución fue publicado en 1970, en una época de efervescencia revolucionaria y teológica, mayormente en los países de nuestro cono sur. Sin embargo, esta obra no ha perdido su importancia para el estudio del peregrinaje teológico de la iglesia evangélica latinoamericana. Es de agradecer al autor y a otros teólogos evangélicos de Latinoamérica, su esfuerzo para contextualizar el mensaje bíblico en un tiempo cuando la contextualización de las Escrituras comenzaba apenas a discutirse en los sectores no conciliaristas—no ecuménicos—de la comunidad evangélica mundial.

Merece también nuestro reconocimiento el colega Arana Quiroz por invitarnos a reflexionar sobre la providencia del Señor de una manera pertinente a nuestra realidad social. En América Latina, la mayoría de evangélicos «no denominacionales», de hace cinco décadas, cuando se trataba de la providencia le dábamos énfasis al sustento material y a la protección que el Señor le da a sus criaturas. No era extraño para nosotros el tema de la soberanía de Dios. Enseñábamos que Él estaba sentado en su trono celestial, gobernando el mundo; pero no trasladábamos este concepto como debiéramos a nuestra realidad económica, social y política. No sentíamos que fuera necesario proclamar el señorío de Yahvé sobre los diferentes estamentos de la sociedad. Nuestro limitado concepto de la providencia divina no permitía que tuviéramos interés en la problemática social. Muchos de nosotros teníamos la propensión a mirar solamente hacia el señorío que Cristo ejercerá en su reino terrenal del futuro.

Entre los años 1945 y 1970 hubo cambios muy significativos en la escena social y política de América Latina. Hubo también acontecimientos trascendentales en la cristiandad de esa época, en nuestro continente y en el mundo. Por ejemplo, la creación del Consejo Mundial de Iglesias (1948), el Concilio Vaticano II (1962–1965), y la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín (1968). Esa situación revolucionaria en lo social y político, y renovadora en lo teológico y eclesial, tenía que repercutir, de una manera u otra, en la comunidad evangélica latinoamericana, como pudimos verlo y sentirlo en la celebración del Primer Congreso Latinoamericano de Evangelización (CLADE I, 1969). Desde ese entonces, en nuestros encuentros teológicos tuvimos que escuchar y usar un lenguaje diferente al tradicional. Se comenzó a hablar del Reino de Dios con una insistencia antes no vista por muchos de nosotros, y con gran énfasis en la realidad presente de ese reino. El propósito era combatir la escatología excesivamente «futurista», y más que todo, recuperar el concepto del señorío de Cristo aquí y ahora.

El Reino de Dios y América Latina fue el tema central de la Segunda Consulta de la FTL, entidad evangélica fundada en diciembre de 1970. En la ponencia titulada «El Reino de Dios y la Iglesia», el Dr. C. René Padilla se ciñó a la tesis del «ya» y «el todavía no» del Reino, por considerarla más bíblica que otras posiciones escatológicas; en tanto que el Dr. Samuel Escobar relacionó la escatología con la ética social y política en América Latina. En el Congreso de Evangelización Mundial, celebrado en Lausana, Suiza, en 1974, hubo evangélicos latinoamericanos, miembros de la FTL, que no solamente tuvieron voz en sesiones plenarias, sino que fueron también protagonistas, directa e indirectamente, en la formulación del Pacto de Lausana. Este pacto es uno de los documentos más influyentes, si no el más influyente, en la misionología evangélica de nuestro siglo. Resulta interesante observar que no es el concepto de providencia sino el de Reino el que prevalece en el Pacto de Lausana.

En 1970, Arana Quiroz ya había relacionado de algún modo en su libro (Providencia y Revolución), el tema de la providencia con el del Reino de Dios. Por ejemplo, en esas páginas nos dice que «solamente desde la perspectiva del Reino de Dios, nosotros podemos entender lo que el mundo es como creación», y que «la historia se dirige hacia la consumación del Reino de Dios». Definitivamente, «el ya» y «el todavía no» del Reino ocupan ahora lugar preferente para muchos pensadores evangélicos en el diálogo, y no pocas veces en el debate con otras explicaciones de la escatología bíblica.

Por supuesto, la relación entre la providencia de Dios y el Reino de Dios merece un estudio aparte. Sin duda, los exegetas y teólogos que se esfuercen para entender a profundidad tal relación, saldrán de su empeño más convencidos que nunca de que existen más convergencias que diferencias entre la acción providencial de Dios y su Reino. Es cierto que la palabra «reino» tiene su equivalencia en ambos Testamentos (malkút, en hebreo; basileia, en griego), y que ella evoca de inmediato implicaciones políticas; pero éstas las vemos también en el concepto de gobierno, el cual se incluye en la definición y explicación de la doctrina de la providencia divina. En realidad, hay teólogos que tratan con más énfasis y entusiasmo el aspecto gubernativo de la providencia de Dios, que la acción de preservar, o proteger, lo que Él ha creado.

El Antiguo Testamento enseña que Yahvé ha reinado, reina, y reinará sobre toda la creación. Desde muy temprano en su historia, los israelitas reconocían que el Señor era Rey (Ex 15:18; Dt 33:5). Pero también percibimos en la revelación antiguotestamentaria que el Reino futuro de Yahvé se manifestaría en la persona y obra del Mesías, el Ungido de Dios para ser el Profeta, el Sacerdote y el Rey (2 S 7; Sal 2; Is 11:1–16; 61:1–11; Miq 4:1–5; etcétera). En el Nuevo Testamento, la acción providencial de Dios el Padre prosigue en la preservación y gobierno de la creación (Mt 5:45; 6:25–34; 10:28–31; 26:53–54; Lc 2:1–7; Hch 4:27–28; 17:22–29; 27:22–38; etcétera). Pero es posible decir que el énfasis del Nuevo Testamento no está en la providencia sino en el Reino de Dios, el reino «de su amado Hijo» (Col 1:1), en quien se cumplen y cumplirán las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. La luz de la revelación escrita en el Nuevo Testamento se enfoca de manera prominente en Jesús el Cristo, el Ungido para ser el Rey de Israel y de todas las naciones de la tierra.

En su primera venida al mundo, el Mesías anuncia la proximidad del Reino (Mt 4:17), y lo introduce en la escena terrenal (Mt 12:28; 11:1–6; Lc 17:21), como «los misterios del Reino de los cielos» (Mt 13). La Iglesia ha recibido la autoridad para representar el Reino (Mt 16:13–19; Jn 20:21–23), los seguidores de Cristo han sido trasladados a su Reino (Col 1:13), y deben, por lo tanto, vivir según los valores del Reino (Mt 5–7; 1 P 2–5), y servir los intereses del Reino de Dios (Mt 13; 25:14–30; Hch 20:25; 28:23, 31; Col 4:11).

En su segunda venida al mundo, el Mesías manifestará en plenitud su reino de justicia y paz sobre todas las naciones (Ap 11:15; 20:1–6), y luego lo entregará al Padre, para que Dios «sea todo en todos» (1 Co 15:24–28) para siempre, en el Reino que era, que es, y será eternamente.

Lo que hemos dicho sobre la providencia y el Reino de Dios es por ahora suficiente, si tenemos en cuenta el propósito fundamental de nuestra reflexión, y que el énfasis del presente capítulo cae en el Antiguo Testamento.

La preservación de lo creado

Los primeros once capítulos del Génesis son el punto de partida obligado para el estudio bíblico de la providencia de Dios. Ya hemos mencionado que existe una relación fundamental entre creación y providencia. Dios siempre ha cuidado y gobernado la obra de sus manos. Se sobrentiende que esta obra incluye lo físico y lo biológico, y de manera muy especial la vida humana.

