Algo que es evidente en las cartas del apóstol es que en medio de conflictos y persecuciones, en medio de hostilidad externa e interna, uno pueda crecer. Sus últimas palabras en realidad tienen que ver con esto "antes bien creced …" Entendamos toda la carga emocional que tienen estas palabras de despedida del apóstol. Es como que aprovecha las últimas líneas del papiro para decir lo más importante; todo lo demás es secundario, es postergable, tiene una prioridad inferior. Son las palabras de uno que está en "el lecho de muerte" y dice las expresiones que más llegan al corazón de sus oyentes, también emocionados al saber lo que es inminente. Pedro no está diciendo cualquier cosa: es lo que él entiende es supremo: "creced en la gracia y el conocimiento de Dios".
Este verbo –crecer– aparece sólo dos veces en sus cartas: una vez en la primera y otra en la segunda. En su primera misiva, el apóstol nos exhorta a desear la leche pura, no adulterada, de la Palabra no adulterada para que crezcamos para salvación (1 P. 2:2). Y la leche deja de ser pura, cuando se la rebaja con agua. Hoy en día vemos mucha leche "rebajada". No es leche pura, no tiene sustancia. Inclusive su color blanco es algo tenue. Se le ha sacado mucha crema, es muy suave: es para estómagos delicados, que no soportan el alto contenido graso de la leche recién ordeñada. A la leche de vaca se la refina, sacándole muchas cosas, pero además añadiéndole sustancias químicas como conservantes, para que dure más.
Pero este concepto metafórico de desear la leche no adulterada de la Palabra tiene su importancia en el día de hoy, donde vemos muchos mensajes aguados, donde falta la centralidad de la cruz, donde se carece de compromiso, donde dar todo el mensaje puede "caer mal", donde los estómagos espirituales de las personas ya no resisten toda la grosura de la leche; están "delicados" y necesitan mensajes "rebajados". Necesitan ciertos aditamentos químicos para que dure su efecto.
El apóstol nos enseña a que, como niños, deseemos la leche no adulterada de la Palabra de Dios para crecer. La única forma de crecer es desear. Y los niños, especialmente los bebés, tienen una forma muy natural y sonora de hacerse entender en el momento de desear la leche. Desarrollan un griterío insoportable, que despierta a todos los de la casa y vecinos. Incansablemente, e insoportablemente, suena la alarma del deseo, a la que no se la puede apagar con nada. El bebé tiene hambre, y el cambiarlo de posición, el levantarlo, el acostarlo, el hacerle muecas no lo convence; él lo que quiere es la leche.
Pero luego el bebé comienza a crecer, y comienza a desarrollar un lenguaje. Y cuando quiere la leche la pide, y si se retrasa la entrega, se pone chillón, llora, pero de a poco se va acostumbrando a saber que no hay. De adulto, que haya o no haya, no le importa. Puede reemplazarla por otra cosa, si hay, y si no hay, se puede aguantar sin tomarla. Pero ¡qué interesante la adaptación del hombre! Al principio, cuando es totalmente dependiente e inhábil para abastecerse por sí mismo, usando un lenguaje natural e instintivo, la persona se torna insoportable cuando no tiene la leche. Cuando es adulto, cuando conoce varios idiomas, cuando se hace independiente, haya o no leche no se queja, y si lo hace, lo expresa de una manera socialmente aceptable. Es como que el adulto se acostumbró a la falta de leche, o a cualquier tipo de leche.
El cristiano debe desear, como niño recién nacido, la leche no adulterada de la Palabra. Es decir, hacerse insoportablemente chillón –y hacerlo regularmente– por tener la leche y la leche no adulterada, no rebajada. Si uno quiere crecer, debe estar constante y obstinadamente buscando la Palabra de Dios pura.
Hay iglesias donde se presenta, domingo a domingo, una constante predicación evangelística. Otras donde el único tema de predicación es sanidad y liberación. Otras, donde la palabra se reduce permanentemente a tocarle el manto a Jesús. Otras, donde el mensaje está mechado cansadora e incansablemente por "¿cuántos dicen 'amén'?", "¿cuántos dicen 'gloria a Dios'?", o algo que hay que decirle a quien uno tiene a la derecha o a la izquierda. En resumen, una tercera parte del tiempo de predicación se reduce a muletillas para sostener algo que se derrumba. Por otro lado hay gente que piensa que la iglesia "está muerta" porque tiene estudios bíblicos.
