jueves, 16 de mayo de 2024

Introducción parte 7 EVIDENCIA

Mi primer capítulo examina las formas en que los primeros pentecostales, siguiendo el precedente hermenéutico de otros restauracionistas, recurrieron al libro de los Hechos en busca de verdad teológica. A través de su análisis de pasajes clave, los Hechos se convirtieron en un modelo de fe y práctica. Aunque los pentecostales llegaron a diferentes conclusiones sobre la importancia de la glosolalia en el bautismo del Espíritu, aquellos que han sostenido que Lucas está enseñando evidencia inicial (a través de la implicación) en su narrativa han desafiado las perspectivas tradicionales sobre la interpretación bíblica moldeada por el escolasticismo protestante. El siguiente capítulo permite que los primeros apologistas pentecostales se expresen por sí mismos y contiene extractos de una variedad de publicaciones. Finalmente, Henry I. Lederle examina las perspectivas carismáticas sobre el tema y hace un llamado al diálogo entre pentecostales y carismáticos para fomentar una mayor unidad en el cuerpo de Cristo, un objetivo lógico dado su estrecho parentesco. La segunda parte incluye cuatro ensayos exegéticos sobre evidencia inicial desde diferentes ángulos. El capítulo de Donald A. Johns contiene la exploración contemporánea de un pentecostal clásico de la doctrina y ofrece algunas rutas hermenéuticas claves que deberían considerarse para un estudio más profundo. La visión del bautismo del Espíritu enseñada por muchos (pero no todos) dentro de la gran familia Pentecostal de la Unicidad es proporcionada por J. L. Hall. 2 No defendiendo el bautismo en el Espíritu Santo como posterior a la conversión, Hall vincula el evento con el arrepentimiento del pecado y con el bautismo en agua en la salvación del creyente. El capítulo de Larry W. Hurtado, aunque apoya las manifestaciones actuales de los dones del Espíritu, sin embargo desafía los fundamentos bíblicos de una obra posterior de gracia y la afirmación de que las lenguas deben acompañarla. Sugiere que la glosolalia puede ser normal en la vida de los cristianos, pero no se debe esperar de todos. Finalmente, J. Ramsey Michaels, mirando el debate desde la postura de un no pentecostal, expresa calurosamente su aprecio por el testimonio del pentecostalismo al poder del Espíritu. Sugiere, sin embargo, que en lugar de apelar a un fenómeno particular como prueba (por ejemplo, glosolalia), los escritores del Nuevo Testamento afirmaron que la posesión del Espíritu por parte de los cristianos es la evidencia empírica de la realidad de Dios y sus obras en individuos y comunidades de creyentes. Estos ensayos sin duda desencadenarán muchas respuestas. La fe y las presuposiciones de algunos serán confrontadas por hallazgos históricos recientes o exposiciones bíblicas opuestas de la doctrina. Sin embargo, otros pueden descubrir un nuevo significado para sus experiencias carismáticas de glosolalia, o tal vez se vean obligados a reconsiderar sus suposiciones sobre el bautismo del Espíritu. En cualquier caso, si este examen limitado del bautismo pentecostal y la doctrina de la evidencia inicial provoca más discusión, diálogo, investigación y mejor comprensión dentro del cuerpo de Cristo, habrá cumplido ampliamente su propósito.





Gracia y Paz!


Adonay Rojas Ortiz
Pastor

Introducción parte 6 EVIDENCIA

En tercer lugar, el mundo eclesiástico más amplio conoce poco de este distintivo pneumatológico. La mayoría de los cristianos no creen en una experiencia post-conversión del Espíritu Santo y probablemente no estén familiarizados con la enseñanza. También pueden no estar conscientes de que millones de creyentes alrededor del mundo, que comprenden un vasto sector del cristianismo contemporáneo, profesan fervientemente que el bautismo del Espíritu inevitablemente será señalado por pronunciaciones glosolálicas que denotan un factor crucial en su unión espiritual y su exclusiva comunión ecuménica. Se espera que estos ensayos históricos y bíblicos ayuden a los observadores externos a comprender la dinámica espiritual de este movimiento de rápido crecimiento y a entender mejor los problemas que se relacionan con su enseñanza más distintiva. Para explorar la doctrina pentecostal del bautismo del Espíritu y la evidencia inicial se requiere una reflexión atenta y evaluaciones honestas de su formulación histórica y de sus fundamentos exegéticos. Por esta razón, los contribuyentes a este volumen presentan una variedad de opiniones, particularmente en los ensayos bíblicos. Todos los escritores provienen de un trasfondo pentecostal, con las excepciones de David W. Dorries (Bautista del Sur), Henry I. Lederle (Reformado) y J. Ramsey Michaels (Bautista Americano). Se ha invitado a cada uno a expresar libremente las conclusiones de su propia investigación; por esa razón, las opiniones no representan necesariamente las de otros contribuyentes, del editor o del editor. La primera parte del libro se enfoca en el desarrollo histórico de la doctrina. A pesar de la orientación restauracionista del pentecostalismo, los apologistas pentecostales, empezando por Charles Parham, recurrieron fácilmente a las páginas de la historia de la iglesia para identificarse con movimientos carismáticos pasados desde los montanistas hasta los irvingitas. En dos capítulos, Stanley M. Burgess evalúa los precedentes históricos para los vínculos con el pentecostalismo moderno. David W. Dorries examina la pneumarología de Edward Irving, una figura significativa del siglo XIX que presenció un renacimiento de los carismas, incluidas las lenguas, que Irving vio como el "signo permanente" del bautismo del Espíritu. James R. Goff, Jr., proporciona una mirada perspicaz a la evolución teológica de Charles F. Parham. Con sus puntos de vista premilenialistas y su confianza en las lenguas xenolálicas como evidencia del bautismo en el Espíritu Santo, Parham imaginó la rápida evangelización del mundo. Al establecer esta conexión entre el bautismo del Espíritu, las lenguas y la escatología, modeló el curso del movimiento pentecostal, aunque la influencia real de su liderazgo en otros aspectos decayó rápidamente. No obstante, la importancia de William J. Seymour, pastor de la Misión de Fe Apostólica en la calle Azusa en Los Ángeles, rivaliza con la de Parham. Cecil M. Robeck Jr., revisa cuidadosamente los pasos de la peregrinación espiritual de Seymour y los contornos de sus pensamientos sobre la evidencia inicial.


Gracia y Paz!


