martes, 4 de febrero de 2014

Historia de la interpretación bíblica

Historia de la interpretación bíblica

por Justo L. González

Al estudiar la historia de la interpretación bíblica, lo primero que tenemos que recordar es que los primeros intérpretes de la Biblia se encontraban en circunstancias muy distintas de las nuestras. Al decir esto, no me refiero únicamente a las diferentes circunstancias políticas, culturales, económicas y sociales. Me refiero también y sobre todo al estado diferente en que se encontraba la Biblia. Cuando hoy hablamos acerca de la interpretación bíblica, nos referimos a un libro ya formado, con confines determinados por un canon que quedó fijado hace siglos. Se trata de un libro que ya está ahí, entre dos tapas, y que ahora nosotros interpretamos. Pero no siempre fue así. Los primeros intérpretes de la Biblia fueron los autores mismos que nos han legado el texto sagrado. Ello puede verse ya en lo que hoy llamamos el Antiguo Testamento. En efecto, los eruditos bíblicos nos dicen que en muchos textos veterotestamentarios pueden verse etapas sucesivas de interpretación y reinterpretación. También hay casos en los que un mismo acontecimiento recibe diversas interpretaciones en el texto sagrado. Tal es el caso, por ejemplo, de la institución de la monarquía en Israel, que unas veces se interpreta como un acto de obediencia a la voluntad divina y otras como una rebeldía por parte de un pueblo que no estaba contento con tener a Yaveh por rey, y deseaba tener un rey humano como los pueblos circunvecinos.

La primera y más antigua interpretación bíblica por parte de la naciente iglesia cristiana la tenemos en los libros mismos que hoy forman el Nuevo Testamento. De hecho, el gran debate a que tuvo que enfrentarse la iglesia durante sus primeras décadas fue la cuestión de cómo debían interpretarse los textos que el antiguo Israel daba por sagrados. El punto central de la primitiva predicación cristiana,de que Jesús era el Mesías prometido, era en cierto modo un acto de interpretación bíblica. Y el gran desacuerdo entre los judíos que aceptaban el cristianismo y los que lo rechazaban giraba precisamente alrededor de ese punto.

Cuando Pablo, por ejemplo, les escribió a los gálatas acerca del sentido del evangelio, lo que estaba en juego era la interpretación de todo el corpus de las Escrituras judías. El propósito de Pablo no era escribir parte de un «nuevo testamento» que viniera a ser escritura cristiana, sino más bien interpretar lo que para él eran las Escrituras, es decir, lo que ahora llamamos el Antiguo Testamento. Lo mismo puede decirse de los autores de los Evangelios, de Hechos y de las demás epístolas. Cuando desde su exilio en Patmos Juan escribe a las iglesias de Asia, lo que está haciendo es también interpretando el momento actual a la luz de las Escrituras hebreas (o, lo que es lo mismo, ofreciendo una interpretación cristiana y contemporánea de esas Escrituras).

En este trabajo sin embargo, me limitaré a la interpretación bíblica que los cristianos hicieron aparte de la que aparece en el Nuevo Testamento. La razón para ello es que si no lo hiciéramos así sencillamente tendríamos que repasar todo el Nuevo Testamento y su teología. Este es un campo de especialización que varios de los presentes pueden tratar con mucha mayor perspicacia y habilidad que yo.

I. La iglesia antigua

Probablemente la cuestión más urgente y de mayor alcance a que tuvieron que enfrentarse los primeros intérpretes cristianos fue la de la continuidad o discontinuidad entre la revelación dada en lo que ahora llamamos el Antiguo Testamento y la que había sido dada en Jesucristo. Naturalmente, los judíos que no aceptaban la predicación cristiana insistían en que había una discontinuidad radical, un abismo, entre la fe de Israel y la de los cristianos. Para ellos, pretender que Jesús era el cumplimiento de las antiguas profecías y la culminación de las expectativas de Israel era el más grave error en que los cristianos caían. Era por eso, por ejemplo, que Saulo perseguía a los cristianos. Y fue por ello también que, según se cuenta en Hechos, Pedro y Juan fueron azotados por orden del Sanedrín y que Esteban fue apedreado.

Pero, por extraño que nos parezca, no todos los cristianos aceptaron la tesis de que la fe cristiana era la culminación o cumplimiento de las promesas hechas a Israel. Algunos veían entre el Antiguo Testamento y la fe cristiana un abismo infranqueable. Ello no ha de sorprendernos, pues en las Escrituras de Israel se encuentran historias y hasta mandatos por parte de Dios que hasta el día de hoy nos causan dificultades a los cristianos. ¿Qué hemos de hacer, por ejemplo, con el mandato de destruir una ciudad hasta que no quede en ella señal alguna de vida, ni piedra sobre piedra? ¿Qué hemos de hacer con las leyes estrictas y detalladas acerca de lo que se debe comer, y acerca del modo en que se han de ofrecer los sacrificios a Yaveh? ¿Qué hemos de hacer con toda esa enorme porción del Antiguo Testamento que habla acerca de reyes y gobernantes, de militares y de batallas, y en fin, de un sinnúmero de cosas que parecen tener poco que ver con lo que hoy llamamos «religión»? Estas dificultades llevaron a algunos cristianos a insistir en la discontinuidad absoluta entre la fe de Israel y el mensaje cristiano.

El más importante y conocido de quienes sostenían esta posición fue Marción, hijo de un obispo cristiano en una ciudad en la costa de lo que hoy llamamos el Mar Negro. Marción estaba dispuesto a aceptar la tesis cristiana y judía de que las Escrituras de Israel eran revelación divina. Pero no estaba dispuesto a aceptar que fuesen revelación del mismo Dios, que se había dado a conocer en Jesucristo. Según Marción, Yaveh, el dios revelado en las Escrituras de Israel, era un ser subalterno, incapaz de comprender el gran amor del Dios supremo, un dios vengativo y justiciero, celoso de su propia autoridad y de la fe de sus seguidores. Es por eso que en las Escrituras de Israel se ordenan cosas tales como la destrucción total de los enemigos de Yaveh, y se establece además una serie de ritos, ceremonias y leyes dietéticas que no tienen otro propósito que exaltar a este dios que se muestra tan celoso de su prestigio, poder y autoridad.

En contraste con el Yaveh de las Escrituras judías, el padre de Jesucristo, que es el Dios supremo, es un Dios de amor, gracia y perdón. El Dios Padre, que es infinitamente superior al vengativo Yaveh de la fe de Israel, perdona a los que le desobedecen y ofenden. Su propósito no es cobrar venganza de tales personas, sino buscar la salvación de todos.

Este mundo es, según bien dice el Génesis, la creación de Yaveh. Fue Yaveh quien vio lo que había hecho y pensó que era bueno. Pero en realidad la creación no es parte del propósito eterno del Dios supremo. Es más bien algo creado por error o por envidia por parte de ese dios inferior, «Yaveh de los ejércitos». En esta creación de Yaveh se encuentran cautivas las almas humanas, encarceladas en un mundo de materia y de maldad, en un mundo en el que todo se mide según la justicia y no según la gracia. A este mundo que le es extraño, el Dios Padre envió a Jesucristo en figura pero no en realidad humana, para traernos el mensaje de su puro amor y gracia. Jesucristo no nació de una mujer, lo cual le hubiera hecho súbdito del Yaveh de la materia, sino que sencillamente apareció en figura de hombre hecho y derecho durante el reino de Tiberio César.

Mucho más podríamos decir acerca de Marción y de su impacto en la iglesia cristiana—como, por ejemplo, que el credo que ahora llamamos «de los apóstoles» fue escrito en su mayor parte precisamente para refutar y excluir las teorías de Marción y de otros como él. Pero lo importante es notar que Marción tuvo un fuerte impacto sobre la interpretación bíblica cristiana y hasta sobre la formación del Nuevo Testamento.

Sobre este segundo punto, es importante notar que fue Marción quien primero pensó en compilar una serie de escritos cristianos para que sirvieran de escritura sagrada al nuevo pueblo de Dios. Esto era consecuencia natural de su rechazo del Antiguo Testamento, pues una vez rechazadas esas Escrituras se veía en la obligación de colocar otras en su lugar. El canon de Marción incluía las principales epístolas paulinas y el Evangelio de Lucas, aunque eliminaba de toda esa literatura cualquier referencia a las Escrituras de Israel. Según Marción, todas esas referencias eran interpolaciones posteriores hechas por elementos judaizantes, que pretendían mostrar entre Israel y la Iglesia una continuidad totalmente carente de fundamento. En todo caso, lo importante es que Marción fue quien primero compiló tal lista de libros que deberían formar el «Nuevo Testamento». (Lo cual no quiere decir que haya sido él el primero en dar autoridad a tales libros. De hecho, ya desde antes del tiempo de Marción las epístolas de Pablo y los Evangelios se leían con gran reverencia en la Iglesia. La contribución de Marción no estuvo entonces en darles autoridad a tales libros, sino en la idea misma de hacer una lista de ellos, y de compilarlos en una especie de canon neotestamentario.)

