El mito del evolucionismo
o de que el hombre ha evolucionado a partir de los animales
CHARLES DARWIN
(1818–1883)
"Así pues, el objeto más excelso que somos capaces de concebir, es decir, la producción de los animales superiores, resulta directamente de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte. Hay grandeza en esta concepción de que la vida, con sus diferentes facultades, fue originalmente alentada por el Creador en unas cuantas formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado y se están desarrollando, a partir de un comienzo tan sencillo, infinidad de formas cada vez más bellas y maravillosas."
DARWIN, El origen de las especies, (1980: 479).
Con estas palabras terminó Darwin su obra por excelencia, El origen de las especies. Seguramente la alusión al creador pretendió aminorar las críticas de sus adversarios ya que, de hecho, cuando este libro se publicó, su autor se confesaba agnóstico en la intimidad. Pero, a pesar de las dudas e indecisiones, Charles Darwin fue el hombre que cambió sus creencias personales y las de millones de criaturas, originó divisiones en el mundo científico que perduran hasta hoy y provocó rupturas en el seno de la Iglesia cristiana. Con el transcurso de los años se fue convirtiendo de naturalista aficionado en investigador meticuloso y observador, que pudo dedicarse plenamente a esta ocupación gracias a poseer el dinero suficiente para no tener que depender de un trabajo remunerado. Sus intereses científicos fueron tan amplios que le llevaron desde asuntos particulares, como el estudio de las plantas carnívoras, las lombrices de tierra o los fósiles de ciertos crustáceos, a temas mucho más generales y abstractos, como la herencia biológica, las variaciones geográficas que experimentaban los seres vivos, el dimorfismo sexual o la selección artificial de los animales domésticos. Puede afirmarse que su pensamiento acerca de la evolución de las especies constituye la síntesis de todas las ideas transformistas que se conocían en la época, pero una síntesis que las interpretaba a través del filtro de la lucha por la existencia y de la supervivencia del más apto.
¿Por qué tardó tanto tiempo en hacer públicas sus conclusiones evolucionistas, a las que había llegado desde hacía más de veinte años? ¿Cómo es que se decidió a publicar su polémico libro sólo después de recibir el breve manuscrito que le envió Wallace? Algunos biógrafos han señalado que la resistencia de Darwin a publicar su teoría tuvo una base claramente psicopática (Huxley & Kettlewel, 1984: 121). Al parecer, la causa de tal tardanza habría sido el conflicto emocional existente entre él y su padre, Robert, al que reverenciaba, pero por quién sentía también un cierto resentimiento inconsciente. El padre de Darwin nunca aceptó la idea de la evolución que proponía su hijo. Tampoco su esposa, Emma, comulgó jamás con la teoría de su marido, tan opuesta a los planteamientos creacionistas del Génesis bíblico. El reparo casi patológico de Charles a publicar la obra que le había llevado tantos años, se debió probablemente a esta negativa de sus propios familiares y amigos. Timothy Ferris opina lo siguiente:
"Es mucho más probable que Darwin temiese la tormenta que provocarían, como bien sabía, sus ideas. Era un hombre afable, abierto y sencillo casi como un niño, habitualmente respetuoso de los puntos de vista de los demás y en absoluto inclinado a la disputa. Sabía que su teoría encendería los ánimos, no sólo del clero, sino también de muchos de sus colegas científicos." (Ferris, 1995: 195).
Es posible también que, además de estas razones, la dificultad para dar una explicación convincente de la herencia biológica, frenase la publicación de su libro. En la época de Darwin no se sabía lo que era el gen, ni en qué consistían los mecanismos de la herencia. Años después la genética descubrió la estructura de los genes y su influencia sobre las características de los individuos, así como las mutaciones o los cambios bruscos que éstos pueden sufrir. Mediante tales observaciones, los neodarwinistas reelaboraron posteriormente la teoría de la evolución en base a ciertas suposiciones que después analizaremos.
Es verdad que Darwin no fue nunca amante de la polémica ni de la disputa personal y que prefirió retirarse para trabajar aislado de los demás. Sin embargo, sus más fervientes partidarios, el biólogo inglés Thomas Huxley y el alemán Ernst Haeckel, fueron en realidad quienes se encargaron de polemizar y difundir las ideas evolucionistas. En el famoso debate público mantenido en una reunión de la British Association, celebrada en Oxford en 1860, el obispo Wilberforce, en medio del acaloramiento de su discurso, le pregunto irónicamente a Huxley si se consideraba heredero del mono por línea paterna o materna, a lo que éste replicó que prefería tener por antepasado a un pobre mono que a un hombre magníficamente dotado por la naturaleza, que empleaba aquellos dones para ridiculizar a quienes buscaban humildemente la verdad. Una señora se desmayó en medio de la conmoción general, mientras Huxley continuó rebatiendo los argumentos del obispo, hasta que éste dejó de responder. La batalla entre partidarios y detractores de la evolución no hizo más que comenzar.
En su obra, El origen del hombre, Darwin escribió que todos los seres humanos descendían probablemente de un antepasado común. No de un mono como los actuales, sino de alguna especie de primate simiesco que habría vivido en el continente africano. Muchos científicos empezaron a creer en la idea de que el hombre había aparecido de forma gradual por medios exclusivamente naturales y a rechazar que descendiera de una sola pareja creada por Dios hacía sólo unos pocos miles de años. Lo que antes se atribuía al diseño divino y a la providencia, ahora se hacía depender de otra clase de divinidad: la Naturaleza y su mecanismo de selección natural.
Darwin manifestó: "Cuanto más estudio la Naturaleza, más me impresionan sus mecanismos y bellas adaptaciones; aunque las diferencias se produzcan de forma ligera y gradual, en muchos aspectos… superan con gran margen los mecanismos y adaptaciones que puede inventar la imaginación humana más exuberante." Es decir, aquello que parece maravilloso ha podido ser originado por la selección lenta y ciega de la Naturaleza. En esto consistía la fe darwinista. La gran paradoja de tal mecanismo natural sería que podría producir un grado muy elevado de improbabilidad. Lo que parece imposible, como por ejemplo la aparición del cerebro humano por azar, se haría posible gracias a la evolución gradualista. Todo, menos diseño inteligente. Dios era así sustituido por la Naturaleza y dejaba por tanto de ser necesario. Como escribió sir Julian Huxley:
"… para cualquier persona inteligente resultaba claro que las conclusiones generales de Darwin eran incompatibles con la doctrina cristiana entonces en boga sobre la creación, sobre el origen del hombre a partir de la única pareja de Adán y Eva, sobre la caída, y sobre la escala temporal de los hechos planetarios y humanos" (Huxley & Kettlewel, 1984: 134).
Darwin fue consciente de que su teoría atacaba directamente el fundamento principal de la religión bíblica. En el fondo el mito del evolucionismo intentaba robarle a Dios el papel de creador del universo y de la vida. No obstante, estas ideas prosperaron y todavía hoy siguen sustentado la visión del mundo que poseen millones de personas.
Un viaje que cambió el mundo
Charles Darwin nació en Shrewsbury el 12 de febrero de 1809. Su padre, Robert Waring Darwin, que era una persona muy corpulenta, —media casi 1, 90 de altura y pesaba más de 150 kilos— ejercía con éxito la medicina en esa ciudad. El pequeño Darwin siempre quiso mucho a su padre pero a la vez se sentía algo cohibido delante de él. A su abuelo, Erasmus Darwin, que también había sido un hombre de ciencia y miembro de la Royal Society, no le llegó a conocer ya que murió siete años antes de que él naciera. La madre de Charles, Sussanah, murió también cuando él sólo contaba con ocho años de edad. A pesar de ello fueron una familia muy unida formada por el padre, cuatro hijas y dos hijos.
Ya en los años de colegial, Darwin manifestó una gran predilección por el coleccionismo. Guardaba toda clase de conchas, minerales, insectos, sellos y monedas. A los nueve años ingresó en la escuela del doctor Butler donde pasó siete cursos en régimen de internado. Más tarde escribió que lo único que se enseñaba allí era geografía antigua y algo de historia. Sin embargo, él prefería en aquella época la poesía, en especial la de Lord Byron y la de Shakespeare, así como los libros de viajes y de pájaros. Su afición a los experimentos científicos se satisfacía eventualmente mediante las demostraciones que le hacía su tío, el padre de Francis Galton, acerca del funcionamiento de instrumentos físicos, como el barómetro o las reacciones químicas que con su hermano mayor realizaban en un viejo almacén de herramientas. A los dieciséis años, Darwin salió de la escuela para ingresar en la Universidad de Edimburgo. Su padre quiso que estudiara la misma carrera que él ejercía y la que también estudiaba su hijo mayor Erasmus. Sin embargo, esta no era la vocación de Charles ni tampoco la del hermano. Al poco tiempo ambos dejaron los estudios frustrando así el deseo paterno de tener un hijo médico que le sucediera.
Ante el fracaso de Edimburgo, el padre decidió que Darwin debía ingresar en la Universidad de Cambridge para estudiar teología. Todo menos permitir que su hijo se convirtiera "en un hombre aficionado a los deportes, y ocioso". De manera que a los diecinueve años cambió los estudios de medicina por la Teología natural, de William Paley. Bastante tiempo después escribió, que "por entonces no dudaba lo más mínimo de la verdad estricta y literal de todas y cada una de las palabras de la Biblia, pronto me convencí de que nuestro Credo debía admitirse en su integridad" (Huxley & Kettlewel, 1984: 33). No obstante, a pesar de esta convicción, también estudió forzado por las circunstancias durante los tres años que pasó en Cambridge. Darwin prefería la amistad con botánicos y geólogos, se inclinaba más por aprender a disecar aves y mamíferos o por leer los libros de viajes de Humboldt, que convertirse en un pastor rural como deseaba su padre.