Adonay Rojas Ortiz
Pastor

Introducción parte 5 EVIDENCIA


Incluso dentro de las filas del clero, se ha detectado vacilación: una encuesta reciente de ministros dentro de las Asambleas Pentecostales de Canadá encontró: Un grupo de ministros pentecostales está emergiendo que es notablemente diferente de la norma tradicional. Tienen 35 años o menos y están bien educados en áreas de teología. Básicamente afirman todas las doctrinas importantes, pero son menos dogmáticos en su apoyo a ellas. Por ejemplo, algunos de ellos no insistirían en que alguien no está lleno del Espíritu a menos que haya hablado en lenguas. Y de considerable importancia es el hecho de que líderes de iglesias en denominaciones como las Asambleas de Dios (EE. UU.), la Iglesia de Dios (Cleveland, Tenn.) y las Iglesias Estándar de la Biblia Abiertas han encontrado necesario, a lo largo de los años, instar a sus ministros a permanecer fieles en predicar y enseñar la indispensabilidad del bautismo pentecostal con hablar en lenguas para cada creyente. Al revisar el impacto del pentecostalismo temprano en la reciente renovación carismática en las iglesias, el historiador H. Vinson Synan señala que "aunque la mayoría de los neopentecostales [carismáticos] no adoptaron la teología de evidencia inicial de Parham, sin embargo han tendido a orar y cantar en lenguas incluso con más ardor que sus hermanos y hermanas pentecostales clásicos mayores." Uno podría concluir luego que los pentecostales tradicionales se han vuelto espiritualmente fríos y necesitan ser revividos. Aunque esta posibilidad no debería descartarse, el registro de la historia de la iglesia demuestra que la certeza doctrinal también disminuye cuando no se responden adecuadamente preguntas cruciales. Irónicamente, las doctrinas pueden cambiar de ser señales de vitalidad espiritual y teológica a "sibolelito: j de aceptación, las cuales podrían desempeñar nuevas y potencialmente funciones divisivas dentro del cuerpo de Cristo. El peligro de la osificación doctrinal se ilustra mediante un relato del famoso misionero jesuita, Matteo Ricci (1552-1610). Según un historiador, cuando Ricci y sus compañeros llegaron a China, apenas encontraron rastro del cristianismo dejado por el trabajo de misioneros anteriores. Cuando Ricci escuchó sobre personas que adoraban la cruz, le dijeron que "no todo hace lo que pretende", y él no entendió por qué lo hacían. Aunque los detalles de esta historia son escasos, advierte claramente sobre el peligro de que la forma supere al significado. La posibilidad de que la glosolalia desaparezca por completo o sobreviva solo en forma, la trágica parodia de los creyentes recitando sílabas glosolálicas sin mostrar el fruto y el poder del Espíritu en sus vidas, debería hacer reflexionar seriamente a cada pentecostal. Afortunadamente, los dones del estudio académico pueden proporcionar ideas sobre el bautismo del Espíritu que pueden mejorar nuestra comprensión de esta piedra angular de la creencia y experiencia pentecostal.




Gracia y Paz!


Adonay Rojas Ortiz
Pastor

Introducción parte 4 EVIDENCIA

Además, los Pentecostales necesitan comprometerse en una reflexión teológica más profunda para explorar las dimensiones completas del trabajo del Espíritu Santo en la teología bíblica, corrigiendo la dimensión descuidada del ministerio del Espíritu en la teología cristiana. › Sin embargo, los Pentecostales han sido llevados a lo largo de una urgencia escatológica para evangelizar y han tenido poco tiempo o interés en las discusiones académicas de teología. Con notables excepciones en los últimos años, generalmente han dejado la exposición bíblica y teológica a los académicos evangélicos, seguros de su integridad al tratar los problemas del día, pero suponiendo ingenuamente que las enseñanzas Pentecostales podrían ser fácilmente integradas con algunas de estas formulaciones sin socavar la credibilidad de las creencias Pentecostales. Aún más perjudicial, al descuidar la reflexión y la investigación y al continuar enfatizando la experiencia personal por encima de la investigación académica, los Pentecostales permiten que un anti-intelectualismo subyacente continúe pervirtiendo el movimiento. Al igual que la calidad de la vida humana se mejora con una nutrición y ejercicio adecuados, la vitalidad continua de las doctrinas clave (por ejemplo, bautismo en el Espíritu Santo) en las comunidades de creyentes se mantiene a través del estudio constante de las Escrituras y la reflexión teológica, además de la práctica de la piedad. Por lo tanto, varios factores importantes están detrás de la publicación de esta colección de ensayos. Primero, el papel de la glosolalia en el bautismo del Espíritu ha seguido siendo un punto de controversia a lo largo de los años. Mientras tanto, los historiadores han ganado nuevos conocimientos en los movimientos carismáticos pasados. Han examinado de nuevo las perspectivas teológicas de las figuras sobresalientes del pentecostalismo temprano, Charles F. Parham y William J. Seymour; y han estudiado el desarrollo de las enseñanzas distintivas del pentecostalismo y los puntos de vista de los carismáticos, los parientes más cercanos a los Pentecostales, respecto al papel de la glosolalia en la vida del creyente. Además, una nueva generación de eruditos bíblicos Pentecostales se acerca a su tarea con considerablemente más experticias teológicas y exegéticas que sus predecesores, sin necesariamente diferir en los sellos distintivos de la doctrina. Por consiguiente, estos estudios pueden enriquecer la auto comprensión doctrinal del movimiento Pentecostal. En segundo lugar, aunque las declaraciones confesionales de la mayoría de las denominaciones y agencias Pentecostales citan las lenguas como la evidencia inicial del bautismo del Espíritu, la práctica real de hablar en lenguas ha disminuido dentro de las filas. El estadístico David B. Barrett sugiere que solo el 35% de todos los miembros en las denominaciones Pentecostales han hablado efectivamente en lenguas o lo han continuado como una experiencia continua. Si este porcentaje es solo remotamente exacto, aún demuestra cierta ambivalencia sobre la naturaleza constitutiva de las lenguas.




Gracia y Paz!