Por otra parte, Marción y otros que sostenían ideas semejantes también influyeron sobre la interpretación bíblica de los cristianos de su tiempo. En efecto, buena parte de la interpretación bíblica de los primeros cristianos se dedicó a tratar de mostrar la continuidad entre las Escrituras de Israel y la fe cristiana, y ello se debió no solamente a que los judíos no cristianos rechazaban tal continuidad, sino también a que algunos elementos que se decían cristianos, como Marción y muchos otros de ideas semejantes, también rechazaban esa continuidad.

La pregunta que tuvo que hacerse entonces la antigua iglesia respecto a las Escrituras de Israel era cómo mostrar y entender la continuidad entre ese cuerpo literario y la fe que se manifestaba en él por una parte y la nueva revelación dada en Jesucristo por otra.

Al estudiar esas antiguas interpretaciones cristianas, los eruditos frecuentemente las clasifican en tres categorías: profecía, alegoría y tipología. Veámoslas por orden.

En primer lugar, la profecía. Esta consiste en tomar un texto antiguo y ver en él un anuncio del futuro. En la iglesia antigua, este método se empleaba especialmente para mostrar que los antiguos profetas anunciaron a Jesucristo, o, lo que es lo mismo, que Jesús era el cumplimiento de las antiguas profecías.

Naturalmente, este uso del término mismo «profecía» ya señala cierta evolución en cuanto al concepto del profeta y su función. Es bien sabido que en el Antiguo Testamento la función del profeta no era ante todo predecir el futuro, sino hablar en nombre de Dios. Como es natural, el mensaje de Dios con frecuencia se refiere a las consecuencias que las acciones del pueblo han de tener y al modo en que Dios ha de responder a esas acciones, y tienen por tanto una dimensión futura. Pero el profeta no es un adivino, ni es ante todo un vidente que de algún modo anuncia lo que ha de suceder siglos más tarde. El profeta en el Antiguo Testamento es más bien quien llama al pueblo de su tiempo a la obediencia, indicándole lo que Dios requiere de él.

Debido a una larga evolución que no podemos discutir aquí, ya para el siglo primero existía la idea de que al menos una parte importante de la tarea del profeta consistía en anunciar el futuro, y a veces un futuro lejano. Grupos había en Israel que pensaban que tal o cual acontecimiento, o tal o cual movimiento, eran cumplimiento de alguna profecía hecha siglos antes. Luego, muchos cristianos al hablar de «profecía» pensaban en términos de un anuncio de acontecimientos futuros. Naturalmente, todavía subsistía la vieja concepción del profeta como alguien que hablaba en nombre de Dios. Es así que se utiliza frecuentemente en el Nuevo Testamento el verbo «profetizar» que viene a ser equivalente a lo que hoy llamamos «predicar».

La interpretación profética se encuentra frecuentemente en el Evangelio de Mateo, por ejemplo, cuando dice que tal o cual acontecimiento tuvo lugar «para que se cumpliera lo que fue dicho por el profeta …»

La misma práctica pronto se volvió común, y aparece repetidamente en la antigua literatura cristiana. Lo que es más, parece que pronto se formó todo un cuerpo de tradición acerca de qué textos se referían a cuáles acontecimientos en la vida de Jesús. En efecto, al leer las obras de diversos escritores cristianos de los siglos segundo y tercero que no parecen haberse conocido entre sí, ni haber leído los unos las obras de los otros, nos sorprende el hecho de que parecen citar los mismos textos proféticos, y hasta frecuentemente en el mismo orden. Ello ha llevado a algunos eruditos modernos a sugerir la hipótesis de que existían libros de «testimonios», que consistían en listas de textos proféticos que probaban varios puntos de la predicación cristiana. Tal hipótesis no es irrefutable, pues es también posible que haya existido sencillamente una especie de tradición oral acerca de tales textos, y que esa tradición se haya difundido hasta el punto de influir a personas en lugares muy distantes unos de otros. (Por ejemplo, quien esto escribe ha escuchado a predicadores en ambos extremos de las Américas, así como en Europa y Asia, decir que Saulo de Tarso cambió de nombre y tomó el de Pablo, como resultado de su conversión. Tal cosa no es cierta, como lo muestra claramente una lectura del libro mismo de Hechos, sin embargo, ha llegado a ser lugar común en la predicación evangélica a través de una tradición oral que parece haberse difundido por toda la tierra. Es posible que algo semejante haya sucedido con aquellos textos proféticos que se utilizaban como prueba en distintas iglesias y que fueron circulando de un lugar a otro hasta que llegaron a formar una base común de la predicación cristiana.)

Sea cual fuere el caso, resulta interesante notar que en la iglesia antigua se utilizaba el argumento de profecía con dos propósitos distintos, de los cuales solamente uno resulta común en el día de hoy. En primer lugar, se utilizaba dicho argumento para mostrarle a los no creyentes, y especialmente a los judíos, que Jesús era el Mesías prometido. En este caso, se utilizaba la autoridad de las Escrituras de Israel, admitida por los contrincantes, para mostrar algo acerca de la persona de Jesús y de su obra.

En segundo lugar, en el caso de contrincantes tales como Marción y otras personas de ideas semejantes, el argumento de profecía se utilizaba, no para probar algo acerca de Jesús, sino más bien para probar la autoridad de las Escrituras de Israel y la continuidad entre la fe de Israel y la cristiana. Si, por ejemplo, el profeta Isaías se refirió en el capítulo 53 a los sufrimientos de Jesús, esto quiere decir que Isaías fue verdaderamente inspirado por Dios y no por otro dios inferior o falso.

De estos dos modos de utilizar el argumento de profecía, solamente el primero se emplea corrientemente en algunos círculos evangélicos, donde se trata de probar la divinidad de Jesús a base de las profecías del Antiguo Testamento.

En fecha posterior, comenzó a utilizarse este método de interpretación profética para entender, no ya solamente aquellos textos veterotestamentarios que de algún modo podían anunciar algún acontecimiento en la vida de Jesús, sino también algunos textos neotestamentarios que se tomaban como profecías de tiempos por venir. Esto fue cierto de varios dichos de Jesús y de Pablo, pero especialmente del libro de Apocalipsis. Tan pronto como se comenzaron a olvidar las circunstancias en que fue escrito ese espléndido libro, y se comenzó a perder la comprensión del lenguaje simbólico y hasta críptico en que había sido escrito, hubo quien comenzó a entenderlo como un libro profético, en el sentido de anunciar el futuro. Lo que decía aquel libro sobre los males que habían de venir sobre la tierra no se refería ya a lo que Juan les anunciaba a las iglesias de Asia Menor acerca de los tiempos en que les había tocado vivir, sino que se trataba más bien de un misterioso anuncio que Juan había hecho sobre el fin de todos los tiempos, tendría lugar en algún futuro lejano. Es así que hasta el día de hoy la mayor parte de los cristianos entiende el libro de Apocalipsis.

La interpretación profética de los textos escriturarios tiene, sin embargo, dos importantes dificultades o deficiencias. La primera es que sirve únicamente para interpretar una minúscula porción del texto sagrado. Si leemos toda la Biblia buscando profecías (en el sentido de anuncios del futuro), y por muy duchos que seamos en esa tarea, todavía nos quedará una enorme parle de la Biblia que no puede entenderse proféticamente ni siquiera por el intérprete de mayor imaginación. En el libro de Génesis, por ejemplo, hay quien ve una dimensión profética en las palabras de Dios acerca de la relación futura entre la mujer y la serpiente, y piensa que lo que allí se anuncia es el hecho de que en Jesucristo, la descendencia de la mujer aplastará a la serpiente. También se toma el llamamiento de Abraham, en cuya descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra, como un anuncio del advenimiento de Jesucristo. Pero aun así, quedan otros enormes trozos de Génesis que no tienen interpretación profética alguna. Lo mismo sucede con Éxodo y en grado aún mucho mayor con Levítico, Números y Deuteronomio. Lo que es más, aun si tomamos los libros de los profetas, como por ejemplo, Isaías, encontramos en ellos solamente unos pocos pasajes que pueden entenderse en términos de profecías dirigidas hacia el futuro lejano. En el caso de Isaías, por ejemplo, se han encontrado en ese profeta referencias al nacimiento virginal de Jesucristo (especialmente en la Septuaginta, pues el texto hebreo no resulta tan claro al respecto) y de los sufrimientos de Jesús. Lo primero se encuentra en el capítulo 7 y lo segundo en el 53. Pero Isaías tiene también muchos otros capítulos, ninguno de los cuales puede entenderse en términos de profecía como anuncio del futuro lejano. En resumen, que la primera dificultad que presenta la interpretación profética de los textos bíblicos es que el número de textos a los cuales puede aplicarse tal método es sumamente limitado y nos queda todavía la inmensa mayoría del texto sagrado por interpretar.

