La interpretación de las parábolas a través del tiempo
A través del tiempo
La exégesis de las parábolas evangélicas ha pasado por distintas etapas fácilmente reconocibles. A lo largo de estas etapas se las ha interpretado de distintas maneras: unas veces como alegorías y símbolos, otras como metáforas o relatos con una moraleja. En épocas más recientes se han incorporado al estudio de las parábolas los métodos de la moderna crítica literaria, y de esta aplicación han surgido nuevas lecturas e interpretaciones. En esta última línea se inscribe el enfoque hermenéutico que insiste en afirmar el valor estético de las parábolas y la autonomía de las obras literarias. Un enfoque tal no pretende negar que existe una cierta vinculación entre la obra de arte y su autor. Lo que sí se considera dudoso es que un objeto estético pueda explicarse a partir de un conjunto de datos biográficos o de las circunstancias en que vivió el artista. De ahí que algunos exégetas, bajo el influjo de los métodos modernos de análisis literario, se inclinen a considerar de escaso interés, e incluso irrelevante, la preocupación por situar las parábolas en el contexto concreto de la vida de Jesús.
La pluralidad y el conflicto de estas interpretaciones a veces contradictorias no deben llamar la atención. Una gran obra literaria vive más allá de los confines de su propia contemporaneidad. Los fenómenos semánticos pueden existir en forma oculta y potencial, y revelarse progresivamente en contextos culturales diversos, favorables a esa revelación. El nuevo contexto en que la obra es leída y valorada permite descubrir sentidos más o menos latentes, ya que el distanciamiento temporal y axiológico modifica a través del tiempo la perspectiva del lector. Estos nuevos sentidos no se añaden a la obra desde fuera, sino que se manifiestan naturalmente debido a las relaciones de alteridad y extraneidad que instaura la obra en las distintas épocas.
Las parábolas en la predicación de Jesús
La primera etapa corresponde obviamente al momento en que las parábolas fueron pronunciadas por primera vez. Jesús, excelente narrador, hablaba a un auditorio constituido en su mayoría por judíos palestinenses, y los que oían sus palabras las entendieron o no, de acuerdo con sus expectativas y con sus predisposiciones intelectuales y afectivas. Como él se dirigía a personas cuya atención era necesario captar antes de transmitirles un mensaje, las parábolas y los relatos parabólicos eran el medio más apto para comunicarse con su auditorio.
Algunas de sus parábolas expresan una moral de sentido común. Tal es el caso del dicho sobre la necesidad de entenderse con el adversario antes de comparecer ante el juez (Lc 12:58–59), que parece ser, como lo supone Bultmann, una parábola simplificada. Otros buenos ejemplos de moral de buen sentido son la parábola de la casa construida sobre roca y la edificada sobre arena (Mt 7:24–27; Lc 6:47–49), la de los dos deudores (Lc 7:41–43) y la de los dos hijos (Mt, 21:28–31). De hecho, algunos dichos sapienciales de Jesús contienen enseñanzas más o menos semejantes (cf. Mc 3:24; Mt 6:22–23; Lc 6:43–45).
Las parábolas del amigo importuno (Lc 11:5–8), del rico insensato (Lc 12:16–21), del administrador infiel (Lc 16:1–8), del rico y del pobre Lázaro (Lc 16:19–31), del juez inicuo (Lc 18:1–8) y de los talentos (Mt 25:14–30) son pintorescos cuadros de costumbres en los que resplandece el talento narrativo de Jesús. Su mensaje es tan evidente que se impone casi sin necesidad de explicación: no hay nada que pueda preservarnos de la muerte, es necesario orar con perseverancia, es una insensatez poner la confianza en el dinero o malgastarlo en fiestas y placeres, sin atender a las necesidades del prójimo. Todas estas enseñanzas pertenecen a la sabiduría popular. Jesús narra con perspicacia y finura cosas que todo el mundo sabía, pero que cada uno debía aprender siempre de nuevo.
La moderna exégesis histórica ha tratado de reconstruir las circunstancias precisas en que Jesús pronunció cada una de las parábolas transmitidas por los evangelios, pero tales esfuerzos no han dado resultados satisfactorios. La investigación histórica, en efecto, carece de la información suficiente para determinar con toda la exactitud deseable el contexto social en que se llevó a cabo aquel proceso originario de comunicación.
La alegorización de las parábolas
La segunda fase, iniciada ya en los tiempos apostólicos, alcanzó un amplio desarrollo en la exégesis patrística y medieval, y se prolongó hasta fines del s. XIX. Tal método de interpretación se resume en la palabra alegorismo. La parábolas eran tratadas como alegorías, y la alegoría es por excelencia el arte de las analogías: opera con conceptos representables, de manera que la alegorización consiste en captar un significado y expresarlo por medio de imágenes y metáforas. Por lo tanto, al intérprete le corresponde seguir el proceso inverso: si cada uno de los términos es el criptograma de una idea, el conjunto del relato parabólico debe ser descifrado palabra por palabra.
Guiados por este principio, los exégetas buscaron durante siglos simbolismos ocultos en la letra de los relatos parabólicos, incluso en los detalles aparentemente más insignificantes. En la parábola del buen samaritano, por ejemplo, el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó podía ser Adán; Cristo era entonces el extranjero que acudió en ayuda del hombre caído, la cabalgadura simbolizaba la carne en la que el Señor se dignó venir al mundo, y la posada era figura de la Iglesia. En la parábola de las vírgenes necias, los vendedores de aceite resultaban ser los representantes del ministerio eclesiástico; en la de los talentos, la suma confiada a cada servidor representaba simbólicamente la gracia de Dios.
El alegorista busca siempre, detrás y más allá de la letra, un sentido oculto. Cree que en un texto inspirado por Dios nada puede quedar librado al azar, y lee la Biblia como un libro de parábolas sagradas, escrito en un lenguaje simbólico peculiar. De ahí que la tarea primordial de la exégesis sea captar la Palabra eterna que Dios encubrió con distintos velos, descubriendo sus significados ocultos.
Una cierta tendencia a la alegorización aparece ya en los evangelios. Marcos interpreta de acuerdo con este principio la parábola del sembrador (4:14–20); Mateo hace lo mismo con las de la cizaña (13:36–43) y de la red barredera (13:47–50), y ambos atribuyen esta interpretación a Jesús (Mc 4:13; Mt 13:36).
Esta forma de interpretar los textos sagrados, presente en todas las obras de Filón de Alejandría, se abrió camino entre los cristianos desde época muy temprana y aparece como una práctica permanente en los escritos de los místicos.
Adolf Jülicher
El comienzo de la tercera etapa coincide con la publicación a fines del s. XIX de una obra en dos volúmenes, merecidamente famosa: Die Glechnisreden Jesu, de Adolf Jülicher (1857–1938).
Esta obra constituye todavía hoy en día un punto de referencia indispensable para el estudio de las parábolas de Jesús. Más aún, las principales ideas de Jülicher se han popularizado tanto que han llegado a constituir un lugar común en la exégesis de las parábolas evangélicas. A causa de esta popularidad, la obra original ya casi no se lee.
Jülicher afirma que el lenguaje de Jesús no es el de un maestro que imparte conocimientos ocultos a un grupo de discípulos selectos, sino el de un predicador popular que dirige a la multitud un mensaje llano y simple. Es un lenguaje vívido, de gran expresividad y fácil de entender. A la complejidad de la alegoresis, él contrapone la pura simplicidad de la parábola, «hija del instante», nacida con toda naturalidad de un encuentro personal. Como se verá más adelante, esta afirmación no se limita a establecer un hecho. Se trata, más bien, del principio hermenéutico en que se funda toda la exégesis de Jülicher.
Para explicar la índole del lenguaje parabólico, este autor recurre a las categorías de la retórica aristotélica. Primero establece la existencia de dos formas embrionarias: la comparación y la metáfora. La comparación es lenguaje propio; la metáfora, lenguaje figurado o impropio. El desarrollo de la metáfora origina la alegoría; en la base del lenguaje parabólico está la comparación. En esta distinción se funda la diferencia cualitativa, de capital importancia para la exégesis, entre parábola y alegoría.
El recurso a las parábolas como medio para comunicar una enseñanza se funda en una experiencia casi trivial. La verdad expresada en imágenes es más accesible y atrayente, sobre todo para la gente sencilla, que la formulada en términos abstractos. Por eso Jesús, que ha sido sin lugar a dudas un parabolista genial, compara una realidad determinada (el reino de Dios, por ejemplo) con hechos que pueden considerarse análogos en algunos aspectos, pero que son a la vez mucho más cotidianos y familiares (para los que escuchaban su predicación eran cosas bien conocidas la siembra, la cosecha, el trabajo en las viñas, la pesca, la preparación de la masa para el pan y la actividad pastoril). La comparación funciona al trasladar una evidencia del plano material al religioso o moral.
En virtud de la comparación que establece, la parábola duplica, por así decirlo, el hilo del discurso. El verdadero propósito del parabolista es hacer que el interlocutor dé su asentimiento a la «cosa» expresada; pero en vez de referirse a la cosa en forma directa, da una especie de rodeo a través de un relato ficticio. De este modo, dice Jülicher, la parábola lleva al interlocutor de algo que puede admitir fácilmente a una verdad no conocida o que no estaría dispuesto a admitir sin una cierta resistencia. Por eso la parábola resultará incomprensible mientras no se perciba el punto donde convergen la imagen y la realidad.
Jülicher excluye del modo más categórico cualquier intento de interpretar las parábolas como alegorías. Las alegorizaciones de que han sido objeto en la historia de la exégesis distorsionan su sentido original (el sentido que tenían en boca de Jesús). Pero si él insiste en la unicidad del punctum comparationis, no lo hace simplemente para afirmar el principio de la no total correspondencia entre la imagen y la realidad significada. Lo que busca, más positivamente, es subrayar la unidad interna (la organicidad) de la parábola. El relato parabólico funciona como totalidad. Los elementos singulares tienen un valor, pero nunca se trata de un valor autónomo; los detalles no entran en juego por lo que son en sí mismos, sino únicamente por su posición en el relato y por la relación que mantienen con la cosa significada. En la parábola del grano de mostaza, por ejemplo, lo que cuenta no es el sabor amargo ni el color oscuro o cualquier otra propiedad de esa semilla (aspectos que solía poner de relieve la alegoresis patrística y medieval), sino la extrema pequeñez de la semilla en contraposición con la considerable altura del arbusto; y no la pequeñez inicial y la grandeza final vistas estáticamente, sino el dinamismo de la relación, es decir, el hacerse grande de lo que al comienzo parecía casi insignificante.
En lo que respecta a la forma concreta de entender qué función cumplen las parábolas, la explicación de Jülicher no está del todo exenta de ambigüedad. Él define a veces las parábolas como comparaciones expandidas, que aclaran una realidad menos conocida a la luz de otra mejor conocida. Otras veces las entiende como comparaciones con una determinada intención argumentativa (es decir, como un medio para probar algo), que tratan de hacer que el oyente emita un juicio sobre el hecho narrado. El carácter argumentativo de las parábolas explica la insistencia de Jülicher en sostener que ellas contienen una única afirmación o una sola «punta», y de esta afirmación se desprende el principio hermenéutico que él considera de la máxima importancia: cada parábola es una unidad que se debe entender como tal, sin fraccionarla en aplicaciones parciales. Encontrar esa «punta» será entonces la tarea fundamental de la exégesis.