La gente como que ya no "chilla" porque no tiene una palabra sustanciosa desde el púlpito. Se ha acostumbrado a lo liviano, a lo rebajado y, aun, a lo adulterado. Tienen estómagos espirituales delicados, ulcerosos, no pueden recibir toda la contundencia de la Palabra, porque les duele, están delicados, y finalmente se van porque "les hace mal".
¿Cómo desear como niños? En primer lugar, delante del trono de Dios. Pedirle al Señor con todo el corazón, con insistencia, como lo hace un bebé, la leche, la Palabra; porque sólo los hambrientos serán saciados. En segunda instancia, buscar dónde está la Palabra no adulterada. No creo que sea la voluntad de Dios que estemos en un lugar donde el alimento esté contaminado o rebajado, que no tenga los nutrientes, las vitaminas y minerales espirituales necesarios como para asegurar nuestro crecimiento.
Pero además de que alguien nos hable, nos predique y nos enseñe la Palabra, también debe estar la iniciativa personal de escudriñar las Escrituras. El propio estudio de la Palabra; nuestra inversión de tiempo en la Palabra. Es muy fácil que se nos prepare la mamadera, nos acurruquen en brazos calientes y nos pongan la mamadera en la boca. Pero tiene que llegar el tiempo en que nosotros podamos tomar la mamadera con nuestras propias manos, no necesitemos brazos para que nos sostengan, podamos prepararnos nuestros propios desayunos e, inclusive, ir a comprar la leche al supermercado. Si nosotros queremos, y lo queremos ardientemente, vamos a encontrarla. Para eso el Espíritu Santo nos va a guiar.
Pero más allá del estudio profundo de la Palabra, está el crecimiento en la gracia y en el conocimiento de Dios. No es ajeno a aquél, sino que es fundamentalmente su esencia. Ni el apóstol ni Dios están interesados en un conocimiento meramente intelectual de la Palabra de Dios, sino de que conozcamos a aquel que es la Palabra encarnada. Que conozcamos íntimamente al que está detrás de las palabras impresas en las páginas de la Biblia. Lo importante no es cuántos versículos de memoria conozco, sino si tengo una relación personal, íntima, verdadera, permanente con el Señor. Lo importante no es qué tanta geografía e historia bíblica manejo, sino si he crecido en la gracia de Dios.
Lo último que Lucas menciona de la infancia de Jesús es que él "crecía en sabiduría, en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres" (Lc. 2:52), y no creo que se tratara de una postura pasiva de este preministerial, adolescente y joven Jesús. El conocimiento en gracia es clave para la vida de cualquier hombre o mujer de Dios, y cuánto más para aquel ministro: que el favor de Dios se derrame cada vez más abundantemente sobre nuestras vidas. Fuera de este suministro divino, nuestro cristianismo se reduciría a una mera ética legalista bombardeada de grandes fracasos morales.
Naturalmente la fuente de la gracia es Dios. Nuestra razón de ser en la vida cristiana es crecer en aquello que por gracia, Dios nos dio. Aquí no hay nada mágico, ni nada mecánico ni nada automático. Éste es un imperativo de Dios, dado vía el apóstol, que nosotros debemos realizar con lo que ya tenemos. Gramaticalmente es un imperativo presente (αὐξάνετε) que apunta a una acción ininterrumpida: toda mi vida la debo dedicar a crecer. Dios nos ha dado muchísimas cosas y nosotros debemos crecer en ellas, y eso probablemente va a hacer que él nos siga dando cosas por gracia, para que nosotros sigamos creciendo en ellas.
Sea que haya problemas, persecuciones, tentaciones, pruebas, dificultades, conflictos, etc. Dios nos va a dar gracia para cada una de esas circunstancias, pero nosotros debemos crecer en ella. Y en medio de toda vicisitud yo también debo crecer en el conocimiento íntimo con el Señor: conocer a Jesús en medio de toda situación. No hay nada ni nadie que me pueda privar de hacer esto, excepto yo mismo; por eso es algo que yo debo hacer. Fuera de esto, es poco lo que se pueda decir de la esencia de la vida cristiana. Sacando esto, nos quedamos con una religión, con música, con gritos, con vociferaciones, con liturgias, y con un lindo edificio.
Horacio R. Piccardo, Introducción Al Cuerpo Epistolar Del Nuevo Testamento: Tomo 3 (Buenos Aires, Argentina: Ediciones del centro, 2006), 115–118.
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