Adonay Rojas Ortiz
Pastor

Introducción parte 3 EVIDENCIA

Cuando Parham y sus estudiantes de Topeka afirmaron hablar en lenguas (es decir, xenolalia (idiomas extranjeros no aprendidos]), creyeron haber encontrado la solución a la pregunta de la evidencia, habiendo sido equipados con idiomas extranjeros para acelerar la evangelización del mundo. Junto con las lenguas vino un mayor amor por los perdidos, así como el empoderamiento para el testimonio. Habiendo discernido un paradigma para la expansión de la iglesia en el libro de los Hechos, los pentecostales concluyeron que los datos bíblicos confirman la necesidad de las lenguas (más tarde consideradas por muchos como glosolalia [lenguas desconocidas]). Aunque Marcos 16: 17-18 y 1 Corintios 12 y 14 también sirvieron como fuentes vitales en el desarrollo de la teología pentecostal, el atractivo del "patrón" en el libro de los Hechos ha permanecido preeminente, proporcionando el modelo apostólico para este movimiento mundial. El pentecostalismo, por lo tanto, es ciertamente más que las designaciones de sus seguidores, la composición sociológica de sus constituyentes, el batiburrillo de sistemas políticos que caracterizan sus estructuras organizativas y el culto entusiasta que ha marcado sus servicios eclesiásticos. Independientemente de otras características que se podrían citar legítimamente, uno no puede entender completamente la dinámica detrás del movimiento sin examinar su pulso espiritual: los énfasis centrales en el bautismo en el Espíritu Santo y los "signos y maravillas" (exorcismos, curaciones, profecías, lenguas e interpretaciones, palabra de conocimiento, etc.). Para millones de pentecostales, el bautismo en el Espíritu significa empoderamiento para testimonio cristiano; y una gran parte de ellos insiste en que este acto de gracia debe estar acompañado por hablar en lenguas tal como lo ejemplifican los primeros discípulos en Hechos 2, 10 y 19. De hecho, las oportunidades de liderazgo en muchas denominaciones pentecostales y congregaciones locales a menudo se ofrecen solo a aquellos que han experimentado la glosolalia, tal vez marcando la única vez en la historia cristiana cuando este tipo de experiencia carismática ha sido institucionalizada a tal gran escala. Desde este punto de vista, la glosolalia representa un "lenguaje de espiritualidad experiencial, más que teología", catalizando una conciencia más profunda de la guía y los dones del Espíritu en la conciencia del individuo para glorificar a Jesucristo y construir su iglesia. ¿Cómo difieren entonces la teología pentecostal y la teología evangélica? Obviamente, comparten muchas creencias: confianza en la confiabilidad y autoridad de las Escrituras, el entendimiento forense de la justificación por fe, la Trinidad (con la excepción de los Pentecostales de la Unicidad), el nacimiento virginal, la resurrección y la segunda venida de Cristo, así como otras doctrinas estándar que se pueden rastrear hasta la iglesia primitiva, la Reforma Protestante y el posterior revivalismo protestante. Las creencias pentecostales sobre el bautismo del Espíritu y las manifestaciones contemporáneas de los dones del Espíritu, sin embargo, generalmente se han negado a encajar cómodamente dentro de los límites racionalistas de gran parte de la teología y espiritualidad evangélica.



Gracia y Paz!


Adonay Rojas Ortiz
Pastor

Introducción EVIDENCIA PARTE 2

El Medio Oeste. Los avivamientos subsiguientes tomaron su inspiración de los acontecimientos en Topeka, pero, más notablemente, del influyente avivamiento de la calle Azusa en Los Ángeles. Pero a pesar de los orígenes oscuros del avivamiento, la noticia se difundió con asombrosa rapidez, especialmente después de 1906. Los fervientes seguidores pronto anunciaron la noticia de que la "lluvia tardía" pentecostal estaba siendo derramada en los últimos días antes del inminente regreso de Cristo, tal como lo había predicho el profeta del Antiguo Testamento Joel (Joel 2:28-29). Importantes avivamientos en Gales (1904), India (1905) y Corea (1907) fueron considerados como lluvias en comparación con el aguacero de poder del Espíritu Santo que los creyentes pronto informaron desde lugares tan lejanos como Chile, Sudáfrica, China, Estonia, Alemania, Escandinavia e Inglaterra. Los participantes en el incipiente movimiento testificaron haber recibido el bautismo del Espíritu al igual que los primeros cristianos en el libro de Hechos. Para los primeros pentecostales, la iglesia del Nuevo Testamento en todo su poder y pureza apostólicos estaba siendo restaurada. La edición de septiembre de 1906 de The Apostolic Faith, publicada por los líderes de la misión de la calle Azusa de donde el joven movimiento comenzó a adquirir dimensiones internacionales, anunció con entusiasmo que "Pentecostés ha llegado con seguridad y con él las evidencias bíblicas están siguiendo, muchos están siendo convertidos y santificados y llenos con el Espíritu Santo hablando en lenguas tal y como ocurrió en el día de Pentecostés, y el real avivamiento está solo comenzando". De hecho en unas cuantas décadas, el pentecostalismo demostró ser una nueva fuerza asombrosamente vigorosa en la cristiandad, conocida por sus notables éxitos en la evangelización. Las raíces históricas del pentecostalismo se remontan a John Wesley y John Fletcher, quienes mantenían que cada creyente debería tener una experiencia de gracia post-conversión. Los defensores de la santidad wesleyana definieron esto como la santificación del creyente, proporcionando liberación del defecto en la naturaleza moral que incita al comportamiento pecaminoso. Por lo tanto, los cristianos podrían reflejar el "amor perfecto" de Jesús, habiendo recibido una perfección de motivos y deseos (1 Cor. 13). Etiquetado como el bautismo en el Espíritu Santo (la "segunda bendición"), elevó a los cristianos a un nivel de madurez espiritual (gradualmente ascendente). Los seguidores de la controvertida marca Fire-Baptized de santidad imaginaron tres experiencias de gracia, con la segunda para la santificación y la tercera (bautismo del Espíritu Santo y fuego) para el empoderamiento espiritual. Algunos de la tradición reformada, sin embargo, discerniendo la santificación como un proceso de por vida, aconsejaron que la experiencia subsiguiente (segunda) (bautismo en el Espíritu Santo) equipaba a los creyentes con poder para el testimonio cristiano. Mientras que muchos adoptaron varios matices de la teología de la santidad en el siglo XIX y profesaron estar "santificados", surgieron naturalmente preguntas sobre la "evidencia" (tanto interna como externa) de esta experiencia. 

Pentecostalism | Definition, History, Beliefs, Speaking in Tongues ....




Gracia y Paz!