En agosto de 1831, el reverendo John Stevens Henslow que además era profesor de botánica y amigo de Darwin, le escribió una carta informándole de la posibilidad de enrolarse como naturalista en el Beagle, un barco con misión cartográfica y científica que iba a dar la vuelta al mundo. Aunque su trabajo en la nave no sería remunerado, a Darwin le entusiasmó la idea y después de ciertas dificultades logró convencer a su padre para que le permitiera ir. El Beagle zarpó de Inglaterra en diciembre de ese mismo año con un Charles Darwin ilusionado que todavía no era, ni mucho menos, evolucionista.
Había logrado licenciarse en teología por la Universidad de Cambridge, así como en matemáticas euclidianas y en estudios clásicos, pero aceptó el empleo de naturalista sin tener ninguna titulación en ciencias naturales. No obstante, poseía una gran experiencia práctica. Sabía cazar y disecar animales. Era experto en coleccionar rocas, fósiles, insectos y en realizar herbarios. Además su curiosidad y capacidad de observación le conferían unas cualidades idóneas para la labor que debía realizar abordo del Beagle. El capitán del barco, Robert Fitzroy, que era sólo cuatro años mayor que Darwin, poseía una personalidad muy fuerte y, a pesar de que a Charles no le gustaba polemizar, llegó a discutir en varias ocasiones con él. El marino defendía vehementemente la esclavitud, mientras Darwin se rebelaba contra aquella denigrante costumbre. Pero la excesiva duración del viaje, –cinco años y dos días– hizo inevitable que llegaran a entenderse.
Las primeras semanas de navegación supusieron un verdadero infierno para el joven naturalista. Durante la travesía del golfo de Vizcaya, los frecuentes mareos le hicieron el trayecto insoportable. Se ha especulado mucho sobre la salud de Darwin, incluso se ha formulado la cuestión acerca de si durante su juventud se convirtió en un hipocondríaco, convencido de que estaba gravemente enfermo. Es cierto que cuando era un muchacho tenía fama de ser buen corredor y de disfrutar de las actividades al aire libre como la caza. Sin embargo, en su etapa de madurez escribió que a los veintidós años creía que sufría una enfermedad cardíaca y que, durante todo el viaje en barco, tuvo periódicas rachas de malestar, cansancio o dolores de cabeza. Algunos historiadores atribuyeron después estos síntomas a las secuelas de una tripanosomiasis que pudo haber contraído en América del Sur. Era la enfermedad de Chagas, endémica de estas regiones y que venía causada por un protozoo, un tripanosoma frecuente en los armadillos que Darwin recolectaba y, en ocasiones, consumía. La enfermedad se transmite por un insecto alado parecido a una chinche, la vinchuca, que chupa la sangre del armadillo y puede picar también a los humanos. Años más tarde, en 1849, Darwin escribió que sus problemas de salud le impedían trabajar uno de cada tres días. De manera que sus dolencias pudieron deberse a dicha enfermedad de Chagas, a una afección psiconeurótica o a ambas cosas a la vez.
Cuando llegaron a Tenerife, el día 6 de enero de 1832, sólo pudieron ver desde lejos el famoso pico volcánico del Teide, ya que el cónsul no les permitió desembarcar en la isla. Las leyes exigían que los barcos provenientes de Inglaterra debían permanecer doce días en cuarentena. Donde sí pudieron descender diez días después, fue en el archipiélago de Cabo Verde. La isla de Santiago fue la primera región tropical que Darwin visitó. Después se refirió a esta experiencia con las siguientes palabras:
"Volví a la costa, caminando sobre rocas volcánicas, oyendo el canto de pájaros desconocidos y observando nuevos insectos revoloteando alrededor de flores nunca vistas… Ha sido un día glorioso para mí, como un ciego que recibiera la vista; al principio, se quedaría anonadado ante lo que ve y no le sería fácil entenderlo. Esto es lo que yo siento y seguiré sintiendo" (Huxley & Kettlewel, 1984: 50).
En las tres primeras semanas del viaje, Darwin empezó a reflexionar sobre los nuevos organismos que veía y a poner en tela de juicio las concepciones fijistas que hasta entonces se aceptaban. Quedó sorprendido al observar la fauna sudamericana y compararla con la de los demás continentes. Los avestruces americanos (ñandúes) le interesaron mucho e incluso llegó a descubrir una segunda especie, que más tarde sería descrita por Gould y denominada Struthio darwinii, en honor suyo. También le llamaron la atención las llamas (guanacos), así como los fósiles de armadillos gigantes que parecían tener alguna relación con las especies vivas de la actualidad.
Cuando Darwin dejó Inglaterra era creacionista y pensaba, como la mayoría de los científicos de su tiempo, que todas las especies animales y vegetales habían sido creadas a la vez y de manera independiente. Pero cuando regresó del viaje, las dudas al respecto se amontonaban en su cabeza. Había visto evidencias de que todo el planeta estaban implicado en un proceso de cambio continuo y se preguntaba si las especies podían cambiar también y dar lugar a otras nuevas. Otros autores se habían referido ya al transformismo biológico, como Buffon (1707–1788) en su Historia Natural, que aún reconociendo la fijeza de los seres vivos, admitía la posibilidad de que algunas especies se hubieran desarrollado a partir de un mismo antecesor. Darwin conocía perfectamente el libro de su abuelo, Erasmus Darwin, Zoonomía, que era una defensa evolucionista de la idea de que todos los seres vivos podían haberse originado a partir de un único antepasado.
Había leído la obra del biólogo francés, Jean–Baptiste de Lamarck, en la que se sostenía que los caracteres adquiridos por los individuos de una generación se transmitían a su descendencia. Esto haría posible, por ejemplo, que a las jirafas se les fuera estirando gradualmente el cuello a medida que se esforzaban por alcanzar los brotes más tiernos y más altos de las acacias. Las ideas lamarkistas no prosperaron pero es indudable que influyeron en Darwin y en la sociedad victoriana, ya que poseían repercusiones morales positivas. Si los padres eran trabajadores y se abstenían de cualquier vicio, sus hijos serían genéticamente más fuertes, podrían trabajar duro y llevarían una vida sana. También estaba familiarizado con el pensamiento sociológico de Herbert Spencer, quien creía que la idea de evolución era de aplicación universal.
En 1852, unos seis años antes de la aparición de El origen de las especies, Spencer había escrito un artículo en el que curiosamente se adelantaba a la teoría de la selección natural de Darwin. En este trabajo, titulado "Una teoría de la población", afirmaba que lo fundamental del desarrollo de la sociedad humana había sido "la lucha por la existencia" y el principio de "la supervivencia de los más aptos". Según su opinión, el permanente cambio se habría producido tanto en la formación de la Tierra a partir de una masa nebulosa, como en la evolución de las especies, en el crecimiento embrionario de cada animal o en el desarrollo de las sociedades humanas. Darwin llegó a decir de Spencer que: "¡Es mil veces superior a mí!" (Raison, 1970: 79).
Por lo que respecta a las diferentes etnias humanas que observó a lo largo de su viaje, Darwin manifestó sus prejuicios sin ningún tipo de escrúpulos. Algunos pasajes de sus libros presentan claras tendencias etnocéntricas. Considera a los demás pueblos desde la óptica de la sociedad europea. Compara los indígenas primitivos con los hombres civilizados y llega a la conclusión de que los primeros no son seres del todo humanos ya que carecen de sentido moral. Por ejemplo, los brasileños no le agradaron, decía que eran "personas detestables y viles", pero los esclavos negros le merecieron todo tipo de alabanzas. Los nativos de Tierra de Fuego resultaron ser para él individuos poco fiables, refiriéndose a ellos dijo:
"Nunca me había imaginado la enorme diferencia entre el hombre salvaje y el hombre civilizado… Su lengua no merece considerarse ni siquiera como articulada. El capitán Cook dice que cuando hablan parece como si estuvieran aclarándose la garganta… Creo que aunque se recorriera el mundo entero, no aparecerían hombres inferiores a éstos" (Huxley & Kettlewel, 1984: 61).
Los maoríes de Nueva Zelanda le parecieron también sucios y granujas, en contraste con los tahitianos que le habían causado muy buena impresión. Estaba convencido de que con sólo mirar la expresión de sus rostros era posible determinar que los primeros eran un pueblo salvaje, ya que la ferocidad de su carácter les iba deformando progresivamente el rostro y les daba unos rasgos agresivos, mientras que los habitantes de Tahití formaban comunidades de personas pacíficas y civilizadas.
Al llegar al archipiélago de las Galápagos y conocer los animales que lo poblaban, quedó fascinado. Cada isla estaba habitada por una variedad diferente de pinzones que él supuso descendientes de un antepasado común que habría emigrado del continente americano. Pero además, en una misma isla existían especies diferentes de estas aves, cada una de las cuales estaba adaptada a un tipo particular de alimento. Unas comían insectos y presentaban picos delgados, mientras que otras eran capaces de romper ciertas semillas y nueces con sus robustos picos. Refiriéndose a estas singulares islas escribió:
"Cuando veo estas islas, próximas entre sí, y habitadas por una escasa muestra de animales, entre los que se encuentran estos pájaros de estructura muy semejante y que ocupan un mismo lugar en la naturaleza, debo sospechar que sólo son variedades… Si hay alguna base, por pequeña que sea, para estas afirmaciones, sería muy interesante examinar la zoología de los archipiélagos, pues tales hechos echarían por tierra la estabilidad de las especies" (Huxley & Kettlewel, 1984: 85).