La doctrina de la providencia se halla diametralmente opuesta al ateísmo, el cual niega la existencia de Dios, y cree que el mundo y los que lo habitan son el producto de fuerzas naturales. También se opone esta doctrina al panteísmo, según el cual no hay diferencia entre Dios y el mundo, la totalidad del universo es Dios. Está en contra, además del deísmo, por su idea errónea de que Elohim creó el mundo y lo puso en movimiento, para luego abandonarlo a sus propios recursos.

La doctrina de la providencia afirma la existencia del Dios personal, creador, sustentador y gobernador de todo lo que Él ha creado. Esta enseñanza le da honor a la soberanía de Dios, cuya acción providencial se manifiesta tanto en la preservación del orden natural, como en la historia de los individuos y de los pueblos. El Dios de la providencia es personal. Él está inmerso en el acontecer histórico. Él es inmanente, pero también trascendente. Está presente en el mundo, pero lo trasciende.

La iniciativa divina

De acuerdo al teólogo Heidegger, citado por Heinrich Heppe, por su providencia Dios «mantiene y perpetúa las cosas que Él ha hecho, en lo que toca a su existencia, esencia y facultades naturales, ya sea en las especies por la sucesión de individuos, o en los individuos mismos». Prevalece entre los teólogos reformados la idea de que el mundo no puede tener en sí mismo el poder para seguir existiendo. Tiene que ser sostenido por la omnipotencia de Dios. El teólogo Cocceius (1603–1669), considerado por el historiador A. H. Newman como «el más eminente de los líderes reformados», enseñó que «la preservación es una especie de creación continuada». Por su parte, Heppe sostiene la tesis de que «la preservación no debe concebirse como una creación continua, como si la identidad esencial de lo ya creado fuera abolida […] la misma esencia permanece, preservada por Dios».102

En el relato genesíaco de la creación (Gn 1) vemos que Elohim actúa solo, sin la concurrencia o colaboración de seres creados, ya fueran éstos angélicos o humanos. El ser humano es creado en «el día sexto», cuando los cielos y la tierra ya han surgido de la nada, por el poder de Dios. Elohim crea todas las cosas con el propósito supremo de glorificar su nombre (Sal 19:1–6). Y sin lugar a dudas la creación del ser humano se enmarca en ese sublime propósito. Sin embargo, la creación de los cielos y la tierra, narrada en Génesis 1:1–25, puede verse también como una preparación magnífica de lo que sería el hogar planetario del ser humano.

El Creador provee el cosmos (orden), la atmósfera, el ambiente, en fin los elementos indispensables para la subsistencia humana, de tal manera que cuando Adán y Eva entran en la escena terrenal, se ven rodeados por condiciones en gran manera favorables para vivir en plenitud de comunión el uno con el otro, con el Señor, y con la naturaleza. Ya había aves en los cielos, peces en el mar, bestias y otros animales en la tierra. Había también una rica vegetación, con plantas y árboles que proveían alimento al ser humano.

En cuanto al entorno específico de Adán y Eva, se nos dice que era «un huerto en Edén», un jardín de delicias. Había allí árboles agradables a la vista, y buenos para comer. El agua era abundante. De Edén (el país o región) salía un río para regar el huerto, y de allí «se dividía en cuatro brazos» que alcanzaban largas distancias. Había además en la región de Havilá oro fino, ámbar y ónice. Todas esas provisiones materiales venían de la mano bondadosa de Elohim, quien no creó al ser humano para rodearlo de miseria, sino para que viviese en condiciones de las más placenteras. La felicidad de Adán llegó a completarse cuando el Señor creó a Eva, la compañera idónea, es decir, adecuada, que podía asociarse con el hombre, que estaba a la altura de él en dignidad y capacidad, que correspondía a lo que él era en la presencia del Creador, para el cumplimiento de la tarea que Él les había asignado en el mundo.

Yahvé el todopoderoso es también Yahvé el que provee todo lo necesario para la subsistencia de sus criaturas. Lamentablemente el pecado cambió aquella escena paradisíaca del Edén en un mundo lleno de cardos y espinos, de dolor y muerte. La situación espiritual y moral de la humanidad no es lo que debió y pudo haber sido en sujeción a la voluntad divina. Sin embargo, a pesar que el mal ha invadido al mundo, y causado grandes estragos en la existencia humana, el Señor Elohim sigue cumpliendo su propósito de preservar lo creado. Él mantiene el orden del universo físico (Job 37; Heb 1:3); sostiene la vida hominal, animal y vegetal (Sal 104; 105:13–15; Mt 5:45; 6:25–34; Hch 14:11–17; 17:24–29; Col 1:17; Heb 1:3); y provee especialmente para las necesidades de su pueblo (Sal 105; Mt 6:24–34; 2 Co 9:8–11; Flp 4:19; etcétera).

Con todo esto, no siempre es fácil aun para nosotros, creyentes en el Señor, sobreponernos a los problemas de la existencia, especialmente cuando carecemos de recursos materiales indispensables para nuestra subsistencia. Pero la Palabra inspirada por el Espíritu Santo, la historia extra-bíblica del pueblo de Dios, y el testimonio personal de aquellos cristianos que han experimentado la fidelidad del Señor, nos animan a seguir confiando en Él.

Tampoco resulta fácil proclamar el mensaje de la soberanía de Dios, respecto a la preservación de sus criaturas, en los países donde la gran mayoría de sus habitantes viven en profunda pobreza. En nuestro tiempo hay pueblos que sufren grandes sequías y hambrunas. Millones de seres humanos—hombres y mujeres, niños y ancianos, huérfanos, inválidos, exiliados políticos, y otros más—viven en condiciones infrahumanas.

Se dice que mil trescientos millones de seres humanos viven en la zona que cruzando el norte de Africa se extiende hasta el Medio Oriente, y a las provincias que en el Asia Central formaban parte de la Unión Soviética, e incluye el sur de la India, el sureste de Asia, y la China occidental. Se agrega que 85 por ciento de los países más pobres del mundo se hallan en dicha zona, la cual parece corresponder, por lo menos en gran parte, a lo que en el lenguaje misionero contemporáneo se le llama «la ventana 10/40».

En un documento publicado por la organización misionera evangélica AD 2000, se afirma que en la ventana 10/40 viven 82 por ciento de los más pobres de los pobres. Por supuesto, nos interesa en sumo grado su pobreza espiritual, pero no debemos pasar por alto su carencia de los medios indispensables para vivir dignamente como seres humanos. Sin duda es muy difícil hacer obra misionera entre los que sufren tan profunda pobreza. Lo es de manera especial si el misionero, o la misionera, reconoce que el tema de la providencia divina pertenece a «todo el consejo de Dios». Se sobrentiende que también es ineludible referirse a la presencia y consecuencias del pecado en el mundo, cuando se enfocan bíblicamente los problemas económicos, sociales, y políticos que agobian a los pueblos en vías de desarrollo.

No dudamos que el poder del Evangelio de Cristo puede traer cambios maravillosos en la vida espiritual, moral, económica y social de toda una nación. Pero es indispensable creer este mensaje liberador, vivirlo, y anunciarlo de manera pertinente a la realidad económica y social de los que necesitan escucharlo.

Está muy bien que informemos sobre el estado de indigencia en que viven millones de seres humanos alrededor del planeta Tierra; pero no lo hagamos solamente por vía de introducción a nuestro mensaje, para despertar el interés de nuestros lectores, u oyentes, y luego lanzarles el desafío espiritual, sin analizar con seriedad el problema de la pobreza material y las posibilidades de ayudar a solucionarlo, siquiera en parte.

La concurrencia divina

Aun antes de su caída en la desobediencia al mandato divino, Adán tenía que cultivar y proteger el huerto de Edén (Gn 2:15). Nos revela así el texto que la acción providencial de Dios incluía desde el origen de la humanidad, la concurrencia para la preservación de lo creado. Teólogos católicos y protestantes coinciden en que de alguna manera los seres humanos pueden y deben participar, bajo la soberanía de Dios, en la preservación y gobierno del mundo. Se nos dice que Dios es «la Causa primera» que actúa en y por medio de «las causas segundas», o humanas.