Si las parábolas intentan clarificar la verdad, y no ocultarla, la interpretación que dan los evangelios no corresponde al sentido que ellas tuvieron originariamente en labios de Jesús. Jülicher es consciente de la distancia que se interpone entre Jesús y los evangelios. Estos sitúan las parábolas en diferentes contextos, mostrando así que los evangelistas ya no sabían en qué circunstancias ni ante qué auditorio habían sido pronunciadas. Más aún, los evangelios las presentan de tal modo que se altera el sentido mismo de la enseñanza en parábolas: Jesús las utilizó en su predicación como una forma de discurso clara en sí misma y que se comprende sin mayor dificultad; los evangelistas, en cambio, las interpretaron como discursos oscuros, compañeros del enigma, que no trataban de revelar sino de ocultar. Por tanto, para que las parábolas revelaran su sentido oculto hacía falta una explicación (cf. Mt 13:10–11, 13; Mc 4:10–12; Lc 8:9–10).
En resumen: Jülicher afirma la especificidad de las parábolas como forma dialógicoargumentativa. Jesús las utilizó para ilustrar y convencer, de manera que ellas mantienen una relación estrecha con determinadas situaciones de su vida. También admite el valor histórico de las parábolas, sin dejar por eso de reconocer las transformaciones de que fueron objeto al pasar de la predicación de Jesús a su redacción en los evangelios. Sin embargo, su mérito principal consiste en haber mostrado de una vez para siempre que la parábola, como forma literaria, es esencialmente distinta de la alegoría. Al rechazar el alegorismo en cualquiera de sus formas, Jülicher rechaza la comprensión de las parábolas como el intento de ocultar la verdad o de hacerla más difícilmente accesible. La parábola auténtica no tiene nada que ver con el empleo de un lenguaje que solo puede ser comprendido gracias a una explicación ulterior.
Pero una vez aclaradas estas cuestiones, aún queda por ver cuál es el verdadero contenido de las parábolas. Jülicher vio en ellas una pieza clave para entender el mensaje de Jesús sobre el reino de Dios, que era el tema central de su predicación. La cuestión está entonces en saber qué se entiende por reino de Dios. Como exponente típico del protestantismo liberal, cuyo manifiesto fue La esencia del cristianismo de Adolfo Harnack, puso lo específico del mensaje cristiano no en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo, sino en un conjunto de valores de carácter religioso y moral. El reino de Dios se identifica con el conjunto de valores religiosos y morales introducidos por Jesús en la historia humana. Sin embargo, debe quedar claro que, según Jülicher, la parábola «no sirve para ilustrar un norma sapiencial o una afirmación doctrinal (eine Weisheitsregel oder einen ethischen Lehrsatz), sino para iluminar una situación difícil en la que se encuentra la persona que habla y hacer que obtenga el consenso y el convencimiento deseado» (I,98s).
Charles H. Dodd y Joachim Jeremias
La cuarta fase está ligada de un modo especial a la interpretación propuesta por Charles H. Dodd en 1935. Las parábolas de Jesús son «la expresión natural de una mentalidad que ve la verdad en imágenes concretas en vez de concebirla por medio de abstracciones». El fuerte impacto que produjeron en la imaginación de los discípulos hizo que se fijaran en su memoria y les procuró un lugar seguro en la tradición. La parábola no es la ilustración decorativa de una doctrina que se supone aceptada por otros motivos, sino que tiene un carácter de argumento; invita al oyente a emitir un juicio sobre la situación descrita y lo desafía, directa o implícitamente, a aplicar ese juicio a la materia en cuestión. De ahí la definición dada por Dodd, que ya se ha hecho clásica: «En su forma más sencilla la parábola es una metáfora o comparación tomada de la naturaleza o de la vida diaria que atrae al oyente por su viveza o singularidad y deja la mente con cierta duda sobre su aplicación, de modo que la estimula a una reflexión activa».
Dodd insiste en el realismo de las parábolas evangélicas. Cada relato o símil es un cuadro perfecto de algo que puede observarse en el mundo de la experiencia. Todo está de acuerdo con la naturaleza y la vida. Las acciones de los personajes que intervienen en los relatos es adecuada a la situación, y hasta se puede explicar la razón última de ese realismo tan hondo y espontáneo: entre el orden natural y el espiritual no hay mera analogía sino afinidad interna. Por eso Jesús no sintió la necesidad de recurrir a ejemplos artificiosos para ilustrar las verdades que se proponía enseñar. La armonía entre lo natural y lo sobrenatural se le hacía presente con solo mirar los procesos de la naturaleza, como lo muestra con particular elocuencia el pasaje que se inicia con las palabras Fíjense en las aves del cielo… (Mt 6:20–30; Lc 12:24–28).
Sin embargo, el realismo de las parábolas no excluye la presencia de ciertos detalles insólitos. No deja de sorprender, por ejemplo, la extraña conducta del dueño de la viña que paga a todos los obreros el mismo salario, sin contabilizar el número de horas que había trabajado cada uno. Como a nadie se le ocurriría ver en ese gesto una conducta habitual, es preciso prestar especial atención a ese detalle sorprendente para identificar la «punta» de la parábola. A las protestas de los espíritus legalistas, que le reprochaban su acercamiento incondicional a los publicanos y pecadores, Jesús les responde que eso mismo es lo que sucede con el reino de Dios. La conducta del dueño de la viña es una lograda descripción de la generosidad divina, porque Dios concede su gracia sin tener en cuenta las medidas de la justicia estricta. Más aún, como la generosidad divina se manifestaba concretamente en el llamado que él dirigía a publicanos y pecadores (es decir, a los que no tenían mérito alguno delante de Dios), solo hacía falta fijarse en su modo de actuar para comprender el verdadero sentido de la parábola. De ahí que Dodd haya insistido en la necesidad de tener bien presente el Sitz im Leben en que Jesús pronunció las parábolas. Por haber perdido de vista aquella situación, los primeros cristianos no percibieron su significado original.
También hay que tomar en cuenta el «más importante principio de interpretación»: de las alegorías se pueden extraer diversas aplicaciones de orden doctrinal o moral; la parábola típica, en cambio, presenta un solo punto de comparación. Los pormenores de la narración no tienen un significado independiente. En este aspecto Dodd coincide con Jülicher, si bien hace notar que al establecer la distinción entre parábola y alegoría no hay que proceder con excesivo rigor. Cuando la parábola tiene una cierta extensión, es probable que se inserten algunos detalles significativos, y si el oyente presta la debida atención descubrirá en ellos un significado adicional. De todas maneras, en la verdadera parábola los detalles permanecen subordinados al realismo dramático del relato, sin desmedro de su unidad.
Si las parábolas han de ser caracterizadas como metáforas o comparaciones, no cabe duda que resulta indispensable determinar la verdad que se pretende ilustrar por medio de imágenes. Para Dodd, el tertium comparationis de las parábolas evangélicas no puede ser otro que el tema central en la predicación de Jesús, es decir, el reino de Dios. De hecho, Dodd se propone mostrar que Jesús utilizó el lenguaje parabólico para ilustrar lo que Marcos llama «el misterio del reino de Dios» (4:11). A esa realidad se refieren no solo las parábolas que lo hacen notar expresamente, sino también muchas otras. Por eso, también el estudio de estas últimas puede arrojar una luz insospechada sobre lo que Jesús entendía al hablar del Reino.
En lo que respecta al concepto mismo del Reino (o reinado) de Dios, es bien sabido que Dodd ha insistido repetidamente en su defensa de la «escatología realizada». Esta actitud lo sitúa en el extremo opuesto a la posición asumida por J. Wiess y A. Schweitzer, tenaces defensores de la «escatología consecuente». Según estos últimos autores, Jesús vivía inmerso en un clima de fervientes expectativas apocalípticas y esperó como un hecho inminente la llegada triunfal del reino de Dios. Dodd, por el contrario, afirma que las doctrinas apocalípticas del judaísmo tardío eran ajenas al auténtico mensaje de Jesús. La derrota del mal no es, como en la apocalíptica judía, una mera esperanza para el futuro. El reino de Dios ha llegado ya (Mc 1:15), de manera que no es necesario esperar una manifestación ulterior al fin de los tiempos. Solo por un malentendido los discípulos de Jesús reintrodujeron el mito apocalíptico en el kerygma del NT.
A juicio de Dodd, fueron tres los principales motivos que oscurecieron muy pronto el genuino sentido de las parábolas. En primer lugar, el motivo apológetico: para explicar por qué una parte del pueblo judío no aceptó las enseñanzas de Jesús, la Iglesia primitiva pensó que él había hablado «en parábolas» (es decir, de manera enigmática) a fin de que su doctrina no fuera entendida (Mt 13:11; Mc 4:2). En segundo lugar, el motivo parenético: olvidando que las parábolas tienen un solo punto de comparación, se intentó sacar conclusiones de tipo moral, como si se tratara de alegorías (un ejemplo característico es la interpretación alegorizante de la parábola del sembrador en los evangelios sinópticos). En tercer lugar, el motivo escatológico: al ver que Jesús no había instaurado el reino de Dios tal como lo entendían sus discípulos, estos interpretaron las parábolas como la predicción de un evento que habría de acontecer al fin de los tiempos. El ambiente apocalíptico de la época les impidió interpretar el mensaje de Jesús en su verdadero sentido. Solo Pablo, hacia el fin de su vida, y el autor del cuarto evangelio lograron comprenderlo en profundidad.
En esta misma etapa sobresale por su importancia e influencia la obra de Joachim Jeremias. El libro Die Gleichnisse Jesu, aparecido por primera vez en 1947, ha sido retrabajado durante veinte años, hasta constituirse en el fruto más maduro de la corriente exegética iniciada por Jülicher. La inclusión de Jeremias en esta etapa está plenamente justificada, porque él mismo se sitúa en la línea inaugurada por Jülicher y continuada por Dodd. De ahí que hoy se hable con frecuencia del eje Jülicher-Dodd-Jeremias.
Las cuidadosas investigaciones de Jeremias sobre las parábolas evangélicas no abrieron nuevos horizontes a la exégesis. Su mérito principal no está en la novedad del enfoque exegético, sino en haber producido una especie de summa dentro de la perspectiva antes señalada. De hecho, Jeremias coincide con Jülicher en afirmar que las parábolas no son alegorías sino comparaciones. Al interpretarlas como alegorías, la tradición las ha malentendido, oscureciendo su sentido original. Este malentendido es como una capa de polvo que se ha depositado sobre los textos a través de los siglos y que ahora es preciso levantar.
El propósito fundamental de Jeremias se resume en pocas palabras: Von der Urkirche zu Jesus zurück! Es decir, hay que tomar como punto de partida el testimonio de la Iglesia primitiva a fin de llegar, retrospectivamente, hasta los ipsissima verba Jesu. El ideal es escuchar hoy la voz de Jesús tal como la oyeron sus contemporáneos. Para lograrlo es preciso descorrer el velo que la tradición ha tendido sobre las parábolas de Jesús, y este descorrimiento requiere, a su vez, reconstruir con la máxima exactitud posible la situación histórica en que fue pronunciada cada parábola. Jeremias está convencido de que es imposible entender el verdadero sentido de una parábola si se desconoce su auténtico Sitz im Leben, y por eso se esfuerza aún más que Dodd en relacionar cada parábola con una circunstancia única y a menudo imprevista. Estas circunstancias han sido por lo general situaciones de controversia. De ahí que las parábolas de Jesús puedan ser consideradas como armas de combate (Streitwaffe) o como instrumentos de lucha y de argumentación en situaciones de conflicto.
Este afán de reconstrucción histórica lo lleva en ocasiones a plantear cuestiones que pueden parecer ingenuas, como, por ejemplo, cuando se pregunta hacia dónde se dirigía el samaritano y si la venda con que curó al hombre caído la sacó de la túnica o del turbante. No obstante esto, lo cierto es que Jeremias puso al servicio de esta tarea una extraordinaria erudición, y aun los que critican su enfoque exegético aprecian el valor de los datos que aporta. Por otra parte, como las parábolas, en su redacción actual, no transcriben sin más el texto de las parábolas pronunciadas por Jesús, la retraducción de los textos al arameo es otro de los medios que él considera importantes para redescubrir la forma original de las parábolas.