Las cuatro semanas que pasó en las Galápagos constituyen el período más decisivo de su vida, en el que comenzó a cambiar de ideas y a gestar la teoría de la transformación evolutiva de las especies. Pero también los organismos de Australia, con animales tan extraños si se los compara con los del resto del mundo, como el ornitorrinco, el equidna y los marsupiales, supusieron para Darwin otros tantos argumentos en favor de los planteamientos evolucionistas.
"La desemejanza entre los habitantes de regiones diferentes puede atribuirse a modificación mediante variación y selección natural, y probablemente, en menor grado, a la influencia directa de condiciones físicas diferentes" (Darwin, 1980: 372).
El 2 de octubre de 1836 el Beagle amarró por fin, después de tan largo periplo, en el puerto inglés de Falmouth. Darwin tenía tantas ganas de ver a su familia que no perdió ni un minuto. Tomó el primer coche hacia Shrewsbury, a donde arribó dos días después. Se presentó en su casa sin avisar, en el preciso momento en que su padre y sus hermanas se sentaban para desayunar. En medio de la alegría y el caluroso recibimiento, el padre se volvió hacia sus hijas y les dijo: "Sí, la forma de su cabeza ha cambiado por completo". Pero, en realidad, lo que había cambiado eran las ideas gestadas en la cabeza del joven Darwin.
Después del feliz reencuentro con su familia, pasó tres meses en Cambridge, relacionándose con profesores de la universidad, hasta que finalmente se instaló en Londres. Allí clasificó, con la ayuda de otros especialistas, las inmensas colecciones que había recogido durante el viaje y que fueron publicadas en la obra Zoología del viaje del "Beagle". Al poco tiempo escribió también su famoso Diario de investigaciones que tuvo gran éxito. Una vez que terminó con todo este trabajo al que estaba obligado como naturalista de la expedición, se puso a escribir tres libros importantes: Arrecifes de coral, Islas volcánicas y Observaciones geológicas sobre Sudamérica, que fueron publicados entre 1842 y 1846. Sus investigaciones geológicas tuvieron un mal principio. En 1839 publicó un estudio acerca de unas extrañas "sendas paralelas" que podían observarse en la ladera de una montaña de Glen Roy, en Escocia. LLegó a la conclusión de que eran antiguas playas marinas formadas a consecuencia del hundimiento de la tierra. El ferviente defensor del darwinismo, Julian Huxley, lo explica así:
"Fue ésta una de las pocas ocasiones en que las conclusiones científicas de Darwin resultaron totalmente erróneas; en realidad, aquellas sendas habían sido originalmente playas de un lago glacial represado. Su desilusión debió obligarle a ser sumamente cauto en la publicación de sus obras posteriores. Desde luego, su imprudencia le enseñó una lección: nunca volvería a extraer conclusiones antes de contrastarlas con gran número de datos recogidos a tal fin" (Huxley & Kettlewel, 1984: 97).
En los años siguientes entró en contacto con famosos científicos ingleses, como Charles Lyell, geólogo que sostenía su teoría del uniformitarismo o del actualismo, afirmando que el presente es la clave del pasado. Es decir, que el estudio de los procesos geológicos actuales constituye un medio para interpretar los acontecimientos que ocurrieron en el pasado. Darwin aceptó estas ideas pero las fusionó con su principio de la selección natural. En su opinión los cambios geológicos progresivos afectaban también a los fenómenos biológicos.
A principios del otoño de 1838, mientras buscaba distracción leyendo el libro del economista británico Thomas Robert Malthus (1776–1834), Ensayo sobre el principio de la población, Darwin descubrió la idea que durante tanto tiempo había estado buscando, la selección natural. Malthus decía que las poblaciones tendían a crecer en proporción geométrica si nada se lo impedía. Esto fue la clave para que Darwin pensara en un mecanismo que llevaba a la conservación de las variaciones más adecuadas para sobrevivir y a la desaparición de aquellas otras que eran menos aptas para la vida. Esta debía ser la solución, la naturaleza favorecía la supervivencia de las especies más adaptadas al entorno y eliminaba sin contemplaciones a los débiles e inadaptados. Tal selección era como una misteriosa fuerza que obligaba a todos los seres vivos a penetrar en los huecos que dejaba la economía de la naturaleza. Darwin dedicó el resto de su vida a demostrar que la selección natural era el motor de la teoría de la evolución de las especies.
El 11 de noviembre de 1838, Darwin pidió la mano de Emma, quien dos meses después se convertiría en su esposa. Su matrimonio resultó muy afortunado. En diciembre del año siguiente nació el primero de los diez hijos que tuvieron. La paternidad le permitió a Charles estudiar la conducta humana y las emociones, realizando experimentos y observaciones en sus propios hijos. Darwin llevaba casi veinte años recopilando información que confirmara su teoría de la evolución, pero siempre emprendía otros estudios que le impedían terminar su obra principal. No obstante, el 14 de mayo de 1856, animado por su amigo Hooker y por Lyell, empezó a redactar una obra definitiva sobre el tema que se titularía La selección natural y sería un trabajo monumental de 2.500 páginas. Pero dos años después, cuando terminaba el décimo capítulo, recibió una carta inesperada que fue como un auténtico bombazo en la vida de Darwin. El remitente era un tal Alfred Russel Wallace, un joven naturalista residente en las islas Molucas que había llegado por su cuenta a las mismas conclusiones que Charles. En unas pocas hojas explicaba perfectamente la teoría de la evolución por selección natural que tantos años había ocupado a Darwin. El ensayo se titulaba, Sobre la tendencia de las variedades a apartarse indefinidamente del tipo original. Además le pedía su opinión y su ayuda para poder publicarlo.
OBRAS DE DARWIN
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1839
| Narración de los viajes de estudio de los buques de la marina británica "Adventure" y "Beagle" durante los años 1826–1836.
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1840–1843
| Zoología del viaje del "Beagle".
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1842
| La estructura y distribución de los arrecifes de coral.
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1844
| Observaciones geológicas sobre las islas volcánicas durante el viaje del "Beagle"
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1845
| Diario de investigaciones de la historia natural y de la geología de los países visitados durante el viaje del "Beagle" alrededor del mundo.
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1851a
| Monografía de los Lepadidae fósiles de Gran Bretaña.
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1851b
| Los balánidos (o cirrípedos sésiles).
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1854
| Monografía de los balánidos y Verrucidae fósiles de Gran Bretaña.
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1859
| Del origen de las especies por medio de la selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.
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1860
| Viaje de un naturista.
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1862
| De los diferentes artificios mediante los cuales las orquídeas son fecundas por los insectos.
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1868
| La variación de los animales y de las plantas en domesticidad.
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1871
| La descendencia del hombre y la selección en relación al sexo.
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1872
| La expresión de las emociones en el hombre y en los animales.
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1875a
| Los movimientos y costumbres de las plantas trepadoras.
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1875b
| Plantas insectívoras.
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1876a
| Los efectos del cruzamiento y de la autofecundación en el reino vegetal.
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1876b
| Recuerdos del desarrollo de mis ideas y de mi carácter.
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1877
| Las diferentes formas de flores en plantas de una misma especie.
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1880
| La facultad de movimiento en las plantas.
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1881
| La formación del moho vegetal por la acción de los gusanos.
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La primera reacción de Darwin fue renunciar a la publicación de su propia obra y cederle todo el mérito a Wallace. Esa misma tarde escribió a Lyell contándole aquella coincidencia tan notable y diciéndole que estaba dispuesto a quemar su libro antes que Wallace u otros pudieran pensar que se había comportado con espíritu mezquino. Pero Lyell y Hooker le convencieron para que se hiciese público un anuncio conjunto de las conclusiones de los dos autores y después, él escribiera un libro más breve de lo que pensaba, para publicarlo en el plazo de un año. Así nació, después de trece meses de redacción, El origen de las especies mediante la selección natural. La obra se publicó por primera vez en 1859 y tuvo un éxito absoluto ya que la primera edición, que contaba con algo más de mil ejemplares, se agotó el mismo día de su aparición. La carta de Wallace fue como un revulsivo que acabó con los temores de Darwin a publicar su teoría y los libros se fueron sucediendo uno tras otro. El mérito de su trabajo consistió en aportar un gran número de observaciones de campo a su teoría de la selección natural que, según él, explicaba definitivamente la evolución biológica. Pero también, le ayudó el hecho de haber presentado tales ideas en el preciso momento en que la visión romántica de progreso estaba de moda y parecía indestructible.
Por lo que respecta a sus convicciones filosóficas o religiosas, conviene señalar que las expresó casi siempre en privado, en cartas personales a los amigos que no fueron escritas pensando en que después se publicarían. A pesar de haber estudiado teología en su juventud, a Darwin no le gustaba hablar de estos temas. Seguramente, la manifiesta convicción cristiana de sus más íntimos familiares, así como el ambiente religioso general de la Inglaterra victoriana, le hacían sentirse cohibido para confesar públicamente su falta de fe. Sin embargo, en una de estas cartas escrita hacia el final de su vida respondió:
"Pero, puesto que me lo preguntáis, puedo aseguraros que mi juicio sufre a menudo fluctuaciones… En mis mayores oscilaciones, no he llegado nunca al ateísmo, en el verdadero sentido de la palabra, es decir, a negar la existencia de Dios. Yo pienso que, en general (y, sobre todo, a medida que envejezco), la descripción más exacta de mi estado de espíritu es la del agnóstico" (Abbagnano, 1982: 3, 284).