Adonay Rojas Ortiz
Pastor

LA EVIDENCIA Gary B McGee


Claro, aquí tienes la traducción al español latino del texto proporcionado: En 1969, un observador perspicaz del cristianismo a nivel mundial comentó: "Cuando hablamos de los pentecostales, ya no estamos tratando con una 'secta' oscura, nacida hace casi setenta años en un pequeño pueblo del medio oeste, sino con un movimiento que abarca el mundo..." De hecho, cuando se ve desde una perspectiva internacional, el pentecostalismo puede ahora ser reconocido como el avivamiento más influyente del siglo XX. Curiosamente, sin embargo, pocos podrían haber previsto en la primera década de este siglo que sus energías espirituales algún día sacudirían las cómodas suposiciones de muchos cristianos sobre el ministerio del Espíritu Santo, provocarían una dispersión misionera significativa o captarían la atención de especialistas en crecimiento de iglesias y funcionarios denominacionales en las iglesias históricas. Sin embargo, este movimiento de renovación del Espíritu ha cruzado barreras raciales, culturales y sociales, ha reavivado la vida de la iglesia al enfocarse en la necesidad de que cada creyente sea bautizado por el Espíritu para el testimonio cristiano y ha fomentado el ministerio de los dones del Espíritu (1 Cor. 12, 14) dentro de muchas comunidades de fe. En la escena norteamericana, ha llegado a identificarse con etiquetas como Apostólica, Fe Apostólica, Asambleas de Dios, Iglesia de Dios (Cleveland, Tenn.), Iglesia de Dios de la Profecía, Iglesia de Dios en Cristo, Comunión de Asambleas Cristianas, Evangelio Cuadrangular, Evangelio Completo, Estándar de la Biblia Abierta, Asambleas Pentecostales de Canadá, Santidad Pentecostal y Pentecostal Unida. A estos se podrían añadir los nombres de miles de congregaciones independientes. La ocurrencia del avivamiento en la Escuela Bíblica Bethel en Topeka, Kansas, en enero de 1901, sumergió al predicador radical de la santidad Charles F. Parham y sus seguidores en un movimiento de renovación que pronto se extendió por todo el medio oeste. 

Introducción del editor.





Gracia y Paz!


Adonay Rojas Ortiz
Pastor

martes, 14 de mayo de 2024

EL AGENTE MORAL CRISTIANO

EL AGENTE MORAL CRISTIANO

En el capítulo introductorio hemos tratado de la naturaleza de la ciencia ética cristiana y de los fundamentos teológicos sobre los cuales esta ciencia descansa. Estudiamos los postulados en que se fundamenta la ética, aunque algunos dirían que no necesitan una exposición especial en un curso de ética, ya que confiamos en los resultados de la dogmática. Hicimos un repaso de ellos, sin embargo, para aclarar nuestros fundamentos. Algunos de los postulados, no obstante, requieren una explicación especial por su estrecha relación con la ética y la vida moral. El propósito de este capítulo es hacerlo.

Aquí nos ocuparemos en considerar al agente (o actor) de la vida moral cristiana. Este agente es el cristiano que se esfuerza para vivir cristianamente. Para entender al cristiano en su papel de agente moral nos conviene que lo estudiemos primero como hombre creado por Dios; luego como hombre caído en el estado de pecado, y finalmente como hombre redimido por Cristo y regenerado por el Espíritu de Dios. En este capítulo consideraremos al hombre tal como está constituido por virtud de su creación, y también trataremos del ser humano en el estado de pecado y de redención.

I. La naturaleza del ser humano

El hombre, constituido como tal desde el principio por Dios, es espíritu finito con substrato físico, hecho a la imagen de Dios y, por esto, poseedor de una naturaleza racional-moral en la cual y a través de ella debe desarrollarse para glorificar a Dios, servir a sus semejantes y realizarse a sí mismo.

1. El hombre es espíritu, pero espíritu finito (es decir, creado). Esto lo hace semejante a Dios, pero también notablemente lo distingue del ser divino, quien es Espíritu infinito.

2. Aunque el hombre es esencialmente espíritu, tiene cuerpo (o habita un cuerpo). La relación entre cuerpo y alma es un problema desconcertante. La relación es muy íntima en cuanto a nuestra vida terrenal. La deterioración del cuerpo nos conduce hacia el fin de la existencia mundana. Al estudiar al hombre como ser ético es menester que consideremos, tanto el cuerpo como el alma. El punto de vista bíblico, teísta y cristiano del ser humano excluye la idea de que el hombre sea puramente físico o puramente espiritual. Siempre el concepto incluye la indisoluble unión entre cuerpo y espíritu. Es cierto que el cuerpo se incluye en la personalidad del hombre; por esto su vida terrenal tiene mucho que ver con la teoría ética del hombre y sus deberes.

No obstante, el hombre es espíritu. Y lo es esencial y eternamente. En la vida terrenal, tan íntimamente están relacionados el cuerpo y el espíritu que el cuerpo puede llamarse el instrumento del alma; pero no viceversa. El hombre tiene cuerpo y habita un cuerpo; pero es espíritu. Ello lo eleva por encima de lo animal, le da un destino espiritual y eterno.

3. Su naturaleza es racional-moral. Esto ya está implícito en que el hombre, siendo espíritu, está hecho a la imagen divina. Además, es una extensión y un efecto de su espiritualidad. La racionalidad y la moralidad se implican recíprocamente. Un ser verdaderamente racional es moral; y un ser verdaderamente moral es racional. No obstante cada término designa un aspecto distinto de la naturaleza humana. Por ser racional el hombre ve significado y coherencia en las cosas; siendo ser moral está consciente de que su existencia tiene propósito o finalidad. Para tratar justamente con los dos aspectos: racional y moral (indebidamente se suprime el uno o el otro en ciertos sistemas de moralidad), preferimos mencionar los dos aspectos juntos e indicar su unidad por el uso del guión, es decir, la naturaleza «racional-moral».

Las implicaciones éticas de la doctrina bíblica de la naturaleza del hombre son importantes y significantes. Las implicaciones tocan a tres puntos: (1) El fin verdadero del hombre; (2) la libertad humana; y (3) la conciencia humana.

II. El fin verdadero del hombre

Este fin se encuentra en glorificar a Dios. El que era el último elemento en las implicaciones éticas de la verdad en cuanto a Dios es necesariamente el primero aquí. El fin más alto y más comprensivo de la existencia del hombre es el de cumplir con su propósito: el glorificar a Dios. El servir al prójimo aparte de este fin sería mero humanismo y servicio social humanitario. Pero subordinado a la gloria de Dios el servicio humanitario es una manera en que el propósito de Dios para nosotros se va realizando. La «autorrea-lización» separada del fin de glorificar a Dios conscientemente no es más que puro individualismo.


Nietzsche, por ejemplo, se gloría en su «autorrealización» pero tiene solamente desdén para Dios. Una vez que el hombre glorifique a Dios, esforzándose con toda su capacidad para hacer su santa voluntad, verdaderamente alcanzará su plenitud como hombre. Entonces se cumplirán todas las capacidades y potencialidades de su naturaleza. No cabe duda de que en la ética cristiana hay algo de lo que podemos llamar «autorrealización», pero es muy diferente del concepto no cristiano. Nos desviaríamos demasiado si tratáramos este punto aquí; sin embargo, volveremos al punto más tarde.

III. La libertad de la voluntad

El problema que tocamos aquí es el más frustrante en toda filosofía y teología. Aunque nos resulte insoluble, ello no quiere decir que una consideración del problema sea infructuosa. Existen temas importantes en cuanto a la verdad y al error que están relacionados con la consideración de esta cuestión.