Jeremias coincide con Jülicher en afirmar que el gran tema de las parábolas es el reino de Dios. De ahí que sean una pieza clave para reconstruir el conjunto del mensaje de Jesús. Las parábolas como un todo forman una síntesis completa de ese mensaje. Jesús no se cansa de inculcar por medio de parábolas un conjunto de ideas capitales y sencillas, y muchas parábolas expresan una misma idea con imágenes diferentes. Sin embargo, el reino de Dios no debe ser entendido como lo hace la teología liberal, sino, según ya lo había indicado Dodd, como la acción escatológica de Dios que manifiesta su poder poniendo al mundo en crisis y ofreciendo su salvación a todos sin excepción. Pero se debe evitar la unilateralidad de Dodd en su interpretación de la escatología.
Los críticos de Jeremias han reconocido los innegables méritos de sus minuciosas investigaciones históricas y filológicas. Pero también han hecho notar que su interpretación de las parábolas, consideradas en conjunto, presenta algunos aspectos poco convincentes. En lo que respecta al mensaje que él pretende extraer de los relatos parabólicos, se advierte una marcada tendencia a hacer de Jesús un teólogo luterano. Y algunos críticos más recientes le han reprochado lo que ellos consideran un defecto notable: Jeremias no ha llegado a reconocer la especificidad de las parábolas en cuanto parábolas, ya que las ha reducido a la condición de mero instrumento para formular una doctrina teológica.
Otros autores creen encontrar en los trabajos de Jeremias dos limitaciones que obligan a realizar nuevas investigaciones. Por una parte, el marco histórico en que Jesús pronunció cada parábola parece que se especifica unas veces demasiado y otras demasiado poco. Por otra parte, el problema de la transmisión, aunque bien planeado, no se resuelve de manera satisfactoria.
En lo referente al marco histórico primitivo, Jeremias cree poder identificar con seguridad a los interlocutores de Jesús a partir de algunas indicaciones que se encuentran en las mismas parábolas, cuando en realidad esos marcos históricos convencionales tienen un carácter redaccional y son por lo general bastante imprecisos. Al mismo tiempo, Jeremias no inquiere suficientemente las posibles circunstancias favorables que permitieron a Jesús emplear el género parabólico, y apenas se pronuncia sobre las técnicas de difusión dentro de las iglesias y fuera de ellas. Tampoco se detiene a considerar por qué las parábolas y los relatos parabólicos, tales como los transmiten los evangelios sinópticos, presentan más divergencias que los dichos del Señor y los relatos de controversia.
Estas últimas objeciones han sido propuestas con especial vigor por E. Trocmé, un autor que intentó recorrer nuevos caminos para aclarar, en la medida de lo posible, el misterio de las parábolas evangélicas.
Las parábolas, conversaciones de sobremesa
Según Etienne Trocmé, las parábolas contadas a un auditorio judío podían conservarse sin grandes cambios de forma. Pero cuando se convirtieron en objeto de enseñanza eclesial, sirvieron de vehículo a la predicación cristiana y adquirieron un nuevo sentido. No es nada sorprendente que se haya producido ese cambio, dada la gran flexibilidad del lenguaje alusivo y simbólico de las parábolas. Pero lo que sí requiere una explicación es cómo se produjo el paso de un sentido a otro; es decir, cómo las parábolas pronunciadas por Jesús adquirieron más tarde el sentido que les dio la tradición eclesial.
En su intento de explicación, Trocmé sostiene que las ocasiones que tuvo Jesús de predicar a las masas no debieron ser frecuentes, y cuadros como el descrito en Mc 4:1–2 fueron sin duda menos numerosos que las escenas relatadas en Mc 3:9–12 y 6:54–56. Por consiguiente, es difícil admitir que las parábolas hayan sido una enseñanza dirigida a la multitud. Ciertamente, los contactos de Jesús con la multitud tomaron a veces la forma de enseñanza. Pero una predicación tan masiva no podía exhibir los matices y sutilezas de que están llenas las parábolas. Es seguro que algunas de ellas han servido para ilustrar los mensajes dirigidos a la multitud. Esto es verdad, sobre todo, para ciertos relatos parabólicos propios de Lucas, que han podido tener también otros usos. Pero no es verosímil que en la enseñanza destinada a la turba hayan podido integrarse parábolas como las de Mt 13 o la del administrador infiel.
Los evangelios indican repetidas veces que Jesús fue invitado a comer en casa de familias más o menos pudientes. En la de sus discípulos, ciertamente (Mc 1:29–31; 2:15); pero también en la de amigos íntimos (Lc 10:38–42; Jn 12:1–8), en la de recaudadores de impuesto y de «pecadores» aún no convertidos (Mc 2:16; Lc 19:1–9), o en la de fariseos que no eran partidarios suyos (Lc 7:36–50; 14:1–13). De ahí que él se haya interesado incluso por las costumbres que regulaban las comidas mundanas (Lc 14:16–24).
Las invitaciones que Jesús recibía y que frecuentemente aceptaba estaban motivadas en muchos casos por la curiosidad que despertaba su persona. Pero también se debían a su talento de excelente narrador. Aquel profeta inusitado era además un conversador brillante, que aprovechaba cualquier ocasión para referir anécdotas o evocar situaciones familiares a los oyentes. Jesús había viajado por todo el país, conocía a mucha gente y nadie como él sabía sacar una lección inesperada de un hecho aparentemente trivial o describir comportamientos cuya singularidad daba que pensar. De ahí concluye Trocmé que las parábolas evangélicas, en su mayor parte, fueron originariamente charlas de sobremesa mantenidas por Jesús en las casas donde era invitado. El epigrama misterioso (la semilla que crece por sí sola, el grano de mostaza, el tesoro escondido en un campo, el comerciante que busca piedras preciosas) se mezclaba con el relato abundante y pintoresco6, en el que el oyente perspicaz podía percibir una enseñanza que provocaba su admiración, aunque muchos solo alcanzaban a ver una historia trágica o curiosa.
Trocmé reconoce que esta conclusión puede producir cierta extrañeza, pero la considera muy verosímil por estar fundamentada en el contenido mismo de las parábolas. El tema del banquete aparece en ellas con frecuencia, y ese detalle significativo podría indicar que fueron pronunciadas en torno a una mesa.
Esta interpretación no ha tenido seguidores, como tampoco la tuvo otra afirmación de este autor, no menos sorprendente: dado que las parábolas fueron contadas a los «de fuera», también se transmitieron, en un principio, «fuera» del ámbito eclesial. Algunos oyentes de Jesús, que no se hicieron discípulos, fijaron y aprendieron de memoria los grandes rasgos de las parábolas, y esta tradición no fue asumida por la Iglesia antes de la segunda o de la tercera generación cristiana.
La idea de que Jesús enseñaba en parábolas es una invención posterior, hecha para garantizar la incorporación de las mismas a la tradición evangélica. Los discípulos terminaron interesándose por esos relatos, que al principio les parecían de poca importancia, e integraron poco a poco las parábolas en la predicación cristiana. En este proceso de integración ellas sufrieron serias modificaciones, que se añadían a las que los primeros transmisores habían introducido desde su punto de vista. Obviamente, la intervención de transmisores no pertenecientes al grupo de los discípulos proporciona al historiador una información de primera mano sobre otras fuentes de la tradición sinóptica.
Después de Joachim Jeremias
Después de Joachim Jeremias se inició una nueva fase, más tempestuosa y compleja, cuya característica más notoria es el replanteo total de la exégesis a partir de los nuevos aportes de la lingüística, de la retórica y de la crítica literaria. Un hito fundamental en este desarrollo más reciente fue la publicación en 1967 de un libro que ha tenido una resonancia notable: Parables. Their literary and existential dimension, de Dan Otto Via. De ahí que no sea del todo arbitrario situar aproximadamente en esa fecha el comienzo de la quinta etapa.
Esta nueva forma de aproximación considera las parábolas como objetos estéticos. En consecuencia, es legítimo leerlas como obras de arte y analizar la comprensión de la existencia reflejada en los relatos, sin prestar demasiada atención a su contexto originario y sin buscar fuera de la narración un referente hipotético. Basado en este principio, Via analiza las parábolas como reflejos de la existencia y no como metáforas del reino de Dios. Su método es esencialmente ahistórico. Lo esencial no es reconstruir una situación particular en la vida de Jesús, sino captar la comprensión existencial reflejada en la obra de arte. Para ello hay que estar atento a las interrelaciones de los elementos en el interior del objeto estético, evitando especular sobre las presuntas intenciones teológicas del autor. También hay que descartar la referencia a un tertium comparationis, porque de ese modo el relato pierde su consistencia propia y se transforma en la representación alegórica de algo que está fuera de él.
De acuerdo con este nuevo enfoque, el breve relato parabólico es el punto donde convergen los valores estéticos y la relevancia existencial. La parábola no solo cautiva la atención del oyente, sino que la orienta por completo a la comprensión de la existencia reflejada en la acción que se narra, e invita a tomar una decisión. Cada parábola es una mediadora que hace presente la comprensión que Jesús tenía de la existencia, y el medio para apropiarse de esa comprensión es la fe. En este sentido, dice Dan Otto Via, el mensaje de las parábolas contiene una cristología implícita.
A estas interpretaciones se han añadido otras que sería imposible resumir en pocas páginas. Particularmente significativas son la lectura de las parábolas como «acontecimientos lingüísticos» (E. Fuchs, E. Jüngel) y la que pone de relieve el aspecto dialógico (las parábolas como un medio para entrar en diálogo: Eta Linnemann, Jacques Dupont).
El valor de la palabra, dice E. Fuchs, se mide por sus efectos. «Tanto el mensaje de Jesús como sus actuación, toda su conducta, es simplemente una indicación del tiempo nuevo del Reino de Dios». Su misión fue la de proclamar la llegada de un tiempo nuevo. Así lo proclaman sus parábolas, tanto como los prodigios que acompañan su predicación. Una parábola bien lograda, capaz de tocar la vida de sus destinatarios, modifica de modo decisivo su situación. La parábola introduce posibilidades inéditas, antes inexistentes, que urgen al oyente a tomar una decisión.
E. Jüngel, por su parte, asocia su interpretación con una teología de la palabra. Sería erróneo pensar que las parábolas, en labios de Jesús, hayan sido únicamente un instrumento pedagógico. La parábola es una palabra con poder. La opción de Jesús de hablar en parábolas indica que el reino de Dios se manifiesta a través de una palabra, y esa palabra lo hace surgir en el mundo de cada día. La parábola es el lenguaje del Reino.
La predicación de Jesús, dice Jüngel de acuerdo con E. Fuchs, debe ser entendida como un evento lingüístico (Sprachgeschehen). Si no se quiere terminar por mal entender las parábolas considerándolas una tesis proclamada por Jesús, es preciso comprenderlas a partir del Reino, como asimismo el Reino debe ser entendido a partir de la forma lingüística de las parábolas. De ahí la imposibilidad de disociar en el lenguaje de Jesús la forma histórico-culturalmente determinada y su contenido atemporal. La Basileia está expresada en la parábola como parábola. Las parábolas de Jesús expresan el Reino como parábola.
La parábola se distingue claramente de la alegoría. Lo específico de la parábola está en esa capacidad de concentración en un «punto focal» que da sentido al todo y recibe su sentido del todo. Como todos los elementos o rasgos narrativos (Einzelzüge) están estrictamente orientados hacia ese punto de convergencia, este aparece solo al final, pero está presente desde el punto de partida y sostiene toda la parábola. La parábola vive en todos sus aspectos de su punto focal, pero este no podría configurarse sin los elementos narrativos.