En relación al problema del mal en el mundo, en su obra Recuerdos del desarrollo de mis ideas y de mi carácter, escribió también:
"Nadie discute que existe mucho sufrimiento en el mundo. Algunos han intentado explicarlo en relación al hombre con la suposición de que esto mejoraría su moral. Pero el número de personas en todo el mundo no es nada comparado con todos los demás seres sensitivos, y éstos muchas veces sufren considerablemente sin ninguna mejoría moral. Un ser tan poderoso y sabio como un dios que pudiera crear el universo, parece omnipotente y omnisciente a nuestra mente limitada, y la suposición de que la benevolencia de Dios no es limitada, es rechazada por nuestra conciencia, porque ¿qué ventaja podría significar el sufrimiento de millones de animales primitivos en un tiempo casi interminable? Este argumento tan viejo de la existencia del sufrimiento contra la existencia de una Primera Causa inteligente, me parece que tiene peso; aunque, como acabo de comentar, la presencia de mucho sufrimiento coincide bien con el punto de vista de que todos los seres orgánicos fueron desarrollados por variación y selección natural" (Darwin, 1983a:80).
El 19 de abril de 1882 Darwin falleció de un ataque al corazón cuando tenía setenta y tres años. Fue enterrado en la abadía de Westminster y entre los que llevaron su féretro había tres destacados biólogos amigos suyos, Huxley, Hooker y Wallace. El nieto del primero, el naturalista ateo sir Julian Huxley, escribió al final de su biografía sobre Darwin, las siguientes palabras:
"De esta manera acabaron unidos los dos mayores científicos de la historia de Inglaterra: Newton, que había acabado con los milagros en el mundo físico y había reducido a Dios al papel de un creador del cosmos que el día de la creación había puesto en marcha el mecanismo del universo, sometido a las leyes inevitables de la naturaleza; y Darwin, que había acabado no sólo con los milagros sino también con la creación, despojando a Dios de su papel de creador del hombre, y al hombre, de su origen divino" (Huxley & Kettlewel, 1984:194).
El esqueleto del mito transformista
La teoría que Darwin propuso constaba de tres premisas y una conclusión. La primera se refería a "la variación existente en los seres vivos". Cada individuo, fuera de la especie que fuera, presentaba unas variaciones propias que lo distinguían del resto de sus congéneres. Hoy diríamos que la estructura genética de cada organismo es individual y distinta a la de los demás. Precisamente estas diferencias individuales eran las que utilizaban los agricultores y ganaderos para formar razas o variedades concretas que eran diferentes al tipo original. La segunda premisa darwinista afirmaba que "todas las especies eran capaces de engendrar más descendientes de los que el medio podía sustentar". No todas las crías llegaban a adultas. Muchas eran devoradas por los depredadores o eliminadas por la escasez de alimento. Darwin halló un mecanismo natural que actuaba entre la ilimitada fecundidad de los seres vivos y los limitados recursos disponibles para alimentarlos. Tal mecanismo debía actuar eliminando la mayoría de las variaciones y conservando sólo aquellas de los individuos que sobrevivían y lograban reproducirse.
Esto le llevó a formular su tercera premisa: el misterioso mecanismo era lo que Darwin llamó la "selección natural". Las diferencias entre los individuos unidas a las presiones del ambiente provocaban el que unos sobrevivieran lo suficiente como para dejar descendientes, mientras que otros desaparecieran prematuramente sin haber tenido hijos. En este proceso siempre perdurarían los más aptos, no por ser superiores sino por estar mejor adaptados a su ambiente. Cuando las condiciones de éste cambiaran, entonces serían otros con diferentes características los herederos del futuro. Por tanto, la conclusión a la que llegó Darwin era que la selección natural constituía la causa que originaba nuevas especies. El cambio evolutivo que provocaba la aparición de nuevos organismos debía ser lento y gradual ya que dependía de las transformaciones geológicas ocurridas a lo largo de millones de años. Unas especies se extinguían mientras otras surgían de manera incesante.
Hacia el final de sus días, Darwin presentó la teoría de la pangénesis, que resultó ser un planteamiento totalmente equivocado. Él era consciente de que a la teoría de la evolución le faltaba algo importante. Como se ha señalado antes, en aquella época no se conocían los mecanismos de la herencia. Sólo después de más de cincuenta años de investigación, se pudo disponer de una teoría satisfactoria sobre la herencia y conocer la existencia de las mutaciones en los genes. Pero en su tiempo y con sus limitados conocimientos, Darwin intentó explicar los fenómenos hereditarios mediante unas hipotéticas partículas que procedían de los distintos tejidos del organismo y eran transportadas a través de la sangre hasta los órganos reproductores o allí donde fueran necesarias. Hoy se sabe que la teoría de la pangénesis no era cierta, pero el mérito de Darwin, según sus más fervientes seguidores, los neodarwinistas, consistió en aferrarse a la selección natural y rechazar los principios del lamarkismo.
Cuando la biología se convierte en sociología
Las ideas de Darwin dividieron el mundo de su época. No sólo se le opusieron la mayoría de los líderes religiosos sino también prestigiosos hombres de ciencia, como el zoólogo Phillip Gosse que se mantuvo siempre en el creacionismo; el profesor de geología Adam Sedgwick quien le censuró por haber abandonado el método científico de la inducción baconiana; el prestigioso paleontólogo y especialista en anatomía comparada, Richard Owen, que era discípulo del gran científico francés, Georges Cuvier, padre de esas mismas materias y enemigo declarado del transformismo. También en Estados Unidos se levantaron voces contra la teoría de la evolución, como la del naturalista de origen suizo, Louis Agassiz, que poseía una gran reputación como zoólogo y geólogo.
Sin embargo, de la misma manera hubo científicos y teólogos relevantes que asumieron el evolucionismo, contribuyendo a su difusión por medio de escritos o a través de sus clases en la universidad. Cabe mencionar aquí al zoólogo Thomas Huxley, al botánico Joseph Hooker y al geólogo Charles Lyell, todos ellos ingleses. Pero también a sociólogos como el ya mencionado Herbert Spencer o teólogos como Charles Kingsley que era novelista y clérigo de la Broad Church. En Alemania, el biólogo Ernst H. Haeckel, profesor de zoología en la Universidad de Jena, se puso también a favor de las ideas de Darwin. Y así progresivamente la teoría de la selección natural se fue difundiendo en todos los países occidentales.
Se ha planteado la cuestión acerca de si influyó la teoría darwiniana de la evolución en el pensamiento de Karl Marx, quien vivía en Londres durante el momento de máxima efervescencia transformista. Al parecer Marx sintió siempre una gran admiración por Darwin, hasta el punto de querer dedicarle la traducción inglesa de su obra El Capital. No obstante, Darwin se negó amablemente a tal distinción. Marx se refirió, en varias notas de dicho libro, a la opinión de Darwin acerca de ciertos órganos de animales y plantas capaces de poseer diferentes funciones, con el fin de ilustrar su idea de que el rendimiento del trabajo no sólo dependía de la habilidad del obrero, sino también de la perfección de las herramientas que éste utilizaba (Marx, 1999b:1, 276,303).
El transformismo de Darwin estuvo siempre presente en la ideología marxista. También en Rusia el padre del evolucionismo fue considerado como un héroe nacional e incluso se construyó en Moscú el famoso Museo Darwin y, en 1959, se acuñó una medalla especial para conmemorar el centenario de la publicación de El origen. Es lógico que, en un país institucionalmente ateo, quien hiciera innecesaria con su obra la creencia en un Dios creador fuera tratado como un superhombre. Ahora ya se disponía de un argumento "científico" que apoyaba la idea de que la materia eterna, por si sola, se había transformado dando lugar al universo, la tierra y todos los seres vivos, sin necesidad de apelar a ninguna causa sobrenatural.
En sus primeros momentos el darwinismo fue más influyente en el terreno ideológico que en el puramente científico y una de sus principales secuelas fue la aparición del llamado "darwinismo social". El intento de aplicación de los aspectos más crueles de la teoría darwinista a la sociedad humana. Los conceptos de "lucha por la existencia" y de "supervivencia de los mejores" fueron empleados por Herbert Spencer en sus First Principles (1862) para decir que el conflicto social y la guerra habían desempeñado un papel positivo en la evolución de las sociedades. El sufrimiento de los pueblos, la lucha armada y el derramamiento de sangre inocente habrían sido fundamentales para el establecimiento de los mayores y más complejos sistemas sociales, sobre todo en los primeros tiempos del desarrollo de la humanidad.
Por tanto, según el darwinismo social, el éxito de las sociedades se debería a la supervivencia de los más fuertes. Y tal supervivencia estaría siempre moralmente justificada, independientemente de los medios que se usaran para lograrla. No hace falta discurrir mucho para darse cuenta de que con este tipo de creencias era posible justificar el racismo ya que se establecían categorías entre los grupos humanos, pero también se fomentaba la guerra, la eugenesia y hasta la ideología nacionalsocialista de individuos como Hitler. La historia se ha encargado de demostrar, por medio de las atrocidades que se produjeron, lo equivocados que estaban quienes creyeron en el darwinismo social.
