miércoles, 9 de julio de 2014

Lecciones que no hubiera querido tener que aprender - sobre la crianza de los adolescentes

Este artículo fue publicado en el Heraldo Pentecostal de la UPCI. Una vez me dijo un pastor anciano: la gente les cree más a aquellos a quienes les han ocurrido algunas cosas, que a aquellos que pretenden que no.

LECCIONES QUE NO HUBIERA QUERIDO TENER QUE APRENDER

(Acerca de la crianza de los adolescentes)

 

Sabía, con varios meses de antelación, que tenía que escribir este artículo. Sabía que estaría enmarcado dentro de la temática de la educación de los adolescentes por parte de sus padres. Pensé en varias introducciones que atraparan al lector y en ilustraciones impactantes. Pensé en relatos graciosos que resultaran amenos. Ese es mi estilo. Me gusta lo que atrapa, lo que divierte, lo que entretiene. Pero faltando una semana para la entrega del artículo al editor, me detuve en seco, pues me di cuenta de que lo que iba a decir no era para nada divertido. Tengo que contarles acerca de las lecciones que no hubiera querido tener que aprender.    

Cuando me pidieron escribir para esta revista, disfrutaba de una vida agradable y segura. Nuestra hija mayor se había terminado hacía una semana la secundaria –en un colegio cristiano, por cierto. Se graduó con honores y para mí no había satisfacción más grande. Mi esposo, nuestros cuatro hijos y yo gozábamos de salud, bienestar y bendición.

Pero el viernes siguiente a la graduación mi mundo cambió para siempre. En aquella hermosa mañana de primavera me enteré de que mi hija había estado llevando una vida secreta de pecado durante algún tiempo. Recuerdo que quedé al borde de un estado de shock, después de recibir la noticia. Al instante, me cayó la avalancha de preguntas inevitables. ¿En qué fallamos?, ¿cómo pudimos ser tan ciegos a las señales de alerta? eran solo dos de la letanía[1] de interrogantes que rondaba mi mente.

En poco tiempo, otro tipo de emociones tocó a mi puerta: enojo de que ella hubiera tomado una decisión tan insensata, vergüenza de que nuestra familia se hubiera visto expuesta a tal situación y determinación para evitar que la vida de ella fuera arruinada.  

Hay que decir que hicimos todo lo "correcto"; sin ser tan crédulos como para pensar fuimos los padres perfectos. ¡De ninguna manera! Sin embargo, hicimos todo aquello que nos brindara la confianza de que estábamos criando a nuestros hijos de la forma adecuada. Nunca tuve un trabajo que me implicara estar fuera de casa; jugaba con mis niños y les dedicaba tiempo; les leía una historia cada noche y los mecía hasta que se quedaban dormidos; comíamos en familia; mi esposo y yo nos llevábamos bien en nuestro matrimonio; propiciábamos un ambiente de paz en nuestro hogar; cada vez que había culto, allí estábamos; asistíamos a los campamentos y convenciones; mi esposo es pastor y mi hija pertenece a la quinta generación, en línea, de cristianos apostólicos.

Recuerdo haber pensado en aquellos días que estas semillas no las habíamos plantado nosotros. No estábamos cosechando el fruto de haber llevado una vida libertina en nuestra juventud, pues tanto mi esposo como yo nos habíamos esforzado por ser fieles y dedicados en nuestra adolescencia.

Pero, como quedó demostrado, la vida no se dio como yo la había planeado. Las lecciones vinieron de forma inmisericorde y yo no era una estudiante muy dispuesta. No hubiera querido enterarme por boca de la trabajadora social del pabellón mental que mi hija había ingerido una cantidad peligrosa de pastillas, pues los adolescentes, muchas veces, se consideran indestructibles.

No tenía la disposición para creer que los policías podían mostrarse compasivos –aquel que había parado a nuestra hija, temprano, un domingo en la mañana, esperó al lado de la vía, más de una hora, hasta que llegamos a recogerla. Hizo eso en vez de arrestarla por conducir bajo los efectos del alcohol. Supuso que era una buena chica y no quiso afectar su historial.

No hubiera querido tener que experimentar lo devastador que es ver a tu hija subir por un sendero destapado hacia una casa en mal estado, cuya tubería se congela durante el invierno. Decidió irse a vivir allí con su novio y la familia de este, después de que fueran desalojados del apartamento que ocupaban.

La lista se extendería por varias páginas. El dolor y la frustración se volvieron insoportables –en ocasiones me sentí como si me estuvieran arrancando las entrañas.