El teólogo reformado L. Berkhof le da énfasis a «la concurrencia divina», y la define como «la cooperación del poder divino con los poderes subordinados, de acuerdo con las leyes pre-establecidas para su operación, haciéndolas actuar, y que actúen precisamente como lo hacen». El hecho es del Señor, porque todo está sujeto a su soberanía. La acción es de la criatura, «hasta donde Dios la realiza por medio de la actividad humana de la criatura […] cada acción es totalmente un hecho de Dios y de la criatura».107

La responsabilidad humana

Al principio de este capítulo mencionamos que algunos teólogos reformados usan la idea de concurrencia para referirse a la cooperación de causas secundarias en la actividad providencial de Dios. En este apartado vale la pena subrayar el concepto de responsabilidad humana en la obra que el Señor lleva a cabo para preservar y proteger lo creado.

1. El trabajo humano. Ya hemos comentado sobre la dignidad del trabajo en el capítulo que trata de la obra de Dios el creador. Ahora debemos añadir, con énfasis especial, que el trabajo le es indispensable al ser humano para colaborar en el cuidado de la creación. Si el mensaje de las Escrituras se dirige a todo el ser humano, en todos los aspectos de su vida, entonces el tema del trabajo es ineludible en el cumplimiento de nuestra misión.

a. Bendiciones del trabajo. Yahvé Elohim le entregó la tierra al ser humano para que la cultivara y protegiera, no tan sólo para que disfrutara de ella. El hombre y la mujer, creados a la imagen y semejanza del Dios que trabaja, tenían que trabajar, no como un castigo, sino como una bendición para si mismos y para la naturaleza. No se convirtieron en humanos porque trabajaban. Trabajaban porque ya eran humanos. Dios los hizo así en el acto de crearlos. Mediante el trabajo obtenían su alimento material. Era también por medio del trabajo que Adán y Eva, y sus descendientes, descubrirían en sí mismos y en la naturaleza recursos de gran potencial para el desarrollo de la cultura humana.

El trabajo sería saludable para la mente y el cuerpo, y estimularía la actividad del espíritu creador en la raza adámica. En Génesis 4 se habla de una diversificación del trabajo: Caín labraba la tierra, y Abel apacentaba ovejas. Entre los descendientes de Caín había ganaderos, músicos, y forjadores de bronce y hierro.

El trabajo fue desde el principio expresión de cultura y vínculo social para los seres humanos. Adán y Eva tuvieron la sana alegría de trabajar juntos en el huerto de Edén. Pero después de que ellos cayeron en el pecado, el trabajo se les volvió oneroso; y en el curso del tiempo surgió la explotación del hombre por el hombre y la triste experiencia de los que trabajaban para otros en la condición de esclavos.

b. El trabajo y la propiedad de la tierra. El tema del trabajo y el de la propiedad van juntos en el análisis económico y social de la realidad humana. Dios no ha renunciado a la propiedad de la tierra. La ha encargado al ser humano para que la administre sabiamente y reciba beneficios de ella; pero el salmista dice: «Del Señor es la tierra y cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan» (Sal 24:1, NVI). El Señor y dueño perpetuo de la tierra ha dispuesto que todos los bienes de este planeta estén al servicio de todos los seres humanos. Él ha permitido lo que llamamos «el derecho a la propiedad privada»; pero sin anular el propósito de que esta propiedad exista también para el bien común. La Palabra de Dios exige el respeto a la propiedad privada («no hurtarás»); pero también demanda respeto para los derechos del trabajador y de todo ser humano (Lv 19:13; Jer 32:13; Stg 5:1–6).

El nuevo Catecismo de la Iglesia Católica dice:

El destino universal de los bienes continúa siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio […] La propiedad privada de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos.

En el Catolicismo se ha venido elaborando una Teología del Trabajo para nuestro siglo, a partir de la encíclica Rerum Novarum de León XIII (1891). De gran importancia para el estudio del tema son los Decretos del Concilio Vaticano II y las encíclicas sociales de los Papas Juan XXIII, Pablo VI, y Juan Pablo II.

Los cristianos evangélicos necesitamos ahondar en el concepto bíblico del trabajo, con referencia directa a la realidad económica y social en que vivimos. Bienvenido sea el esfuerzo realizado en esta dirección por los participantes en la consulta sobre «La Teología y la Práctica del Poder», celebrada en Jarabacoa, República Dominicana, del 24 al 29 de mayo de 1983, con los auspicios de la FTL. En su Declaración incluyen el tema del trabajo y dicen:

El trabajo es un medio por el cual el ser humano se asocia con Dios en su tarea creativa en el mundo. Todo ser humano tiene derecho al trabajo como medio de subsistencia y expresión personal y social. Percibimos la necesidad de humanizar el trabajo y de poner la tecnología al servicio del ser humano y no éste al servicio de aquélla. Llamamos la atención a fin de que se establezcan relaciones justas, tendientes a eliminar la situación de pobreza y marginalidad creciente del trabajador urbano y rural. Auspiciamos toda política que se proponga ofrecer un sistema de seguridad social, impedir los despidos injustificados, disminuir las tasas de subempleo y resguardar la capacidad adquisitiva del salario real del trabajador.

En lo que respecta a la propiedad privada, afirman:

Consideramos que los factores de producción (la tierra, el capital, el trabajo y la organización) tienen, por encima de todo, una función social, y su uso, aprovechamiento y explotación deben estar condicionados a los intereses de la colectividad y al conjunto de la nación. Propugnamos la democratización de la propiedad especialmente de la tierra, por medio de un régimen de tenencia que garantice el acceso a la misma a aquellos que la trabajan. Declaramos que al poner Dios al hombre como mayordomo de la tierra no renunció a su señorío sobre la creación …

c. Espiritualidad del trabajo. El trabajo era una manera en que Adán y Eva ejercían el dominio que el Creador les había dado sobre la tierra. Era también una muestra de obediencia al mandato cultural, y expresión de gratitud al Señor por los bienes de la naturaleza. En este sentido vemos el trabajo como un culto de adoración rendido por el ser humano al Creador. Además, el trabajo manifestaba la armonía existente entre el hombre y la tierra. No había ruptura en el equilibrio del orden natural. El trabajo no era un atropello a la tierra, sino un cultivo esmerado y respetuoso al cual ella respondía generosamente con el sustento para el ser humano.

Adán tendría en gran estima los bienes de la tierra, sin divinizarla. No le ofrecería culto a las cosas creadas, sino a Yahvé Elohim. En el devenir de la historia los pueblos animistas y politeístas adoraban las obras de la creación. El monoteísmo bíblico prefirió adorar al Creador. Sin embargo, reconocemos que, en muchos casos, en el mundo no cristiano hay más respeto para la tierra y gratitud por sus bienes, que entre nosotros, los que profesamos creer que la Biblia es la revelación escrita de Dios, y Jesucristo, el único Señor y Salvador.

Ciertamente, nos urge la elaboración de una teología bíblica con gran énfasis en la espiritualidad del trabajo. En esta espiritualidad parece estar pensando el teólogo católico M.D. Chenu, cuando dice que: «El capital cristiano comporta una espiritualidad cósmica, uno de cuyos ejes es el trabajo. La civilización del trabajo, como se define ya en el siglo XX, y a su servicio, la civilización técnica, constituyen hermosa materia para el reino de Dios». Se pregunta Chenu si se trata de «una nueva espiritualidad», y contesta negativamente, porque ella «se encuentra ya en el Génesis, en santo Tomás, en San Pablo, en el primer dogma». Los evangélicos tenemos que subrayar el concepto bíblico del trabajo, o sea el trabajo como un acto de comunión con Dios, de solidaridad con nuestro prójimo, y de armonía con la naturaleza.

d. El día de descanso para el ser humano. Un aspecto importantísimo en la teología bíblica del trabajo es el mandamiento tocante al día de reposo. En este día el laborante puede restaurar sus fuerzas físicas y mentales, disfrutar de un tiempo de recreo con su familia, adorar al Señor en comunión con los creyentes en Él. Yahvé Elohim, quien descansó después de haber creado «el cielo y la tierra, y todo lo que hay en ellos» (Gn 2:1, VP3), estableció «el día de reposo» para beneficio del ser humano. Ha habido progreso en la legislación laboral moderna con respecto al descanso semanal de los trabajadores. Esta es otra de las conquistas sociales que tienen sus raíces profundas en la Biblia misma.