Desde el momento en que las ciencias sociales asumieron el evolucionismo, la concepción de las sociedades humanas adquirió una dimensión completamente diferente. Si el hombre descendía de los primates, ¿cómo había podido liberarse de la animalidad, socializarse y llegar a crear una verdadera cultura? Los modelos propuestos hasta el siglo XVIII se tornaron obsoletos y empezó a buscarse otros nuevos. La prehistoria comenzó a investigar cuál pudo ser la influencia del entorno sobre los hombres primitivos. Los estudiosos se volcaron en el conocimiento de las costumbres de los diferentes pueblos o grupos étnicos actuales, asumiendo que la etnología proporcionaría el banco de pruebas necesario para descubrir cómo se habría producido la hipotética transición del animal al ser humano. Las excavaciones arqueológicas sólo aportaban pruebas de los utensilios y las técnicas empleadas por el hombre de la antigüedad. Se establecieron así, sin demasiadas discusiones, las diferencias entre el paleolítico, el neolítico y la edad de los metales.
Sin embargo, con las cuestiones etnológicas las cosas no resultaron tan sencillas. ¿Cómo se habían originado las primeras sociedades humanas? ¿qué habría motivado la aparición de la cultura? ¿cuándo surgió la solidaridad territorial? ¿cuál fue el origen de la familia? ¿se debería creer que al principio fue el patriarcado, el matriarcado o la promiscuidad sexual? Todas estas cuestiones alimentaron la polémica entre antropólogos y sociólogos durante la mayor parte del XIX. Finalmente, a últimos de este siglo se empezaron a matizar todas las interpretaciones y a reconocer la existencia de una gran variedad de culturas que eran originales y diferentes entre sí. Por tanto, no resultaba posible establecer unas leyes comunes o una única explicación que diera cuenta de todos los hechos. Quienes realizaban trabajos de campo y estudiaban los documentos de primera mano, se dieron cuenta de que el evolucionismo no era capaz de interpretarlo todo.
¿Es el darwinismo una pseudociencia?
No obstante, el darwinismo se ha venido aceptando como verdad científica durante mucho tiempo. Tanto en el ámbito de la ciencia y las humanidades como en el popular, generalmente se ha supuesto que el tema de los orígenes había quedado explicado satisfactoriamente gracias a los planteamientos de Darwin. La selección natural actuando sobre las variaciones y las mutaciones de los individuos sería capaz de disolver el enigma de la aparición de la vida y de todas las especies que habitan la tierra. Esto es lo que se sigue enseñando en la inmensa mayoría de los centros docentes de todo el mundo. Salvo en aquellas pocas escuelas o universidades americanas que incluyen también el creacionismo como alternativa en los programas de sus alumnos. También la sociología continúa hoy aceptando los principios evolucionistas del señor Darwin, como puede verse en las siguientes manifestaciones de prestigiosos estudiosos del fenómeno social:
"Aunque la teoría de la evolución se ha perfeccionado desde la época de Darwin, lo esencial de la interpretación darwiniana aún goza de una aceptación mayoritaria. La teoría evolucionista nos permite confeccionar una interpretación clara de la aparición de las diferentes especies y de sus relaciones entre sí" (Giddens, 1998: 45).
"Si dejamos de lado la postura de algunos fundamentalistas religiosos, la evolución es un hecho universalmente aceptado desde la aparición de la obra de Charles Darwin y, desde luego, el evolucionismo constituye uno de los paradigmas más firmemente asentados en el mundo científico de hoy" (Giner y otros, 1998: 283).
De manera que la mayor parte de los jóvenes estudiantes aprenden hoy a observar el mundo a través del filtro darwinista aunque, de hecho, nadie sea capaz de explicarles cómo pudo la evolución crear los complejos mecanismos y sistemas bioquímicos descritos en sus libros de texto. Porque lo cierto es que comprender cómo funciona algo, no es lo mismo que saber cómo llegó a existir. En la actualidad, por ejemplo, se conocen muy bien los movimientos del planeta Tierra, su rotación y traslación alrededor del Sol. Es posible predecir los solsticios y equinoccios con gran precisión, así como los eclipses de Sol y de Luna. Sin embargo, tanto su origen como el del Sistema Solar siguen suscitando importantes debates entre los astrónomos.
Cuando Darwin publicó su famosa teoría no se conocía cuál era el motivo por el cual se producían variaciones dentro de una misma especie. No se sabía por qué era posible producir diferentes razas de perros, palomas o guisantes con características diversas, a partir de individuos que carecían de tales rasgos externos. Pero hoy se conocen bien los procesos bioquímicos y genéticos que operan en tales cambios. Por tanto, la cuestión es ¿resulta posible que las complejas cadenas metabólicas descubiertas por la moderna bioquímica, que se dan en el interior de las células y son capaces de provocar los mecanismos de la herencia, se hubieran podido formar por selección natural, tal como propone el darwinismo? ¿pueden los dispositivos genéticos que operan en la selección artificial de razas y variedades, explicar también la selección natural propuesta por el darwinismo?
En la época de Darwin la célula era un misterio, una especie de "caja negra" según afirma el profesor de bioquímica, Michael J. Behe, en su espléndido libro que titula precisamente así, La caja negra de Darwin (Behe, 1999: 27). Pero en la actualidad, la célula ha dejado de ser un saquito sin apenas nada en su interior para convertirse en una especie de factoría repleta de orgánulos altamente complejos que interactúan entre sí, realizando funciones elegantes y precisas. Resulta que la base de la vida no era tan sencilla como se esperaba. La ciencia citológica ha descubierto que cualquier función de los seres vivos, como la visión, el movimiento de las células o la coagulación de la sangre, es tan sofisticada como una computadora o una cámara de vídeo. La alta complejidad de la química de la vida frustra cualquier intento científico que pretenda explicar su origen a partir del azar, la casualidad o la selección natural. Esto se ha empezado a decir ya en voz alta en el mundo de la ciencia. El mencionado investigador de la Universidad Lehigh en Pensilvania, Behe, lo expresa así:
"Ahora que hemos abierto la caja negra de la visión, ya no basta con que una explicación evolucionista de esa facultad tenga en cuenta la estructura anatómica del ojo, como hizo Darwin en el siglo diecinueve (y como hacen hoy los divulgadores de la evolución). Cada uno de los pasos y estructuras anatómicos que Darwin consideraba tan simples implican procesos bioquímicos abrumadoramente complejos que no se pueden eludir con retórica. Los metafóricos saltos darwinianos de elevación en elevación ahora se revelan, en muchos casos, como saltos enormes entre máquinas cuidadosamente diseñadas, distancias que necesitarían un helicóptero para recorrerlas en un viaje. La bioquímica presenta pues a Darwin un reto liliputiense" (Behe, 1999: 41).
El origen de la complejidad de la vida apunta hoy más que nunca, puesto que ya se conoce el funcionamiento de los más íntimos mecanismos biológicos, hacia la creación de la misma por parte de un ente dotado de inteligencia. Descartar la posibilidad de un diseño inteligente es como cerrar los ojos a la intrincada realidad de los seres vivos. Después de un siglo de investigación científica, algunos hombres de ciencia se han empezado a dar cuenta de que no se ha progresado apenas nada por la vía darwinista. El evolucionista español Faustino Cordón reconocía que: "…curiosamente, Darwin, que da un nuevo sentido a la biología, a los cien años de su muerte parece que ha impulsado poco esta ciencia… ¿A qué se debe esta infecundidad hasta hoy de Darwin y, en cambio, la enorme capacidad incitadora de Mendel, y qué puede suceder en el futuro?" (Huxley & Kettlewel, 1984: 13). Los problemas que el padre de la teoría de la evolución planteó en su tiempo, continúan actualmente sin resolver. Hoy la ciencia sigue sin saber cuál podría ser el mecanismo evolutivo capaz de producir la diversidad del mundo natural.
Sería lógico suponer que ante esta enorme laguna de conocimiento, se publicaran continuamente trabajos sobre biología evolutiva y se diseñaran experimentos para descubrir cómo funciona la evolución. Sin embargo, cuando se analiza la bibliografía al respecto ésta brilla por su ausencia. Casi nadie escribe artículos sobre darwinismo o sobre la influencia de las ideas de Darwin en la biología actual. El profesor honorario de la Universidad de la Sorbona, Rémy Chauvin, dice:
"¿Qué piensan muchos biólogos de Darwin? Nada. Hablamos muy poco de este tema porque no nos resulta necesario. Es posible estudiar la fisiología animal o vegetal sin que jamás venga al caso Darwin. E incluso en el campo de la ecología, el gran bastión darwinista, existen miles de mecanismos reguladores de la población que pueden ser analizados empíricamente sin necesidad de recurrir a Darwin" (Chauvin, 2000: 38).
Es como si el darwinismo hubiera paralizado la investigación acerca del origen de los seres vivos o sus posibles cambios y, a la vez, resultara irrelevante para las demás disciplinas de la biología. Como si se tratara de una pseudociencia incapaz de generar resultados susceptibles de verificación o refutación. No obstante, a pesar de la esterilidad de esta teoría, resulta curioso comprobar el grado de fanatismo existente en ciertos sectores del mundo científico contemporáneo. Cuando en alguna conferencia para especialistas sale a relucir el tema del darwinismo, es posible pasar de los argumentos a los insultos con la velocidad del rayo. Las pasiones se encienden y las descalificaciones aparecen pronto. Una de tales reuniones científicas fue la que motivó precisamente, según confiesa el prestigioso biólogo Rémy Chauvin, la creación de su obra de reciente aparición: Darwinismo, el fin de un mito, cuyo título es suficientemente significativo.