Al concentrarse por entero en su efecto final, la parábola queda atravesada por una tensión entre revelación y ocultamiento. No es exclusivamente ni una cosa ni la otra, sino que ambos elementos se requieren recíprocamente. Por eso dice Jüngel, con su característico modo de expresión, que la parábola esconde porque quiere manifestar; su tendencia a manifestar determina su inclinación a esconder. «Las parábolas son fenómenos lingüísticos en los cuales aquello que es expresado está todo presente, en cuanto está presente como parábola».
Si el Reino llega y se hace presente como parábola, «es obvio que nosotros debemos tener presente la relación entre esta palabra y quien la pronuncia, es decir, Jesús mismo».
Tanto Fuchs como Jüngel tienen una forma de escritura un tanto críptica, y no siempre es fácil precisar con exactitud el sentido de la interpretación propuesta por ellos. Es preciso reconocer, sin embargo, que algunas de sus intuiciones han sido determinantes para la ulterior interpretación de las parábolas evangélicas. En particular, la insistencia en que las parábolas no son argumentos racionales o medios de demostración de una determinada verdad, sino analogías que permiten adentrarse en el sentido último del momento que se está viviendo. En cuanto fenómeno lingüístico, la parábola es revelador del Reino y lo hace presente: El tiempo se ha cumplido. El Reino de Dios está cerca (Mc 1:14).
Eta Linnemann caracteriza las circunstancias que dieron origen a las parábolas de Jesús mediante la expresión Gesprächssituation («situación de diálogo»). La intención del que relata una parábola, dice esta autora, no consiste solamente en comunicar una información sino en lograr el asentimiento de sus oyentes. Jacques Dupont comparte esta opinión y la profundiza de un modo personal14. Según él, Jesús se relaciona con interlocutores que tienen una manera de ver distinta de la suya. En tales circunstancias, un camino posible sería el de tratar de convencer al adversario mediante una discusión. Pero la discusión terminaría fatalmente por endurecer las posiciones contrarias, y Jesús opta por otro camino: cuenta una historia que lleva el debate a un terreno distinto, en el cual es casi imposible no estar de acuerdo. Una vez situado en esta nueva perspectiva, el interlocutor podrá ver posteriormente la situación tal como Jesús la ve.
De los análisis de Eta Linnemann, Dupont recoge también el concepto de «entrecruzamiento de perspectivas» en el interior de los relatos parabólicos, y hace de este concepto el punto de partida básico para determinar el contexto original de las parábolas. El análisis del relato permite descubrir en él la contraposición de dos ópticas diversas para juzgar la realidad; es decir, en su estructura misma, las parábolas reflejan una conflictividad. Una óptica puede ser identificada como el punto de vista de Jesús; la otra, verosímilmente, debe ser la de sus interlocutores. En vista de esta conflictividad, es preciso concluir que las parábolas no están dirigidas a discípulos que necesitan ser instruidos más profundamente y que no pueden ser calificadas de meramente argumentativas: ellas no son el monólogo de un apologista que defiende determinadas verdades, ni el discurso del pedagogo que las enseña, ni la efusión de un poeta que expresa sus sentimientos íntimos. Son un medio de diálogo, destinado a mostrar que se puede ver la realidad de un modo nuevo y mejor.
El tema fundamental de este diálogo es, ante todo, la actuación de Jesús, que resultaba escandalosa para sus contemporáneos, en especial por su acercamiento a los pecadores y por la ausencia de los signos exteriores que debían acompañar la misión del Mesías. Pero el desacuerdo también se extendía a la conducta de sus interlocutores, que no lograban reconocer la realidad del momento que estaban viviendo.
Charles W. Hedrick: Las parábolas como ficciones poéticas
Charles W. Hedrik, autor de Parables as poetic fictions, coincide en lo esencial con la interpretación de Via. Según él, Via está en lo cierto cuando afirma que las parábolas son ficciones breves, que (cabe suponer) proceden de la libre imaginación de Jesús. Dado que estos relatos ficticios tienen una trama, es posible analizarlos con los métodos que se aplican al estudio de las obras de ficción. También es verdad que la excesiva preocupación por el contexto histórico de las parábolas ha hecho que los intérpretes prestaran poca atención a los relatos en cuanto tales.
Pero Hedrik no solo señala los puntos de coincidencia. También encuentra en el método practicado por Via algunos presupuestos cuestionables. El primero de todos, que él incurre en el mismo error que critica. Porque si el objetivo de la exégesis es captar la comprensión existencial que se refleja en la obra de arte, la interpretación se focaliza una vez más en algo exterior al relato parabólico. Y a esta objeción se suma otra, sin duda más importante: por no tomar en cuenta el contexto histórico-cultural en que las parábolas fueron pronunciadas originariamente, la interpretación de Via las reduce a la condición de relatos a-históricos, desconectados del vital concreto que permitiría interpretarlas de manera satisfactoria.
Tales objeciones determinan la necesidad, según Hedrick, de dar a la exégesis una nueva dirección. El camino nuevo que él intenta recorrer incluye varios presupuestos. El primero y más decisivo es que las parábolas no deben ser comprendidas como símbolos o metáforas; es decir, no hay que ver en ellas imágenes puestas deliberadamente para llevar al lector fuera del relato, a fin de revelarle significados expresables en abstracciones teológicas. Por lo tanto, el sentido de cada parábola tiene que ser descubierto en el interior de los relatos y no fuera de ellos. Y esto, sin perder de vista el contexto histórico en que fue pronunciada por primera vez. En una palabra, lo esencial es comprender qué dicen las parábolas cuando se las lee como narraciones poéticas ficticias, provenientes de la Palestina del siglo primero.
La presentación anterior, quizá demasiado concisa, se puede ilustrar, primero, con una consideración de carácter general, y luego con un ejemplo que hace ver cómo interpreta Hedrick una parábola evangélica.
1. Los estudiosos de las parábolas evangélicas nunca han dejado de preguntarse qué «significan» estos breves relatos. A partir de esa pregunta han tratado de «explicarlas» (o más exactamente, de traducirlas a un lenguaje conceptual), como si el único modo de interpretarlas adecuadamente consistiera en reducirlas a una serie de proposiciones abstractas (por ejemplo, a enunciados cuyo referente «real» es el reino de Dios). Tales explicaciones asignan por lo general a las parábolas un sentido atemporal, válido de una vez para siempre, y las transforman en portadoras de conceptos, ideas o valores trascendentes.
2. El resultado de esta operación es obvio: abierta o solapadamente las parábolas quedan convertidas en alegorías, porque la interpretación ya no se concentra en la trama misma del relato, sino en algo que está fuera de él (en la «cosa» significada o en la «intención» del parabolista). Pero si lo importante en la parábola es la idea abstracta o el valor religioso o moral, el relato mismo puede ser descartado una vez que se ha dado de él la explicación (pretendidamente) satisfactoria. Y esa explicación, aceptada como «autoritativa», va a condicionar en adelante las sucesivas lecturas o audiciones de la parábola y a determinar su interpretación. O para decirlo todo de una vez: el relato ya no va a ser capaz de crear nuevos sentidos; su (único) significado ha sido fijado por la explicación autoritativa.
A esta consideración se añade una observación ulterior sobre la naturaleza misma del significado. Cuando una parábola fue pronunciada y oída por primera vez, tanto el narrador como su auditorio le atribuyeron una significación. Pero el significado que percibieron uno y otros pudo no ser el mismo, porque cualquier narración, una vez hecha pública, se desprende de la intención del narrador y adquiere vida independiente. El sentido que le dio su autor (si es que en realidad pretendió darle uno) pudo ser distinto del que captaron sus oyentes. Personas distintas oyen y entienden cosas distintas, y si la comprensión de cualquier significado está siempre condicionada por la situación particular en que se encuentra cada individuo, también lo estará el sentido que suscitan las parábolas.
No menos problemáticos son los intentos de llegar a la supuesta «intención» del narrador. Esta dificultad proviene, al menos en parte, de nuestro conocimiento limitado. Ya hemos visto que la investigación histórica solo ha conseguido reconstruir el contexto de los relatos parabólicos de una manera muy vaga. Además, entre el momento en que Jesús pronunció las parábolas y el momento de su consignación por escrito pasaron no menos de cuarenta años, y en todo ese tiempo la transmisión de las parábolas atravesó por tres etapas sucesivas: primero, la predicación oral de Jesús; luego la recepción de las parábolas en las comunidades palestinenses de habla aramea, y por último la traducción al griego en las comunidades cristiano-helenísticas.
Si más de cien años de investigaciones críticas no han logrado asignar a las parábolas de Jesús significados únicos, perdurables y aceptados por todos, quiere decir que la exégesis tiene que cambiar sus métodos y plantear preguntas nuevas. Esta renovación debería tomar en cuenta, ante todo, algunos resultados negativos. Sorprendentemente, solo unos pocos relatos parabólicos conservan (dentro de lo que se considera su forma original) indicaciones que sugieren interpretaciones autoritativas. Y aunque es indudable que las historias han sido construidas para provocar una respuesta (es decir, para suscitar un sentido en el oyente o lector), ellas mismas no dicen de qué modo han de ser entendidas. Esto hace pensar que es por lo menos dudoso atribuir a las parábolas un sentido «original».
Las parábolas no son in-significantes, pero tampoco ocultan un significado único, último y excluyente. Un significado tal no podría derivarse del texto mismo. El significado específico proviene más bien de la interacción entre la parábola pronunciada y oída en su contexto histórico y la capacidad imaginativa del oyente o lector. Por lo tanto, los relatos están abiertos potencialmente a varias interpretaciones. Tratar de encerrarlas en un solo sentido es forzarlas a decir más de lo que ellas pretenden.
No hay que olvidar, por otra parte, que es imposible determinar con absoluta precisión la circunstancia en que fue pronunciada cada parábola. En consecuencia, siempre que la exégesis se atreve a reconstruir una situación más o menos determinada, introduce subjetivamente un marco histórico hipotético y hace depender de ese marco, no verificable históricamente, la interpretación de la parábola. De ahí la sorprendente conclusión a la que llega Hedrick: lo más que se puede esperar de la exégesis es que haga ver cómo las parábolas afirman o subvierten determinadas concepciones pasadas o presentes.
Un ejemplo de esta «subversión» se encuentra en la interpretación alternativa que Hedrick da de la parábola del sembrador. En el contexto de una cultura agraria que entendía su propio bienestar como fruto de la obediencia a los mandamientos de Dios, la «secularidad» de esta narración suena como una nota discordante. El relato afirma que la productividad de la semilla sembrada por el agricultor depende de la naturaleza del suelo y de la ausencia de ciertos factores que amenazan la supervivencia de la semilla. Si el agricultor la arroja en el lugar adecuado y las condiciones son favorables, la semilla brotará. Si cae en otro sitio y bajo condiciones menos propicias, es más que probable que la semilla se pierda.
Por otra parte, el relato omite ciertas indicaciones, y este silencio ayuda a iluminar el carácter de la narración. Ciertos detalles de suma importancia para la piedad israelita ni siquiera se mencionan, y tal omisión refleja una notoria diferencia entre el «mundo» de la parábola y la visión de la realidad que tenían los judíos en el siglo primero. El sembrador del relato es cualquier agricultor. Nada lo caracteriza como un israelita piadoso o como un fiel cumplidor de la Torá. Los azares a que se ve sometida la semilla son justamente eso: azares, casualidades, como podía preverlos cualquier agricultor de Palestina. Nada da a entender que los pájaros o la falta de humedad son acciones de un Dios descontento con la conducta del labriego. Ni siquiera la interpretación de Marcos entendió la parábola de esta manera. Tampoco se dice que el éxito de la semilla sembrada en buen suelo se debe a la bondad o a la generosidad de Dios. La cosecha no culmina en una fiesta religiosa en la que se expresa la gratitud a Dios por el fruto abundante, y ni siquiera oblicuamente alude el relato a determinadas obligaciones de carácter religioso o a la actividad de Dios. Tales ideas están ausentes por completo. En una palabra: si el trabajo del sembrador ha resultado exitoso, no ha sido porque él fue un labrador particularmente dotado. El éxito se debe simplemente a que él logró poner juntos los elementos adecuados y la naturaleza se le mostró favorable. Si hubiera que darle algún calificativo, se lo podría tildar de «afortunado».
