¿Quién es Jesús?
Un Análisis del Desarrollo de la Doctrina Cristiana
La Búsqueda Cristológica
La Cristología, definida como la reflexión teológica sistemática sobre la persona y la obra de Jesucristo, se articula en torno a la pregunta perenne y fundamental de la fe cristiana: "¿Quién es Jesús?".1 Esta disciplina no es un mero ejercicio de curiosidad histórica, sino el núcleo mismo de la doctrina cristiana, pues la comprensión de la naturaleza de Cristo determina la comprensión de la salvación, de Dios y de la propia humanidad.2 La historia de su desarrollo es, por tanto, la historia del intento de la Iglesia por articular la fe que profesa y adora. Este recorrido, sin embargo, no ha sido un progreso lineal y sereno, sino un drama intelectual y espiritual marcado por profundas controversias, definiciones conciliares y, crucialmente, por la interacción constante entre el testimonio bíblico y los marcos conceptuales de cada época.
Para navegar esta compleja historia, este informe se enmarcará dentro de un debate historiográfico fundamental que ha definido la erudición moderna sobre el desarrollo del dogma: la dialéctica entre las tesis de Adolf von Harnack y Jaroslav Pelikan.
Por un lado, Harnack, el eminente historiador alemán, propuso la influyente tesis de la "helenización" del cristianismo. Según su análisis, el mensaje sencillo y ético de Jesús, el "Evangelio", fue progresivamente oscurecido y transmutado al entrar en contacto con la metafísica griega. Para Harnack, el dogma, especialmente las complejas formulaciones trinitarias y cristológicas de los primeros siglos, representa "la obra del espíritu griego en el suelo del evangelio".3 Desde esta perspectiva, la historia del dogma es en gran medida la historia de una alienación, una superposición de categorías filosóficas (como ousia o "sustancia") ajenas al kerygma original, que transformaron una fe viva en un credo intelectualizado.4
Frente a esta visión, Jaroslav Pelikan, en su monumental obra The Christian Tradition, ofreció una poderosa contra-tesis. Pelikan argumentó que el proceso no fue tanto una helenización del cristianismo como una "cristianización del helenismo".3 Sostuvo que la Iglesia no adoptó pasivamente la filosofía griega, sino que la apropió críticamente, transformando su vocabulario y sus conceptos para servir como herramientas de defensa de la fe bíblica. Desde esta perspectiva, el desarrollo del dogma no fue una corrupción, sino una necesidad apologética. Las formulaciones conciliares, lejos de ser una capitulación ante la filosofía, fueron murallas levantadas para proteger el evangelio de herejías que, a menudo, estaban mucho más profundamente helenizadas que la propia ortodoxia emergente.5
Este informe utilizará la dialéctica Harnack-Pelikan no como un fin en sí mismo, sino como una lente analítica principal para evaluar las motivaciones, los conflictos y los resultados de los desarrollos doctrinales clave a lo largo de la historia cristiana. Al hacerlo, se busca trascender una mera crónica de eventos para ofrecer un análisis historiográfico crítico del proceso mismo de la formación doctrinal. Se examinará cómo la Iglesia, en cada etapa, ha luchado por ser fiel al testimonio apostólico mientras se enfrentaba a los desafíos intelectuales de su tiempo, un proceso que revela que la historia de la Cristología es, en esencia, la historia de una fe encarnada que busca su comprensión en el tiempo.
Parte I: Los Fundamentos Apostólicos y Patrísticos (c. 30–451 d.C.)
Capítulo 1: El Cristo del Kerygma y la Iglesia Primitiva
La narrativa tradicional del desarrollo doctrinal, popularizada por la escuela liberal del siglo XIX, a menudo postulaba una evolución lineal desde una "cristología baja" —que veía a Jesús como un profeta humano exaltado— hacia una "cristología alta" —que lo confesaba como un ser divino preexistente—. Esta evolución, según teóricos como Wilhelm Bousset y Adolf von Harnack, fue impulsada por la entrada del cristianismo en el mundo helenístico.1 Sin embargo, la erudición contemporánea, basada en un análisis más profundo de las fuentes más tempranas, ha desafiado fundamentalmente este modelo. La evidencia sugiere que la más alta cristología no fue un desarrollo tardío, sino que estuvo presente desde los mismos inicios del movimiento cristiano, incrustada en su adoración y su proclamación.
1.1. El Fundamento Exegético: Himnos Cristológicos del Nuevo Testamento
Antes de que se escribieran los Evangelios, y mucho antes de que se convocaran los concilios, las primeras comunidades cristianas cantaban su fe. Estos himnos, incrustados por el apóstol Pablo en sus epístolas, constituyen algunos de los estratos más antiguos del Nuevo Testamento y revelan una cristología sorprendentemente desarrollada. Demuestran el principio fundamental de que la fe de la Iglesia se formó en su adoración, un concepto que el historiador Justo L. González subraya con la máxima patrística lex orandi, lex credendi (la ley de la oración es la ley de la fe).6
El ejemplo más célebre es el Carmen Christi de Filipenses 2:5-11. Este pasaje, ampliamente reconocido por los eruditos como un himno pre-paulino, traza un arco narrativo completo de la obra de Cristo.7 Comienza con su existencia divina, "existiendo en forma de Dios" (en morphē Theou hyparchōn), una frase que denota su naturaleza y atributos divinos intrínsecos.9 Continúa con su auto-humillación, su "vaciarse a sí mismo" (kenosis), al tomar la forma de siervo y hacerse humano, culminando en su obediencia hasta la muerte en una cruz.11 El himno concluye con su exaltación por parte de Dios Padre, quien le otorga "el nombre que es sobre todo nombre", para que ante el nombre de Jesús toda rodilla se doble y toda lengua confiese que "Jesucristo es el Señor" (Kyrios).7 La aplicación del título Kyrios a Jesús es de una importancia teológica inmensa, ya que era el término utilizado en la Septuaginta (la traducción griega de las Escrituras hebreas) para traducir el nombre sagrado e impronunciable de Dios, YHWH. Este himno, por lo tanto, no solo afirma la existencia y la deidad de Cristo, sino que lo sitúa en el centro mismo de la adoración monoteísta.