No una teoría biológica sino metafísica
Cuando desde ambientes evolucionistas se hacen alusiones a los partidarios de la creación, generalmente se les acusa de fundamentalismo fanático y anticientífico, ya que si Dios creó de manera inmediata o mediante procesos especiales que actualmente no se dan en la naturaleza, entonces quedaría automáticamente cerrada la puerta a cualquier posible investigación científica del origen de la vida. El creacionismo sería, por tanto, religión y no ciencia. Sin embargo, la misma crítica puede hacerse al darwinismo. ¿No es éste también una forma de religiosidad atea y materialista? En realidad, tampoco se trata de una teoría científica sino metafísica, como señaló acertadamente el filósofo Karl Popper (1977: 230).
La selección natural, que es el corazón del darwinismo, pretende explicar casi todo lo que ocurre en la naturaleza, pero lo cierto es que sólo explica unas pocas cosas. Ni la adaptación de los organismos al entorno ni la pretendida selección natural de los mismos son acontecimientos que puedan ser medidos objetivamente, como más adelante se verá. Por tanto, no es posible verificar o desmentir las predicciones del evolucionismo mediante el método científico. Pero para que una teoría pueda ser considerada como científica tiene que ser susceptible de verificación y el darwinismo no lo es. ¿Qué es entonces? Pues un mito naturalista y transformista que se opone frontalmente a la creencia en un Dios creador inteligente que intervino activamente en el universo. Aunque se presente como ciencia y se le intente arropar con datos y cifras, en realidad es la antigua filosofía del naturalismo. Como bien señala Charles Colson:
"La batalla real se libra entre visión del mundo y visión del mundo, entre religión y religión. De un lado está la visión naturalista del mundo, declarando que el universo es el producto de fuerzas ciegas y sin fin determinado. Del otro lado está la visión cristiana del mundo, diciéndonos que fuimos creados por un Dios trascendente que nos ama y tiene un propósito para nosotros" (Colson, 1999: 60).
La oposición entre darwinistas y antidarwinistas es en el fondo de carácter teológico. Hay que ser sinceros y reconocer que detrás de unos y otros se esconde una ideología de naturaleza religiosa. Es el viejo enfrentamiento entre la increencia y la fe en Dios, entre el materialismo y el espiritualismo. De ahí que los debates se vuelvan en ocasiones tan agrios porque despiertan sentimientos y creencias muy arraigadas. Esto se comprueba, por ejemplo, en las actitudes de ciertos paladines, como el biólogo evolucionista Richard Dawkins, uno de los proponentes de la sociobiología, que pregunta siempre a quienes desean hablar con él acerca de la evolución: "¿Cree Ud. en Dios?" Si se le responde con una afirmación, da la espalda a su interlocutor y se marcha de forma grosera. En una entrevista realizada para el periódico La Vanguardia en Barcelona (España), al ser interrogado sobre el tema de la religión dijo: "Estoy en contra de la religión porque nos enseña a estar satisfechos con no entender el mundo". Y acerca de la fe pensaba que "es la gran excusa para evadir la necesidad de pensar y juzgar las pruebas" (27.02.00).
Otro ejemplo del carácter fundamentalmente teológico de la controversia creación–evolución es la frecuencia con la que sale a relucir el tema de la teodicea, la presencia del mal en el mundo. Darwin no entendía cómo era posible que un Dios bondadoso permitiera las crueldades que se dan en el mundo natural. Se refería sobre todo a un tipo especial de insectos, los icneumónidos, que suelen poner sus larvas en el cuerpo de ciertas orugas para que se alimenten mientras las van devorando vivas, y escribía: "esta es una de las lecciones más crueles que existen para el hombre". Dawkins rescata este mismo argumento pero cambia de personajes y dice: "Si la gacela y el guepardo deben su existencia al mismo creador, ¿a qué juega Dios?". ¿No es ésta una pregunta metafísica? ¿cómo la responde Dawkins? Por supuesto, él no cree en Dios, pero propone otra religión en la que sí cree, la selección natural. Esta primera causa ciega, azarosa y carente de sentimientos sería, en su opinión, la única que podría explicar el comportamiento de parásitos y carnívoros en función de lo único verdaderamente importante, la perpetuación de los genes.
"Hemos sido criados bajo la perspectiva de la evolución que considera "el bien de las especies" y, naturalmente, pensamos que los mentirosos y los engañadores pertenecen a especies diferentes: predadores, víctimas, parásitos, etc. Sin embargo, debemos esperar que surjan mentiras y engaños y explotación egoísta de la comunicación, siempre que difieran los intereses de los genes de individuos diferentes. Ello incluirá a individuos de la misma especie. Como veremos, debemos esperar que los niños engañen a sus padres, los maridos a sus esposas y los hermanos mientan a sus hermanos" (Dawkins, 1979: 104).
La teoría del egoísmo de los genes que sugiere la sociobiología, y que justificaría cualquier conducta humana, es profundamente pesimista. Sin embargo, la realidad del mundo actual no es tan negra como la pinta Dawkins. Es verdad que el problema de la teodicea sigue arañando la conciencia humana, superando cualquier respuesta dada desde la razón o la ciencia. Y que sólo desde la fe en la resurrección de Cristo es posible abrir una puerta a la esperanza. Sin embargo, en el ámbito natural también es posible decir que el mal presente en el universo no ha desplazado por completo al bien. En el mundo existe todavía belleza, elegancia, precisión, organismos increíblemente complejos y perfectos, así como astros capaces de despertar sentimientos de admiración en el alma humana y de hacerle decir al hombre que "los cielos cuentan la gloria de Dios".
Ciertamente la muerte de la gacela asfixiada entre los colmillos del guepardo o el león es cruel, pero el resto de sus congéneres no se pasan la existencia deprimidos o apesadumbrados por lo que también les puede ocurrir a ellos. Por el contrario, saltan, corren, retozan, juegan y se aparean, disfrutando de la vida antes de ser devorados o inmediatamente después de que alguno de sus parientes haya desaparecido, como si nada pasara. Por fortuna el sufrimiento de los animales, recordando el pasado o temiendo el futuro, no se puede comparar al del ser humano. El cosmos actual no es un paraíso pero tampoco un infierno, quizás sea las dos cosas a la vez.
Vivimos en un mundo caído, como afirma la Biblia, donde el mal campea a su aire, pero en el que todavía se conservan huellas de su perfección original. En cualquier caso, lo único que resulta posible afirmar, desde la perspectiva científica, es que "somos demasiado ignorantes; la ciencia es demasiado joven; la biología está aún en pañales. Y, sobre todo, hay que abstenerse de realizar declaraciones estrepitosas y desesperantes al estilo de Dawkins" (Chauvin, 2000: 30). Hoy por hoy no existe una teoría científica capaz de descifrar el misterio del origen y la inmensidad de este universo que revela diseño e inteligencia. Tanto el creacionismo como el evolucionismo son explicaciones de carácter metafísico.
Razonamiento circular
Una crítica clásica al darwinismo es que se trata de un razonamiento en círculo vicioso, una tautología que repite dos veces lo mismo. Por ejemplo, la selección natural propone la supervivencia de las especies más aptas, pero también las más aptas serían aquellas que sobrevivirían. Es decir, lo que ocurriría en definitiva es la supervivencia de los supervivientes. Una especie estaría adaptada al ambiente cuando se reprodujera bien y aumentara la proporción de sus genes, pero lo que haría que aumentaran tales genes sería precisamente su grado de adaptación al ambiente. Mediante este tipo de argumentación aplicada a la idea de progreso, el darwinismo es capaz de explicar cualquier cosa. En este sentido, se ha señalado el ejemplo de cómo un hámster ha podido evolucionar hasta convertirse en un ratón y, por el contrario, cómo un pequeño ratón ha sido capaz de transformarse en hámster.
"Ciertos hámsteres han evolucionado hasta transformarse en ratones: los hámsteres son animales que se desplazan muy lentamente y que son presa fácil para los depredadores. En ciertas regiones, en las que abundan los predadores, los hámsteres de pequeño tamaño, son más rápidos que los grandes, sobreviven mejor. Los hámsteres más rápidos desarrollan una larga cola, que les permite guardar mejor el equilibrio cuando corren raudos para escapar a los depredadores. Estos pequeños animales, rápidos y con una larga cola, se denominan ratones.
Pero ciertos ratones evolucionan hasta convertirse en hámsteres. En las zonas en las que escasea el alimento, un animal de mayor tamaño, con un metabolismo lento, y capaz de almacenar alimento en la boca, puede sobrevivir mejor que un animal más pequeño que solo puede ingerir una pequeña cantidad de comida de una vez. Los más grandes pueden tomar suficiente alimento para todo el día, mientras que los pequeños solo pueden asimilar una pequeña cantidad. Un metabolismo más lento ayuda al animal a sobrevivir durante los períodos en los que no se encuentra sustento. Para estos animales más lentos, una cola más corta puede ser útil, ya que así es más difícil que los depredadores los atrapen. Estos animales se convierten entonces en lo que denominamos un hámster (Ludwig)" (Chauvin, 2000:259).
Pero lo cierto es que ninguno de estos argumentos se puede demostrar de manera objetiva. Tal es la crítica que se hace constantemente al darwinismo por parte de sus adversarios.
Imposibilidad de la generación espontánea de la vida
Antes de la invención del microscopio y del descubrimiento de la complejidad de ese mundo en miniatura que escapa al sentido de la vista humana, los naturalistas pensaban que ciertos animales pequeños podían aparecer de forma súbita a partir de la materia orgánica putrefacta. Se creía que insectos, gusanos, anguilas o ranas surgían de manera natural en el barro, mediante la transformación de la materia inorgánica en orgánica. Cuando se comprobó que esto no era así, el ámbito de la generación espontánea de la vida se fue reduciendo cada vez más. Louis Pasteur se dio cuenta de que si se protegían convenientemente los alimentos, éstos no eran capaces de generar microbios ni insectos, por lo que en 1862 demostró definitivamente que la generación espontánea era una quimera. No obstante, tal teoría fue asumida por los partidarios del darwinismo, como Ernst Haeckel, para explicar el origen de las primeras células. En aquella época se creía que la célula era un simple grumo de carbono que había surgido por evolución de la materia inanimada. Hoy se sabe que las células son muchísimo más complejas de lo que se creía entonces.