La confusión y la ambigüedad pueden evitarse si hacemos claras ciertas distinciones. Un gran número de preguntas están implicadas en esta pregunta: ¿Es libre el hombre? Contestamos no sin preguntar antes: ¿Libre con referencia a qué? Esta última pregunta nos conduce a dividir la cuestión en tres partes, o sea, en tres maneras de hacer la pregunta: Si el hombre tiene lo que se llama el «libre albedrío»,

1. ¿Es libre el hombre (y su voluntad) en cuanto a las fuerzas de la naturaleza?

2. ¿Es libre el hombre (y su voluntad) en cuanto a la omnipotencia y providente voluntad de Dios?

3. ¿Es libre el hombre (y su voluntad) con respecto a la realización de su verdadero fin?

1. ¿Es libre la voluntad del hombre en cuanto a las fuerzas de la naturaleza?

La pregunta no es si el hombre puede hacer lo que le dé la gana sin tomar en cuenta las limitaciones de las fuerzas naturales; todos saben que esto es imposible. Más bien, lo que se indaga es: si la voluntad del hombre está esencialmente determinada por las fuerzas naturales. Este es el punto de vista de cada forma del naturalismo. Este «necesitarianismo» (una especie de determinismo o fatalismo disfrazado) del naturalismo moderno lo repudiamos por ser erróneo. El hombre es libre, y por ser hecho a la imagen de Dios no puede ser, ni llegará a ser, un autómata, un mero instrumento de las fuerzas naturales. No es una causa de tipo físico-químico lo que determina su voluntad, sino que su voluntad está determinada por lo espiritual, es decir, por consideraciones racionales y morales.

Como criatura de Dios, creado a su imagen, el hombre es portador de los atributos de Dios que llamamos los atributos «comunicables». Uno de estos atributos es la «soberanía». El hombre por supuesto no es soberano en el sentido absoluto, pero Dios sí le confirió un cierto tipo de «soberanía limitada» al poner ciertos aspectos de la creación bajo su jurisdicción y hacerle responsable en cuanto a estos.

Es de suma importancia y de gran valor defender esta libertad. El criminal no puede disculparse y justificar su comportamiento como el resultado inevitable de la herencia y/o las fuerzas ambientales. El hombre es responsable por sus hechos. Esta responsabilidad se basa en reconocer la existencia de una libertad que el naturalista niega. Esta libertad suele llamarse «libertad formal». Podemos también decir que es libertad en el sentido psicológico. Aun en el estado de pecado, el hombre sigue siendo libre en este sentido: la acción de su voluntad no es simplemente de un resultado de fuerzas físico-químicas, es más y diferente. Esta libertad está explicada en una parte de los Cánones de Dort (III y IV, art. 15), donde leemos: «Pero el hombre por la caída no dejó de ser criatura, dotada de conocimiento y voluntad; no lo priva de la naturaleza humana el pecado que ha penetrado en la totalidad de la especie humana, sino que le trajo depravación y la muerte espiritual: así también la gracia de la regeneración no trata a los hombres como bloques o piedras sin sentido ni les quita su voluntad y propiedades, no los maltrata…»

2. ¿Es libre la voluntad humana en relación con la voluntad omnipotente y determinante de Dios?

Negamos que la voluntad del hombre sea determinada por fuerzas físico-químicas pero sí afirmamos que existe una voluntad divina que lo abarca todo, de acuerdo con la cual suceden todos los acontecimientos. Todo lo que acontezca sucederá tal como lo determina Dios. El decreto divino establece eterna y seguramente cada evento.

¿Esto, no roba al hombre su libertad? Depende de lo que se quiera decir con el concepto de «libertad». El hombre nunca es libre para hacer lo que quiera. Sus movimientos están siempre restringidos. Pero si la palabra «libertad» quiere decir que uno puede actuar por sus propios motivos, sin que nadie lo obligue a conducirse de cierta manera en la que nunca lo habría hecho por sí mismo, entonces el hombre es libre en este segundo sentido de la palabra. Las limitaciones de esta soberanía restringida del hombre no quitan de él la soberanía que Dios le otorgó al crearlo a su imagen.

¿Cómo podemos relacionar todo esto con una plena aceptación de la predestinación divina tan claramente enseñada en las Escrituras? Quizá la siguiente explicación nos ayudará. El decreto divino establece con certeza cada acontecimiento, segura y eternamente. Pero la certeza de los actos humanos, determinados por el decreto divino, no hace que sea asunto obligatorio. El decreto de Dios determina cada evento a su manera. Hay dos tipos de acontecimientos: los que están en la esfera natural y los que están en la esfera moral. Y cada uno de los dos tipos de sucesos acontece seguramente, pero cada tipo según sus reglas. La certeza de un dato en la esfera moral difiere de la certeza de un hecho en la esfera natural.

Los eventos naturales acontecen seguramente tal como los eventos naturales lo hacen, es decir, como parte de una cadena causal; cada acontecimiento en relación con sus causas. El evento en la esfera natural está determinado por Dios desde la eternidad y acontece en el tiempo de acuerdo con la ley de causa y efecto. Los actos morales (es decir, los actos de los hombres) acontecen con una certeza que es a su propio modo. El decreto divino asegura que todos los eventos morales sucedan, pero acontecen no en relación causal físico-química sino como acontecimientos morales. La voluntad humana está determinada por la selección moral. Esto quiere decir que aunque el acontecimiento de todos los actos del hombre está asegurado por el decreto divino, no quiere decir, y no implica, que Dios fuerce a uno a hacer cierto acto. El decreto no constriñe la voluntad humana. La voluntad del hombre no está forzada desde afuera. Dios es la causa última de cada evento pero las causas secundarias (agentes morales) no están esclavizadas por estos. (Véase la Confesión de fe de Westminster, Cap. V. párrafo II)

Esta consideración, aunque no resuelva el problema, puede eliminar ciertos asuntos implícitos. Además, debemos notar que aunque el problema del llamado «libre albedrío» aparezca como problema teóricamente insoluble, en la práctica la dificultad no es grande. Las Escrituras, como también la misma experiencia humana, no tienen dificultad en afirmar ambas cosas: la libertad humana y la predestinación divina. (Véase Gn 50:20; Lc 22:22 y Heb 12:23.)

3. ¿Es libre la voluntad humana con respecto a la realización de su verdadero fin?

Al primer tipo de libertad de la voluntad de la cual hablamos, podemos llamarlo psicológico; y al segundo tipo, teológico. Ahora trataremos de la libertad moral de la voluntad. ¿Es libre el hombre en el sentido de ser capaz de realizar su verdadero fin moral? ¿Puede hacer el bien? ¿Está constituido para poder alcanzar el verdadero propósito de su existencia?