De manera similar, el himno de Colosenses 1:15-20 presenta una cristología cósmica de asombrosa envergadura.14 Cristo es descrito como la "imagen del Dios invisible" (eikōn tou Theou tou aoratou), no una mera semejanza, sino la manifestación perfecta y la revelación del Padre.16 Es el "primogénito de toda creación" (prōtotokos pasēs ktiseōs), un título que no indica que sea la primera criatura, como interpretarían más tarde los arrianos, sino que denota su soberanía y preeminencia sobre toda la creación.16 De hecho, el himno aclara que "en él fueron creadas todas las cosas... todo ha sido creado por medio de él y para él".17 Cristo no es parte del orden creado; es su agente y su fin. Además, es el sustentador del cosmos ("en él todas las cosas permanecen") y la cabeza de su cuerpo, la Iglesia, el agente de una nueva creación a través de la reconciliación lograda por "la sangre de su cruz".14 Estos himnos demuestran que, en el corazón de la fe de la iglesia primitiva, había una convicción inquebrantable en un Cristo que no era simplemente un maestro exaltado, sino el Señor divino del universo y el redentor de la humanidad.
1.2. Cristología e Identidad Divina
La erudición reciente de figuras como Richard Bauckham y Larry Hurtado ha proporcionado un marco teórico para comprender cómo una cristología tan elevada pudo surgir en un entorno judío estrictamente monoteísta. Sus trabajos ofrecen una refutación empírica contundente al modelo evolutivo de Harnack.
Richard Bauckham, en su influyente obra, argumenta que la cristología primitiva no se desarrolló elevando a Jesús de un estatus humano a uno divino, sino incluyéndolo dentro de la "identidad divina" única de YHWH, el único Dios de Israel.19 El monoteísmo judío del Segundo Templo, según Bauckham, no se definía principalmente por la "unidad" numérica de Dios en un sentido filosófico, sino por la identidad única y soberana de Dios como Creador y Gobernante de todas las cosas, el único digno de adoración.20 Los primeros cristianos, al aplicar a Jesús atributos y pasajes de las Escrituras que estaban reservados exclusivamente a YHWH —como ser el agente de la creación, el receptor de la adoración y el Kyrios confesado en Filipenses 2— no estaban creando un segundo dios (diteísmo), sino identificando a Jesús como intrínseco a quién es el único Dios de Israel.19
Complementando este enfoque teológico, Larry Hurtado ha demostrado desde una perspectiva histórico-religiosa que una práctica devocional robusta, centrada en Dios Padre y en Jesús como Señor, surgió de manera explosiva y notablemente temprana, en las primeras décadas del cristianismo.22 Hurtado describe esta aparición de la "devoción a Cristo" como una "mutación" única y sin precedentes en la práctica religiosa judía del primer siglo.24 Los cristianos oraban a Jesús, cantaban himnos a Jesús e invocaban su nombre, prácticas reservadas solo para Dios, y lo hacían manteniendo firmemente su confesión monoteísta.25
El trabajo combinado de estos eruditos invierte la relación causal propuesta por la escuela liberal. No fue que las ideas helenísticas causaran la deificación de Jesús a lo largo del tiempo. Más bien, la experiencia de la comunidad primitiva con el Jesús resucitado causó una crisis teológica inmediata dentro del monoteísmo judío. Esta crisis se resolvió no abandonando el monoteísmo, sino mediante una relectura radical de las Escrituras de Israel para incluir a Jesús dentro de la identidad soberana y única de Dios. Esta convicción fundacional, paradójica y explosiva, de que el crucificado y resucitado Jesús tenía la identidad del Dios de Israel, se convirtió en el motor de todas las controversias cristológicas posteriores, que pueden entenderse como los intentos de la Iglesia a lo largo de los siglos por explicar y defender esta creencia fundamental.
Capítulo 2: La Crisis Arriana y la Definición de Nicea (325 d.C.)
La convicción fundamental de la Iglesia primitiva de que Jesús era intrínseco a la identidad del único Dios de Israel, aunque profundamente arraigada en su adoración y kerygma, carecía de un lenguaje teológico preciso y universalmente aceptado. Esta ambigüedad conceptual preparó el escenario para la primera gran controversia doctrinal que amenazó con dividir la Iglesia y el Imperio: la crisis arriana. Este conflicto obligó a la Iglesia a forjar un vocabulario técnico para articular su fe, un proceso que culminó en el Primer Concilio Ecuménico de Nicea.