Los cristianos evangélicos creemos en el descanso semanal porque Dios así lo ha ordenado, para bendición de todo el género humano. De hecho, si en lo personal el cristiano acata este mandamiento de reposar durante un día de la semana (Jn 20:1; Hch 20:7; 1 Co 16:1–2), le será fácil obedecer las leyes humanas en lo que respecta al descanso semanal, para beneficio de sí mismo y de sus semejantes.

El descanso para la tierra

En la Ley, proclamada por el Señor en el Sinaí, se le ordenó a los israelitas que también a la tierra debían darle su reposo: «Seis años sembrarás tu tierra, y seis años podarás tu viña y recogerás sus frutos. Pero el séptimo año la tierra tendrá descanso, reposo para Jehová» (Lv 25:3–4). El reposo de la tierra evitaría su excesivo desgaste, la pérdida de su fertilidad. El texto dice: «reposo de Jehová», esto es, en honor a Él, en reconocimiento que la tierra es suya (Lv 25:23), y que Él tiene derecho a cuidarla y mantenerla productiva para su propia gloria, y para el bienestar de su pueblo.

El texto de Éxodo 23:10–11 da otro propósito para el descanso de la tierra: «Seis años sembrarás tu tierra, y recogerás su cosecha; mas al séptimo año la dejarás libre, para que coman los pobres de tu pueblo; y de lo que quedare comerán las bestias del campo; así harás con tu viña y con tu olivar». El reposo de la tierra tenía también una función social.

En el judaísmo contemporáneo se enseña que los líderes de la nación aprovecharían el año sabático para enseñarle la Torá a todo el pueblo: a hombres, mujeres y niños (Dt 31:10–13).

Las instrucciones en cuanto al reposo de la tierra de promesa demuestran el interés de Yahvé en la conservación de lo creado, y en el bienestar de todas las criaturas. Al ser humano, mayordomo del Creador, se le asigna la responsabilidad de cuidar su hábitat planetario. Algunos teólogos se han preguntado de qué o de quién debían cuidar la tierra Adán y sus descendientes. Delitzsch sugiere que la labor humana impediría que la tierra se volviera inculta o llena de maleza, y la libraría del daño producido por algún poder maléfico, el cual pudiera ser externo a la creación, o estar ya presente en ella. Así piensa también Lange.115 En el comentario rabínico que ya hemos citado, se dice que el trabajo humano evitaría que la tierra se volviera agreste, o inculta. Podemos agregar que ella no sería inútil para nuestro sustento.

También es posible especular si el relato de Génesis 2:15 no estaría anticipando lo que la tierra sufriría como consecuencia del pecado adámico. Dicho en otras palabras, que el ser humano tendría que cuidar la tierra del daño que él mismo podría ocasionarle. Todos somos testigos de lo terrible de este daño.

El mensaje ecológico en nuestro tiempo

Razón tienen los ecologistas para decirnos con insistencia que es imperativo poner coto a la destrucción insensata de nuestro hogar planetario. Aun el conocido escritor uruguayo, Eduardo Galeano, de fuerte convicción socialista, ha dicho que «si en el pasado la naturaleza era, para la civilización que se considera occidental y cristiana, una bestia feroz que había que domeñar y castigar para que funcionase a nuestro favor para siempre, ahora nos hemos enterado de que la naturaleza se cansa, como nosotros, sus hijos; y hemos sabido que, como nosotros puede morir asesinada».

En agosto de 1992 se celebró, con los auspicios de la Fraternidad Teológica Mundial sobre Ética y Sociedad, el Foro de Au Sable, con el tema «El Cristianismo Evangélico y el Medio Ambiente». Entre otras cosas, este informe menciona siete degradaciones específicas a las que está expuesta actualmente la naturaleza:

1. La destrucción del escudo protector de ozono del planeta […] Para 1984, el contenido total de la capa de ozono se había reducido en un 30 por ciento, y para 1989, en un 70.

2. La degradación de la tierra […] se ha destruido la tierra por erosión, salinización y desertificación.

3. La degradación de la calidad del agua—se ensucian el agua subterránea, los lagos los ríos y los océanos.

4. La deforestación—cada año desaparecen 100 mil kilómetros cuadrados de bosque primario, y otro tanto se degrada debido al uso excesivo de la tierra.

5. La extinción de las especies—cada día desaparecen más de tres especies de plantas y animales de la Tierra.

6. La generación de desechos y la toxificación mundial—a nivel mundial se distribuyen materiales causantes de problemas mediante la circulación atmosférica y oceánica.

7. La degradación humana y cultural—amenaza y elimina conocimiento ancestral de los nativos y algunas comunidades cristianas sobre cómo vivir en forma sostenible y cómo cooperar con la creación.

El Informe de Au Sable sugiere también algunas tareas que la comunidad cristiana, y los cristianos en lo individual, podemos realizar a favor del medio ambiente. Debemos tener en cuenta éstas y otras sugerencias, todos lo que de una manera u otra participamos en el cumplimiento de la misión cristiana, ya sea en nuestro propio país o en otra realidad cultural, en nuestro continente o al otro lado del mar. El problema ecológico concierne a toda la humanidad, sin exceptuar, por supuesto, a los cristianos evangélicos. En forma resumida, citamos a continuación las sugerencias del Informe de Au Sable:

En la medida en que los cristianos articulen su visión bíblica de la creación y modelen amor por su bienestar, se les abrirán importantes oportunidades para evangelizar. Comprometerse con la evangelización es un elemento integral del cuidado de la creación, y viceversa. La comunidad cristiana sigue a aquel que es la Verdad y por ello debe atreverse a proclamar la verdad completa sobre la crisis ambiental ante los poderosos, las presiones y las instituciones que se benefician de esconder esa verdad […] La comunidad cristiana debe crear políticas prácticas, basadas en principios bíblicos y el análisis profundo, para acercarse al medio ambiente y a sus problemas. Los cristianos deben unirse a organizaciones ambientales que se orienten por principios cristianos en su labor, y participar en organizaciones seculares que siguen el mismo propósito … La unidad cristiana debe estar dispuesta a identificar y condenar el mal social e institucionalizado, especialmente cuando éste ha invadido los sistemas. Debe proponer soluciones que procuren su reforma …

Las iglesias deben tratar de desarrollarse en forma de centros conscientes de la creación, con el fin de modelar principios de mayordomía entre sus miembros y en su comunidad. Deben también expresar en su adoración y celebración tanto la delicia de la creación como el cuidado de la misma.

San Pablo dice que «la creación entera se queja y sufre como una mujer de parto»; pero le queda «la esperanza de ser liberada de la esclavitud y la destrucción, para alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Ro 8:19–25). Precisamente, la esperanza de esa liberación cósmica, total, que sólo el Mesías puede traer, es uno de los grandes incentivos para que seamos fieles guardianes de la tierra y sus bienes, y prefiguremos en nuestra vida personal y comunitaria lo que está por venir. En la providencia de Dios, le espera a la tierra un glorioso futuro.

Recientemente escuché a un pastor evangélico decirle a su congregación: «Amemos a Dios, amémonos a nosotros mismos, amemos a nuestro prójimo, amemos a la naturaleza». Impulsados por el amor a la creación, nos esforzaremos para contribuir de algún modo a su preservación y desarrollo.