Hasta aquí la parábola parecería no decir nada interesante. Pero situada en el contexto de la piedad judía en el siglo primero adquiere un sentido abiertamente «subversivo». En ese contexto, afirma Hedrick, la secularidad del relato y sus silencios altamente significativos hacen que la historia aparezca cargada de una desafiante nota de impiedad. Ante todo, porque no dice nada acerca de la soberanía de Dios sobre la naturaleza; después, porque elimina toda referencia al cumplimiento de ciertas obligaciones religiosas como condición para asegurarse una buena cosecha. En este punto preciso el relato subvierte la fe de Israel, desafiando frontalmente el concepto judío, vigente en el siglo primero, de lo que significa ser piadoso y, por lo tanto, ser humano. Todos los relatos que hablan de la naturaleza comparten la misma nota de secularidad y de impiedad.
Esta parábola, en su secularidad, subvierte de un modo especial la segunda mitad del Shemá (Dt 11:13–21), que era la oración que todo judío piadoso recitaba al principio y al fin de la jornada. En los vv. 14–15, el producto del campo o su esterilidad se atribuyen a la acción de Dios, que corresponde a su vez a la conducta del pueblo. La historia del sembrador, por el contrario, ignora la dimensión religiosa de la vida y afirma el riesgo, las pérdidas y las ganancias como sucesos naturales y no religiosos. En resumen, la parábola seculariza la vida en vez de sacralizarla.
Como puede advertirse fácilmente, esta lectura de la parábola evangélica no busca la intención de Jesús al contar la historia (en el supuesto de que esta haya sido realmente inventada por Jesús de Nazaret). Tampoco se pregunta cómo interpretaron la parábola los primeros que la oyeron. La razón fundamental ya ha sido expuesta: en cualquiera de los dos casos habría que reconstruir subjetivamente un marco histórico y referir la historia narrada a ese marco hipotético. De ahí que la interpretación deba prescindir de tales presupuestos y trate de percibir, más concretamente, cómo resuena esa historia ficticia en el contexto cultural y religioso de Israel en el siglo primero.
Al término de esta breve exposición, parecería oportuno emitir un juicio sobre la propuesta de Hedrick. No es fácil, sin embargo, arriesgar un juicio acertado, porque su teoría, más que provocar una adhesión inmediata, lo que hace es suscitar una larga serie de preguntas. Es evidente, por ejemplo, que su lectura de la parábola del sembrador (aparte del tono antijudío que parece oírse en algunos momentos) pone de relieve ciertos detalles que las interpretaciones corrientes no suelen tomar en cuenta, o que se consideran irrelevantes cuando se trata de descubrir el sentido de la parábola. Pero uno puede preguntarse hasta qué punto es legítimo tomar las parábolas como textos aislados, por completo independientes de los evangelios que las han transmitido como palabras de Jesús. Y de ahí surge una nueva pregunta, más importante todavía y relacionada con el principio hermenéutico que debe presidir la interpretación de las parábolas evangélicas. Si las parábolas fueron unas veces la respuesta dada por Jesús en una situación conflictiva, y si siempre estuvieron vinculadas al tema central de su predicación, no se ve cómo podrían entenderse en su verdadero sentido sin una referencia a la persona que las pronunció y al contexto concreto en que fueron oídas por primera vez.
De ahí la conveniencia de exponer brevemente las características esenciales de la metáfora, una forma literaria que sirve de punto de referencia necesario para la interpretación de las parábolas.
Las parábolas como analogías
En su libro Interpretar las parábolas. Guía hermenéutica de su significado (San Pablo, Madrid 1997), el crítico literario John W. Sider rechaza la distinción (y aun la oposición) entre parábola y alegoría, aduciendo que casi siempre los exégetas sacan a la alegoría por la puerta y la reintroducen por la ventana. Tal es el caso de Jülicher, que insiste en contraponer la parábola (un relato realista con un punto de comparación) y la alegoría (un relato no realista con varios puntos de comparación). Y lo mismo sucede con Charles Dodd y Joachim Jeremias, dos grandes exégetas que aceptaron la teoría del punto único, pero que luego alegorizaron las parábolas sin darse cuenta, mostrando de ese modo que su instinto de intérpretes era en realidad más confiable que la teoría que decían profesar.
A partir de este presupuesto, Sider se propone presentar, no la perspectiva literaria de las parábolas, sino una perspectiva literaria, cuya credibilidad depende de la evidencia extraída de los textos mismos. En ambas disciplinas –la literaria y la bíblica– el discurso sobre los métodos suele estar dominado por teóricos natos como Derrida y Frye, menos interesados en la interpretación correcta de los textos que en filosofar sobre lo que es y puede hacer la literatura. Por eso, los estudiosos de la Biblia deberían dedicar menos a discutir teorías que a establecer un contacto directo y de primera mano con la enorme masa de las obras literarias existentes. Una amplia experiencia de la literatura secular es absolutamente esencial para la acertada comprensión de las parábolas y de muchos otros textos de la Biblia.
La mayor parte de los libros sobre las parábolas (Jülicher, Hunter, Lambrecht, Stein) empiezan con el desarrollo de una teoría basada en argumentos abstractos y deductivos, antes de dirigir la atención a las parábolas mismas. Entre los intérpretes de las parábolas, uno de los más grandes, como Joachim Jeremias, ha cultivado un eclecticismo inductivo lleno de sentido común, sin teorizar tan abiertamente como lo hacen otras aproximaciones literarias más recientes. Sin embargo, él no ha llevado sus observaciones inductivas lo suficientemente lejos como para articular el funcionamiento esencial del lenguaje parabólico. De ahí que Sider, a lo largo de su libro, trate de extraer argumentos indirectos de ejemplos concretos, a fin de sustentar finalmente la teoría que pretende justificar.
Para Sider, el término fundamental para comprender el sentido de las parábolas es la noción de analogía. De ahí que en la interpretación de toda parábola, desde los simples enunciados hasta los relatos más elaborados, habría que empezar por identificar la analogía básica. Jesús, en efecto, usa muchas maneras de hablar en parábolas –preguntas, narraciones, proverbios–, pero todos estos modos de expresión encierran una única forma de pensamiento. Es decir, tanto sus parábolas más largas como las breves semejanzas de los siervos inútiles y de los enfermos necesitados de médico, tienen como punto central una analogía proporcional. En consecuencia, un dicho de Jesús no es una parábola porque incluye o implica una narración, sino porque supone una comparación por analogía.
En las parábolas de Jesús se distinguen dos partes: la parte imaginativa y la parte real, que en la crítica profana suelen denominarse «asunto» y «expresión». En la parábola de los siervos inútiles, por ejemplo, la parte real o el asunto es la relación con Dios; la parte imaginativa, la relación del esclavo con su dueño. Es decir, el discípulo es a Dios lo que el esclavo a su dueño. Tal es la lógica de los símiles y de las metáforas en general.
Esta relación analógica es lo único que necesitamos para definir la lógica de todas las parábolas, exceptuadas unas cuantas «historias ejemplares», como la del «buen samaritano» (Lc 10:25–37), la del fariseo y el publicano (Lc 18:9–14), y la del rico epulón (Lc 16:19–31). Jesús va de lo conocido a lo desconocido, como en el pasaje del médico y el enfermo (Mc 2:16–17).
La lógica subyacente en la analogía se expresa de formas muy distintas en la superficie retórica. De hecho, en el lenguaje parabólico de Jesús la fórmula proporcional no siempre se expone de manera expresa. Casi siempre hay una elipsis (u omisión) de términos, de manera que una parte de la analogía se da por sobreentendida. En la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12:1–12; Mt 21:23–46; Lc 20:9–19), por ejemplo, Jesús no menciona a los sumos sacerdotes, a los maestros de la ley y a los ancianos, pero estos comprendieron que «la parábola se refería a ellos» (Mc 12:12). De manera semejante, cuando los escribas preguntan por qué Jesús come con publicanos y pecadores –es decir, con hombres y mujeres de dudosa reputación o con gente que ejerce profesiones consideradas deshonrosas o inmorales–, él responde simplemente: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos», y añade uno de esos dichos que revelan el secreto de su presencia en el mundo (Mc 2:17b).
En este caso, como en muchas otras parábolas, el significado es tan patente que no hace falta explicitar el tertium comparationis para saber de qué se trata. En otros casos, por el contrario, no hay que presuponer nada. Así, en la perícopa del ladrón que llega sorpresivamente (Lc 12:39–40; cf. Mt 24:43–44) la expresión o imagen está en el v. 39 y el asunto o tema se explicita en el v. 40: «También ustedes estén preparados, porque el Hijo del hombre vendrá cuando menos lo esperen». Es decir, aquí no hay elipsis. Al contrario, el lenguaje de Jesús en parábolas nunca expone la analogía proporcional de manera tan expresa.
En una alegoría plenamente desarrollada se cuenta una historia cifrada en la que cada elemento corresponde a una realidad designada analógicamente. Por ejemplo, en la parábola de los invitados al banquete (Mt 22:1–14), es posible traducir cada uno de los elementos: el rey es Dios, los primeros invitados son los israelitas, los siervos maltratados y asesinados son los profetas, los nuevos invitados son los paganos y la ciudad incendiada es Jerusalén (lo cual indica que la parábola fue releída y reinterpretada después de la catástrofe del año 70 d.C.). De ahí que leer bien una parábola, en un caso como este, sea saber traducirla. El mito, por el contrario, no se traduce. El lector se deja captar por él y lo va siguiendo desde el principio hasta el fin, sin convertirlo globalmente en una alegoría.
Al desterrar la interpretación alegórica de las parábolas, Jülicher no solo rechaza toda intención alegórica en el lenguaje de Jesús, sino que también establece una falsa dicotomía. Según él, por muy desarrollada que esté la parábola, siempre constará de un contenido rigurosamente realista (la siembra, la vendimia, la pesca, la oveja perdida) y tendrá un solo punto de semejanza. La alegoría, en cambio, es una analogía desarrollada, que incluye una cadena de metáforas con sus respectivos referentes reales. Pero de este modo no solo ha establecido una dicotomía engañosa, sino que ha inducido a muchos a considerar la alegoría como un género literario específico, cuando en realidad se trata de un procedimiento retórico que se puede encontrar en cualquier tipo de literatura.
Más aún, las alegorías propiamente dichas (como la bien conocida de la nave que navega por el mar proceloso hacia el puerto deseado) suelen ser poco frecuentes, mientras que es fácil encontrar elementos alegóricos dispersos en relatos, proverbios, dramas, parábolas y apocalipsis. Jülicher ignora esta diversidad, y por eso define la alegoría como un género aparte con características fijas: de un lado, la forma o expresión constituida por elementos irreales e imaginarios; del otro la realidad significada, en estricta correspondencia con las imágenes simbólicas.
La interpretación de Sider, por el contrario, amplía considerablemente el concepto de parábola. Algunos exégetas, dice el autor, no terminan de reconocer este hecho porque no logran percibir los procedimientos retóricos y lógicos que caracterizan las comparaciones de Jesús. Pero, en realidad, el ámbito de las parábolas radica en el campo de las analogías, que abarca una variada gama de formas literarias junto con un buen número de parábolas narrativas en el pleno sentido de la palabra.