2.1. El Conflicto Teológico
La controversia estalló en Alejandría alrededor del año 318 d.C., iniciada por Arrio, un presbítero culto y ascético.27 Arrio, argumentando desde una defensa de lo que él consideraba un monoteísmo estricto y la trascendencia absoluta de Dios, propuso una cristología radicalmente subordinacionista. Su enseñanza central era que el Hijo, el Logos, no era coeterno con el Padre. Hubo un tiempo, insistía Arrio, "en que Él no era". El Logos fue la primera y más exaltada de todas las criaturas, creado por el Padre "de la nada" (ex ouk onton) para ser el agente de la creación del resto del universo.28 Aunque se le podía llamar "Dios" en un sentido honorífico, Cristo era, en esencia, una criatura: mudable, falible y de una sustancia o ser diferente a la del Padre. Para Arrio, proteger la unidad y la inmutabilidad de Dios requería colocar al Logos en el lado de la creación.27
La oposición a Arrio fue liderada por su obispo, Alejandro de Alejandría, y de manera más decisiva por el joven diácono Atanasio. Atanasio, a quien el historiador Philip Schaff aclamaría más tarde como el "padre de la ortodoxia", reconoció que lo que estaba en juego no era una mera sutileza metafísica, sino el corazón mismo del evangelio de la salvación.27 El argumento de Atanasio era fundamentalmente soteriológico: solo Dios puede salvar. Si Jesucristo es una criatura, por muy exaltada que sea, no puede redimir a la humanidad del pecado y de la muerte ni puede otorgar la deificación (theosis), que es la participación en la vida divina.31 La famosa máxima de Atanasio, "Dios se hizo hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios", encapsula su convicción de que la salvación depende de la plena deidad del Salvador.30 Para Atanasio, la enseñanza de Arrio relegaba a Cristo a la categoría de un semidiós pagano y socavaba la misma posibilidad de la redención cristiana.31
2.2. El Concilio de Nicea y el Homoousios
La disputa se extendió rápidamente por todo el Oriente, amenazando la unidad de la Iglesia. El emperador Constantino, habiendo abrazado recientemente el cristianismo y valorando por encima de todo la unidad religiosa como pilar de la estabilidad imperial, intervino.27 Tras un intento fallido de mediación, convocó a los obispos de todo el imperio a un gran sínodo en la ciudad de Nicea en el año 325 d.C., el primer Concilio Ecuménico.29
En el concilio, la posición arriana fue abrumadoramente rechazada. Para formular una declaración de fe que excluyera inequívocamente la doctrina de Arrio, los padres conciliares, con el apoyo de Constantino, adoptaron un término técnico, no bíblico pero de una precisión filosófica ineludible: homoousios.33 El Credo de Nicea declaró que el Hijo era "de la misma sustancia" o "del mismo ser" que el Padre. Este término afirmaba que el Hijo no era una criatura ni un ser intermedio, sino que compartía la misma y única esencia divina del Padre, siendo "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado".28 La inclusión del homoousios fue un momento decisivo, estableciendo el estándar de la ortodoxia trinitaria para las generaciones futuras y anatematizando explícitamente la posición de que el Hijo fue creado o que era de una sustancia diferente a la del Padre.27
2.3. Perspectivas Historiográficas sobre Nicea
El significado del Concilio de Nicea se ha interpretado de maneras radicalmente diferentes, reflejando el debate historiográfico central de este informe.
Para Adolf von Harnack, Nicea representó el momento culminante de la helenización del cristianismo. La introducción de ousia, un término central en la metafísica griega, en el corazón del credo cristiano fue, en su opinión, la sustitución de la fe bíblica y relacional por una especulación filosófica abstracta. El dogma niceno, para Harnack, no era una explicación del evangelio, sino su desplazamiento por una doctrina que habría sido incomprensible para los primeros apóstoles.3
En contraste, historiadores como Jaroslav Pelikan y Justo L. González argumentan que la decisión de Nicea fue una defensa necesaria y brillante de la fe apostólica. Sostienen que el arrianismo mismo, con su jerarquía de seres divinos y su Logos intermediario, estaba profundamente influenciado por corrientes del platonismo medio y el neoplatonismo, representando una forma peligrosa de helenización.5 Desde esta perspectiva, el término homoousios, aunque extraído del léxico filosófico, fue el único instrumento conceptual lo suficientemente preciso para salvaguardar la verdad bíblica fundamental de la plena divinidad de Cristo y, por lo tanto, la realidad de la salvación.31 El concilio no impuso una filosofía ajena al evangelio, sino que utilizó el lenguaje de la filosofía para proteger el evangelio de una interpretación filosófica herética. Además, como subrayaría el trabajo de Hubert Jedin sobre la historia de los concilios, Nicea no solo resolvió una crisis doctrinal, sino que también estableció el modelo institucional para los futuros concilios ecuménicos como la autoridad suprema de la Iglesia para definir la fe.36 Así, Nicea no fue el fin de la cristología, sino el comienzo de su articulación dogmática formal.
Capítulo 3: La Unidad del Dios-Hombre - De Éfeso a Calcedonia
La afirmación de Nicea de la plena deidad de Cristo, si bien resolvió la cuestión de su relación con el Padre, abrió una nueva y aún más compleja fase de debate: ¿cómo se relacionan exactamente esta plena deidad y una humanidad igualmente plena en la única persona de Jesucristo? Esta pregunta dominaría la teología del siglo V, dando lugar a una intensa rivalidad entre las dos principales escuelas teológicas del Oriente, Alejandría y Antioquía, y culminando en los concilios de Éfeso y Calcedonia, que definirían los parámetros de la ortodoxia cristológica para los milenios venideros.