La segunda dificultad es todavía más seria. Si el texto pretérito se refiere de manera velada a algún acontecimiento futuro, y únicamente a él, cabe preguntarse qué valor tuvo tal texto para sus primeros lectores, o para cualesquiera otros que vivieron antes del cumplimiento de lo prometido. Si, por ejemplo, Isaías 53 se refiere única y exclusivamente a los sufrimientos de Jesucristo en su pasión, ¿en qué sentido fueron palabra de Dios para los primeros israelitas que escucharon esas palabras de labios del profeta? ¿En qué sentido lo fueron para los israelitas de tiempos de los macabeos? ¿Qué importancia tienen para nosotros en el día de hoy, aparte de hacernos saber que los sufrimientos de Jesucristo son parte de un plan de Dios? Según este modo de entender la «profecía», ésta se refiere única y exclusivamente a un momento o acontecimiento particular que es su cumplimiento. Por ello, para quien no está presente allí en ese momento, la profecía se vuelve únicamente cuestión de información, o en el mejor de los casos de confirmación de la fe.

Pasemos entonces al segundo método de interpretación bíblica que hemos de considerar como característico de la iglesia antigua. Se trata de la interpretación alegórica. Al igual que la interpretación profética, la alegórica tenía ya una larga historia en el mundo grecorromano y judío aun antes del advenimiento del cristianismo. Entre los griegos, por ejemplo, se utilizaba la interpretación alegórica para darles valor moral y cívico a las historias que los poemas clásicos narraban acerca de los dioses y héroes. Estos poemas gozaban de gran prestigio y autoridad gracias no solamente a su antigüedad, sino también a la belleza de su idioma y a la cadencia su métrica. Se les enseñaba en las escuelas y se pasaban de generación en generación, como ejemplo de lo más elevado y valioso de la cultura clásica. En ellos, sin embargo, se narraban sobre los dioses y los héroes acciones moralmente reprensibles, que no eran dignas siquiera de los seres humanos comunes. Además, los cambios que habían tenido lugar en la cosmovisión helénica hacían que muchos dudaran de lo que se contaba en aquellas obras clásicas. ¿Qué hacer entonces con ellas para darles un valor que fuera más allá de lo puramente literario, de modo que pudieran servir también como base para la enseñanza civica y moral? La respuesta no se hizo esperar: los mitos que se contaban sobre los dioses y los héroes debían interpretarse como vastas alegorías sobre el mundo metafísico y moral. No se trataba en realidad de que los dioses se engañaran unos a otros y cometieran robos y adulterios, sino que se trataba más bien de una serie de historias tras las cuales se escondían profundas enseñanzas morales. Luego, al entrar en escena el cristianismo ya las clases más cultas del mundo helenístico estaban acostumbradas a la interpretación alegórica de textos antiguos.

Algo semejante había sucedido en ciertos círculos judíos. Aunque se encuentran bastantes casos de interpretación alegórica en el judaísmo palestinense de los últimos años antes de Cristo, el centro de ese tipo de interpretación fue la ciudad de Alejandría. Esa urbe cosmopolita, fundada por Alejandro el Grande poco más de 300 años a.C., había venido a ser centro de gran actividad intelectual. Allí se encontraba la famosa biblioteca de Alejandría, donde se guardaban y se estudiaban libros de las más variadas culturas y tradiciones. Allí se encontraba también el Museo, centro de estudios y de investigaciones superiores que al tiempo del advenimiento del cristianismo era probablemente el foco de la vida intelectual en el mundo grecorromano. Había también allí una numerosa comunidad judía, algunos de cuyos miembros eran económicamente pudientes. En medio de la actividad cultural y del roce cosmopolita que tenía lugar en una ciudad como aquella, no faltaría quien acusara al judaísmo de ser una religión «bárbara», sin sofisticación alguna, en cuyas Escrituras se contaban historias de asesinatos, violencias, raptos, adulterio y hasta exterminio de poblaciones enteras. ¿Qué clase de religión era esa, que en medio de una civilización avanzada como la de Alejandría, se atrevía a hablar de tales cosas?

En respuesta a ello, pronto hubo algunos judíos alejandrinos que comenzaron a interpretar la Biblia de modo semejante a la manera en que los maestros griegos interpretaban sus antiguos poemas, es decir, alegóricamente. Las leyes de Moisés no se referían ya a lo que se debía comer o no comer, sino que en realidad trataban acerca de valores morales, simbolizados en aquellas supuestas leyes dietéticas. El mandato por parte de Dios de destruir a toda una ciudad en realidad quería decir que sus seguidores debían destruir todos sus vicios, arrasándolos como quien destruye una ciudad conquistada sin dejar piedra sobre piedra. Interpretadas de tal modo, las Escrituras hebreas parecían decir esencialmente lo mismo que lo mejor de la tradición filosófica helenista. Puesto que para la mayoría de los. intelectuales alejandrinos de aquel entonces esa mejor tradición era la platónica, las interpretaciones alegóricas de las Escrituras hebreas generalmente producían un visión de la religión de Israel muy cercana a la filosofía platónica.

Tal es el caso de Filón, filósofo judío que vivió en Alejandría aproximadamente al mismo tiempo que Jesús vivió en Palestina. Filón pertenecía a una familia adinerada en. Alejandría, y tuvo oportunidad de experimentar algo del prejuicio antijudío que existía en aquella ciudad. Luego, no ha de sorprendernos el que se dedicara a escribir en griego, explicando el sentido de las Escrituras hebreas de tal modo que se acercaran lo más posible a lo que enseñaban los filósofos y moralistas de la ciudad. (Empero, aunque Filón fue el más famoso y prolífico de estos intérpretes que veían en las Escrituras de Israel una vasta alegoría de cariz platónico, no fue el único, sino que hubo muchos antes y después de él que siguieron la misma línea hermenéutica.

La interpretación alegórica, según la utilizaban tanto gentiles como judíos, consistía en leer un texto fijándose, no en lo que el texto en sí mismo decía, sino en el sentido oculto que podría encontrarse detrás de cada una de sus palabras o elementos. Indudablemente, hay textos que son de por sí alegóricos. Por ejemplo, cuando Jesús habló de sí mismo como la vid verdadera, de sus seguidores como Pámpanos y de su padre como el labrador, indudablemente estaba empleando una alegoría. En ese decimoquinto capítulo del Evangelio de Juan, cada uno de los elementos del cuadro que Jesús pinta se refiere en realidad, no a una vid, a sus pámpanos o a sus frutos, sino a otras realidades de carácter espiritual.

La interpretación alegórica, sin embargo, iba mucho más allá de esos textos que eran obvia e indiscutiblemente alegorías. Según los defensores de esta clase de interpretación, todo el texto bíblico era una vasta alegoría cuyo verdadero y más profundo sentido se encontraba escondido tras un complicado sistema de símbolos y de palabras cuyo sentido iba más allá del usual. Se entendían alegóricamente, no solamente pasajes como el de la vid verdadera o la parábola del sembrador, sino las Escrituras todas. Así, por ejemplo, las historias sobre el conflicto entre los profetas de Yaveh y los profetas de Baal se entendían en términos del conflicto que libran dentro del alma humana las virtudes y los vicios. Cada detalle de las Escrituras, desde el manto de colores de José hasta la honda de David o los bueyes de Eliseo, tenía un sentido ulterior y espiritual.

Al igual que en el caso del judaísmo, fue en Alejandría que el cristianismo encontró los más entusiastas intérpretes alegóricos. Fue posiblemente allí donde se escribió la llamada epístola de Bernabé, que contiene numerosas interpretaciones alegóricas. Fue allí que floreció y enseñó Clemente Alejandrino, respetado en la antigüedad como uno de los primeros filósofos cristianos. Según Clemente, no todos los cristianos están al mismo nivel de comprensión espiritual. Algunos, más «carnales», no pueden entender de las Escrituras sino su sentido literal. Estos no se equivocan, sino que sencillamente se pierden el deleite que alcanzan quienes conocen de las Escrituras su sentido más profundamente espiritual. A estos últimos, Clemente los llama «verdaderos gnósticos», es decir, verdaderos poseedores de sabiduría. Naturalmente, Clemente se cuenta a sí mismo entre ellos. Según él, los «verdaderos gnósticos» encuentran en las Escrituras, no sólo ni primeramente su sentido obvio y literal, sino sobre todo su escondido sentido moral y espiritual. Y lo logran mediante la interpretación alegórica de las Escrituras.

Fue sin embargo Orígenes, nacido y criado en Alejandría, quien más se destacó por la interpretación alegórica de las Escrituras. Orígenes desarrolló toda una teoría hermenéutica según la cual hay en cada texto escriturario varios niveles de sentido. El primero o más sencillo es el nivel corporal carnal o literal. Por encima de éste se encuentran varios otros niveles. Aunque Orígenes dice frecuentemente que estos otros niveles son dos, lo cierto es que no siempre en su exégesis encuentra tres niveles de sentido en cada texto. Algunas veces los entiende en el sentido literal, y otras encuentra una multiplicidad de sentidos alegóricos, en escala ascendente hasta llegar a lo que él tiene por más espiritual.

La interpretación alegórica de las Escrituras tenía la innegable ventaja sobre la interpretación profética de que podía aplicarse a todo texto bíblico. Interpretándolo alegóricamente, no había texto alguno que no pudiera relacionarse con el mensaje cristiano, o con la vida actual de los creyentes. Aunque a nosotros hoy se nos haga difícil ver el atractivo que tenía para los antiguos, la interpretación alegórica, debemos recordar que era un modo de afirmar en la práctica que toda la Biblia, y no solamente aquellas porciones que podían interpretarse como profecías, era palabra de Dios para su pueblo. En una situación en que los cristianos constantemente tenían que enfrentarse a quienes decían que su religión no tenía fundamento alguno en la antigua fe de Israel, el método alegórico representaba un útil instrumento y una alternativa atractiva para los cristianos.