Cuando a mediados del siglo XX, los partidarios del evolucionismo realizaron una serie de reuniones interdisciplinarias para poner al día las ideas de Darwin, se realizó una síntesis evolucionista entre materias como la genética, la paleontología y la sistemática, creándose así la teoría neodarwinista que constituye la base del pensamiento evolucionista actual. Sin embargo, hubo disciplinas como la citología y la bioquímica que no se tuvieron en cuenta en tales congresos, por la sencilla razón de que prácticamente no existían. Han pasado los años y estas últimas materias han avanzado mucho, demostrando la alta complejidad de las estructuras celulares y de las reacciones moleculares que ocurren en su interior. Por tanto, en la actualidad se está ya en condiciones de interpretar el neodarwinismo a la luz de los nuevos datos que aporta la bioquímica moderna. Si las suposiciones transformistas de Darwin fueran ciertas, deberían ser capaces de explicar adecuadamente la estructura molecular de la vida. Pero resulta que, en el mundo de la bioquímica, se han levantado ya voces diciendo que mediante el darwinismo no es posible explicar la complejidad molecular de los seres vivos (Behe, 1999: 44).
La serie de experimentos encaminados a demostrar en el laboratorio cómo pudo originarse espontáneamente la vida en una atmósfera carente de oxígeno —desde los aminoácidos obtenidos por Stanley L. Miller hace cincuenta años, hasta la famosa sopa orgánica de Harold C. Urey o los coacervados de Alexander I. Oparin— tampoco ha podido convencer al mundo científico. Como reconoce el paleoantropólogo evolucionista, Richard E. Leakey, en el prólogo de una reciente edición de El origen de las especies: "hay una gran distancia desde esta "sopa orgánica" a una célula viva, y nadie ha logrado todavía crear vida en el laboratorio… Considerando que los científicos están intentando comprender acontecimientos que tuvieron lugar hace millones de años, nunca conoceremos la historia completa del origen de la vida" (Darwin, 1994: 43). Por mucho que se arreglen los aparatos para obtener aquellas sustancias que se desean, lo cierto es que las condiciones de una Tierra primitiva, como las que supone el evolucionismo, habrían destruido prematuramente cualquier molécula orgánica que se hubiera podido formar. Además, la tendencia general de las moléculas complejas es romperse y convertirse en otras más simples, nunca ocurre lo contrario en un ambiente inorgánico. Este es el gran reto que plantea la polimerización a la teoría darwinista del origen de las macromoléculas vitales.
Por otro lado, existe también una incompatibilidad fundamental entre los aminoácidos que constituyen las proteínas de los seres vivos y aquellos otros que forman parte de la materia inerte. Esta propiedad se conoce con el nombre de disimetría molecular de los seres vivos. Resulta que en la naturaleza cada molécula de aminoácido posee también su simétrica. Son como las manos derecha e izquierda. Los aminoácidos que obtuvo Miller en la trampilla de su aparato diseñado para tal fin, tales como glicina, alanina o ácido aspártico, eran de esta clase. Es decir, pertenecían a las dos formas, derecha e izquierda, o como se dice en química, eran dextrógiros (D) y levógiros (L). Sin embargo, las células de los organismos vivos solamente utilizan aminoácidos de la forma L sin que nadie hasta ahora pueda explicar por qué. De manera que la mitad de las moléculas obtenidas por Miller eran de la forma D y la otra mitad de la L. Por tanto, nunca hubieran podido dar lugar a las proteínas de los seres vivos que siempre son L. La cuestión es obvia, si la materia viva procede tal como supone el evolucionismo de la materia inerte, ¿cómo explicar que sólo posea aminoácidos de la forma L? ¿cuál es la razón de esta singular selectividad de los seres vivos? El darwinismo es incapaz de dar una respuesta coherente ya que la hipótesis de la generación espontánea de la vida no puede ser demostrada.
En cualquier caso, incluso aunque algún día se llegara a fabricar en el laboratorio alguna macromolécula biológica o alguna pequeña célula, esto no demostraría que al principio hubiera ocurrido por generación espontánea y debido sólo a las condiciones naturales. Más bien se confirmaría que detrás de la aparición de la vida o de las moléculas vitales, tiene que existir necesariamente una inteligencia capaz de dirigir, controlar y hacer posible todo el proceso. Igual que para la obtención de aquellos famosos aminoácidos fue precisa la intervención del señor Miller, el origen de la vida requiere también la existencia de un creador inteligente. La ciencia actual no le cierra la puerta al Dios creador del que habla la Biblia sino que se la abre de par en par. Los nuevos descubrimientos vienen a confirmar que la fe de los cristianos tiene unos fundamentos sólidos y no es un salto a ciegas en el vacío, como algunos pretenden.
¿Pudo el ojo producirse por evolución?
Acerca de los órganos que presentan una perfección y complicación extremas como puede ser el ojo, Darwin escribió:
"Parece absurdo de todo punto —lo confieso espontáneamente— suponer que el ojo, con todas sus inimitables disposiciones para acomodar el foco a diferentes distancias, para admitir cantidad variable de luz y para la corrección de las aberraciones esférica y cromática, pudo haberse formado por selección natural… (Pero) La razón me dice que si puede demostrarse que existen numerosas gradaciones desde un ojo sencillo e imperfecto a un ojo complejo y perfecto, […] entonces la dificultad de creer que… pudo formarse por selección natural, aunque insuperable para nuestra imaginación, no sería considerada como destructora de nuestra teoría. […] (No obstante) Si pudiera demostrarse que existió algún órgano complejo que tal vez no pudo formarse por modificaciones ligeras, sucesivas y numerosas, mi teoría se vendría abajo por completo" (Darwin, 1980: 196,199).
Esto último es precisamente lo que acaba de suceder con los nuevos descubrimientos de la ciencia bioquímica. Los especialistas se han dado cuenta de que ciertos órganos o sistemas, llamados "irreductiblemente complejos", no han podido originarse mediante modificaciones ligeras y graduales como propone el darwinismo (Behe, 1999: 60). ¿Qué es un sistema irreductiblemente complejo? Se trata de un órgano o una función fisiológica compuestos por varias piezas o etapas que interactúan entre sí, dependiendo unas de otras y contribuyendo entre todas a realizar una determinada función básica. Si se elimina una sola de tales piezas o etapas, el sistema deja automáticamente de funcionar.
Un sistema así no se puede haber producido por evolución porque cualquier precursor que careciera de una parte concreta sería del todo ineficaz. Tuvo que originarse necesariamente como una unidad integrada para poder funcionar de manera correcta desde el principio. El ejemplo más sencillo propuesto por Behe es el de la ratonera. Mediante tal artilugio, formado básicamente por cinco piezas, se persigue sólo una cosa: cazar ratones. La plataforma de madera soporta un cepo con su resorte helicoidal y una barra de metal para sujetar el seguro que lleva atravesado el pedacito de queso. Si se elimina una de tales piezas, la ratonera deja de funcionar. Se trata, por tanto, de un sistema irreductiblemente complejo.
Cualquier sistema biológico que requiera varias partes armónicas para funcionar puede ser considerado como irreductiblemente complejo. El ojo que tanto preocupaba a Darwin es en efecto uno de tales sistemas. Cuando un simple fotón de luz penetra en él y choca con una célula de la retina, se pone en marcha toda una cadena de acontecimientos bioquímicos en la que intervienen numerosas moléculas específicas como enzimas, coenzimas, vitaminas e incluso iones como el calcio y el sodio. Si una sola de las precisas reacciones que estas moléculas llevan a cabo entre sí se interrumpe, la visión normal resulta imposible e incluso puede sobrevenir la ceguera.
La extrema sofisticación del proceso de la visión elimina la posibilidad de que el aparato ocular se haya originado mediante transformación gradual. Para que el primer ojo hubiera podido ver bien desde el principio era necesario que dispusiera ya entonces de todo el complejo mecanismo bioquímico que posee en la actualidad. Por tanto, el ojo no pudo haberse producido por evolución de lo simple a lo complejo como propuso Darwin, sino que manifiesta claramente un diseño inteligente que le debió permitir funcionar bien desde el primer momento. La misma selección natural a la que tanto apela el darwinismo se habría encargado de eliminar cualquier forma que no funcionase correctamente.
Aparte del órgano relacionado con la visión, los seres vivos muestran numerosas estructuras semejantes que paralizan cualquier intento científico de explicar sus orígenes por transformación lenta y progresiva. También el proceso de coagulación de la sangre va contra la teoría de la evolución, ya que depende de una cascada de reacciones bioquímicas en cadena que están subordinadas las unas a las otras y debieron funcionar bien desde el primer momento. Lo mismo ocurre con el sofisticado aparato defensivo del escarabajo bombardero o con el flagelo bacteriano que permite el desplazamiento de ciertos microorganismos en el medio acuoso. El estudio detallado de tales órganos conduce inevitablemente a la conclusión de que fueron diseñados con un propósito concreto.