3.1. El Choque de Escuelas: Alejandría vs. Antioquía
Las escuelas de Alejandría y Antioquía representaban dos enfoques teológicos y exegéticos distintos que, al aplicarse a la persona de Cristo, condujeron a énfasis peligrosamente unilaterales.
La Escuela de Alejandría, representada de manera preeminente por Cirilo de Alejandría, se caracterizaba por su exégesis alegórica y su teología del "Logos-carne" (Logos-sarx). Partiendo "desde arriba", su punto de inicio era el Logos divino preexistente que asume la naturaleza humana. El énfasis principal de Cirilo era salvaguardar la unidad inquebrantable de la persona de Cristo. Temía que cualquier distinción excesiva entre lo divino y lo humano en Cristo pudiera dividirlo en dos entidades separadas, comprometiendo así la realidad de que fue Dios mismo quien sufrió y murió por la salvación de la humanidad. Sin embargo, este fuerte énfasis en la unidad corría el riesgo de minimizar la integridad y la plenitud de la naturaleza humana de Cristo, sugiriendo a veces que era absorbida o pasiva ante la divinidad.31
Por el contrario, la Escuela de Antioquía, cuyo principal exponente en esta controversia fue Nestorio, patriarca de Constantinopla, favorecía una exégesis histórico-gramatical y una teología del "Logos-hombre" (Logos-anthropos). Partiendo "desde abajo", su enfoque se centraba en la integridad del Jesús histórico y humano en quien el Logos divino habitaba. Su principal preocupación era proteger tanto la plena humanidad de Cristo (con un alma y mente humanas completas) como la impasibilidad de la naturaleza divina (la creencia de que Dios no puede sufrir). Para lograr esto, Nestorio hacía una distinción muy marcada entre las dos naturalezas, describiendo su unión como una "conjunción" (synapheia) moral o de voluntad, en lugar de una unión personal o sustancial. El peligro de este enfoque era que podía llevar a la conclusión de que en Cristo había dos personas separadas: la divinidad y el hombre Jesús, unidas solo por una relación de buena voluntad.31
3.2. El Concilio de Éfeso (431 d.C.)
El conflicto estalló en torno al título Theotokos ("Madre de Dios" o "Portadora de Dios") para la Virgen María.40 Nestorio, temiendo que el término implicara que la naturaleza divina tuvo un origen o que María dio a luz a la Deidad misma, se opuso a su uso, prefiriendo el título Christotokos ("Madre de Cristo").40 Cirilo de Alejandría vio en esta objeción la consecuencia lógica de la cristología divisiva de Nestorio. Para Cirilo, rechazar el Theotokos era negar que el niño nacido de María fuera, en su misma persona, el Hijo eterno de Dios. El título no era principalmente una declaración sobre María, sino una confesión cristológica fundamental sobre la unidad de la persona de Cristo.39
El emperador Teodosio II convocó un concilio en Éfeso en el año 431 para resolver la disputa. En un proceso tumultuoso y políticamente cargado, el concilio, bajo el liderazgo de Cirilo, condenó a Nestorio y afirmó dogmáticamente el título Theotokos como ortodoxo, ratificando así la doctrina de la unión personal (hipostática) de las dos naturalezas en el único sujeto, el Logos divino.42
3.3. El Concilio de Calcedonia (451 d.C.)
La victoria de Cirilo en Éfeso no puso fin al debate. De hecho, algunos de sus seguidores más extremos, como el monje Eutiques de Constantinopla, llevaron el énfasis alejandrino en la unidad a un nuevo extremo. Eutiques enseñó que después de la Encarnación, las dos naturalezas de Cristo se fusionaron en una sola naturaleza divino-humana, una doctrina conocida como Monofisismo (de monos, uno, y physis, naturaleza). Esta enseñanza fue vista como una amenaza a la verdadera humanidad de Cristo, tan grave como la amenaza de Nestorio a su unidad.43
Para abordar esta nueva crisis, se convocó un nuevo concilio ecuménico en Calcedonia en el año 451.43 Este concilio, basándose en el Tomo del Papa León I de Roma y en las cartas de Cirilo, formuló la que se convertiría en la definición cristológica clásica y normativa para la mayor parte de la cristiandad. La Definición de Calcedonia es una obra maestra de equilibrio teológico, que establece los límites de la ortodoxia a través de una serie de afirmaciones cuidadosamente sopesadas. Declara que Jesucristo es un solo y mismo Hijo, perfecto en deidad y perfecto en humanidad, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, consustancial con el Padre según la deidad y consustancial con nosotros según la humanidad. Estas dos naturalezas se unen en una sola persona (prosopon) y una sola hipóstasis (hypostasis), y la definición culmina con cuatro famosos adverbios negativos: la unión se produce "sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación".43
Esta fórmula logró una síntesis magistral. Al afirmar "una persona", satisfizo la preocupación central de Alejandría por la unidad de Cristo. Al afirmar "en dos naturalezas", satisfizo la preocupación central de Antioquía por la integridad y distinción de la divinidad y la humanidad. Los cuatro adverbios funcionaron como "marcas de límite" o "vallas de seguridad": "sin confusión, sin cambio" condenaba al eutiquianismo, mientras que "sin división, sin separación" condenaba al nestorianismo.46
3.4. Reflexiones Contemporáneas (Rowan Williams)
El teólogo y ex arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, en su obra Christ the Heart of Creation, ofrece una profunda reflexión contemporánea sobre el significado duradero de Calcedonia. Williams argumenta que la lógica subyacente de la definición calcedoniana se basa en la comprensión de una relación "no competitiva" entre el Creador infinito y la creación finita.47 Debido a que Dios y una criatura humana existen en niveles ontológicos fundamentalmente diferentes, no compiten por el mismo "espacio". La acción divina infinita no desplaza ni anula la acción humana finita; más bien, la fundamenta y la hace posible. Aplicado a Cristo, esto significa que la agencia infinita del Logos divino puede informar y actuar plenamente en y a través de una naturaleza humana finita y completa sin violarla, disminuirla o reemplazarla.47 Esta visión proporciona un marco metafísico coherente para afirmar simultáneamente la plena divinidad y la plena humanidad de Cristo en una unión personal, mostrando que la definición de Calcedonia no es una paradoja ilógica, sino una expresión gramaticalmente precisa de la lógica de la Encarnación.50
El logro de Calcedonia, por lo tanto, no fue "resolver" el misterio de la persona de Cristo en el sentido de proporcionar una explicación exhaustiva. Más bien, su genio consistió en establecer las reglas gramaticales para hablar ortodoxamente sobre ese misterio. Como han señalado historiadores como Pelikan y Jedin, la definición funciona apofáticamente, diciéndole a la teología lo que no debe decir (no confundir las naturalezas, no separar la persona) en lugar de ofrecer un modelo positivo completo de cómo funciona la unión.37 Precisamente porque Calcedonia estableció límites en lugar de proporcionar todas las respuestas, los debates cristológicos continuaron durante siglos, con teólogos como Máximo el Confesor y Juan de Damasco trabajando para explorar las implicaciones de la definición dentro de los parámetros que había establecido.