Por otra parte, el punto débil de esta forma de interpretación bíblica resulta obvio. Haciendo uso del método alegórico, el intérprete puede hacerle al texto decir cualquier cosa. Así, por ejemplo, la mal llamada Epístola de Bernabé puede interpretar el texto referente a la prohibición de comer cerdo en el sentido de que los creyentes no han de ser como los cerdos, que solamente se acuerdan de su señor cuando tienen hambre. Y Orígenes, el más prolífico de los autores cristianos de los primeros siglos, puede desarrollar a base de este método toda una interpretación de la Biblia que se asemeja en mucho a lo que los filósofos neoplatónicos de su tiempo estaban diciendo.

Empero, para entender el modo en que los antiguos utilizaron la interpretación alegórica, hay que recordar que en la antigüedad se consideraba que quien debía interpretar las Escrituras no era un individuo aislado, sino la comunidad misma. Así, por ejemplo, el propio Orígenes, al mismo tiempo que se atreve a lanzarse a las interpretaciones más aventuradas, tiene buen cuidado de ajustarse a la «regla de fe» de la Iglesia. Allí donde la regla de fe no dice nada, Orígenes se atreve a ofrecer sus propias especulaciones e interpretaciones novedosas. Empero allí donde la regla de fe sí es explícita, Orígenes ajusta sus interpretaciones a esa fe. Así, por ejemplo, aunque está dispuesto a entender buena parte de las historias de los jueces y de los reyes del Antiguo Testamento de manera alegórica, y a desentenderse de su sentido histórico, no hace lo mismo con las historias acerca de Jesús. El Jesús histórico es tan central en la regla de fe que Orígenes ni siquiera sueña con dejarle a un lado en pro de sus inclinaciones neoplatónicas. Es importante notar esto, porque en tiempos más recientes nos hemos acostumbrado a una visión de la interpretación bíblica como tarea individual, y esto hace de la interpretación alegórica mucho más peligrosa, por no estar sujeta a régimen alguno.

El tercer método de interpretación bíblica común en la antigüedad es el llamado «tipológico». La palabra «typos», que se traduce comúnmente por «tipo» o «figura», se refiere a un patrón o modelo que aparece repetidamente, aunque con variantes, en diversos momentos de la historia. Así, por ejemplo, son varios los autores antiguos que se refieren al sacrificio de Isaac como tipo o figura del sacrificio de Jesús. En ambos, el padre está dispuesto a ofrecer a su hijo. En ambos, el hijo está dispuesto al sacrificio. Pero en el caso de Isaac Dios ofrece una alternativa, mientras que no lo hace en el caso de Jesús. Otro tipo que aparece frecuentemente es el de la mujer estéril. Basta una lectura somera del Antiguo Testamento para darse cuenta de que el tema de la mujer estéril que concibe por acción divina y da a luz un hijo que será grande en la historia de Israel es muy común. Al leer la Biblia toda nos damos cuenta de que la última de las mujeres estériles que siguen este patrón es Elizabeth, la madre de Juan el Bautista. Empero todo esto no es sino tipo o figura de la virgen María, es decir, la mujer estéril por excelencia que ha de dar a luz un hijo por intervención directa de Dios, sin participación de varón, y ese hijo será el personaje más grande y la culminación de toda la historia de Israel. Semejantes interpretaciones tipológicas se encuentran ya en el Nuevo Testamento. Por ejemplo, Pablo dice que los antiguos fueron bautizados en la misma roca, y que ésta era Cristo. También se encuentran interpretaciones tipológicas en 1 de Pedro, donde se nos habla de la relación entre Noé salvado a través de las aguas y la salvación que viene a través de las aguas bautismales.

Posiblemente a nosotros los modernos se nos haga difícil aceptar muchas de aquellas tipologías que emplearon los antiguos. Pero el hecho es que la mayor parte de nuestra interpretación bíblica es tipológica, pues es así que normalmente interpretamos y aplicamos cualquier historia pasada. Cuando, por ejemplo, leemos la historia de Abraham que parte hacia una tierra desconocida en obediencia a Dios, y hablamos de cómo nosotros también tenemos que estar dispuestos a lanzarnos a aventuras semejantes por razón de la misma obediencia, estamos haciendo una interpretación tipológica. Lo mismo cuando tomamos la historia de la salida de Egipto y hablamos de cómo Dios se ocupa de los oprimidos y desposeídos. O cuando leemos los salmos, y al escuchar al salmista hablar acerca de sus propias experiencias, nos las aplicamos a nosotros mismos y a la iglesia.

La interpretación tipológica puede a veces acercarse mucho, ya a la alegoría o ya a la profecía. La gran diferencia entre la tipología y la alegoría está en que la tipología coloca la historia en el centro mismo de su interpretación. Tanto la alegoría como la profecía se interesan primordialmente por las palabras del texto. La alegoría, por ejemplo, lee un texto donde aparece la palabra «nubes» y llega a la conclusión de que ese término se refiere a la palabra de Dios. Por tanto, lo importante no es que haya habido una nube, sino que la palabra «nube» aparece en el texto. Lo mismo sucede con la profecía. Lo importante es que las palabras mismas de la profecía se cumplan en el momento futuro que se dice ser su cumplimiento. Es por eso, por ejemplo, que se ha discutido tanto sobre si la famosa palabra en Isaías 7 ha de traducirse por «virgen» o por «mujer joven». Si lo que el texto dice no es «virgen», sino «mujer joven», la profecía no es tal, y el texto no puede ya interpretarse como tradicionalmente se ha hecho.

La tipología, en contraste, se centra, no en las palabras del texto, sino en los acontecimientos que narra y las cosas que describe. Cuando se habla, por ejemplo, de Cristo como el cordero pascual, lo que esto quiere decir no es necesariamente que la palabra «cordero» tiene que aparecer en un texto para aplicárselo a Jesús, sino sencillamente que el patrón mismo que aparece en las relaciones entre Dios y los humanos en la ceremonia del cordero pascual es figura, tipo, Partón o anuncio de lo que sucedería después en Jesucristo.

Cada uno de estos tres métodos de interpretación lleva ciertas presuposiciones o visión fundamental del universo y del modo en que Dios se relaciona con él. La interpretación alegórica, por ejemplo, da por sentado que por encima de este mundo de realidades materiales y pasajeras se encuentra otro de realidades espirituales y permanentes. Toda la creación es como un espejo que apunta hacia esas realidades, pero que bien puede distraernos de ellas si tomamos el espejo por la realidad misma. Lo que se ve entonces en toda la creación es también cierto de las Escrituras, cada una de cuyas palabras es revelación divina, pero para serlo tiene que interpretarse de tal modo que apunte hacia una realidad superior y permanente. La importancia de la historia de Abraham e Isaac, por ejemplo, no está entonces en la historia misma, sino en el modo en que esa historia señala a las realidades espirituales que se manifiestan (o se esconden) en ella. La historia toda, y el mundo de lo material, no son la arena o campo primordial de la acción divina, sino que son más bien el reflejo sujeto al tiempo de las realidades últimas, que se encuentran allende los límites de lo temporal.

La profecía, por su parte, refleja una visión atomizada de la historia. Lo importante no es la secuencia de los acontecimientos, ni siquiera la totalidad de ellos, sino ciertos acontecimientos particulares y relativamente aislados que de algún modo fueron predichos por el profeta. Así, por ejemplo, cuando se interpreta el pasaje de Isaías 53 como una referencia profética a Jesús, lo que se encuentra tras esa interpretación es una visión de la historia según la cual lo que de hecho estaba sucediendo en tiempos de Isaías no tiene gran importancia. Lo importante es lo que sucedería al cumplirse la profecía. Lo mismo ocurre cuando se toma el libro de Apocalipsis como una profecía acerca de nuestros tiempos. En tal caso, lo que estaba sucediendo en Asia Menor a fines del siglo primero, o las circunstancias en que tenían que vivir las iglesias en Efeso, Esmirna y las demás ciudades cercanas, no tiene gran importancia. Lo importante es que, por una misteriosa acción divina, el vidente de Patmos escribió palabras que se aplican directa y exclusivamente a nuestros días.

Como vemos, lo que resulta de este visión estrictamente profética es una interpretación de la historia como una serie de puntos aislados e inconexos, que solamente se relacionan unos con otras porque se encuentran predichos en un mismo libro.