El hombre como lo hizo Dios (es decir, antes de su caída en el pecado) poseía esta libertad. Usando una frase de San Agustín, decimos que su estado era el de posse non peccare. Esto, por supuesto, no quiere decir que el hombre retenga actualmente este poder salvo que haya una incursión de gracia divina en su vida. El hombre no puede hacer nada sin Dios, y nunca ha podido, ni aun cuando estaba en el estado de perfección. Es y siempre fue completamente dependiente de su creador (aun antes de la caída). Pero como criatura de Dios, sostenido por su omnipotente poder, el hombre, por virtud de la creación, tenía la capacidad de lograr el fin verdadero de su existencia: el hacer lo bueno y el vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. El pecado no destruyó la libertad psicológica y teológica, pero sí destruyó el segundo tipo, o sea, la libertad moral. El significado de esto lo examinaremos después, al considerar el estado del pecado. Pero antes de hacerlo es menester que estudiemos la conciencia.

IV. El agente moral cristiano: la conciencia

A. La conciencia en las Escrituras

En el Antiguo Testamento no existe una palabra especial para la conciencia. Pero son varios los pasajes del Antiguo Testamento que se refieren a la manifestación de la conciencia. La palabra LEEBH (corazón) es la palabra que normalmente suele expresar la idea. En Génesis 3:7, 10, la vergüenza y el temor son evidencias de una conciencia ofendida. Otros pasajes del Antiguo Testamento que se refieren a lo que llamaríamos la conciencia son: Génesis 4:13–14; Levítico 26:36; Josué 14:7; Deuteronomio 28:67 (véase también v. 65); 1 Samuel 24:5–6; 25:31; 2 Samuel 24:10; 1 Reyes 2:44; Job 27:6; y Proverbios 28:1. Las palabras de Job 27:6 («no me reprochará mi corazón en todos mis días»), y en Eclesiastés 10:20 (la palabra se traduce como «pensamiento» según la Septuaginta, pero también se puede emplear la palabra «corazón» para traducir el hebreo) expresan la idea de la conciencia.

En el Nuevo Testamento la palabra «corazón» también tiene el significado de conciencia. La encontramos cuatro veces en 1 Juan 3:19–21 (véase también Romanos 2:15). Notables ilustraciones de la operación de la conciencia son las que vemos en el caso de Pablo (Hch 26:9), de Judas, (Mt 27:3), y de Pedro (Mt 26:75). Sin embargo, la palabra que el Nuevo Testamento emplea precisamente para significar la conciencia es suneideesis. Esta palabra se encuentra no menos de treinta veces en el Nuevo Testamento. He aquí algunos de los textos en que la palabra ocurre más de una vez: Juan 8:9; Hechos 23:1; 24:16; Romanos 2:15; 9:1; 13:5; 1 Corintios 8:7, 10, 12; 10:25, 27, 28, 29; 2 Corintios 1:12; 4:2; 5:11; 1 Timoteo 1:5–19; 3:9; 4:2; 2 Timoteo 1:3; Tito 1:15; Hebreos 9:9, 14; 10:2, 22; 13:18; 1 Pedro 2:19; 2:16, 25.

B. La naturaleza de la conciencia

1. Definición: ¿Qué cosa es la conciencia?

La conciencia es la capacidad moral del hombre de enterarse o darse cuenta; es la facultad de juzgar sus hechos, futuros o pasados, aprobando los que considere correctos y condenando los que considere equivocados. El ser humano se da cuenta de que se da cuenta y está enterado de que está enterado. También podemos decir que la conciencia es la capacidad de estar consciente de que se está consciente.

El hombre es entonces un ser «autoconsciente». Se da cuenta de sí mismo. Puede ser, a la vez, el sujeto y el objeto de su pensamiento. Puede pensar en sí mismo y contemplar sus pensamientos. Cada juicio que hace conscientemente en cuanto a su conducta tiene su aspecto moral y está moralmente condicionado. Nos evaluamos por nuestros actos a la luz de ciertas normas morales. Esta capacidad del hombre de darse cuenta y de funcionar como juez de sus propios hechos es la conciencia humana.

De esto concluimos que la conciencia no es una mera facultad síquica del hombre. Pero tampoco es correcto llamarla «la voz de Dios» en el corazón humano, excepto en un sentido puramente figurado. En el sentido poético hay, por supuesto, mucha verdad en el dicho de Byron: «La conciencia humana es el oráculo de Dios». Goethe describe la conciencia en términos imaginativos: «…todo lo que dice Dios dentro de nuestro pecho». Podemos llamar conciencia a todo esto y también llamarla «una chispa del fuego celestial», pero la conciencia no es la voz divina excepto metafóricamente, o sea, en el sentido de que Dios deja su testimonio a través del autoconocimiento moral de cada hombre.

2. La conciencia: su referencia personal

Por ser capacidad del hombre el darse cuenta en el mismo acto de juzgar sus propios hechos, la conciencia esencialmente se refiere a la persona misma, o sea, siempre tiene una referencia personal. Los pronunciamientos de la conciencia siempre son los de la persona acerca de sí mismo. Cada vez que habla la conciencia no aprueba o condena cierto acto en lo abstracto, sino se refiere a la concreta actuación de la persona. En verdad, no es tanto el acto lo que se condena o aprueba, sino la misma persona que hace el acto se aprueba o se condena a sí misma. La referencia personal de la conciencia es enteramente específica: la conciencia nunca aprueba ni condena el acto de otra persona sino el de su persona. La conciencia no acusa ni excusa por algo que haya hecho otra persona sino solamente por lo que hizo la persona misma. Por supuesto, se puede juzgar moralmente un acto de otra persona, y una persona puede hasta decir: «mi conciencia condena el comportamiento de este», pero esto quiere decir solamente que el que habla no lo haría. La conciencia habla, entonces, en referencia a la anticipación de un posible comportamiento. Al respecto debemos notar que el juicio de la conciencia es inmediato. No lo hace después de una larga deliberación. La conciencia habla inmediatamente, al despertarse, sea en cuanto a un acto contemplado o ya cometido.

3. La conciencia es positiva y negativa

La conciencia aprueba o condena. El aspecto negativo de la conciencia es el más notable en nuestra experiencia. Tanto en la literatura profana como en la sagrada encontramos, en mayor número, ejemplos en que la conciencia condena. De hecho, solemos hablar de la conciencia solamente como aquello que nos «pica» cuando hacemos o contemplamos algo malo. Las historias y episodios de Pedro y Judas en el Nuevo Testamento ofrecen algunos de esos ejemplos; también Hamlet y MacBeth en el teatro de Shakespeare, son algunos ejemplos. Todos son ejemplos de la operación negativa de la conciencia. Pero la conciencia no solamente condena; también aprueba. Condena la conducta equivocada pero aprueba la conducta que considera correcta.