El gobierno de Dios sobre la creación

Hemos visto que hay consenso entre teólogos de diferentes tradiciones eclesiásticas respecto a que la providencia divina significa la obra por la cual Yahvé Elohim preserva y gobierna la obra de sus manos. La preservación y el gobierno se entrelazan y se complementan entre sí en la acción providencial de Dios. El preserva la creación gobernándola, y la gobierna preservándola. También hemos mencionado que existe convergencia entre la acción providencial de Dios y su Reino. Esta convergencia se hace notoria, especialmente, cuando destacamos el gobierno, o dominio, de Yahvé sobre la creación. Se revela entonces que Él, y no el ser humano, es el Rey de todo lo creado.

La enseñanza bíblica en cuanto a la providencia divina es muy diferente a la idea griega de casualidad, o de suerte. Según las Escrituras judeo-cristianas, la providencia no es una fuerza impersonal, sino la acción del Dios personal que, sin renunciar a su soberanía, le confiere al ser humano libertad de pensamiento, decisión y acción; y permite que los procesos naturales sigan su curso. Es más, le concede al hombre y a la mujer el privilegio de participar en la preservación y en el gobierno de lo creado.

La providencia divina se halla diametralmente opuesta al fatalismo. Este sostiene que «todas las cosas ocurren de acuerdo con un plan fijo, en el cual no entran para nada las causas externas». «Todo sucede de manera ineludible, por determinación de un proceso ciego (no racional) que deja fuera la libertad de los seres humanos. Por el contrario, el cristianismo enseña que la voluntad de Dios, la cual controla los acontecimientos, es racional y buena».121 El fatalista puede caer en una resignación estéril frente a la vida y las posibilidades que ella ofrece de progreso personal y social. El misionero cristiano debe procurar entender esta actitud negativa y presentar con humildad y respeto el Evangelio, el mensaje positivo y poderoso que puede liberarnos de todo aquello que por nuestra culpa nos impide vivir una vida abundante.

Por otra parte, tal como lo dice Juan Calvino, «cuando se habla de la providencia de Dios, esta palabra no significa que Dios está ocioso y considera desde el cielo lo que sucede en el mundo, sino que es más bien como el piloto de una nave que gobierna el timón para ordenar cuanto se ha de hacer».

El gobierno de Dios sobre el universo físico

Desde la primera página del Génesis se manifiesta el dominio soberano de Elohim sobre los cielos y la tierra. Percibimos en la narración genesíaca que Dios, en su providencia, ha establecido un orden para toda la creación. Por ejemplo, que las aguas no rebasen sus límites (Gn 1:9–10); que reine la exactitud en el mundo de los astros y se produzca así la sucesión del día y la noche, de las estaciones, de los días y de los años (Gn 1:14–15); y que prosiga la actividad maravillosa del microcosmos de la célula en la vida vegetal, animal, y humana.

El testimonio respecto al señorío de Yahvé Elohim sobre la naturaleza es abundante en las Escrituras judeo-cristianas. Entre los textos más conocidos que se refieren al tema en el Antiguo Testamento, se hallan los siguientes: Job 26:5–13; 36:26–33; 37:5–13; 38:8–11; Sal 29:3–11; 89:8–13.

A la vez, el ser humano puede también participar en el gobierno del mundo físico, según el designio de Dios. El secreto de la ciencia moderna se halla fundamentalmente en los primeros dos capítulos del Génesis. Tanto el hombre como la mujer tienen, de parte del Señor, la libertad y capacidad para llevar adelante la ciencia y la tecnología para beneficio del mundo. La meta del esfuerzo científico y tecnológico debe ser siempre el shalom, el bienestar de toda la humanidad. Es imperativo que el desarrollo económico esté siempre al servicio del individuo y de la sociedad. Se requiere además que el desarrollo sea integral, en su búsqueda del bienestar para todo el ser humano. Si en verdad se desea el desarrollo integral, no debe pasarse por alto que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4:4, NVI).

Por otra parte, la autoridad que Dios le delega el ser humano para señorear sobre la tierra no es absoluta. Solamente Él es soberano sobre toda la creación.

El gobierno de Dios sobre los seres humanos

En el ejercicio de su gobierno soberano, Yahvé Elohim ha establecido leyes para el universo físico (vale decir para todos los universos y galaxias), y un orden moral para todas sus criaturas racionales, esto es, para los ángeles (2 P 2:4; Jud 6) y los seres humanos. Nos interesan especialmente éstos últimos para los fines de nuestro estudio.

1. Dios ejerce su soberanía en la vida personal. Lo que algunos teólogos llaman «el mandato cultural» (Gn 1:26, 28–30; 2:15), va acompañado por «el mandato moral» (Gn 2:16–17). Fundamentalmente, «el mandato moral» tiene que ver con la obediencia de la criatura al Creador, en todas las esferas de la vida humana. Este mandato nos lleva a pensar, entre otras cosas, que Adán y Eva poseían, aun antes de caer en el pecado, la capacidad de decidir entre el imperativo de obedecer a Yahvé Elohim, y la inclinación a desobedecerle. Ellos optaron por esto último, y luego se llenaron de miedo. Eran conscientes de su pecado, y el sentimiento de culpa los abrumó.

Evidentemente, existe la ley moral universal, y todo ser humano posee el testimonio de su propia conciencia (Ro 2:14–15) tocante al bien y el mal; y el testimonio de la naturaleza en cuanto a lo que por medio de ella se puede conocer de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina (Ro 1:18–21).

El gobierno moral de Dios se manifiesta también en el caso de Caín y Abel. Dios aceptó el sacrificio de Abel, hombre de fe (Heb 11:4), y rechazó el de Caín, quien confiaba en sí mismo y en sus obras para agradar a Dios. Caín se enojó contra su hermano Abel, y el Señor, en expresión de su misericordia, le advirtió del serio peligro que le amenazaba. La fiera del pecado estaba en acecho, lista para derribar a Caín. Pero, según el Señor, todavía era tiempo de dominarla. Sin embargo, Caín prefirió darle rienda suelta, y finalmente él cayó en el fratricidio.

Yahvé Elohim no pasó por alto el horrendo crimen. Castigó al culpable expulsándolo a lugares estériles; pero también le mostró misericordia al perdonarle la vida y ofrecerle protección frente a un posible vengador de la sangre de Abel. La misericordia y el juicio caracterizan el gobierno de Dios en el mundo.

En el Antiguo Testamento, lo mismo que en el Nuevo, abundan otros ejemplos de la obra providencial del Creador en la vida del ser humano. Los personajes bíblicos hacen patente esta obra en el devenir de su existencia. Por ejemplo, en las circunstancias de su nacimiento, en su vocación y formación para la vida en el mundo, en su participación en la historia de su época, y en el legado que le dejan a las futuras generaciones.

La acción providencial y soberana de Dios abarca a los justos y a los impíos; a los monoteístas y a los politeístas; a los que le adoran a Él, Yahvé Elohim, y a los adoradores de dioses falsos; a los sabios y también a los insensatos; a los reyes y a los súbditos; a los débiles y a los poderosos; a los ricos y a los pobres; a los libres y a los esclavos; a hombres y mujeres; a los adolescentes y a los adultos; a los niños y a los viejos; a todas las razas y a todas las culturas en todo tiempo y lugar.

La mano de la providencia de Dios está en los grandes y pequeños acontecimientos de la vida personal, familiar, y social; en lo cotidiano, y en los momentos estelares de la existencia humana.

2. Dios ejerce su soberanía sobre las naciones. El pacto de Yahvé con Noé y sus descendientes tiene un alcance universal. El Señor está pactando con toda la humanidad, representada en esas circunstancias por Noé y sus tres hijos: Sem, Cam y Jafet. El relato genesíaco nos dice: «estos son los clanes de los hijos de Noé, según sus diferentes líneas de descendientes y sus territorios. Después del diluvio, se esparcieron por todas partes y formaron las naciones del mundo» (Gn 10:32, VP3) En «la tabla de las naciones» (Gn 10), es notorio el interés de Dios en mantener la importancia de la línea mesiánica. Esta es dejada por último para culminar, después del episodio de Babel, en Abram, el progenitor del pueblo que por medio del Mesías estaba destinado a ser una gran bendición a todo el mundo. De manera que las naciones no quedan al margen de la soberanía divina, ni del propósito salvífico universal del Creador.