De hecho, el uso de analogías en el lenguaje parabólico se encuentra también en varios dichos de Jesús, particularmente en algunos de carácter sapiencial. En Mt 5:45, por ejemplo, el sol que Dios hace brillar sobre buenos y malos es propuesto como símil del amor a los enemigos. Según Lc 12:6–7, si Dios no se olvida ni de un solo gorrión, tampoco se olvidará de ustedes, que valen más que todos los gorriones juntos. Y el amor con que Dios se ocupa de las aves del cielo y de los lirios del campo es otra imagen sapiencial tomada de la naturaleza para exhortar a la confianza en la providencia divina (Mt 6:25–34; Lc 12:22–31).
No se puede ignorar, sin embargo, que en algunas parábolas hay algo más que una relación lógica de la analogía. Por eso no basta con determinar el significado semántico de las palabras, sino que también habrá que considerar, en cada caso, el contenido emotivo o connotación que el auditorio de Jesús podía asociar a dichas palabras. En Lc 15, por ejemplo, la reprobación moral de los publicanos y pecadores que compartían la mesa de Jesús no deja dudas sobre el desdén de los fariseos por aquella multitud de ignorantes de la Torá. Las tres parábolas de Jesús (sobre todo la «historia ejemplar» del Padre misericordioso) reflejan, en cambio, la actitud por completo contraria, como lo manifiesta expresamente Mt 9:13: «Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios» (Os 6:6).
Cabe anotar, finalmente, que el libro de John W. Sider pretende guiar a los lectores a través de una serie de ejercicios prácticos dentro de la amplia gama de técnicas literarias que se han mostrado útiles para el estudio de la Biblia. Casi todos los temas se introducen con algunos «modelos interpretativos» (es decir, con textos tomados de la exégesis ya existente) y se completan con un análisis del autor, que intenta evaluar los distintos métodos exegéticos. De esta praxis deriva una hipótesis de trabajo que ha de ser verificada y comprobada por la propia experiencia del lector. Por eso el autor, al final del libro, anima a sus posibles lectores a integrar los distintos métodos.
La metáfora
Paene omne quod dicimus metaphora est, dice el viejo adagio latino. A veces el carácter metafórico de una expresión se pone en evidencia de inmediato. Cuando el salmista invoca a Yahvé llamándolo «mi Roca» o «mi Luz», o cuando el profeta declara que «el Señor ha puesto su mano» sobre él, es obvio que están empleando un lenguaje metafórico. Otra veces, en cambio, el trasfondo metafórico de una expresión pasa desapercibido: se ha producido el fenómeno que los lingüistas llaman «lexicalización», y la metáfora ha quedado de tal modo incorporada al sistema de la lengua que ya nadie (o casi nadie) advierte su presencia. De ahí la necesidad de distinguir la metáfora literaria, que es una creación personal y pertenece al discurso, de la metáfora lexicalizada, que bien podría llamarse «fosilizada», porque en su origen fue una auténtica metáfora pero dejó de serlo al convertirse en un signo más dentro de la lengua (por ejemplo, pluma estilográfica, hoja de papel, lomo del libro, raíz cuadrada).
La naturaleza de la metáfora ha dado lugar a innumerables controversias, pero una cosa es clara: su estructura incluye siempre dos términos. De ahí la terminología que a veces se emplea: el tenor es la cosa de la que se habla; el vehículo es el término con que se la compara; el fundamento es el rasgo o los rasgos que ambos elementos tienen en común.
La presencia de estos dos términos («el Señor es mi luz», «el Señor es mi Roca») ha llevado a definir la metáfora como una sustitución: «La metáfora (meta-fora), dice Aristóteles, consiste en dar a una cosa un nombre que pertenece a otra cosa, produciéndose así la transferencia (epi-forá) del género a la especie, o de la especie al género, o de la especie a la especie, o con base en la analogía» (Poética 1457). La metáfora consistiría entonces en una transferencia, es decir, en dar a una cosa que ya tiene nombre propio un nombre que pertenece a otra cosa, sobre la base de cierta semejanza o analogía.
Por tratarse de un tropo o figura que presenta como idénticos dos términos Que. significan algo distinto, su fórmula más sencilla corresponde al esquema «A es B» (toda carne es hierba, dice el Deuteroisaías [40:6]), mientras que la más compleja consiste en una mera sustitución: «B en lugar de A»: hierba (en lugar de carne). En ambos casos, A es el término metaforizado y B el término metafórico.
Ahora bien, como toda metáfora supone una cierta semejanza entre los elementos que la constituyen, se ha pensado que toda expresión metafórica puede reducirse a un fenómeno de sustitución. Así, por ejemplo, cuando el evangelio llama a los discípulos de Jesús «pescadores de hombres», no haría otra cosa que sustituir una expresión por otra. En tal sentido, se ha podido comparar la metáfora con el tabú. El tabú elude la cosa sagrada (peligrosa o temida); el tabú onomástico sustituye por otro el nombre vedado (en el judaísmo, se dice Adonai, «Señor», siempre que en el texto aparece el tetragramma ineffabile YHWH). De manera similar, la metáfora evita llamar a la cosa por su nombre y se refiere a ella con una circunlocución o rodeo de palabras que embellece el discurso o confiere especial relieve a una cualidad o nota peculiar de la realidad metaforizada.
Esta descripción no es del todo falsa, pero resulta insuficiente, ante todo, porque no toma en cuenta la auténtica novedad que la metáfora introduce en el discurso (poético o no). De ahí la necesidad de prestar atención a una característica de la expresión metafórica que permite definir más precisamente su verdadera naturaleza.
Para empezar, es obvio que la semejanza positiva es la primera articulación del aparato metafórico. Necesitamos el parecido real como fundamento de la transposición que constituye la metáfora, pero no es ese su único elemento ni tampoco el más importante. Lo realmente esencial es el nuevo objeto que resulta de la transposición. Esto significa que la metáfora implica algo más que la mera sustitución de una palabra por otra (o de una cosa por otra) y que el factor fundamental es la modificación del sentido semántico de los términos. En el ejemplo antes citado («el Señor es mi Roca»), la palabra «roca» no ha suplantado pura y simplemente a la expresión «el Señor». El salmista atribuye a Dios una cualidad de las rocas –la consistencia y firmeza– sabiendo que firmeza de Dios no es la misma que la de las rocas. La palabra roca se reviste entonces de un valor simbólico y ya no designa simplemente un elemento material o un simple accidente de la geografía, sino que pasa a representar una firmeza trascendente, infinitamente superior a la estabilidad y resistencia de las cosas materiales.
Este efecto de la transposición metafórica se realiza siempre, de una manera o de otra. Cuando se dice, por ejemplo, que los discípulos de Jesús son «la luz del mundo», se ha efectuado un desplazamiento semántico. Si el lector o el oyente interpretan la metáfora correctamente, saben que aquí no se trata de la luz material, sino de una realidad que posee ciertas cualidades propias de la luz sin llegar a identificarse totalmente con ella. La irradiación que brota de la realidad significada se asemeja de algún modo al fulgor de la luz, pero la semejanza corre pareja con la distinción, porque el referente, en este caso, no es la luz natural que procede del sol, de la luna o de una lámpara encendida, sino que son los discípulos de Jesús. Así emerge el nuevo fenómeno de los «discípulos-luz», que implica al mismo tiempo un indicativo y un imperativo (es decir, una cualidad inherente a los discípulos y la misión que les corresponde cumplir): ellos son la luz del mundo y deben actuar como tales.
Por tanto, para que haya metáfora tiene que darse un proceso de sustitución y de fusión al mismo tiempo: apoyados en una semejanza más o menos real, más o menos vaga, afirmamos la identidad de dos realidades diferentes, sabiendo muy bien que la identificación o compenetración de los dos objetos es imposible en el mundo real. Así nos sale al encuentro un objeto que es y no es luz, que es y no es roca. La metáfora enriquece con un nuevo atributo a la realidad metaforizada, y la referencia a una realidad distinta de la significada habitualmente produce un doble desplazamiento de sentido: algunos elementos del sentido literal se suprimen, otros permanecen, y a ellos se suman los provenientes del elemento tácito. En esta nueva estructura verbal, la «roca» metafórica aparece investida de una serie de connotaciones que no tiene la palabra «roca» en sentido propio, y estas connotaciones le vienen de la realidad significada (en este caso, el Señor).
Fuera de la metáfora, las cosas son lo que son y las palabras Que. las designan tienen fronteras casi tan bien definidas como los objetos designados. Pero cuando la metáfora identifica lo que en la realidad no es lo mismo (el Señor-roca, los discípulos-luz), los significados traspasan sus fronteras y la fusión de lo que es diferente produce el efecto-metáfora: un Dios que es llamado «roca», o un discípulo que es declarado «luz», sin incurrir en el absurdo.
Hay que notar, por otra parte, que las metáforas representadas con la fórmula «A es B» suelen ser las menos frecuentes tanto en el habla cotidiana como en el lenguaje literario. Mucho más corrientes son las expresiones metafóricas del tipo el «ardor de la ira», el «fuego del espíritu», la «aurora del tiempo», la «muerte de una ilusión», la «noche oscura del alma», la «mesa del altar», la «casa de Dios», la «morada de los muertos» (la serie podría prolongarse indefinidamente). Estas metáforas se filtran en casi todos los intersticios del lenguaje, y de ellas vale, sobre todo, el aforismo mencionado al comienzo: «Casi todo lo que decimos es una metáfora».
Otra forma que pueden asumir las metáforas podría caracterizarse como «enunciado metafórico». Si se examina, por ejemplo, el mensaje escatológico de Juan el Bautista tal como lo refieren los evangelios sinópticos (especialmente Mateo y Lucas), se ve de inmediato que está expresado en su casi totalidad por una serie de metáforas:
raza de víboras;
produzcan el fruto de una sincera conversión;
el hecha ya está puesta a la raíz de los árboles;
el árbol que no produce fruto será cortado y arrojado al fuego;
el juez tiene en su mano la horquilla y se apresta a limpiar su era;
recogerá el trigo en el granero y quemará la paja en el fuego inextinguible.
La autenticidad de la conversión se manifiesta en los «frutos» que produce; las imágenes del «hacha» y de la «horquilla» se refieren al juicio de Dios; la separación de buenos y malos se asimila al trabajo del agricultor en la era, cuando separa la paja del grano. En todos estos casos, hay semejanzas y diferencias, sustituciones y desplazamientos de sentido. Pero sería inútil tratar de reducirlo todo al esquema «A es B» o «A en lugar de B», porque los términos que permiten dar su verdadero sentido a las metáforas (conversión, juicio, juez escatológico) se entremezclan de forma tan inextricable con las expresiones metafóricas, que es imposible reducir el proceso a un esquema tan claro y distinto. La metáfora está en el enunciado completo y no en una de sus partes.
Hay metáforas que se encuentran en las culturas más diversas con significados más o menos parecidos. Así, cuando David dice a Saúl: ¿A quién persigues? ¡A un perro muerto, a una pulga! (1 Sm 24:15), la metáfora puede ser traducida al castellano sin inconveniente (cf. 1 Sm 17:43; 2 Sm 3:8; 9:8; Is 56:11; Sal 59:7, 15; Mt 7:6; Flp 3:2; Ap 22:15). Otras metáforas o comparaciones, en cambio, tienen en distintas culturas connotaciones opuestas. Un caso bien conocido es el de Cant 1:9: Yo te comparo a la yegua de la carroza del faraón. La imagen de la yegua, transferida a la esfera humana, se encuentra en los poemas amatorios de la antigua Grecia y de Arabia. En aquellas culturas sugería la idea de prestancia, agilidad y ardor apasionado. Pero, obviamente, esas evocaciones no coinciden con las que suscita la imagen de la yegua en otros medios culturales.
La inevitable presencia de la metáfora en el lenguaje teológico y religioso es motivo suficiente para justificar el estudio de las expresiones metafóricas contenidas en los escritos de la Biblia.