La tipología, por su parte, también presupone su propia visión de la realidad humana y del modo en que Dios se relaciona con ella. La historia se encuentra al centro mismo del esa visión—la historia, no solamente como narración de los acontecimientos pasados, sino también y sobre todo como la suma y el orden de todos los acontecimientos que tienen lugar en el tiempo. La tipología se basa en la presuposición de que los acontecimientos históricos, aunque no se repiten, sí siguen ciertos patrones que se anuncian los unos a los otros. Así, cuando el salmista habla acerca de cómo Dios le ha librado de sus enemigos, se refiere a la historia del éxodo, y hasta a la historia del modo cómo en la primera creación Dios destruyó los poderes del caos. Cuando el profeta quiere referirse al modo en que Dios sacará a su pueblo del exilio y le llevará de regreso a su tierra, lo hace refiriéndose a la acción de Dios en el éxodo. Y cuando el escritor del Evangelio de Marcos, para hablar del modo en que Dios ha intervenido en Jesucristo, se refiere a la «voz que clama en el desierto», se encuentran en esa referencia y en todo lo que sigue varios elementos que anuncian que la narración del evangelio es en cierto modo la culminación de lo que Dios hizo en el éxodo y en el regreso del exilio.

La interpretación tipológica entonces toma muy en serio los acontecimientos históricos, así como las ceremonias, ritos y prácticas a que se refiere el texto. No los disuelve en alegoría. Tampoco piensa que se refieren únicamente a un momento futuro. Da por sentado más bien que se refieren tanto a su tiempo como a toda una secuencia de momentos históricos en los que el mismo patrón volverá a aparecer. Así, por ejemplo, si nos acercamos tipológicamente a Isaías 53, lo que veremos en ese pasaje no será solamente una profecía de lo que Dios habría de hacer en un momento futuro en Jesucristo. Será también un anuncio de lo que Dios estaba haciendo en tiempos del profeta. Será un patrón que aparecerá repetidamente en la historia de Israel, y que se manifestará otra vez, por ejemplo, en algunas de las historias relacionadas con la rebelión de los Macabeos. Será sobre todo el patrón que culminará en Jesucristo, quien es el «prototipo» del «tipo» que se describe en Isaías 53. pero la importancia del texto no terminará con eso, sino que nos dirá también que Dios continúa actuando de igual modo, y que hasta el día de hoy sigue levantando siervos sufrientes, y un pueblo sufriente, cuyos padecimientos también son parte de la historia redentora de Dios.

En algunos casos, esta visión tipológica de la realidad no se limita a la historia de la redención, sino que alcanza a toda la creación. Así sucede, por ejemplo, en el caso de Justino Mártir, quien en el siglo segundo declaró que la forma de la cruz que aparece en tantos elementos del orden natural y humano—la vela con que se cruza el mar, el arado con que se surca la tierra, y el propio cuerpo humano—es tipo de la cruz de Cristo.

Resumiendo, hay que recalcar que tanto la alegoría como la profecía se centran su atención en las palabras del texto, la alegoría, en su significado eterno y espiritual, y la profecía en su cumplimiento. En contraste, la tipología se interesa en los acontecimientos que se narran en el texto así como los que luego vienen a cumplir el mismo patrón. No se trata de que las palabras señalen hacia los acontecimientos, sino que los acontecimientos mismos señalan los unos a los otros. Como diría Ireneo a fines del siglo segundo, «Cristo fue anunciado por los profetas, no solamente mediante visiones en las que fue visto y palabras en las que fue proclamado, sino también en hechos actuales en los cuales Él mismo se manifestó y prefiguró».

Estos tres métodos continuaron utilizándose a través de toda la historia de la Iglesia antigua. La profecía, aunque utilizada por prácticamente todos los escritores antiguos, nunca fue vista como el único modo de entender el texto sagrado, pues en tal caso buena parte de ese texto carecería de sentido. La alegoría se hizo popular especialmente entre los alejandrinos y los que seguían su inspiración. La tipología, que frecuentemente se llamaba «interpretación literal» porque tomaba el texto en su sentido directo y luego veía sus implicaciones para la vida contemporánea, fue particularmente favorecida por la escuela de Antioquía. Aunque este no es el lugar para describir en detalle los contrastes entre los teólogos y exégetas antioqueños y alejandrinos, sí vale la pena señalar que estas dos posturas hermenéuticas se relacionaban estrechamente con dos posturas teológicas y filosóficas.

En Alejandría, donde predominaban las filosofías de inspiración platónica, la exégesis alegórica alcanzó sus mayores vuelos. También hizo impacto semejante en otros intérpretes bíblicos que siguieron el ejemplo de los alejandrinos. En algunos casos, la interpretación alegórica les sirvió a los cristianos para poder aceptar las Escrituras sin tener que enfrentarse a las dificultades que una interpretación más histórica o literal del texto conllevaría. Así, por ejemplo, Agustín, quien había vivido por largos años turbado porque había una buena parte del texto sagrado que le parecía carente de valor literario, moral o religioso, logró aceptar ese texto cuando escuchó a Ambrosio interpretarlo alegóricamente. Gracias a las interpretaciones de Ambrosio, Agustín encontró respuesta a muchas de las dificultades que sus maestros maniqueos le habían planteado con respecto al texto de la Biblia.

Los antioqueños, por su parte, estaban mucho más interesados en la vida histórica de Jesús y en su verdadera humanidad. No quiere decir esto que hayan negado la divinidad de Jesús, sino que buscaban el modo de afirmar esa divinidad en la persona histórica y concreta de Jesús, quien fue totalmente humano. Esto iba frecuentemente unido a una filosofía de cariz aristotélico, que le daba a los sentidos un papel mucho más importante en la adquisición del conocimiento que el que le daban los platónicos. Mientras los alejandrinos pensaban que el conocimiento más exacto y verdadero era el que no venía a través de los sentidos, sino de un proceso puramente intelectual o de una iluminación espiritual, los antioqueños, debido precisamente a sus inclinaciones aristotélicas, tendían a pensar que los sentidos eran medio de la revelación de Dios, y que por tanto lo importante en las Escrituras era el modo en que se referían a lo «que hemos visto y oído y tocaron nuestras manos respecto al verbo de vida». Dada esta postura, no ha de sorprendernos el que centraran su atención, no sobre el sentido ulterior o alegórico del texto, sino sobre la narración misma, sobre los ritos y cermonias que allí se describen, sobre los acontecimientos y su secuencia, y que trataran de ver en todo ello el meollo de la revelación bíblica.

No faltó quien, habiendo comenzado su labor hermenéutica siguiendo el método alegórico de los alejandrinos, a la postre lo abandonara en pro de un método más literal o tipológico. Caso típico de ello fue Agustín, quien al principio interpretaba todos los textos bíblicos de manera alegórica. Eso hacía en parte debido al impacto del ejemplo de Ambrosio, y en parte a que su propia inclinación neoplatónica le llevaba a ello. Empero llegó el momento en que Agustín se dio cuenta de que las interpretaciones alegóricas del Génesis no le servían para refutar a los maniqueos, quienes rechazaban tales interpretaciones e insistían en que lo que el Génesis contenía era una serie de fábulas increíbles. En respuesta a este reto de los maniqueos, Agustín escribió un «comentario literal sobre el Génesis» que en realidad es más tipológico que literal. También resulta interesante el caso de Gregorio de Nisa, cuya exégesis era normalmente de tipo alegórico. Pero, cuando tras la muerte de su hermano Basilio, Gregorio decidió completar el comentario que su difunto hermano había estado escribiendo sobre la historia de la creación, decidió abandonar el método alegórico, y ser más fiel al método tipológico-literal que Basilio había seguido y propugnado.

En su juventud, Jerónimo escribió un comentario alegórico sobre Abdías, que no se conserva. Más tarde se arrepintió de tal interpretación alegórica, y hasta escribió un nuevo comentario que esperaba sirviera de corrección a lo que había dicho anteriormente.

Todo este método alegórico y sus presuposiciones fueron fuertemente atacados por el exégeta y teólogo Teodoro de Mopsuestia, cuyas obras fueron tan importantes que se le llegó a llamar «el intérprete». Aunque el tratado de Teodoro Sobre la alegoría y la historia se ha perdido, resulta claro que consistía en un fuerte ataque a la alegoría y en una defensa de la tipología. En su obra exégetica, Teodoro combina la interpretación tipológica con la profética. Así, por ejemplo, en su comentario sobre los salmos, que fue una de sus primeras obras, da por sentado que éstos son obra de David, y en aquellos casos en que se habla de la muerte del gran rey sencillamente dice que se trata de una profecía en la que el rey trataba sobre su propia muerte. Pero al mismo tiempo entiende que la mayor parte de los salmos se refieren también a acontecimientos que han de tener lugar después del tiempo de David. En su obra posterior, sin embargo, Teodoro fue inclinándose cada vez más hacia la tipología, y dejando atrás la interpretación de todo texto como necesariamente profético. Esto puede verse en su comentario sobre los doce profetas menores, en los que muestra su erudición bíblica colocando a la mayoría de estos profetas en el mismo momento y circunstancias en que los colocan los eruditos modernos. Al mismo tiempo, Teodoro repetidamente indica que los profetas hablaban ante todo sobre acontecimientos que estaban teniendo lugar en su tiempo, o que ya se vislumbraban. Rechaza el método característico de la interpretación profética, de tomar unas pocas palabras fuera de su contexto y luego decir que se cumplen en un acontecimiento posterior, de tal modo que unas se refieren a Jesús y otras a algún otro acontecimiento. Pero, precisamente porque los profetas estaban hablando acerca de su tiempo y de la acción de Dios en él, su palabra es válida para todos los tiempos y es señal de la acción suprema de Dios en Jesucristo.