El Antiguo Testamento ofrece testimonio abundante del gobierno que Dios ejerce sobre las naciones. Por ejemplo, Job dice: «Él multiplica las naciones, y él las destruye; esparce las naciones, y las vuelve a reunir» (12:23). En los Salmos leemos: «Porque de Jehová es el reino, y él regirá a las naciones» (22:28); «El que sosiega el estruendo de los mares, el estruendo de sus ondas, y el alboroto de las naciones» (65:7); «Alégrense y gócense las naciones, porque juzgarás los pueblos con equidad, y pastorearás las naciones en la tierra» (67:4). En defensa de su pueblo Israel, Yahvé demostró ampliamente su poderío sobre las naciones (2 S 22:44; Sal 80:8; 111:6; 118:10). Dios muestra su soberanía en las naciones derramando sobre ellas abundantes favores, y también castigándolas (Gn 12:3; Sal 96, 97; Ex 12; Dt 9:1–5; etcétera).

a. Dios gobierna las naciones por medio de la naturaleza. En el ejercicio de su soberanía sobre las naciones Yahvé se vale de elementos de la naturaleza ya sea para bendecirlas o para castigarlas. Eliú dice: «Asimismo por sus designios se revuelven las nubes en derredor, para hacer sobre la faz del mundo, en la tierra, lo que él les mande. Unas veces por azote, otras por causa de su tierra, otras por misericordia las hará venir» (Job 37:12–13). De los beneficios de la providencia nos hablan textos bíblicos como el de los Salmos 29 y 104. Del «azote», o castigo, el Antiguo Testamento da varios ejemplos. Entre otros, el del diluvio en tiempos de Noé (Gn 6–8), y la destrucción de Sodoma y Gomorra con fuego y azufre, por causa de la maldad de sus habitantes. Yahvé usó también elementos naturales para castigar al Faraón y sus súbditos por haberse opuesto a la liberación del pueblo escogido.

Antes de que los israelitas entraran en la tierra de promesa, el Señor les advirtió que si ellos pecaban y no se arrepentían de su maldad, la naturaleza se les volvería hostil: «Los cielos que están sobre tu cabeza serán de bronce, y la tierra que está debajo de tí, de hierro. Dará Jehová por lluvia a tu tierra polvo y ceniza; de los cielos descenderán sobre ti hasta que perezcas» (Dt 28:23–24). Por otra parte, si ellos obedecían los mandamientos del Señor, serían bendecidos abundantemente (Dt 28:1–14).

b. Dios se vale de medios humanos para gobernar las naciones.

(1) La soberanía de Dios en la vida interna de una nación. Como en lo que respecta a la preservación de lo creado, Dios ha querido la concurrencia, o participación humana, en el gobierno de los pueblos. De este propósito divino ha surgido lo que llamamos «gobierno humano». De gran importancia es el texto de Génesis 9:6–7, en el cual no pocos teólogos ven el origen del gobierno humano, como una institución creada por el Señor mismo. En el pacto con Noé es necesario subrayar que Yahvé reafirma su autoridad ilimitada sobre toda la raza humana, y lo hace especialmente para defender lo sagrado de la vida. No deja en libertad al hombre para que asesine a sus congéneres: «A cada hombre le pediré cuentas de la vida de su prójimo. Si alguien mata a un hombre, otro hombre lo matará a él, pues el hombre ha sido creado a imagen de Dios». (Gn 9:6, VP3).

En opinión del teólogo católico Eugene H. Maly, en estas palabras «se afirma escuétamente el derecho y la obligación del hombre a ejecutar una sentencia; dada la conexión de ambos versículos, es claro que se considera como una autoridad delegada» F. Delitzsch cita a Martín Lutero, quien afirmó: «Este fue el primer mandamiento (Gn 9:5–6) con referencia al gobierno humano. Por medio de estas palabras quedó establecido el poder temporal, y recibió del Señor la espada». Delitzsch agrega:

Si el homicidio debía castigarse con la pena de muerte por haber destruido la imagen de Dios en el hombre, es evidencia que la aplicación del castigo no debería quedar al capricho de ciertas personas, sino solamente al criterio de los que representaban la autoridad y majestad de Dios, es decir los gobernantes nombrados por el Señor […] Este mandato es la base para todo gobierno humano, y fue un notable complemento para la inalterable continuidad del orden de la naturaleza prometido a la humanidad para su futuro desarrollo […] Sería una barrera contra la supremacía del mal, y echaría el cimiento para un desarrollo civil, bien ordenado, de la humanidad.

No es necesario discutir en estas páginas la conveniencia o inconveniencia de la pena de muerte en nuestro tiempo. Que baste subrayar que Dios sigue siendo el soberano sobre toda la creación; que la vida del hombre y de la mujer es sagrada, porque todo ser humano lleva grabada en sí mismo la imagen del Creador; que el asesinato debe castigarse, y que para la administración de la justicia Dios delega autoridad en el ser humano. Existe, por lo tanto, la concurrencia del ser humano en el gobierno del mundo.

Ahora bien, que la idea de establecer el gobierno humano como una institución social viniera de Yahvé, no significa que las distintas formas de gobierno establecidas por los seres humanos a través de la historia hayan satisfecho plenamente las demandas de la justicia divina. Unas menos y otras más, todas ellas se han quedado lejos del ideal de justicia que el Dios soberano revela en su Palabra escrita. De ello dan testimonio ambos Testamentos, la historia extrabíblica, y nuestra propia experiencia en la sociedad de la cual somos parte. Sin embargo, Él ha querido que existan gobiernos humanos para impedir el caos social, contrarrestar la injusticia, y promover el bienestar de la sociedad.

Los gobernantes están investidos de una autoridad que Dios les ha delegado (Jn 19:10–11; Ro 13:1–8). Por lo tanto, ellos deben rendirle cuentas a Él de la manera en que desempeñen sus funciones, especialmente en lo que concierne a la justicia. Desde el punto de vista divino, el gobierno humano no es autónomo. Tiene que ser teónomo, sujeto a la ley moral del Señor. La autoridad final no reside en los gobernantes, sino en el Creador y Señor de cielos y tierra. Todo gobierno humano existe porque Dios así lo ha permitido. Así lo dan a entender el libro de Daniel (2:21; 4:17), y la carta de Pablo a los Romanos (13:1–8).

Para el tiempo que transcurre entre las dos venidas de Cristo al mundo, la Biblia no ofrece un sistema detallado de gobierno humano que la Iglesia deba proponer a las naciones. Pero sí encontramos en las Sagradas Escrituras principios éticos de aplicación universal, para todo tipo de gobierno en todo tiempo y lugar. Por supuesto, al final de la era de la Iglesia, vendrá el gobierno que solamente el Mesías puede establecer, y que será de manera radical diferente a todos los gobiernos que el mundo haya jamás conocido. Los cristianos tenemos el deber ineludible de prefigurar, aquí y ahora, por lo menos algunas de las características de ese glorioso reino—por ejemplo en lo que toca a la justicia, la paz y la fraternidad—en nuestra vida personal, familiar, y comunitaria.

En países donde prevalece una situación de injusticia social, y una oposición gubernamental a la comunicación del Evangelio, no es necesario que para comenzar de alguna manera su tarea, el misionero cristiano espere hasta que el gobierno de turno caiga, o cambie su reprobable actitud. El misionero no olvidará que en el tiempo del Señor, el mensaje cristiano puede traer profundas transformaciones en el individuo, en la familia, y en la sociedad. A través de los siglos la Iglesia ha laborado, de una manera u otra, bajo distintas formas de gobierno. Algunos regímenes han sido enemigos acérrimos de la evangelización; otros la han tolerado hasta cierto punto, y todavía otros le han sido favorables, por diferentes razones. Lo indudable es que el Espíritu envía sus misioneros a plantar la simiente del Evangelio, a vivir de acuerdo a este mensaje, y comunicarlo sin ocultar sus demandas y consecuencias éticas para el individuo y la sociedad.