Parte II: Desarrollos Escolásticos, de la Reforma y Tridentinos (c. 451–1700)
Tras el hito dogmático de Calcedonia, el enfoque de la cristología occidental se desplazó gradualmente de la definición de la persona de Cristo a la comprensión de la mecánica de su obra salvífica. La Edad Media, particularmente el período de la alta escolástica, se dedicó a sistematizar y explorar racionalmente las implicaciones de la fe heredada de los Padres de la Iglesia. Posteriormente, la Reforma Protestante, aunque aceptó plenamente la cristología calcedoniana, la reorientó radicalmente hacia una perspectiva soteriológica, lo que a su vez generó nuevas controversias cristológicas, especialmente en el ámbito de la Eucaristía.
Capítulo 4: La Cristología en la Forja Escolástica
La escolástica fue el movimiento teológico y filosófico dominante en la Europa medieval, caracterizado por su método riguroso de análisis lógico y su objetivo de armonizar la fe y la razón.52 Los escolásticos no buscaron descubrir nuevos dogmas, sino penetrar intelectualmente, sistematizar y defender el depósito de la fe recibido de la Escritura y los Padres.55
4.1. Anselmo y la Lógica de la Expiación
Anselmo de Canterbury, a menudo llamado el "padre de la escolástica", marcó un punto de inflexión con su tratado Cur Deus Homo ("¿Por qué Dios se hizo hombre?"). En esta obra, Anselmo se apartó de la teoría del "rescate al diablo", prevaleciente en la era patrística, y formuló la teoría de la satisfacción de la expiación.55 Argumentó con una lógica rigurosa que el pecado humano constituye una ofensa infinita contra el honor de Dios. Dado que la justicia divina exige una satisfacción proporcional a la ofensa, y como los seres humanos finitos son incapaces de ofrecer una satisfacción infinita, la humanidad se encontraba en un dilema irresoluble. La única solución posible era la venida de un ser que fuera a la vez plenamente humano (para poder pagar la deuda en nombre de la humanidad) y plenamente divino (para que su ofrenda tuviera un valor infinito). Este ser es el Dios-Hombre, Jesucristo. La cristología de Anselmo, por lo tanto, establece una conexión lógica necesaria entre la Encarnación y la Cruz, presentando la obra de Cristo no como una transacción con el mal, sino como la restauración del orden justo en el universo de Dios.55
4.2. La Síntesis Tomista
El apogeo de la cristología escolástica se encuentra en la obra de Tomás de Aquino, particularmente en la tercera parte de su Summa Theologiae.56 Tomás es el maestro sistematizador de la fórmula calcedoniana, empleando las categorías metafísicas de Aristóteles (sustancia, naturaleza, persona, acto, potencia) para articular la Unión Hipostática con una precisión y coherencia sin precedentes.54 Para Aquino, la Unión Hipostática significa que la naturaleza humana de Cristo, aunque completa, no existe en su propia persona humana, sino que subsiste en la persona eterna del Verbo divino (anhypostasis/enhypostasis). Esto garantiza la unidad singular de Cristo sin comprometer la integridad de ninguna de sus naturalezas.57 La cristología de Tomás de Aquino representa la cumbre de la "cristología desde arriba", que parte de la divinidad del Logos para explicar la Encarnación, y su síntesis se convirtió en la norma para la teología católica posterior.1
4.3. El Papado y la Cristología
Aunque obras como la monumental Historia de los Papas de Ludwig von Pastor se centran en la historia institucional y política del papado, proporcionan un contexto crucial para entender el papel de la Sede Romana en la preservación de la ortodoxia cristológica.60 Desde el Tomo de León I en Calcedonia, el papado se vio a sí mismo como el guardián principal de la tradición dogmática establecida por los grandes concilios.62 Durante el Renacimiento y el período previo a la Reforma, un período que von Pastor documentó con un acceso sin precedentes a los archivos vaticanos, los papas defendieron la cristología tradicional contra las corrientes filosóficas emergentes y, más tarde, contra los desafíos de los reformadores.60 La autoridad papal se entrelazó inextricablemente con la defensa de la fe calcedoniana, una postura que se consolidaría dogmáticamente en el Concilio de Trento y en el Concilio Vaticano I.