Antes de seguir adelante, empero, hemos de señalar algo que frecuente y fácilmente se nos olvida, especialmente a nosotros los protestantes: todas estas teorías y métodos de interpretación bíblica se aplicaban, no individual y privadamente, sino en el seno de la iglesia. Esto no quiere decir que no hubiera eruditos que leyeran las Escrituras en privado. Pero sí quiere decir dos cosas.

Quiere decir, en primer lugar, que la iglesia antigua estaba muy consciente de que las Escrituras eran propiedad del pueblo de Dios, y que su propósito era servir de guía al pueblo de Dios. Lo que les ponía freno hasta a las más exageradas tendencias alegorizantes de Orígenes era la comunidad de la iglesia. Esto, no mediante un sistema de represión como la inquisición medieval, sino sencillamente porque quienes interpretaban las Escrituras sabían que lo hacían dentro de la iglesia y para la iglesia. El intérprete no es un personaje aislado, sino que es parte de la iglesia. Y es como parte de la iglesia que interpreta las Escrituras.

En segundo lugar, hay que recordar que la mayor parte de las Escrituras no se escribieron para ser leídas en privado. Probablemente la principal excepción sea la Epístola a Filemón. En general, la Biblia fue siempre el libro (o los libros) de una comunidad: escrito para la comunidad, leído en la comunidad, e interpretado por y para la comunidad. (Y aquí hay que recordar que nos referimos a un tiempo en que no existía la imprenta, y cuando la mayoría de los cristianos eran gente pobre que no tenía los medios necesarios para mandar a hacer copias privadas de los textos bíblicos. Para casi todos los cristianos, las Escrituras no eran algo que tenían en la casa o en su biblioteca, sino algo que se conservaba en la iglesia, y que se leía y exponía en el culto.)

II. La primera Edad Media

En cierto sentido, la muerte de Teodoro marca el fin de una era. Teodoro murió en el año 428. Ocho años antes, Jerónimo había muerto. Agustín habría de seguir a Teodoro dos años después. En el año 410, dieciocho años antes de la muerte de Teodoro, Roma había sido tomada y saqueada por los godos. El Imperio Romano de Occidente desaparecía, desmembrado en una serie de reinos germánicos que por un tiempo se dijeron súbditos del emperador, pero que en realidad eran independientes. Los «bárbaros» se seguían unos a otros en oleadas sucesivas. Las generaciones que siguieron a Jerónimo, Ambrosio, Agustín y Teodoro no gozaron de las circunstancias necesarias para la investigación intelectual. Mientras en el Occidente las invasiones de los pueblos germánicos le pusieron fin al Imperio Romano, en Oriente ese imperio continuó subsistiendo por mil años más, con su capital en Constantinopla. Empero tampoco en ese Imperio Romano de Oriente (o Imperio Bizantino) se lograron los vuelos intelectuales de la antigüedad. En el año 529, Justiniano clausuró la vieja Academia de Atenas, que Platón había fundado. Cien años después, el ímpetu del avance árabe subyugó y a veces hasta asoló los viejos centros intelectuales de Alejandría, Antioquía, Berito, Edesa y Nisibis.

En el Occidente, la iglesia vino a llenar el vacío dejado por el Imperio. Donde hubo cierta medida de orden y de estabilidad, ello se debió principalmente a la Iglesia como institución. Donde se reconstruyó algo del esplendor de la antigüdad, la Iglesia jugó un papel importante. Donde se conservaron manuscritos y conocimientos antiguos, ello se debió al interés y la inciative de la Iglesia.

En toda esta tarea, dos instituciones eclesiásticas jugaron un papel preponderante: el papado y el monacato. Del papado no hemos de decir mucho aquí pues fueron los monasterios los que más se distinguieron por su trabajo de estudio e interpretación de la Biblia.

Resulta significativo el hecho de que el año 529, el mismo en que Justiniano clausuró la Academia de Atenas, es también la fecha que tradicionalmente se le asigna a la composición de la Regla de San Benito. Si la Academia fue el modelo que la antigüedad siguió en el desarrollo de sus instituciones de estudio, el monasterio benedictino fue el modelo medieval.

Lo que esto quiere decir es que la comunidad hermenéutica que determinó la interpretación del texto bíblico durante los primeros años de la Edad Media fue el monasterio. La Biblia se leía e interpretaba en términos monásticos y esto a su vez quería decir dos cosas.

Quería decir, en primer lugar, que la Biblia se interpretaba en buena medida como un llamado a la vida de renuncia de los Bienes y goces materiales, y como un llamado a la vida monástica. Así, la lectura de las Escrituras vino a ser principalmente de índole moral: la Biblia habla de cómo hemos de apartarnos de la vida pecaminosa del «mundo», renunciar a nuestros bienes y seguir a Jesucristo.

Hay que recordar que durante los primeros siglos de la Edad Media el debate teológico casi no existió. Hubo, sí, discusiones sobre algunos aspectos de la fe durante el brevísimo renacer de las letras que tuvo lugar bajo los Primeros carolingios. Hubo después algunas discusiones sobre la presencia de Cristo en la comunión. Pero en términos generales, lo principales contrincantes que los lectores de la Biblia tenía ante sí no eran otros cristianos de ideas diferentes, sino el Diablo, la carne y el mundo. Por tanto, la Biblia se leía más como un manual de disciplina y de devoción que como un recurso para el debate teológico. Este es el primer punto que se señala al decir que la Biblia fue leída desde una perspectiva monástica.

En Segundo lugar, la Biblia se interpretó en términos monásticos, porque el contexto principal en que se leía era la vida devocional y litúrgica del monasterio. Siguiendo la Regla de San Benito, la mayoría de los monasterios medievales reservaba ocho períodos cada día para la oración en común. En esos períodos de oración, buena parte del tiempo se dedicaba a la lectura en voz alta, y frecuentemente de modo antífono, de los texos bíblicos. En muchos monasterios era costumbre recitar todo el Salterio cada semana. En consecuencia, monjes y monjas llegaron a conocer los Salmos y buena parte del resto de la Biblia, prácticamente de memoria.

Puesto que esa lectura tenía lugar en un contexto litúrgico, ese contexto ayudó a determinar el modo en que se entendín los textos mismos. Así, por ejemplo, el hecho de que un texto de Isaías se leyera siempre en tiempos de Adviento, como promesa de la venida de Cristo, fijó en las mentes de los lectores la idea de que en efecto ese texto se refería a la venida de cristo y no a otra cosa. Especialmente en el caso de los Salmos, que se leían siempre con referencia a la vida de Cristo y a su relacíon con la vida del creyente, la lectura de las Escrituras en el contexto litúrgico hizo fuerte impacto sobre su interpretación. (Es por esto que, siglos después, Lutero, que había sido monje, se sabía el Salterio de memoria y lo interpretaba en términos cristológicos semejantes a los que había aprendido en las horas de oración común de la vida monástica.)

Lo que esto quiere decir es que en los primeros siglos de la Edad Media la comunidad hermenéutica en cuyo seno tuvo lugar la interpretación bíblica fue el monasterio. En los primeros siglos de la iglesia, esa comunidad hermenéutica fue la iglesia misma. Ahora, la mayor parte del laicado quedó excluida de esa tarea hermenéutica, que vino a ser prerrogativa de los monásticos. Tanto más, por cuanto durante este tiempo también se perdió la costumbre de predicar o exponer las Escrituras siempre que se celebraba el culto. Los grandes intérpretes de la Biblia durante toda la Edad Media fueron monjes (y alguna monja a anacoreta, como Juliana de Norwich). Cuando sus interpretaciones fueron escritas, lo fueron para el uso de otras comunidades monásticas, rara vez para algún noble, y casi nunca para el pueblo en general. Cuando se predicaba, esto tenía lugar casi siempre en un ambiente monástico. Y, hasta cuando se predicaba para el pueblo en general, las más famosos predicadores fueron personajes monásticos como San Bernardo.

III. El escolasticismo

Empero ya en tiempos del propio San Bernardo otros elementos empezaron a aparecer en la escena. San Bernardo mismo se enfrentó a las doctrinas de Abelardo y de otros de los precursores de secolasticismo.

El escolasticismo, que para muchos de nosotros ha venido a ser sinónimo de rigidez y de aridez intelectual, apareció a fines de siglso XII y principios del XIII como una renovación de la vida intelectual dentro de la iglesia. Aunque los principales escolásticos fueron monjes o frailes, hay una gran diferencia entre la hermenéutica anterior, cuyo contexto normal era el monasterio, y la hermenéutica escolástica, cuyo contexto es la universidad. En teoría, el propósito de la lectura del texto bíblico en la universidad era el mismo de la lectura en monasterio: la edificación de los creyentes. Empero la atmósfera misma de la universidad pronto introdujo otro elemento en la ecuación: la lectura del texto para fines polémicos. Con cierta medida de exageración, pero no sin cierta medida de verdad, es posible decir que, mientras los contrincantes del hermeneuta monástico eran el Diablo, la carne y el mundo, los contrincantes del hermenéuta escolástico eran los otros escolásticos que sostenían posiciones contraries.

