jueves, 5 de noviembre de 2015

Continuación

(Gracias hermano Edisson por la traducción)


Nuestra recién conformada iglesia en Ravenswood había despegado y estaba en marcha, con un número de tres creyentes, sin contarnos a nosotros.

            Una de las tres viudas, la hermana Barnes, se enfermó y no podía asistir a los cultos. ¡Representaba un tercio de nuestra congregación! Jamás olvidaré el día en que recibimos la llamada, en casa de mi padre en Parkersburg, para informarnos de su inminente muerte a causa de la enfermedad, y el ruego para que fuéramos a orar.

            A medida que recorría los más de 64 kilómetros de aquella vía rural, iba orando, buscando a Dios, hablando en lenguas; a la vez forzaba el carro a correr hasta donde mis nervios lo permitían, derrapando en muchas ocasiones y esparciendo grava en todas las direcciones.

            Me pareció que Dios me hablaba y me decía que la iba a resucitar.

            Yo le creí a Dios.

            Cuando por fin llegué, encontré la casa repleta de gente. La familia de la hermana Barnes era numerosa, aproximadamente 12 hijos, y todos estaban allí. También estaban el médico y el pastor de los Hermanos Unidos, el hermano Zigler, de cuya iglesia habían venido nuestros nuevos creyentes. (No hay que olvidar que en aquellos días los médicos atendían los pacientes a domicilio).

            La hermana Barnes yacía muerta en una habitación. El doctor ya le había cerrado los ojos y la había cubierto toda con una sábana. Cuando entré, el galeno me dijo: "Llegaste tarde, pastor. Ya falleció". Y se dirigió a la cocina a buscar un tinto.

            Yo entré a la habitación y dije a la familia: "Mientras me dirigía hasta acá, estaba orando y tuve la impresión de que Dios me hablaba y me decía que la iba a sanar. Si ustedes me lo permiten, puedo orar por ella".

            En ese instante, una de las hijas de la hermana Barnes, Bonnie, que amaba mucho a su madre y había hecho grandes esfuerzos para cuidarla, cayó de rodillas y empezó a gritar a todo pulmón: "¡Sí, por favor, ore por mi madre!". Así que nadie se oponía.

            Me acerqué al cuerpo de la hermana Barnes, retiré lentamente la sábana de su rostro y oré por ella. Nada ocurrió. Oré de nuevo, incrementando el volumen de mi voz. Nada. Volví mi rostro a la pared y oré muy fuerte en lenguas. La hermana Barnes seguía sin vida. Me enojé. De pronto, grité lo más fuerte que pude: "Hermana Barnes, LEVÁNTATE".

            Y ella se incorporó.

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ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor IPUC
http://adonayrojasortiz.blogspot.com

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