Desde el principio sufrí la vergüenza y la preocupación por lo que los demás pastores y la congregación que administrábamos pudieran pensar. Como resultado, el ambiente en nuestro hogar se volvió tenso. No lograba comprender por qué nuestra hija nos había mentido y faltado al respeto de tal manera. Así que en un esfuerzo por enmendar algo que, obviamente, se había salido de mis manos; le manifesté en repetidas ocasiones mi disgusto por las decisiones que había tomado. No quería correr el riesgo de que ella pensara que yo aprobaba el estilo de vida que estaba llevando. Como madre, siempre había tenido que arreglar cosas, hacer que funcionaran otra vez. "Esta no va a ser la excepción", pensaba yo. De alguna manera tengo que enmendar este terrible error. Después de todo, mi función consistía en mostrar firmeza frente a su comportamiento impío, ¿o no?

Sin embargo, después de varios meses de estrés, una nueva forma de pensar empezó a abrirse paso en mi mente. Me di cuenta de que lo importante no era mi vergüenza, enojo o frustración. Lo importante era esforzarme por ser la madre que ella necesitaba en ese momento. Tal vez, mi función consistía en brindarle amor. Ella había tratado de decirme que era consciente de mi desagrado frente a sus decisiones, y no necesitaba que se lo echara en cara una y otra vez. En ese momento, las palabras anteriores sonaban como una forma de decirme que la dejara sola; pero a medida que mi perspectiva empezó a cambiar, también lo hizo el sentido de esas frases.

Mi forma de ver las cosas empezó a cambiar a partir de una charla casual con una mujer de nuestra congregación. Ella empezó a contarme algunas cosas de su pasado –malas decisiones; un estilo impío de vida; incluso, su involucramiento en una relación donde su marido la golpeaba. Me contó como su madre siempre la abordaba con suma dureza; pero también como su padre había expresado, con una sabiduría llena de amor: "No voy a empeñarme en edificar muros que nuestra hija tenga que echar abajo cuando decida regresar al Señor".

A partir de esa noche, cambié mi táctica. Decidí hacer expedito[2] el camino para que mi hija regresara a la Iglesia. Haría todo lo que estuviera a mi alcance para que su regreso se facilitara tanto como fuera posible.  Ella no necesitaba mi rechazo, sino mi amor.

   Soy consciente de que invertimos varios años enseñando a nuestros niños a amar a Dios con todo su corazón. Cuando están pequeños les establecemos límites y les mostramos las consecuencias del mal comportamiento y de las decisiones equivocadas. Dicho de otra manera, tenemos el poder para obligarlos a tomar decisiones acertadas. Sin embargo, el reto se presenta cuando ya no tenemos el poder para controlarlos. En un intento por captar la atención de nuestra hija le quitamos buena parte del apoyo económico que le brindábamos. Pero ella tenía un trabajo y estaba en capacidad de asumir sus gastos. Consideramos aquellas cosas que podrían afectar su futuro (como la universidad, la asistencia médica, etc.) y continuamos ayudándola en esto.

Para mí, ayudar a los adolescentes –que aún son niños– en la transición hacia la edad adulta es la etapa más difícil para un padre. Me ha tocado aprender que en ciertas ocasiones, aun cuando se ha hecho el mejor esfuerzo, tu adolescente podría tomar una decisión equivocada. Me ha tocado aprender que a pesar de las muchas intervenciones tratando de revertir los pasos que ha dado tu adolescente; en ocasiones, lo único que queda es amar, orar y esperar. Estas también son lecciones que yo no hubiera querido tener que aprender.

Usted estará esperando el feliz desenlace de esta historia. Bueno, todavía no se ha dado en su totalidad; pero ha habido un progreso grande. Cuando me acuerdo de algunas de las cosas que nos tocó vivir me doy cuenta de lo terrible que en verdad fue y lo mucho que mi hija ha cambiado. Volví a tener una relación maravillosa con ella. Creo firmemente que su actitud cambió como respuesta al cambio en la mía. Ha sido un proceso largo y todavía hay mucho terreno por recuperar; pero así como el padre de Lucas 15, creo que la veré regresar, aunque todavía está a bastante distancia.

NOTA DE LA AUTORA: He pedido permanecer anónima a causa de la información privada que he compartido. Fiel a mi propósito de amar a mi hija, hasta lograr que regrese al Señor, no quiero causarle vergüenza a ella.

 



[1] Letanía. Enumeración o lista larga y aburrida de nombres, locuciones o comentarios.

[2] Expedito, a. Que no tiene trabas ni obstáculos. Ej.: la caravana encontró el camino expedito. Sinónimos: despejado, libre, practicable

 

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Cortesía del hno Edisson Mosquera R.

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