Algunos teólogos no aceptan el aspecto positivo de la conciencia, pero la verdad es que no cabe duda sobre el mismo. En Romanos 2:14, 15 (uno de los pasajes más importantes en cuanto a la conciencia) lo podemos notar claramente: «Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es la ley, estos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos». Como ya se ha dicho, la palabra conciencia en el griego es suneideesis. La frase «acusando o defendiendo» en el griego es kateegorountoon ee kai apologoumenoon (la versión de 1909 de la Biblia «Reina Valera» más atinadamente dice: «acusando o excusando»). En esta descripción de la conciencia del hombre natural se dice que su conciencia o lo condena o lo aprueba. (Véase también Ro 9:1 y 2 Co 1:12.)

Además, debemos notar otras expresiones novotestamentarias, tales como «una buena conciencia», «una limpia conciencia», «una conciencia sin ofensas», etc. Tales expresiones se encuentran en Hechos 23:1; 24:16; 1 Timoteo 1:5, 19; 2 Timoteo 1:3; Hebreos 13:18; y 1 Pedro 3:16, 21. La conciencia «buena», «limpia», «sin ofensas» es una conciencia que aprueba. Hacemos referencia de esta función de la conciencia cuando hablamos de paz en el corazón o de la tranquilidad del alma. Agustín de Hipona, expresó el mismo pensamiento de manera más elevada: «Una buena conciencia es el palacio de Cristo; el templo del Espíritu Santo; el paraíso de gozo; y el sábado (día de reposo) perdurable de los santos». Cuando la conciencia reprueba, el resultado es el sentimiento de culpa, acusación, e inquietud. Cuando la conciencia aprueba, el resultado es paz, tranquilidad, y satisfacción.

Se nos pregunta si el hombre tenía conciencia antes de la caída. La respuesta, por supuesto, tiene que ser afirmativa. El tener conciencia tiene que ver con su naturaleza como creado por Dios. Pero la conciencia no tenía entonces ocasión para rendir juicio negativo porque el hombre no había pecado. La conciencia no podía acusar al hombre hasta después de que este pecara. Pero no cabe duda de que la conciencia en su aspecto positivo, que aprueba las actividades, de acuerdo con la santa voluntad de Dios, operaba en el Huerto de Edén. Los que dicen que la conciencia no existía en este paraíso podrían tener razón si se limitaran a referirse al aspecto negativo de la conciencia. No hubo oportunidad para una manifestación negativa de la conciencia hasta que apareció el pecado. Pero, como ya hemos notado, si al hablar de la conciencia nos limitáramos a su aspecto negativo, tendríamos un concepto incompleto de la conciencia que, más importante todavía, no sería el concepto que se nos presenta en la Biblia. Aunque el hombre en el estado de rectitud no hubiera aprendido por la experiencia la diferencia entre la conciencia aprobadora y la acusadora, seguramente experimentaría la aprobación de su conciencia sobre lo que hacía de acuerdo con lo que sabía que era la voluntad de Dios.

4. La conciencia anticipante y subsiguiente

Otra consideración de suma importancia para entender la operación de la conciencia es la de distinguir entre la conciencia en su fase anticipante y su fase subsiguiente. El juicio de la conciencia se relaciona tanto con el futuro como con el pasado. La conciencia no solamente habla después de actuar sino también antes de la acción. Cuando la conciencia nos remuerde, tiene que ver con un acto ya cometido; pero cuando uno dice: «Mi conciencia no me dejará hacer esto», notamos que la conciencia está juzgando antes de que el acto propuesto se cumpla. La referencia al tiempo se expresa con los términos «anticipante» y «subsiguiente».

La conciencia anticipante, mirando adelante, siempre se relaciona con un curso de acción planeado o, a veces, deseado. De acuerdo con la acción sea positiva o negativa, aprueba o condena el acto contemplado. La operación anticipante de la conciencia va acompañada de la experiencia de ser animado o alentado para hacer el hecho contemplado si se considera recto o decidir si se debe hacer. Por el contrario, va acompañado de una exhortación de no hacerlo si el hecho contemplado se juzga reprensible. La conciencia en su fase o aspecto anticipante se manifiesta como sentido de obligación de seguir el camino hacia el deber y de evitar el mal camino. La conciencia se manifiesta más comúnmente en su fase subsiguiente. Mira a un hecho pasado y lo juzga como acto cumplido. La conciencia subsiguiente se asemeja a la anticipante en que puede, por supuesto, juzgar positiva o negativamente, e indicar tanto su aprobación como su condenación.

5. La universalidad de la conciencia

La conciencia es universal en la humanidad. No es una cosa distintivamente cristiana. No es el resultado de la redención, aunque desde luego, la redención tiene mucho que ver con la función de la conciencia. La verdad es que la conciencia cristiana se distingue de otros tipos de conciencia solamente en que se guía por otras normas y distintas reglas. La gracia de Dios purifica la conciencia del creyente (Heb 9:14). Pero la conciencia en sí se encuentra en todo ser humano. La humanidad la tiene por virtud de su creación como ser moral. La tenía antes de la caída, pero solamente en su forma positiva. La tiene desde la caída en ambas expresiones, la negativa y la positiva.

Existen grandes diferencias en la forma de funcionar entre las distintas conciencias humanas, como también en el juicio que pronuncian. La conciencia puede existir a un nivel muy bajo, como existía en algunas naciones en ciertas épocas de su historia. Tanto como la conciencia puede ser tierna y responsiva puede ser dura y callosa. Pero todas esas referencias pertenecen a la función de la conciencia y no a su existencia. La conciencia como tal se encuentra en toda la humanidad y la ha tenido a través de toda la historia. Mientras que el hombre sea un ser humano, mientras que tenga algún sentido moral, por degradado que sea, el hombre tendrá conciencia. Que todo pagano tiene conciencia es la clara enseñanza de Romanos 2:14, 15. También encontramos evidencias de la conciencia en la literatura de todas las naciones. Un filósofo de la época moderna que ha puesto mucho énfasis en la realidad y la universalidad de la conciencia es Emmanuel Kant, y no fue creyente. Kant creía en un imperativo categórico y acentuaba el carácter enaltecedor de la conciencia. La lucha constante para encontrar el camino correcto y de vivir en paz consigo mismo, es prueba de la universalidad de la conciencia en la raza humana.

6. La norma de la conciencia

Es de suma importancia distinguir entre la conciencia en sí y la regla o norma de acuerdo con la cual esta condena o aprueba. Al rendir un juicio, la conciencia lo hace con base en una regla moral o en una norma que la conciencia reconozca como propia. La sentencia de culpable o inocente se hace a la luz de una norma que es inseparable de la conciencia moral humana. Sin embargo, aunque sean inseparables, debemos distinguir entre el juicio o sentencia que la conciencia rinde y la conciencia misma.