La Iglesia, en su calidad de agente del Reino presente de Dios, como colectividad evangélica, no debe sacralizar ninguna forma de gobierno, así sea el que parezca más inclinado a favorecer la causa del Evangelio. En América Latina hemos conocido casos de gobiernos que aparentemente simpatizaban con la iglesia evangélica, pero que al mismo tiempo eran injustos y opresores del pueblo. No le conviene a la iglesia en ningún país del mundo, la búsqueda del poder político. Cuando se casa con el Estado, ella tiene las mayores pérdidas, especialmente en lo relacionado con su vida espiritual y moral, y con el cumplimiento de su misión integral. Tampoco le conviene a la Iglesia, en su calidad de Iglesia, exaltar una ideología política por encima de los valores e intereses del Reino de Dios. La Biblia, la historia eclesiástica y la secular, y nuestra experiencia personal nos enseñan que solamente la Palabra del Señor permanece para siempre. Los sistemas de pensamiento meramente humano están sujetos a cambio, son mutables. ¡Ay de la iglesia que se deja seducir y manipular por una ideología política que esté de moda en determinado momento histórico!

A la Iglesia le conviene, eso sí, enseñar en privado y en público los grandes principios éticos de las Sagradas Escrituras, sin comprometerse, como Iglesia, con ningún partido político; sin entrar en la lucha por el poder terrenal. Es obvio que a los cristianos como individuos les asiste el derecho a optar por un proyecto político, y ocupar en el gobierno local, regional, o estatal, por nombramiento o por elección popular, cargos en los que puedan contribuir al desarrollo integral de los individuos y de la sociedad. Se sobrentiende que el cristiano fiel a su Señor procurará siempre, aun en las alturas del poder político, actuar conforme a los valores del Reino, para la gloria de Dios. No perderá de vista que también en esas alturas él no es más que un colaborador del Soberano de la creación y de la historia.

(2) La soberanía divina en la escena internacional. En su gobierno universal, Yahvé Elohim puede valerse de una nación ya sea para bendecir o para castigar a otras, como en el caso del pueblo israelita y sus conflictos con las naciones vecinas y con los grandes imperios de tiempos antiguotestamentarios. Pero a su debido tiempo, según el propósito de Dios, la nación que sirve de azote contra otros pueblos sufre también el juicio que Dios le envía por medio de un poder foráneo, político y militar. Así sucedió con Asiria (Is 10:5–16), con Babilonia (Dn 5), con los medos y persas, con los griegos, y con otros poderes militares de tiempos bíblicos. Los escritores del Antiguo Testamento relacionan con el pueblo israelita lo que acontece en la escena internacional. Un ejemplo prominente es el del rey persa Ciro, quien, según el profeta Isaías, es «ungido» de Yahvé para sujetar naciones y desarmar reyes (Is 45:1). El triunfo de Ciro sobre los babilonios influyó en el futuro de los israelitas. En el primer año de su reinado (cuando ascendió al trono de Babilonia), Ciro proclamó su deseo de permitir el regreso de los judíos a su propia tierra, y la reedificación del templo en Jerusalén (Jer 25:12; 2 Cr 36:22–23). Por supuesto, llegó el día cuando los persas fueron vencidos por los griegos, acaudillados por Alejandro el Grande, cuya muerte trajo la desintegración de su gran imperio.

La historia ha venido repitiéndose en el curso de los siglos. Imperios surgen, e imperios caen, y otros se levantan. Así acontecerá hasta el final de los tiempos, cuando los reinos (el reino) del mundo lleguen a ser «de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos» (Ap 11:15).

Providencia divina y sufrimiento humano

El estudio de la providencia divina nos obliga a mencionar, siquiera de paso, el tema del sufrimiento humano. La historia de la descendencia adámica ha sido escrita con lágrimas y sangre, más que con grandes regocijos. El problema del sufrimiento es ineludible. Se hace presente en el drama personal y familiar, y en graves acontecimientos que trascienden lo inmediato, hasta afectar toda una nación y en algunos casos el mundo entero. Por ejemplo, en catástrofes producidas por fuerzas naturales, o en grandes conmociones de orden social. En este siglo hemos tenido dos guerras calificadas de mundiales porque sus efectos se han hecho sentir alrededor de nuestro planeta.

Es obvio que no todos han sufrido en desastres naturales, o en conflictos sociales, por causa de su rebeldía contra Dios. Puede decirse que esas tragedias son parte, en cierto modo, del sufrimiento que el pecado introdujo en el mundo; pero no un castigo para todos los que han perdido en ellas sus bienes materiales, y aun su propia vida. Es posible llegar a la misma conclusión respecto a otra clase de sufrimientos. El patriarca Job tuvo grandes sufrimientos, aunque según el testimonio de Dios mismo, era «hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal» (Job 1:1). En el Nuevo Testamento, los discípulos le preguntaban a Jesús en cuanto a un hombre que había nacido ciego: «Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él» (Jn 9:2–3).

Es harto difícil explicar a plena satisfacción del intelecto humano la presencia del pecado y del sufrimiento en el mundo; y no debemos intentarlo sin tener muy en cuenta la soberanía del Creador, su carácter santo, justo, sabio y misericordioso, y el propósito eterno y perfecto que Él tiene para cada uno de nosotros, sus criaturas. Es además indispensable reconocer que las bendiciones de su obra salvífica se extienden también al aquí y al ahora, de este lado del sepulcro, y que su voluntad es siempre agradable y perfecta para los que confían en Él, aunque no lo entiendan así del todo, en el tiempo de la prueba.

José, célebre personaje del Antiguo Testamento, le dijo a sus hermanos: «Para preservación de vida me envió Dios delante de vosotros […] no me enviasteis acá vosotros, sino Dios» (Gn 45:4–8). «Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo» (Gn 50:20). San Pablo dice: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados» (Ro 8:29).

Ante el problema del pecado y del sufrimiento, es también indispensable recordar que Cristo vino a solucionarlo (1 Jn 3:8; Heb 2:14; 2 Co 1; 1 Co 10:13). Según la promesa divina, el bien triunfará definitivamente sobre el mal, en la consumación de la historia. Entonces, «Dios enjugará toda lágrima, y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor» (Ap 21:4).

Providencia y milagro

Tampoco es posible acercarse al tema de la providencia divina sin recordar lo que ya hemos mencionado en cuanto a que existen «leyes naturales» que rigen al universo físico. Estas leyes no actúan independientemente del Legislador que las estableció. De otra manera, Él no sería el soberano sobre toda la creación. Pero es Él quien mantiene en vigencia las leyes que garantizan el orden de lo creado, tanto en el macrocosmos como en el microcosmos, lo cual no deja fuera de lugar lo milagroso en las obras de la providencia.

Los milagros pertenecen al orden de lo sobrenatural. Dios, el soberano, puede actuar sin violar las leyes de la naturaleza y producir un efecto extraordinario, ya sea valiéndose de elementos naturales, o sin ellos. Para L. Berkhof, «la cosa distintiva en el acto milagroso consiste en que es el resultado del ejercicio del poder sobrenatural de Dios». Se ha dicho también que el milagro es «una obra poderosa que está más allá de la capacidad humana, que nos deja maravillados, y que por su medio nos habla Dios de su acción personal a favor de los seres humanos».126

Si aceptamos que la realidad no se agota en lo natural, sino que incluye lo sobrenatural, y, más que todo, si creemos en la existencia del Dios soberano, omnipotente, y misericordioso, nos es posible creer en lo milagroso, y pedirle a Él que nos haga un milagro, si el hacerlo se halla en el camino de su voluntad (Mt 26:36–42).