La parábola
Jesús anunciaba su mensaje por medio de parábolas (Mc 4:33–34). Esta forma de lenguaje fue un rasgo distintivo de su predicación. Así lo atestiguan ampliamente los evangelios sinópticos, que le atribuyen 43 parábolas distintas, sin incluir en esa cifra las frases llenas de imágenes que caracterizan su discurso:
Nadie puede servir a dos señores (Mt 6:24).
La mies es abundante
pero los obreros pocos (Lc 10:2).
Sí, es más fácil que un camello
pase por el ojo de una aguja
que un rico entre en el reino de Dios (Lc 18:25).
Si Jesús fue un admirable narrador de parábolas, no se puede decir que él inventó el género. En Israel y fuera de Israel, antes, al mismo tiempo y después que él, muchos otros contaron parábolas. Hay parábolas en el AT y también había excelentes parabolistas entre los rabinos judíos. Las parábolas pertenecen a la corriente milenaria de la narración, que comprende, como géneros afines, el cuento y la fábula.
Dada la importancia que tienen las parábolas en la tradición evangélica, es importante comprender otras características del género.
El efecto parábola
El parabolista construye una narración y así traslada a su auditorio a un mundo ficticio. Pero ese traslado es provisorio: inmediatamente después los oyentes serán re-transferidos al mundo real y tendrán que encontrarse cara a cara con una realidad bien determinada, que el parabolista tenía presente desde el comienzo. El problema que se plantea es entonces el siguiente: ¿por qué ese rodeo a través de la ficción? ¿No es mejor enfrentar la realidad en forma directa, sin alejarse de la situación real y sin correr el riesgo de incurrir en ambigüedades y malentendidos? Si al final hay que volver a la realidad, no se ve qué razón podría tener esa trayectoria curva, evocada por el término «parábola» en sentido geométrico.
Es preciso, por lo tanto, justificar de algún modo este paso a través de la ficción. El mejor modo de hacerlo es mostrar que por medio de él se logra un efecto que no se obtendría de otra manera. De ahí que un aspecto de capital importancia, en el estudio de este género literario, sea averiguar en qué consiste el «efecto parábola».
El sentido de esta expresión se aclara más fácilmente si se parte de un texto concreto; por ejemplo, de la parábola narrada por el profeta Natán a David en 2 Sm 12:1–7.
David había cometido un doble pecado: el adulterio con Betsabé y el homicidio de Urías. La trampa que mandó tender en el frente de batalla para deshacerse de Urías había funcionado, y solo unos pocos cómplices estaban al tanto de lo sucedido. David se sentía tranquilo y sin remordimientos; parecía no haber tomado conciencia de la gravedad de sus crímenes.
En esta circunstancia intervino el profeta Natán. El deber del profeta era amonestar al rey y hacer que reconociera su pecado, a fin de llevarlo al arrepentimiento y a la conversión. Para ello debía hallar la forma adecuada, porque si interpelaba a David en forma directa, corría el riesgo de excitar su enojo y de obtener lo contrario de lo que pretendía. La prudencia aconsejaba, entonces, hacer que David tomara conciencia de sus crímenes sin evasiva posible.
Con este propósito se presentó ante el rey, y en vez reprocharle sus pecados le contó una historia. El relato no hablaba de adulterio, mucho menos de homicidio, y no mencionaba para nada el nombre de David. Presentaba más bien a un rico prepotente, deseoso de homenajear a un huésped de paso, y que en vez de sacrificar una de sus muchas cabezas de ganado, le arrebató a un vecino pobre la única oveja que tenía. El relato estaba bien construido, y no tardó en arrancarle a David una sentencia condenatoria: ¡Ese hombre es reo de muerte!
Esta era la condena que el profeta esperaba escuchar de labios del rey. Por eso, apenas David pronunció estas palabras, Natán descubrió el juego y lo enfrentó con la cruda realidad: ¡Ese hombre eres tú! Así la situación tomó un giro imprevisto, y el profeta pudo lograr su objetivo: David tuvo que rendirse a la evidencia y reconocer que era culpable.
Una situación similar es la descrita en Lc 7:36–50. Jesús era huésped de Simón el fariseo; y mientras estaba a la mesa, una mujer se presentó ante él y se puso a llorar a sus pies; los bañó con sus lágrimas y los ungió con perfume. El fariseo presenció aquella escena; pero lejos de sentirse movido a compasión, vio con desagrado que Jesús se mostrara tan condescendiente con aquella mujer, que era una pecadora (7:39). Al percibir aquella reacción, Jesús podía responder de distintas maneras: podía, por ejemplo, entablar una discusión sobre la actitud más conveniente en aquella situación, o reclamar de él un juicio menos severo. Sin embargo, prefirió seguir un camino más eficaz: le contó la historia de un prestamista que tenía dos deudores; uno le debía una suma muy grande y el otro muchos menos. Como ninguno de los dos tenía con qué pagar, el hombre les perdonó la deuda. Después de contarle esa historia, Jesús preguntó a Simón: «¿Quién de los dos lo amará más?». La pregunta admitía una sola respuesta, y Jesús felicitó al fariseo por haber respondido acertadamente: «Has juzgado bien», le dijo (v. 42).
Al emitir este juicio, Simón entró en el juego de la parábola. Jesús no tuvo que entrar a discutir opiniones contrarias, sino que creó un espacio en el que su interlocutor podía estar de acuerdo con él: la deuda perdonada es causa de amor y de agradecimiento, y estos son tanto más intensos cuanto mayor era la deuda. Pero con esa respuesta aún no se había alcanzado totalmente el «efecto parábola». Hacía falta completar el ciclo, y para lograrlo había que abandonar el terreno de la ficción y aplicar el hecho ficticio a la situación real.
De estos ejemplos se pueden sacar algunas conclusiones. La estrategia del parabolista consiste en lograr la aprobación del interlocutor a propósito de un caso ejemplar. En lugar de provocar un enfrentamiento directo, el parabolista de un rodeo e introduce al interlocutor en una historia ficticia, es decir, en una historia cuyos protagonistas e intriga, al menos a primera vista, no tienen nada que ver con el tema controvertido. David no había robado una oveja y Simón no había contraído deudas, pero la presentación del hecho ficticio incluía la invitación a pronunciarse sobre el caso propuesto, sin que ellos supieran qué relación podía haber entre el caso propuesto y su situación actual. Una vez que el interpelado ha emitido su juicio, solo hace falta completar el proceso, refiriendo el episodio relatado a la vida real. Obviamente, para que la parábola sea eficaz es necesario que haya una clara analogía entre la situación ficticia y la real: solo así el juicio se puede transferir con toda naturalidad de una situación a otra.
Como puede verse fácilmente, se trata de un procedimiento al que conviene recurrir en ciertas circunstancias; sobre todo, cuando se trata de convencer a una persona que es parte interesada en el asunto y hay razones para pensar que ella no estaría dispuesta a reconocer la verdad si se la encara en forma directa. Para obviar el enfrentamiento, la parábola traslada el diálogo a un plano ficticio antes de pasar al plano real. Sin este rodeo a través de la ficción, la comunicación se vería entorpecida, y aun correría el peligro de cortarse.
De este modo queda claro que la comprensión de la parábola incluye varios momentos distintos y sucesivos. Ante todo, es preciso comprender el relato en cuanto tal y pronunciar el juicio correspondiente: ¡Ese hombre es reo de muerte! Pero enseguida hay que salir de la ficción y enfrentarse con la realidad concreta: ¡Ese hombre eres tú! Es entonces cuando se percibe la correspondencia entre el relato ficticio y el hecho real, y se puede transferir el juicio de uno al otro.
Sin esta transferencia al plano real no se puede hablar de parábola en sentido estricto. En la parábola se dan dos términos correlativos –la parte figurativa y la parte real–, ambos igualmente esenciales. Una y otra parte son las dos mitades de un todo, de manera que entender la parábola es captar la transposición por analogía. Si falta este elemento, no hay efecto parabólico. De ahí se puede concluir que la parábola, más que transmitir un significado, trata de producir un efecto: un efecto que no se podría lograr sin la intervención del relato imaginario.
Es importante señalar, sin embargo, que el género literario parabólico no obedece a un modelo único. El efecto-parábola no es uno solo, y sería demasiado simplista reducirlo a una sola manifestación. La extraordinaria variedad del mashal hebreo se verifica también en las parábolas del evangelio. Sus formas no son siempre las mismas y sus efectos pueden variar de un caso otro, de acuerdo con la intención de Jesús al narrar la parábola o con la capacidad de comprensión de su auditorio.
Unas veces el parabolista busca persuadir, otras dar a conocer una verdad o proponer una forma de conducta ejemplar. Tales son algunas de las virtualidades que el género encierra, y el narrador experimentado sabe aprovecharlas según las circunstancias. Apoyándose en un fenómeno tan bien conocido como la siembra y la cosecha, la parábola puede producir un efecto revelador. A través de una anécdota interesante, como la de los viñadores rebeldes, los adversarios de Jesús se vieron confrontados con la situación que estaban viviendo. Y los que oyeron la historia del buen samaritano pudieron apreciar una conducta ejemplar, digna de ser imitada. La exégesis, desde Jülicher, ha puesto de relieve la plasticidad de la parábola, que la interpretación alegórica había mantenido oculta.
La parábola es traducible pero no sustituible. Se la puede traducir, porque es posible expresar el contenido de la narración en términos más o menos abstractos. Pero una vez traducido (es decir, interpretado o explicado), el relato parabólico no puede ser descartado como un simple subsidio didáctico o mnemónico, sustituible por una paráfrasis. O dicho más brevemente: no se puede proceder como si lo dicho «en parábola» se pudiera expresar tan bien (o quizá mejor) en términos directos y explícitos. Como todo texto poético, la parábola no tiene un sentido por completo separable de su expresión literaria, que podría ser enunciado de cualquier otra manera.
Las parábolas de Jesús
Como ya lo hemos indicado, el empleo del lenguaje parabólico es una nota distintiva de la predicación de Jesús: Él les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas (Mc 4:2). Si nos preguntamos ahora por algunas de sus características, cabe destacar que las parábolas de Jesús presentan una sorprendente amalgama de lo realista y lo desacostumbrado.
Ante todo, no hay en estas parábolas nada prodigioso. La ficción narrativa describe siempre escenas relacionadas con el mundo real de los oyentes, y solo muy raramente se percibe una cierta aproximación al estilo de los cuentos. No intervienen ángeles o demonios, no se idealizan las circunstancias, ni se introducen elementos que invitan a la fuga de la realidad; muy por el contrario, todas las parábolas hacen surgir escenas de la vida cotidiana: el agricultor que siempre las semillas al voleo, el pescador que echa la red barredera, el propietario que contrata obreros para trabajar en su viña, el padre que reparte una herencia, las jóvenes que esperan la llegada del novio, la mujer que prepara la masa del pan o que enciende lámparas para encontrar la moneda perdida. Todo esto es tan cotidiano como la acción de los bandidos en el camino de Jerusalén a Jericó, como la invitación a un banquete de bodas, o como el hecho de hacer rendir cuentas a un administrador deshonesto. Las parábolas evangélicas tienen una «impronta secular», y esta impronta permite afirmar que Jesús valoraba positivamente las condiciones de la vida humana, incluso las más humildes.
El inventario anterior pone bien en evidencia que los temas de las parábolas reflejan circunstancias familiares a todos. Pero junto con esos rasgos realistas hay otros elementos que contrastan con la experiencia cotidiana y se desvían de lo ordinario. Esto es hasta tal punto cierto, que se ha podido decir con razón: «En la dramaturgia de las parábolas predomina la excepción, no la regla; lo inaudito, no lo ordinario y general». Es lo que sucede, por ejemplo, con el pago de los jornaleros empezando por los últimos (Mt 20:1–15). Si al comienzo de la parábola predominan los detalles realistas, ese realismo inicial cambia enseguida de tono, y el relato concluye de una manera desconcertante. Al dar a todos los obreros la misma retribución, sin tener en cuenta las horas de trabajo, el dueño de la viña sorprende a todos con su conducta. Mucho más natural nos parece la reacción de los que trabajaron todo el día e hicieron oír su protesta por lo que consideraban una flagrante injusticia.