Capítulo 5: El Cristo de los Reformadores
La Reforma Protestante del siglo XVI no representó un desafío a la cristología ontológica de Nicea y Calcedonia. Figuras como Martín Lutero y Juan Calvino aceptaron y defendieron sin reservas la doctrina de Cristo como una persona con dos naturalezas, plenamente Dios y plenamente hombre.64 Sin embargo, la Reforma provocó un cambio de enfoque radical, un giro desde la especulación metafísica sobre quién es Cristo en sí mismo (Christus in se) hacia la apropiación existencial y soteriológica de lo que Cristo ha hecho por el creyente (Christus pro nobis).
5.1. Un Giro Soteriológico: Christus pro nobis
El principio central de la Reforma, la justificación por la fe sola (sola fide), reconfiguró la cristología. Para los reformadores, el conocimiento de Cristo no era principalmente una cuestión de asentimiento intelectual a fórmulas dogmáticas, sino un encuentro de fe con la persona y la obra salvífica de Cristo.65 Lutero, en particular, enfatizó que Cristo debe ser conocido no en su majestad divina abstracta, sino en su humillación y en la cruz, donde revela el amor de Dios y lleva a cabo el "intercambio gozoso" (fröhlicher Wechsel), tomando nuestros pecados y dándonos su justicia. Calvino, de manera similar, estructuró su cristología en torno a los tres oficios de Cristo (profeta, sacerdote y rey), destacando las funciones a través de las cuales Cristo efectúa nuestra salvación.64 Este énfasis en los beneficios de Cristo recibidos por la fe desplazó el centro de gravedad de la cristología desde la ontología a la soteriología.
5.2. La División Eucarística y la Communicatio Idiomatum
Irónicamente, la aceptación universal de la Unión Hipostática por parte de los reformadores condujo a la división más profunda y amarga dentro del protestantismo. La controversia sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía, especialmente entre luteranos y reformados (liderados inicialmente por Ulrico Zwinglio y más tarde por Calvino), fue, en su raíz, un debate cristológico sobre las implicaciones de la unión de las dos naturalezas, una doctrina conocida como la communicatio idiomatum (comunicación de atributos o propiedades).68
La posición de Martín Lutero se basaba en una interpretación robusta y realista de la communicatio idiomatum. Sostenía que, debido a la unión personal inseparable en Cristo, las propiedades de la naturaleza divina podían ser verdaderamente comunicadas a la naturaleza humana, y viceversa.70 Específicamente, Lutero se centró en el genus maiestaticum, la comunicación de los atributos de majestad (como la omnipotencia, la omnisciencia y, crucialmente, la omnipresencia) de la naturaleza divina a la humana.69 Esto significaba que el cuerpo humano y glorificado de Cristo, en virtud de su unión con la Deidad, podía estar presente en todas partes y, por lo tanto, podía estar real, verdadera y sustancialmente presente "en, con y bajo" los elementos del pan y el vino en la Santa Cena.68 Para Lutero, negar esto era dividir a la persona de Cristo.
La tradición reformada, por otro lado, aunque afirmaba la Unión Hipostática, interpretaba la communicatio idiomatum de una manera más restringida, principalmente como una comunicación de nombres y acciones a la persona, no una transferencia real de propiedades entre las naturalezas. Basándose en el principio patrístico finitum non capax infiniti ("lo finito no puede contener lo infinito"), Zwinglio y Calvino argumentaron que la naturaleza humana de Cristo, para seguir siendo verdaderamente humana, debe retener sus propiedades finitas, incluida la de estar localizada en un solo lugar.68 Por lo tanto, el cuerpo humano de Cristo ascendió y está físicamente a la diestra del Padre en el cielo. Su presencia en la Eucaristía no es física ni corporal, sino espiritual, mediada por el Espíritu Santo y recibida por la fe.68 Para los reformados, la visión de Lutero confundía las naturalezas y amenazaba la integridad de la humanidad de Cristo.
Este desacuerdo revela una profunda verdad sobre la historia de la doctrina. El gran cisma litúrgico y teológico entre el luteranismo y el calvinismo no fue, en última instancia, una disputa sobre los sacramentos, sino una repetición en el siglo XVI de la tensión cristológica fundamental del siglo V. La posición de Lutero, con su énfasis en la unidad de la persona que permite una profunda interpenetración de las naturalezas, refleja un instinto teológico similar al de la escuela alejandrina de Cirilo. Por el contrario, la posición de Zwinglio y Calvino, con su insistencia en preservar las propiedades distintas e íntegras de cada naturaleza, se hace eco de la preocupación central de la escuela antioquena. Esto demuestra, como argumentaría Jaroslav Pelikan, que la tradición no es un artefacto muerto, sino una "fe viva de los muertos" 72, donde los antiguos marcos teológicos continúan dando forma y definiendo conflictos posteriores, a veces de maneras que los propios participantes no reconocen plenamente. La división en la mesa del Señor en la Reforma fue la consecuencia directa de un debate no resuelto sobre la persona del Señor de la mesa.