Esto puede verse en el método escolástico mismo. Conciertas variantes, ese método consistía en citar «autoridades», es decir, textos de la Biblia, de los Padres de la Iglesia y de los filósofos, que parecían sostener opiniones contrarias y luego resolver las aparentes contradicciones. Para entender la estructura de este método, basta con examinar cualquiera de las secciones de la Suma teológica de Santo Tomás. Tras plantear la pregunta, se hace un listado de las autoridades que responderían a ella en forma afirmativa. Sigue un listado de las autoridades que parecen sostener lo opuesto. Luego el maestro, en este caso Tomás, ofrece su propia respuesta a la pregunta. Y por último va resolviendo, una por una, todas las «dificultades» que parecen plantear la autoridades citadas en sentido contrario a la respuesta del maestro.

Esta estructura no era un mero recurso literario. En muchas ocasiones, los ejercicios académicos mismos la seguían. Así, por ejemplo, uno de los ejercicios que los estudiantes más avanzados—y los maestros—hacían regularmente consistía en la Cuestión disputada, en la que se planteaba una pregunta, se les daba oportunidad a los participantes a citar «autoridades» que parecían sostener una u otra posición, y luego de un tiempo de preparación el estudiante o maestro tenía que ofrecer su respuesta a la pregunta y su solución a las objeciones planteadas.

Aunque sin el rigor del método escolástico, las Escrituras fueron leídas como material para la polémica desde tiempos antiquísimos. Así las leyeron, por ejemplo, los evangelistas en su polémica contra quienes no aceptaban a Jesú como Mesías. Así las leyeron también los escritores anti-gnósticos y Atanasio en su debate con las arrianos. Pero nunca antes se llevó este tipo de lectura al punto a que llegó en el escolasticismo, con sus textos hilvanados fuera de contexto, y sus distinciones sutiles para salver aparentes diferencias o contradicciones entre los diversos textos y autoridades.

El método escolástico mismo sirvió para promover la práctica de leer la Biblia como una serie de textos sueltos, que pueden tomarse fuera de su contexto para probar un punto teológico cualquiera. Puesto que las citas de «autoridades» eran en extremo breves—no más de unas pocas palabras o un par de oraciones—en los grandes tratados de teología escolástica se citan textos sueltos, completamente fuera de su contexto, como si las palabras mismas fueran un oráculo divino.

Lo que todo esto quiere decir es que con el advenimiento del escolasticismo y de las universidades en que se desarrolló, aparece en escena una nueva comunidad hermenéutica. Si en la antigüedad la comunidad hermenéutica era la iglesia misma y durante los primeros años de la Edad Medía la comunidad hermenéutica fue el monasterio, en el escolasticismo la comunidad hermenéutica la constituyen la universidad y los teólogos. Puesto que esta comunidad es cristiana, sigue interesándose por la lectura de la Biblia para propósitos devocionales y en búsqueda de obediencia. Pero su principal preocupación y el centro de su concepción de la. tarea hermenéutica, es la recta teología, el detalle de doctrina.

IV. La Reforma

Al llegar a la Reforma, vemos presentes todas estas comunidades hermenéuticas y todos estos modos de leer la Biblia.

Entre los católicos romanos, la lectura monástica de las Escrituras gozó de un gran despertar, particularmente en la reforma monástica que tuvo lugar en España, y en la que tuvieron un papel prominente personajes tales como Santa Teresa de Avila, San Juan de la Cruz, Fray Luis de León e Ignacio de Loyola. Entre los protestantes, este modo de leer la Biblia cobró importancia primaria, especialmente porque ahora se hablaba de la «santidad de la vida común» y la Biblia era el manual que exponía el contenido de esa santidad y que también guiaba a los cristianos por el camino de santidad.

El método escolástico continuó siendo usado en las grandes universidades, particularmente universidades católicas tales como Salamanca y París. Al principio, los principales teólogos protestantes rechazaron el método escolástico, en parte porque se basaba en la filosofía de Aristóteles y en parte porque su interpretación de la Biblia hacía caso omiso del contexto en que se encontraban los textos citados, y del movimiento de la narración misma. Pero, en parte debído a la polémica contra los católicos y contra otros protestantes de ideas distintas, pronto el método escolástico volvió a abrirse paso entre los teólogos protestantes, a tal punto que el período se conoce como «la escolástica protestante».

Aunque Lutero mismo rechazó el método escolástico, su propia interpretación bíblica tenía algo del carácter polémico que fue característica del escolasticismo. Tal cosa era inevitable, dado el hecho de que el Reformador se veía envuelto en una serie de controversias en las cuales no tenía otra autoridad a que apelar que no fuese la Biblia. Luego, aunque por lo general Lutero evitaba los extremos del escolasticismo en su uso de textos sueltos, para él también, especialmente en sus tratados polémicos, la Biblia era fuente de información teológica con respecto a puntos debatidos.

Por otra parte, no hay que olvidar que para Lutero la Biblia fue también la fuente de su gran descubrimiento de la gracia inmerecida de Dios, descubrimiento que muchos otros cristianos habían hecho antes que él, pero que en tiempos de Lutero había quedado oculto bajo todo un sistema en el que la iglesia parecía haberse vuelto administradora y custodia de la gracia divina. Luego, aunque en sus tratados polémicos Lutero utiliza la Biblia para refutar a sus contrincantes, su acercamiento más profundo al texto sagrado tiene mucho de lo que vimos antes en la tradición monástica y hasta en la iglesia antigua: la Biblia es la historia de lo que Dios ha hecho por nosotros y la promesa de lo que Dios ha de hacer.

Empero en la historia posterior del protestantismo, el Lutero a quien siempre hemos visto es el Reformador, que en el Debate de Leipzig se atrevió a decir que un cristiano con la Biblia tiene más autoridad que el Papa o que un concilio sin ella. Lutero ciertamente dijo esto e insistió en la autoridad de las Escrituras por encima de la tradición. Y también es atrevió a enfrentarse a lo que en sus días era prácticamente toda la iglesia, reclamando en ese enfrentamiento la autoridad de la Biblia frente a la de la iglesia. Pero Lutero veía este hecho como algo extraordinario, algo que se había visto obligado a hacer, no porque quisiera contraponer la autoridad de la iglesia a la de la Biblia, sino porque en este caso estaba convencido de que la iglesia se había apartado de la enseñanza clara de las Escrituras, y que lo había hecho, no en mera cuestión de detalle teológico, sino en algo que se refería al corazón mismo del evangelio. Lo que Lutero propugnaba no era, como muchos protestantes hemos pensado después, un individualismo estilo siglo XIX o XX, en el que cada cual tuviese libertad para interpretar la Biblia como mejor le pareciese. Lo que propugnaba era más bien una visión en que la comunidad hermenéutica, lejos de limitarse al intérprete individual, se ampliaba de tal modo que incluyera a los cristianos de siglos idos, y en particular a los escritores mismos de la Biblia. Así, por ejemplo, cuando Lutero leyó y reinterpretó el famoso texto de Romanos 1, no pensaba que estaba haciendo una nueva interpretación, sino que estaba leyendo el texto como parte de una comunidad a la que el propio Pablo pertenecía y en la que Pablo mismo continuaba hablando a través de sus epístolas. Lutero no lee el texto solo, sino que lo lee con Pablo y con la iglesia antigua.

Por otra parte, hay que aclarar que Lutero no creía que las Escrituras fuesen un texto misterioso en el que Dios hubiera escondido joyas de sabiduría para que algún estudioso las encontrara más adelante. Al contrario, Dios dio las Escrituras para la edificación y la dirección de su pueblo. Aunque pueda haber pasajes oscuros en la Biblia, el sentido general del texto bíblico está claro, o lo estará para quien lo estudie como es debido.

Para ese estudio, Lutero contaba con recursos que estaban apareciendo y desarrollándose al tiempo mismo de la Reforma. Uno de ellos era la erudición bíblica de personajes como Erasmo, que se habían propuesto estudiar el texto bíblico con los mejores instrumentos lingüísticos y filológicos a su disposición. En su traducción del Nuevo Testamento, Lutero utilizó la edición de Erasmo, quien había tratado de restaurar el texto original a base del proceso que hoy llamamos «crítica textual». Para entender los pasajes históricos, tanto Lutero como Calvino acudían a lo mejor de los conocimientos históricos de su época. Para entender los pasajes poéticos, estudiaban y tomaban en cuenta las características de la poesía hebrea o griega, según fuera el caso.

En este punto, sin embargo, Calvino superó con mucho a Lutero. No hay lugar aquí para un estudio, ni siquiera un resumen, de los métodos exegéticos de Calvino. Sí hay que señalar, empero, que Calvino hizo mucho más uso que Lutero de los instrumentos filológicos que la erudición humanista puso a su alcance. Mientras la interpretación de Lutero sigue siendo esencialmente medieval y monástica, la de Calvino es humanista, no en el sentido en que se usa hoy el término, sino en el sentido de emplear los métodos históricos y filológicos propugnados por personajes tales como Erasmo, Collet, Budé y otros eruditos de su época. En este sentido, los comentarios de Calvino son un modelo del buen uso de los instrumentos que la lingüística y la filología ponen a su alcance. Al mismo tiempo, Calvino, mucho más que Lutero, se cuida de no caer en alegorías injustificadas. Su interpretación tiende a ser una combinación de profecía—en el caso de textos que tradicionalmente se han interpretado como proféticos—con tipología. Quizá sea por esto que los comentarios de Calvino son mucho más leídos hoy que los de Lutero.