El sufrimiento humano, y la posibilidad de lo milagroso de parte del Señor, son temas inevitables en el cumplimiento de nuestra misión, en cualquier parte del mundo y en todos los estratos sociales. Se espera que el misionero tenga algunas respuestas bíblicas para el problema del sufrimiento humano. Nadie que carezca siquiera de algunas nociones de apologética cristiana debiera atreverse a ser un misionero profesional en su propia realidad cultural, o en otras culturas. Pero también le es necesario a todo misionero, o misionera, orientarse y orientar sobre lo milagroso de origen satánico, porque muchas gentes que andan en busca de un milagro para solucionar el problema de su sufrimiento, no saben discriminar entre lo que viene del Señor y lo que es del maligno.

Todos los cristianos debemos tener un corazón sensible al sufrimiento humano, y una voluntad dispuesta a darle alivio, siquiera en parte, al dolor de nuestros hermanos en la fe, y al de aquellos que deseamos alcanzar con el Evangelio. El Señor Jesús no fue indiferente al sufrimiento de sus contemporáneos. Nuestro deber y privilegio es imitar su ejemplo. Ungido con el Espíritu Santo y con poder, Él «anduvo haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10:38).

Providencia y escatología

El tema de la providencia divina dirige nuestra mirada a la creación de los cielos y la tierra, y a la constante actividad de Yahvé Elohim, en el devenir de siglos y milenios, para preservar lo que Él mismo ha creado. El tema nos hace pensar también en el futuro escatológico, cuando el Señor consumará su propósito en este planeta y en los nuevos cielos y la nueva tierra que están por venir. En otras palabras, la providencia divina puede significar también la acción progresiva que se dirige a la meta que el Creador ha determinado desde antes de la fundación del mundo.

Resulta interesante observar que en su definición del vocablo «providencia» el Diccionario de la Real Academia Española, edición de 1992, dice: «Disposición anticipada o prevención que mira o conduce al logro de un fin»; y añade: «Por antonomasia, la de Dios».

En el plano teológico, hay autores que le dan un énfasis escatológico a su definición y explicación de la providencia divina. Veamos algunos ejemplos:

1. Andrew K. Rule, que fue profesor de Apologética y Ética en el Seminario Presbiteriano de Lousville, Kentucky, anota que el vocablo «providencia» viene del latín pro y videre, y que significa «mirar hacia adelante, prever, y por lo tanto, hacer planes con anticipación […] En teología, significa también la realización del plan, y puesto que Dios es el agente de la providencia, ésta lo abarca todo». En el ejercicio de su providencia, Dios ha venido realizando el propósito que Él tenía en mente cuando creó el mundo y los que lo habitan, y lo llevará a su consumación en Cristo, quien de alguna manera lo está haciendo visible por medio de su discípulos fieles (los agentes del Reino), y lo manifestará en plenitud al mundo cuando Él venga otra vez.

2. Por razones prácticas, el teólogo Walther Eichrodt aborda el tema de la providencia dándole énfasis a la relación de Dios con los seres humanos: «Si bien es verdad que este concepto se aplica a veces a toda la actividad de Dios en orden al mantenimiento del mundo, es más práctico reducirlo ahora a la acción por la que Dios dirige los destinos del hombre». Luego explica que el hombre piadoso del Antiguo Testamento para definir qué era la providencia, «se inspiró antes que nada en la historia de su propio pueblo», y así «cobraron todos los acontecimientos históricos ulteriores su significado de acciones de Yahvé dirigidas a la instauración de su soberanía».129

En el concepto de Eichrodt, la providencia divina actúa en el presente, pero está siempre orientada hacia el futuro. Dentro del propósito supremo del Creador, lo providencial y lo escatológico van de la mano.

Es más, el comportamiento de Yahvé con su pueblo Israel, influyó en la idea de universalidad que tenía el israelita, o sea que los demás grupos humanos serán también objeto de la providencia divina. Según Eichrodt, el profeta Isaías fue quien mejor abarcó esta idea de universalidad. Este profeta vio que la historia concreta de su tiempo «se hallaba penetrada de un movimiento sistemático que incorporaba a todas las naciones en la construcción de la basileía tou Theou (el Reino de Dios), el reino de la paz y de la justicia». Así empalma Eichrodt el tema de la providencia divina con el del Reino de Dios.

3. Ya hemos citado en este libro la definición que ofrecen de la providencia de Dios los teólogos católicos K. Rahner y H. Vorgrimler en su Diccionario Teológico. Para ellos, la providencia divina «significa el proyecto del mundo creado, por la sabiduría de Dios que todo lo conoce […] En virtud de ese proyecto dirige Dios en su eternidad el curso del mundo y de su historia. Y en él también dirige la historia salvífica humana hacia la meta (escatología) conocida y querida por Él de antemano». El énfasis escatológico salta a la vista en esta definición.

4. Edmond Jacob percibe que la intervención de Yahvé en el mundo y su voluntad de no dejar cosa alguna fuera de su soberanía, «nos autorizan a hablar de una noción bíblica de la providencia que se ejerce a la vez en la creación y en la historia». Y explica:

En su conjunto la perspectiva bíblica no se dirige hacia la conservación del mundo, sino hacia su transformación. La enseñanza de los profetas acerca de la creación está dominada por la esperanza en los nuevos cielos y en la nueva tierra, de manera que ven en el mundo actual, ante todo, las señales catastróficas, anuncio de grandes cambios […] La providencia divina en la historia se ejerce sobre todo en favor de Israel, y está implicada por el hecho mismo de la elección y de la pertenencia; pero el interés de Yahvé por Israel, le obliga, en cierto modo, a llevar también sus miradas sobre los otros pueblos, sea para castigarlos cuando se oponen a la realización de esta elección […] sea sirviéndose de ellos para castigar a su pueblo, cuando éste olvida las condiciones relacionadas con la elección (Am 3:2).

Muy llamativo resulta en estas explicaciones de Jacob que el objetivo final de la providencia divina no es «la conservación del mundo, sino su transformación». En realidad, el Creador no quiere preservar el mundo en la condición en que se encuentra por causa del pecado humano (Ro 8:18–25). La meta escatológica es la palingenesia, la regeneración cósmica (Mt 19:28; Is 65:17), cuando en los nuevos cielos y la nueva tierra llegará también a su plenitud la transformación de los seres humanos.

5. El Diccionario Bíblico de Eerdmans (The Eerdmans Bible Dictionary), resume en las siguientes palabras lo que hemos dicho sobre los diferentes aspectos de la providencia divina:

Él mantiene y preserva el orden que es fundamental para los cielos y la tierra, tal como Él los creó, y Él está llevando a su plenitud sus propósitos para la humanidad y para el resto de la creación. Hay, por lo tanto, dos aspectos de la providencia, uno de ellos orientando hacia la continuación de la vida y del orden presente, y el otro orientado hacia el eschaton, es decir el cumplimiento pleno de lo que Él se proponía hacer cuando lo creó todo.

El mensaje de la providencia de Dios es bíblico, teológico, y misionológico. Nos enseña que el Dios de la creación es también el Dios de la providencia; que Él es trascendente e inmanente en relación con lo creado; que Él se interesa en los pequeños y grandes detalles de nuestra existencia personal; que Él puede guiarnos en el camino de su voluntad agradable y perfecta; que Él tiene un propósito para nuestra propia vida, para todos los seres humanos, y para toda la creación sin excluir el mundo físico. Este propósito se cumplirá plenamente en la renovación que está por venir. Mientras tanto, Él sigue trabajando en su mundo (Jn 5:17) e invitándonos a colaborar con Él en la realización de su plan soberano.


 Núñez, E. A. (1997). Hacia una misionología evangélica latinoamericana (pp. 92–132). Santa Fe - República Argentina: COMIBAM Internacional - Dpto. de Publicaciones.

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