También en otras parábolas hay detalles insólitos. No es lo más común que se hagan grandes festejos por la vuelta al hogar de un hijo que dilapidó su herencia de manera irresponsable (Lc 15:11–32), ni que un pastor deje en el campo noventa y nueve ovejas para ir en busca de la que se había perdido (Lc 15:3–7). Tampoco es muy verosímil que en una boda de aldea se le cierren las puertas a un grupo de jóvenes poco previsoras (Mt 25:1–12), o que un patrón mande a su hijo a cobrar una deuda, sabiendo que antes los arrendatarios habían maltratado a sus siervos (Mc 12:1–9). Hay asimismo algo de inaudito en la parábola de los dos deudores: sin duda causa estupor la condonación de una deuda tan fabulosa; pero más sorprendente todavía es el cruel comportamiento del deudor insolvente y beneficiado con tan generoso perdón (Mt 18:23–34).
Estas disonancias entre la trama narrativa y la realidad cotidiana revelan la intención narrativa de «extrañar» al oyente y de producir estupor. En el marco de un relato verosímil y cercano a la realidad, se ve surgir de inmediato algo imprevisto e inaudito. De este modo, las imágenes cotidianas se trascienden a sí mismas y apuntan al reinado de Dios, haciendo experimentar de algún modo su presencia.
En relatos tan breves como las parábolas narrativas, Jesús no se demora en nada que no tenga importancia para el punto de comparación. Él se apoya en las experiencias y expectativas de sus discípulos o de sus oyentes ocasionales, a fin de producir un impacto emocional. El significado total de la parábola es entonces una combinación de ideas y sentimientos. La ironía, el suspenso, el clímax apelan simultáneamente a los sentimientos y a la reflexión, de manera que uno y otro elemento operan juntos en la producción y en la captación del sentido. Hay personajes simpáticos, como el buen samaritano y el pastor que sale en busca de la oveja perdida, y personajes antipáticos, como el siervo despiadado, los viñadores homicidas o el hijo mayor en la parábola de los dos hermanos. Todos estos elementos, tan cercanos a la experiencia cotidiana, hablan por sí mismos y mantienen viva la fuerza y la frescura del lenguaje parabólico de Jesús, a pesar de tantos intentos de interpretación, muchas veces contrapuestos.
Las distintas versiones de una misma parábola
Jesús dirigía sus palabras a oyentes concretos. Sus dichos y enseñanzas no eran palabras «al aire». Las parábolas, en particular, eran oídas e interpretadas por distintas personas, que los evangelios señalan ocasionalmente: la multitud que se reunía para escucharlo (Mc 4:1–2), sus adversarios (Lc 15:1–3, 11), sus discípulos (Mc 4:0) y «los de fuera» (Mc 4:11).
Las parábolas eran un género literario empleado por el Maestro «en una pedagogía de misericordia», y las comunidades cristianas las utilizaron más tarde para introducir a los fieles en «el misterio del Reino de Dios» (Mc 4:11). Por lo tanto, en esta etapa ulterior se produjo múltiples cambios de auditorios, y estos cambios implicaban necesariamente una «relectura» o reinterpretación del texto desde nuevas situaciones.
Estas relecturas eran algo tan natural que se practicaban de manera constante en las comunidades cristianas, llevadas por la necesidad de encontrar en las palabras de Jesús una guía para sus vidas. De hecho, el resorte secreto que dirigía el desarrollo de la tradición evangélica era la fe en la presencia del Señor resucitado, que los seguía iluminando con sus ejemplos y palabras. No es de extrañar, entonces, que en las transmisión de las parábolas se hayan realizado distintas adaptaciones y actualizaciones, en conformidad con las necesidades y tendencias teológicas propias de cada comunidad.
Un claro ejemplo de este proceso es la llamada «parábola de lo oveja perdida», transmitida en Mt 18:10–14 y en Lc 15:3–7.
El texto de Mt no da ninguna precisión sobre las circunstancias que movieron a Jesús a pronunciar esta parábola. Pero su contexto inmediato es el «discurso comunitario» en que el Maestro comunica a sus discípulos una serie de normas sobre la vida en común. Un término clave en esta perícopa es la palabra «pequeños» (vv. 10, 14), como en el resto del capítulo lo es la palabra «hermanos» (cf. vv. 15, 21).
En la versión de Mt, la parábola está bien estructurada. Sus partes son una introducción (v. 10), un breve desarrollo (vv. 12–13) y una conclusión (v. 14). La introducción y la conclusión forman una «inclusión» que repite en forma invertida la mención del Padre celestial y de los pequeños. El cuerpo del texto, por su parte, orienta sobre el sentido general de la enseñanza que Jesús pretende comunicar. El comportamiento del pastor solícito es comparable a la voluntad del Padre que está en el cielo: el pastor quiere recuperar a toda costa la oveja extraviada; de manera semejante, el Padre «no quiere que se pierda ninguno de estos pequeños» (v. 14). Por tanto, todos los miembros de la comunidad fraterna (cf. 18:15, 21), empezando sin duda por los responsables, tienen que estar atentos para impedir que se pierda o se extravíe ni siquiera uno solo de los pequeños. La doble pregunta (vv. 12a, c) es una invitación a la reflexión y a tomar partido, típico del lenguaje parabólico de Jesús.
El texto de Lc 15:1–7 relata la misma parábola pero la sitúa en un contexto distinto y le confiere un nuevo sentido. Los vv. 1–2 refieren las circunstancias concretas que motivan la reacción de Jesús frente a las críticas de los escribas y fariseos: «Este recibe a los pecadores y come con ellos» (v. 2).
De este modo, en las versiones de Mt y de Lc los evangelios sinópticos se presentan una vez más como una concordia discors. Las semejanzas son tan manifiestas como las diferencias: Mt subraya la idea de buscar; Lc, la alegría de encontrar. La solicitud en la búsqueda se contrapone, sin ninguna contradicción, a la alegría en el cielo por el arrepentimiento del pecador y al gozo del encuentro. Es decir, la alegorización lucana de la parábola nos revela la misericordia de Dios, que se extiende de manera ilimitada a través de la vida y la predicación de Jesús, de acuerdo con Lc 5:32: «Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores, para que se arrepientan» (cf. Ez 34:26, 31). El tema de la alegría está presente en todo el cap. 15.
Este ejemplo muestra la posibilidad (y la necesidad) de actualizar el mensaje del evangelio de una manera siempre renovada. Enfrentadas con problemas inéditos o con cuestiones de todos los tiempos, pero vividos con una nueva sensibilidad, las comunidades cristianas tienen que oír «lo que dice el Espíritu» (Ap 2:11, 17, 29; 3:6, 13, 22). Esto no significa que sea necesario volver a escribir la Buena Noticia de Jesús, ni publicar a un quinto evangelio. El «canon» del NT está cerrado, y después de él no hay otros evangelios que puedan iluminar con la misma autoridad la vida de los cristianos (cf. Gál 1:6–10).
Los relatos ejemplares
Algunos intérpretes consideran necesario distinguir las parábolas en sentido estricto de los relatos ejemplares. Las primeras se caracterizan porque establecen una analogía entre una mitad figurada y otra mitad real, que puede abarcar distintos ámbitos de la realidad (v. gr., el Reino de Dios se parece a un grano de mostaza). Los relatos ejemplares, en cambio, no presentan esa tensión característica entre el elemento figurativo y el referente real, sino que la enseñanza se comunica por medio de un ejemplo concreto: «Ve y haz tú lo mismo».
Entre los relatos ejemplares que se encuentran en el evangelio de Lucas (cf. 12:16–21; 15:11–32; 16:19–31; 18:9–14), el del buen samaritano ofrece una excelente ilustración. Frente a la falta de solidaridad del sacerdote y del levita, que pasan de largo sin dirigir al herido más que una mirada aprensiva, los oyentes judíos podían esperar que Jesús propusiera como héroe de la narración a un israelita, con el que ellos podían identificarse. Sin embargo, el que acude en ayuda del viajero agredido por los ladrones es un samaritano (es decir, un enemigo nato del pueblo judío), y los oyentes se reconocen más bien en el papel de la víctima. De este modo, Jesús frustra sus expectativas y muestra al mismo tiempo, con un ejemplo provocativo, que en el reino de Dios desaparecen las fronteras. Y cuando aún persistía la agitación provocada por el giro inesperado de los acontecimientos, Jesús dirige la pregunta que no podía quedar sin respuesta: «¿Quién de los tres te parece que fue el prójimo…?». En el relato de Lucas, el doctor de la ley no se atreve a pronunciar el nombre del odiado «prójimo», pero tampoco puede dejar de responder. Más tarde, en otros contextos socioculturales, solo los lectores del evangelio capaces de identificarse con el samaritano pueden aprender en este relato ejemplar lo que significa ser prójimo (10:29–37).
De la exégesis a la hermenéutica
Una vez concluido el trabajo de la exégesis, queda aún pendiente la tarea hermenéutica de «actualizar» el mensaje que la Escritura ha formulado en condiciones históricas y en un lenguaje que ya no son los nuestros. Este problema parte de un hecho fundamental: para interpretar la Escritura en forma adecuada no basta con observar rigurosamente los principios y normas de la crítica histórica. Este primer paso es sin duda indispensable. Pero una vez reconocida la necesidad de interpretar los antiguos textos de la Biblia en función de su contexto original, hay que lograr que esos textos manifiesten hoy en día el poder vivificante de la Palabra de Dios. La interpretación, en efecto, cumple su pleno cometido cuando logra mostrar de qué modo el mensaje de la Escritura se refiere al presente momento salvífico, y ese poder se ejerce ante todo en las comunidades cristianas, donde la Palabra proclamada, escuchada y meditada llega a ser fuente de luz y vida para los creyentes.
¿Cómo leer las parábolas? ¿De qué criterio disponemos para discernir si nuestra interpretación es o no pertinente? Más allá de la diversidad de pareceres, los evangelios señalan un camino. Se trata de volver a la función que tenían las parábolas en la predicación de Jesús. La parábola es un relato que hace surgir la proximidad del reinado de Dios como un acontecimiento del que Jesús es parte integrante. Mientras la parábola produzca ese efecto, tendrá pleno sentido. En caso contrario, caerá en el vacío. De ahí la advertencia que Jesús dirige a sus oyentes: El que tenga oídos para oír, que oiga (Mc 4:23).
Indudablemente, las diferencias culturales entre las comunidades del s. I y las que se fueron sucediendo después son considerables. Pero el Espíritu que inspiró en el pasado a los escritores sagrados es el mismo que hoy guía a la Iglesia en la lectura e interpretación de aquellos antiguos textos. Es verdad que hay lecturas buenas y malas, pero la diversidad de las actualizaciones posibles no es razón para que se privilegien indiscriminadamente unas y se descalifiquen otras también válidas.
Las parábolas de Jesús tienen una particular reserva de sentido. Incluso el lector creyente que ha escuchado en alguna de ellas la voz de Dios, no sabe lo que el Espíritu podrá sugerirle más tarde. Cuando Jesús contó la parábola del sembrador, los discípulos se sintieron invitados a confiar en Dios, que va edificando su reino a través de toda clase de contratiempos y fracasos. Pero veinte años después, cuando la comunidad ya estaba constituida, podía mostrar que la comunidad eclesial era la tierra buena en que la semilla había fructificado al treinta, al sesenta y al ciento por uno, sin olvidar que dentro de ella también había espinos, pedregales y caminos endurecidos por el paso de los transeúntes. Así surgió la interpretación alegórica que se lee en Mc 4:13–20.
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