De la misma manera tenemos que distinguir entre la norma con que la conciencia opera y la sentencia (o juicio) que la conciencia pronuncia a la luz de esa norma. Esto se hace claro en las palabras griegas nous y suneideesis, que Pablo menciona por separado en Tito 1:15. La palabra nous se refiere al entendimiento o intuición de lo correcto y lo equivocado; pero la palabra suneideesis parece ser la voz que condena o aprueba, en aquella intuición.

La distinción entre la norma y el juicio de la conciencia posiblemente está implicada en la etimología de la palabra «conciencia» suneideesis. La palabra latina «con-ciencia» es una traducción literal de «sun-eideesis». Estas palabras indican un conocimiento con o junto con algo o con alguien. ¿Con quién o con qué es tal conocimiento de la conciencia un «co-conocimiento»? Algunos han dicho: con Dios. Pero esto, aunque suene espiritual y piadoso, no se puede afirmar, ya que la conciencia suele equivocarse, aun en el caso de los más sinceros cristianos. A lo mejor es un testimonio o un conocimiento juntamente con uno mismo, es decir, con este entendimiento dentro de uno mismo, con el conocimiento que uno tenga de la ley, de lo correcto y lo equivocado. Y esto implica que la norma, la regla de la conciencia, se reconoce como objetiva y autoritativa.

Ahora bien, la conciencia que juzga no crea sus propias normas, no las inventa, sino simplemente reconoce su existencia y su autoridad. En verdad, el juicio que la conciencia pronuncia con frecuencia va contra los propios deseos y anhelos de uno. Nuestras conciencias nos molestan porque hacen juicios negativos cuando deseamos lo contrario. Los fuertes sentimientos de culpa que (legítimamente) tenemos son el resultado de que la conciencia, operando con una norma, va contra nuestros deseos y nuestras inclinaciones.

Entonces ¿cuál es esta norma? ¿Cuál es aquella norma de facto que con tanta diversidad se encuentra en la conciencia de todo ser humano? Su existencia la hemos aprendido de Romanos 2:14–15. Para entender este pasaje es menester que leamos el párrafo entero, los versículos 10–16. El argumento de esos versículos se puede resumir de la manera siguiente: los paganos no tienen ley. Es decir, la Ley en el sentido de la revelada voluntad de Dios, en una revelación especial, no había sido promulgada entre ellos. Pero por naturaleza hacen las cosas que la Ley demanda. Los paganos son entonces ley para sí mismos. Así va el argumento hasta el versículo 14. Pero la pregunta surge: ¿Cómo será esto posible? La respuesta se encuentra en el versículo 15. Ellos (los paganos) mismos muestran por su obra que la Ley está escrita en sus corazones. Grabada en el corazón de la gente pagana está una impresión de las obras que la Ley exige. Y al hacer el bien o el mal, su conciencia da co-testimonio sun marturousees. ¿Con qué?, pues con la ley escrita en sus corazones.

Esto nos muestra lo que es la norma verdadera, la regla de facto, de la conciencia humana. Por profunda que fuera la caída humana en el pecado, todo hombre tiene todavía, en su interior, un sentido de lo bueno y lo malo. Cuando habla, la conciencia da juicio (ya sea de condena o de aprobación) a la luz de —con base en— este sentido del bien y del mal, que el libro de Romanos llama la «ley interior». Todo hombre, regenerado o no, tiene un criterio moral, tiene alguna piedra de toque, de acuerdo con la cual su conciencia aprueba o condena sus actos. La norma de facto de la conciencia es, en cada caso, lo dado en cuanto al conocimiento de la ley moral para cada individuo, por torcido que sea tal conocimiento.

La norma de facto en la mayoría de los casos no solamente está mucho más por debajo de la norma ideal sino que por lo general está en su contra. La norma ideal es la norma de la voluntad de Dios para la vida humana. En tiempos antiguos las gentes quemaban a sus niños, dándolos a la muerte en los brazos de Moloch, mientras su conciencia lo aprobaba. (Hoy día nuestras conciencias quizás no aprobarían esto, aunque fácilmente la conciencia moderna aprueba el sacrificio de niños, seres humanos, antes de nacer, en la muy difundida práctica del aborto.) Aun entre los cristianos existe una gran diversidad y, a veces, se halla una contradicción entre sus conceptos respecto a cuál sea la conducta correcta en un cierto caso.

Esto sugiere que la conciencia es falible. La conciencia no siempre tiene razón. Puede aprobar una acción en un cierto caso que es equivocada y reprensible, juzgada desde el punto de vista de lo ideal, es decir, de la voluntad revelada de Dios. Existe una norma ideal para la conducta moral a la cual todo hombre debe conformarse. La norma ideal es la voluntad de Dios para la vida humana; es la ley divina para la conducta humana. Esto indica que el hombre nunca será inocente, limpio, ni moralmente justo por el simple hecho de que obedezca a su conciencia —aunque en verdad nunca hace esto—, ya que siempre su conciencia le condena, le da sentimientos de culpabilidad, de equivocación. Aun juzgados por nuestra conciencia, nunca somos aprobados. Sabemos que adrede siempre desobedecemos nuestra propia conciencia. El que hace lo mejor que sabe hacer, y no le molesta su conciencia, puede estar seguro de que está violando las demandas fundamentales y morales de la Ley de Dios para su vida.

¿Quiere decir esto que no es menester que el hombre siempre obedezca su conciencia? No, no quiere decir esto. El hombre no puede desobedecer a su conciencia con impunidad. La regla general de que el hombre siempre debe obedecer a su conciencia es en la ética una regla sana. Al violarse la conciencia no se acerca al ideal moral.

Lo que necesitamos es instrucción, educación o entrenamiento para la conciencia. Nuestras normas y reglas morales interiores deben ser labradas, formadas y amoldadas por la norma ideal, que es la santa voluntad de Dios. Aunque uno peque en un caso dado, al obedecer a su conciencia, el pecado no está en obedecer a su conciencia, sino en el no hacer la voluntad de Dios por no llevar en ella la norma correcta. Su fracaso moral se debe a la idea falsa, equivocada, pervertida y torcida que tiene de lo recto y lo incorrecto, y por su incapacidad aun de cumplir con las exigencias de su conciencia. Lo que necesita el hombre natural es la luz de la revelación divina para su vida y una conciencia regenerada para apropiarse de esta luz; como también que su conciencia sea una conciencia que ame a Dios y se afane para crecer en el entendimiento de su santa voluntad revelada para la vida humana.


 Gerald Nyenhuis and James P. Eckman, Ética Cristiana (Miami, FL: Editorial Unilit, 2002), 45–64.


--
ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor
http://adonayrojasortiz.blogspot.com


Generalidades de la Escatología Bíblica

NO DEJE DE LEERLO