Parte III: El Panorama Cristológico Moderno y Contemporáneo (c. 1700–Presente)
La llegada de la Ilustración marcó el cambio más significativo en la investigación cristológica desde los primeros concilios. El énfasis en la razón autónoma, el método histórico-crítico y el escepticismo hacia lo sobrenatural desplazaron fundamentalmente la pregunta cristológica. Ya no se trataba de cómo articular la unión de las naturalezas divina y humana, sino de si se podía saber algo con certeza sobre la figura histórica de Jesús de Nazaret. Este cambio de paradigma fracturó la unidad entre el "Jesús de la historia" y el "Cristo de la fe", y la teología moderna puede entenderse en gran medida como una serie de respuestas a esta división.
Capítulo 6: El Desafío de la Ilustración y la Respuesta Liberal
El nuevo clima intelectual, impulsado por el racionalismo y el empirismo, sometió a las Escrituras a un escrutinio histórico sin precedentes. Figuras como H. S. Reimarus y David Friedrich Strauss cuestionaron la fiabilidad histórica de los Evangelios, tratándolos no como revelación divina, sino como documentos humanos llenos de mitos y adornos teológicos.1
6.1. La Búsqueda del Jesús Histórico
Este escepticismo dio origen a la "Búsqueda del Jesús Histórico", un proyecto académico que intentó despojar a los Evangelios de sus elementos "sobrenaturales" (milagros, la resurrección) y de la "cáscara" del dogma eclesiástico para descubrir al "verdadero" Jesús histórico que se encontraba detrás.1 Este Jesús, reconstruido por la teología liberal, era típicamente un maestro moral ejemplar, un profeta de la inminente llegada del Reino de Dios, pero decididamente no el Dios-Hombre de la ortodoxia calcedoniana.
6.2. La Cristología del Sentimiento (Schleiermacher)
Friedrich Schleiermacher, a menudo llamado el "padre de la teología moderna", intentó rescatar la fe cristiana del ataque del racionalismo reubicando su fundamento no en la doctrina o la historia, sino en la experiencia religiosa subjetiva, en el "sentimiento de absoluta dependencia".73 En su cristología, Jesús ya no es definido por su sustancia ontológica, sino por su función religiosa. Cristo es el Redentor porque poseía una "conciencia de Dios" (Gottesbewußtsein) perfecta e ininterrumpida, una conciencia de su absoluta dependencia del Padre que era tan poderosa que constituía la presencia misma de Dios en él.73 Él es el arquetipo de la humanidad religiosa, el hombre en quien la conciencia de Dios alcanzó su máxima potencia, y nos redime al comunicar esta conciencia a la comunidad que funda.76
6.3. El Cristo de la Teología Liberal (Harnack)
El proyecto liberal alcanzó su cenit en la obra de Adolf von Harnack. Para él, la búsqueda histórica había revelado que el simple evangelio de Jesús —centrado en la paternidad de Dios, la hermandad del hombre y el valor infinito del alma humana— había sido sepultado bajo el complejo evangelio sobre Jesús, es decir, el dogma cristológico de la Iglesia.1 La cristología de Harnack es, por tanto, un ejercicio de reducción: despojar la historia del dogma helenístico para recuperar al maestro de Nazaret, cuyo mensaje ético, y no su persona metafísica, es el "núcleo" atemporal del cristianismo.4
6.4. El Cristo Kerigmático (Bultmann)
Rudolf Bultmann llevó el escepticismo histórico a su conclusión lógica, declarando que la búsqueda del Jesús histórico era metodológicamente imposible y teológicamente irrelevante.1 Argumentó que los Evangelios no son biografías, sino testimonios de fe, y que es imposible penetrar detrás de su proclamación para llegar a los "hechos escuetos". Para Bultmann, la fe cristiana no se basa en el Jesús histórico, sino en el kerygma: la proclamación de la cruz y la resurrección como el acto escatológico de salvación de Dios que confronta al individuo y exige una decisión de fe.78 Su famoso programa de "desmitologización" no buscaba eliminar el mito, sino reinterpretarlo existencialmente. El lenguaje mitológico del Nuevo Testamento (cielo, infierno, demonios, resurrección corporal) debía ser traducido a categorías que hablaran a la condición humana moderna, revelando verdades sobre la existencia auténtica e inauténtica.80 El Cristo de Bultmann no es una figura del pasado, sino el contenido de una proclamación que acontece en el presente.
Capítulo 7: Reafirmaciones de la Ortodoxia y Nuevos Horizontes
El dominio de la teología liberal y existencialista provocó una poderosa reacción en el siglo XX, liderada por teólogos que buscaban reafirmar la centralidad de la revelación divina y la ortodoxia clásica, aunque en un diálogo crítico con la modernidad.
7.1. El Cristo de la Palabra (Karl Barth)
La teología de Karl Barth representa la refutación más contundente del liberalismo de Schleiermacher y Harnack. En su monumental Dogmática Eclesial, Barth invirtió el método liberal. La teología no comienza con la experiencia humana o la investigación histórica para luego llegar a Dios; comienza y termina con el acto de auto-revelación de Dios en Jesucristo, la Palabra hecha carne.83 Para Barth, no tenemos acceso a un "Jesús histórico" detrás del testimonio bíblico; el Jesús que conocemos es el Cristo de la fe proclamado por los apóstoles. Barth reafirmó vigorosamente la cristología de los concilios de Nicea y Calcedonia, no como especulaciones metafísicas, sino como el testimonio necesario de la identidad de Dios como Aquel que se humilla y se hace hombre por nosotros.83 Su cristología es estrictamente teocéntrica: en Jesús, no descubrimos un ideal humano, sino que nos encontramos con la gracia y el juicio del Dios soberano que se nos acerca en persona.84
7.2. La Teología Histórica Contemporánea
El estudio de la historia de la cristología ha sido enriquecido en las últimas décadas por una pléyade de eruditos que han combinado el rigor histórico con la sensibilidad teológica.