V. Nuestra situación

A partir de la Reforma, han tenido lugar una serie de procesos que es necesario tener en cuenta al discutir la historia de la interpretación bíblica, sobre todo si esa historia ha de ayudarnos a entender, analizar y criticar el modo en que nosotros mismos leemos la Biblia.

En primer lugar, siguiendo en ello a Lutero y a los principales reformadores, los protestantes hemos insistido en una lectura de la Biblia que hace de ella ante todo el «libro de salvación». Exactamente en qué consiste la salvación, se ha comenzado a debatir más en estos últimos años. Pero en todo caso, esta lectura insiste en que la principal razón para leer la Biblia no es encontrar en ella misterios recónditos, ni resolver problemas de teología, sino encontrarse con el Dios vivo y servirle. En esto, somos herederos de la iglesia antigua, de la tradición monástica, y de los grandes reformadores.

En segundo lugar, las tradiciones que se hicieron tan fuertes durante el período de la escolástica, de estudiar la Biblia para encontrar en ella textos sueltos que prueben un punto u otro, continúan hasta nuestros días, y son fuertes en ciertos sectores evangélicos hispanos. Esto se debe en parte a que algunos de los misioneros que primero nos trajeron el evangelio eran herederos del escolasticismo protestante, especialmente en su forma calvinista. (Aunque ni Lutero ni Calvino desarrollaron doctrinas de la inspiración de las Escrituras, los escolásticos del siglo XVII y del XVIII sí las desarrollaron, y llegaron así a doctrinas tales como las de la «inspiración completa y literal» y la de la Biblia como texto «inerrable».) Se debe en parte a que nuestro protestantismo se ha desarrollado en un contexto polémico—primero contra el catolicismo romano y después entre nosotros mismos, en el que este uso de la Biblia encuentra campo fértil. Y se debe también en parte a una teología de corte escolástico que piensa que Dios se interesa sobre todo en que seamos estrictamente ortodoxos en todo detalle de doctrina, y que es con ese propósito que nos ha dado la Biblia.

En tercer lugar, somos herederos de una interpretación que en cierto sentido sigue la tradición de la interpretación profética que vimos al principio de este ensayo. La interpretación profética siempre tuvo su lugar en la hermenéutica cristiana. Ha habido empero algunos momentos en la historia de la iglesia en que tales interpretaciones han venido a ocupar el centro de la escena. Uno de tales casos es el de Joaquín de Fiore, quien predijo que el fin del mundo, en cumplimiento de las profecías, tendría lugar en el año 1260. En el caso de Joaquín y también en muchos casos entre nuestro pueblo hispano, tales interpretaciones de la profecía se basan en un entendimiento de la Biblia muy distinto del que los cristianos han sostenido a través de los siglos. Mientras la mayoría de los cristianos han sostenido que Dios se revela en la Biblia, estas interpretaciones parecen presuponer que en la Biblia Dios nos ha dado una especie de rompecabezas, en enigma divino que está allí en espera de que llegue el intérprete perspicaz capaz de descifrarlo. En este punto, esta interpretación profética de las Escrituras se acerca a la antigua interpretación alegórica, que también veía en la Biblia, no la revelación de Dios, sino una especie de espejo misterioso que apuntaba hacia realidades superiors que solamente podía ver el intérprete de aguda visión, o como diría Clemente, el «verdadero gnóstico».

En cuarto lugar, es muy común en nuestros círculos evangélicos hispanos un modo extremadamente individualista de acercarnos a la Biblia. En la Biblia, Dios me habla a mí, solo, sin nadie a mi derredor. En cierto modo, esto es resultado de una mala interpretación de lo que acabamos de ver en el caso de Lutero. En cierto modo, es reflejo de las tendencias individualistas de la sociedad en que se desarrolló la forma particular de protestantismo que nos ha llegado. Y en cierto modo es el resultado de la invención de la imprenta, que ha cambiado redicalmente el uso que podemos hacer de la Biblia. Como dijimos anteriormente, la mayor parte de la Biblia fue escrita para ser leída en voz alta ante el pueblo congregado. Durante los primeros quince siglos de la historia del cristianismo, fue así que hubo que leerla, pues solamente existía en forma de manuscritos relativamente escasos. El siglo XVI, que vio la Reforma Protestante, vio también el auge del libro impreso. (De hecho, Lutero fue uno de los primeros polemistas que vio y utilizó el valor de la imprenta en la controversia teológica y religiosa.) Gracias a la imprenta, todos podemos tener nuestra propia Biblia, para leerla en casa y a solas. Esto es bueno. Pero el lado negativo de esta realidad es que hemos perdido de vista—y de práctica—la lectura comunitaria del texto bíblico.

En quinto lugar, debemos mencionar el impacto del método histórico-crítico en la interpretación escrituraria. No es éste el lugar para entrar en toda una descripción de ese método y de su desarrollo. Sí hay que decir que ese método ha hecho muy valiosas contribuciones a nuestra comprensión del texto bíblico. Nos ha ayudado, por ejemplo, a saber en qué fechas y bajo qué circunstancias se escribió o se compiló cada libro. Al ayudarnos a colocar el texto dentro de su contexto histórico, político, social y religioso, ha enriquecido en mucho nuestra comprensión del mismo. Por otra parte, sin embargo, el método histórico-crítico—y sus diversas secuelas, tales como la crítica de las formas, la crítica de la redacción, etc.—ha creado su propia comunidad hermenéutica. De igual modo que para los teólogos del escolasticismo la comunidad hermenéutica la constituían otros teólogos, buena parte de la erudición bíblica moderna ve su comunidad hermenéutica, no en la iglesia, sino en el gremio de los eruditos bíblicos. Aunque frecuentemente se oye decir que nuestro pueblo rechaza el método histórico-crítico porque le quita autoridad a la Biblia, cabe preguntarnos si otra razón, quizá más profunda, de ese rechazo no sea quizá que el método mismo, y el modo en que se emplea, le quita autoridad al pueblo, a la comunidad hermenéutica, que es la iglesia toda.

Lo cierto es que ninguno de nosotros es un individuo aislado; por muy individualistas que seamos en teoría, en la práctica formamos parte de una comunidad hermenéutica. (Ejemplo de ello es que hasta el individualismo mismo, como hemos indicado más arriba, es resultado y reflejo de condiciones sociales e intelectuales típicas de los siglos XIX y XX, y que por tanto él también es exponente de una comunidad hermenéutica.)

En tiempos más recientes, han surgido otros paradigmas hermenéuticos. Puesto que varios de ellos se han de dicutir en otros capítulos de este libro, no los discutiremos aquí. Me refiero en particular a los nuevos paradigmas que se inspiran en la crítica literaria contemporánea, y en el modo en que las teorís modernas se acercan a la cuestión de la interpretación de los textos.

Sí hay, sin embargo, una dimensión hermenéutica que no podemos soslayar aquí. Se trata de reconocimiento de que la perspectiva del intérprete, o major, de su comunidad hermenéutica, determina en parte lo que ha de encontrar en el texto. Los ejemplos son muchos, pero mencionemos uno que es de todos sabido: mientras buena parte de la teología tradicional ha visto en Moisés ante todo al instrumento por el cual Dios dio la ley, la tradición negra norteamericana, desde su perspectiva de una historia de esclavitud, vio en Moisés sobre todo al instrumento que Dios utilizó para sacar a su pueblo del yugo de Egipto. Y muchos eruditos contemporáneos nos dicen que en este punto los negros iletrados tenían algo que enseñarle a toda la tradición teológica. Lo que esto implica es que una nueva comunidad hermenéutica, leyendo el texto desde una perspectiva que no ha sido ensayada por otros, puede encontrar en el texto mismo dimensiones antes insospechadas.

Y es precisamente eso lo que somos nosotros: una nueve comunidad hermenéutica. Gentes que leemos la Biblia como se nos enseñó y que por ello encontramos en ella lo que se nos enseñó. Pero si llega el día en que de veras nos atrevamos a enfrentarnos a la Biblia, no como se nos enseñó, sino con plena apertura al texto, afirmando y reconociendo nuestra perspectiva y nuestras experiencias particulares, y confiando en el Espíritu Santo para que nos conduzca a la verdad, lo que hemos de encontrar en el texto sagrado bien podrá sorprendernos, y quizá sorprenderá también a la comunidad hermenéutica universal, que tendrá que reconocer en el texto los elementos que nosotros, desde nuestra propia perspectiva, habremos descubierto.

Desde mi perspectiva, ésa es la meta de la enseñanza bíblica en nuestras escuelas, seminarios e institutos bíblicos.[1]

 



[1] Jiménez, P. A. (1994). Lumbrera a nuestro camino (pp. 79–118). Miami, FL: Editorial Caribe.



Muchas gracias.

Paz de Cristo!



ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor




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