Alister McGrath, en obras como Teología Histórica, ha desempeñado un papel crucial en la síntesis y la pedagogía, haciendo accesibles las complejas trayectorias del pensamiento cristiano a una nueva generación.86 Su trabajo proporciona una visión panorámica que permite a los estudiantes comprender la continuidad y la discontinuidad en el desarrollo doctrinal, desde la era patrística hasta los debates contemporáneos.89
Por su parte, la tradición de la historiografía católica ha producido obras de una envergadura monumental. Hubert Jedin es la autoridad insuperable en la historia de los concilios, especialmente el de Trento, y su obra establece un estándar para el análisis de cómo la Iglesia define su fe en momentos de crisis.36
Ludwig von Pastor, a través de su meticulosa investigación en los archivos vaticanos, documentó la historia del papado, mostrando el papel de la Sede Romana como baluarte de la ortodoxia.60 Y Roger Aubert ha trazado magistralmente la historia de la Iglesia en la era moderna, analizando los desafíos del modernismo y las respuestas del magisterio.92 Estos historiadores, aunque escriben desde una perspectiva confesional, ejemplifican un compromiso con la investigación histórica rigurosa que es indispensable para cualquier estudio serio del dogma cristiano.
La trayectoria completa de la cristología moderna puede, por tanto, entenderse como un drama en tres actos provocado por la crisis de la Ilustración. La crítica histórica abrió una brecha entre el "Jesús de la historia" y el "Cristo de la fe".
El primer acto fue la respuesta del liberalismo (Harnack), que eligió la historia y trató de reconstruir un Jesús puramente humano, descartando al Cristo dogmático como una corrupción helenística.4
El segundo acto fue la respuesta existencialista de Bultmann, quien, aceptando la brecha como insuperable, eligió la fe en el kerygma y declaró que el Jesús histórico era inaccesible e innecesario.78
El tercer acto fue la revolución neo-ortodoxa de Barth, que rechazó la premisa misma de la brecha. Barth argumentó que el único Jesús al que tenemos acceso es el Cristo proclamado en el testimonio apostólico, y que este testimonio, desde el principio, proclama al Dios-Hombre.
Por lo tanto, el "Jesús de la historia" y el "Cristo de la fe" son una y la misma persona, y esta persona, la Palabra de Dios revelada, es el único punto de partida válido para toda teología.83 Cada uno de estos movimientos representa una solución diferente a la crisis fundamental planteada por la modernidad.
Conclusión: La Historia Inacabada de la Comprensión de Cristo
El recorrido a través de dos milenios de reflexión cristológica revela un proceso dinámico y a menudo contencioso de fides quaerens intellectum —la fe que busca la comprensión—. Desde los himnos de la Iglesia apostólica hasta los sistemas de la neo-ortodoxia, la comunidad cristiana se ha esforzado por articular el misterio central de su fe: la identidad de Jesucristo. Esta historia no es la de una simple acumulación de conocimientos, sino la de un diálogo continuo y una lucha con tensiones perennes que definen el pensamiento cristiano: la unidad de la persona de Cristo frente a la distinción de sus naturalezas; el énfasis en su divinidad frente a la afirmación de su humanidad; la comprensión de su ser ontológico (Christus in se) frente a su función salvífica (Christus pro nobis); y, en la era moderna, la relación entre el Jesús accesible a la historia y el Cristo confesado en la fe.
La pertinencia duradera del debate historiográfico entre Adolf von Harnack y Jaroslav Pelikan, que ha enmarcado este informe, se hace aquí evidente. Esta dialéctica no es simplemente una disputa académica sobre el pasado, sino que plantea una pregunta fundamental para la Iglesia en cada generación: ¿es el desarrollo de la tradición una fiel explicitación del depósito original de la fe, o una desviación de él? La respuesta que se dé a esta pregunta determina cómo la Iglesia se relaciona con su propia historia, cómo interpreta sus credos y cómo proclama a Cristo en el presente. Ver la historia del dogma como una "helenización" corruptora (Harnack) conduce a un programa de reducción, un intento de despojar las capas de la tradición para encontrar un "núcleo" original y supuestamente más puro. Por el contrario, verla como una "cristianización del helenismo" (Pelikan) conduce a una apreciación de la tradición como el vehículo providencial a través del cual la fe apostólica fue protegida, clarificada y transmitida.
En última instancia, la búsqueda cristológica permanece inacabada. Cada generación, enfrentada a sus propios desafíos intelectuales y culturales, está llamada a volver a las fuentes —al testimonio de la Escritura y al diálogo con la gran tradición de los testigos que la han precedido—. La tarea consiste en volver a articular, para su propio tiempo y lugar, la confesión que, según Pelikan, define la esencia misma de la doctrina cristiana: "lo que la Iglesia de Jesucristo cree, enseña y confiesa sobre la base de la Palabra de Dios".96 La historia de la cristología es, pues, la historia viva de esta confesión, un testimonio de la inagotable profundidad de la persona de Cristo, que sigue siendo el centro, el desafío y la esperanza de la fe cristiana.
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