Las razas domésticas y el "hecho" de la evolución
Después de más de un siglo de estudios de campo y de investigaciones ecológicas son muchos los científicos que han llegado a la determinación de que ni la adaptación de las especies al medio ambiente, ni la selección natural pueden ser medidas de forma satisfactoria, tal como requiere el darwinismo. En este sentido el Dr. Richard E. Laekey admite que:
"Tanto la adaptación como la selección natural, aunque intuitivamente son fáciles de entender, con frecuencia resultan difíciles de estudiar rigurosamente: su investigación supone no sólo relaciones ecológicas muy complicadas, sino también las matemáticas avanzadas de la genética de poblaciones. Los críticos de la selección natural pueden estar en lo cierto al poner en duda su universalidad, pero todavía se desconoce el significado de otros mecanismos, como las mutaciones neutras y la deriva genética" (Darwin, 1994: 49).
A pesar de la gran cantidad de datos que se posee en la actualidad acerca del funcionamiento de los ecosistemas naturales, lo cierto es que el mecanismo de la evolución continúa todavía sumido en la más misteriosa oscuridad. Los ejemplos a los que habitualmente se recurre para ilustrar la selección natural se basan siempre en suposiciones no demostradas o en la confusión entre microevolución y macroevolución. Es verdad que mediante selección artificial los ganaderos han obtenido ovejas con más lana, gallinas que ponen más huevos o caballos bastante más veloces, pero en toda esta manipulación conviene tener en cuenta dos cosas. La primera es que se ha llevado a cabo mediante cruces realizados por criadores inteligentes y no por el azar o el capricho de la naturaleza. Tanto los agricultores como los ganaderos han usado sus conocimientos previos con una finalidad determinada. Han escogido individuos con ciertas mutaciones o han mezclado otros para conseguir aquello que respondía a sus intereses.
Sin embargo, nada de esto se da en una naturaleza sin propósito. Cuando las razas domesticadas por el hombre se abandonan y pasan al estado silvestre, pronto se pierden sus características adquiridas y revierten al tipo original. La selección natural se manifiesta más bien, en esos casos, como una tendencia conservadora que elimina las modificaciones realizadas por el hombre. Por tanto, la analogía hecha por Darwin entre la selección artificial practicada por el ser humano durante siglos y la selección natural resulta infundada.
La segunda cuestión a tener en cuenta es que la selección artificial no ha producido jamás una nueva especie con características propias que fuera incapaz de reproducirse con la forma original. Esto parece evidenciar que existen unos límites al grado de variabilidad de las especies. Todas las razas de perros, por ejemplo, provienen mediante selección artificial de un antepasado común. Los criadores han sido capaces de originar variedades morfológicamente tan diferentes entre sí como el chihuahua, que puede llegar a pesar tan sólo un kilogramo en estado adulto, y el san Bernardo de más de ochenta. No obstante, a pesar de las disparidades anatómicas continúan siendo fértiles entre sí y dan lugar a individuos que también son fértiles. El semen de una variedad puede fecundar a los óvulos de la otra y viceversa, porque ambas siguen perteneciendo a la misma especie. Como escribe el eminente zoólogo francés, Pierre P. Grassé:
"De todo esto se deduce claramente que los perros, seleccionados y mantenidos por el hombre en estado doméstico no salen del marco de la especie. Los animales domésticos falsos (animales que se vuelven salvajes) pierden los caracteres imputables a las mutaciones y con bastante rapidez, adquieren el tipo salvaje original. Se desembarazan de los caracteres seleccionados por el hombre. Lo que muestra […] que la selección natural y la artificial no trabajan en el mismo sentido. […]
La selección artificial a pesar de su intensa presión (eliminación de todo progenitor que no responda a los criterios de elección) no ha conseguido hacer nacer nuevas especies después de prácticas milenarias. El estudio comparado de los sueros, las hemoglobinas, las proteínas de la sangre, de la interfecundidad, etc., atestigua que las razas permanecen en el mismo cuadro específico. No se trata de una opinión, de una clasificación subjetiva, sino de una realidad medible. Y es que la selección, concreta, reúne las variedades de las que es capaz un genoma, pero no representa un proceso evolutivo innovador" (Grassé, 1977: 158,159).
Las posibilidades de cambio o transformación de los seres vivos parecen estar limitadas por la variabilidad existente en los cromosomas de cada especie. Cuando, después de un determinado número de generaciones, se agota tal capacidad de variación ya no puede surgir nada nuevo. De manera que la microevolución, es decir la transformación observada dentro de las diversas especies animales y vegetales, no puede explicar los mecanismos que requiere la teoría de la macroevolución o evolución general de la ameba al hombre. La naturaleza, más o menos dirigida por la intervención humana, es capaz de hacer de un caballo salvaje, un pequeño poni o un pesado percherón, pero no puede convertir un perro en oso o un mono en hombre. Los pequeños pasos de la microevolución permiten que, por ejemplo, un virus como el del SIDA modifique su capa externa para escapar al sistema inmunológico humano; o que determinadas bacterias desarrollen su capacidad defensiva frente a ciertos antibióticos.
Sin embargo, los grandes cambios que propone la macroevolución, como el salto de una bacteria a una célula eucariota o el de ésta a un organismo pluricelular, requieren procesos que no se observan en la naturaleza. "Mucha gente sigue la proposición darwiniana de que los grandes cambios se pueden descomponer en pasos plausibles y pequeños que se despliegan en largos períodos. No existen, sin embargo, pruebas convincentes que respalden esta postura" (Behe, 1999: 33). Es más, la bioquímica moderna ha descubierto que estos grandes saltos de la macroevolución no se han podido producir por microevolución. Ante esta situación la única alternativa que le queda al evolucionismo es apelar a las hipotéticas mutaciones beneficiosas que aportarían algo que antes no existía. Sin embargo, lo cierto es que no se sabe si tales mutaciones se producen realmente ni, por supuesto, con qué frecuencia lo hacen. A pesar de todo ello el darwinismo sigue creyendo en ellas porque evidentemente las necesita. Este es quizás el mayor acto de fe del transformismo.
Ala de murciélago o pata de caballo
Uno de los principales argumentos evolucionistas que se ha venido utilizando desde los días de Darwin es el de los órganos homólogos. Éstos se definen como los que poseen un mismo origen embrionario y, por tanto, presentan la misma estructura interna aunque puedan tener una forma e incluso una función diferentes. Por ejemplo, las extremidades anteriores de una iguana, una gaviota, una ballena, un caballo, un murciélago, un topo o un hombre, a pesar de ser tan diferentes entre sí, todas presentarían el mismo esqueleto interno formado por los huesos: húmero, cúbito, radio, carpos y falanges. Este parecido sólo podría explicarse, según se afirma, si se considera que todas estas especies proceden por evolución de un antepasado común que experimentó una evolución divergente y llegó a formar animales capaces de trepar, volar, nadar, galopar, excavar o tomar objetos respectivamente. Por tanto, estos órganos homólogos serían la prueba de un parentesco evolutivo con antepasados comunes. Esto es lo que todavía hoy se sigue enseñando en los libros de texto de secundaria y en la universidad.
No obstante, cuando se examina el asunto con más detenimiento aparecen serios inconvenientes. Es verdad que tales órganos presentan una estructura interna parecida, pero su origen embrionario no es en absoluto el mismo. Por ejemplo, de los numerosos sectores o metámeros en que se divide el cuerpo de los embriones, las patas delanteras de las salamandras, se desarrollan a partir del segundo, tercero, cuarto y quinto; las del lagarto lo hacen a partir del sexto, séptimo, octavo y noveno metámeros, mientras que el embrión humano lo hace del trece al dieciocho, etc. (Chauvin, 2000: 219). Muchos de tales órganos considerados homólogos se forman a través de procesos embrionarios que no tienen nada en común. Esto es lo que ocurre con el tubo digestivo de los vertebrados, con el riñón o con numerosos órganos de los insectos y de las plantas superiores. En contra de lo que escribió Darwin, la embriología actual demuestra que múltiples órganos considerados antiguamente como homólogos no derivan del desarrollo de las mismas partes embrionarias correspondientes. De esto puede deducirse que parecido no implica necesariamente un origen común o una filiación evolutiva y que, por lo tanto, el argumento de la homología queda notablemente debilitado.
Flores que engañan a las mariposas
Otro misterio de la naturaleza que resulta difícil de explicar desde el darwinismo es el curioso fenómeno por el que dos especies tan diferentes como una planta y un insecto, por ejemplo, están tan complementadas entre sí que les resulta imposible subsistir la una sin la otra. Muchos de estos vegetales cuya polinización es realizada por insectos, presentan flores con colores llamativos y con formas adecuadas para atraer y facilitar la labor de sus alados visitantes. Al mismo tiempo, éstos poseen órganos sensoriales que facilitan la localización de las flores y bocas capaces de extraer el preciado néctar de la mejor manera posible. A tal relación simbiótica, en la que ambos organismos salen beneficiados, el darwinismo la ha denominado coevolución y la ha interpretado como la evolución simultánea y complementaria de dos especies diferentes, causada por la presión de selección que una de dichas especies ha ejercido sobre la otra. Sin embargo, no todos los autores están de acuerdo con esta precipitada opinión ya que el estudio de los factores ecológicos implicados revela la extrema dificultad que existe al intentar demostrar si, en realidad, se da o no el fenómeno de la coevolución en la naturaleza.
Las pasionarias son un grupo de plantas pertenecientes al género Digitalis que generalmente no suelen verse afectadas por los insectos debido a su elevada toxicidad. No obstante, existe una mariposa del género Heliconius cuyas orugas son capaces de alimentarse de dicha planta sin que el veneno de ésta parezca afectarles. Lo curioso es que algunas especies de pasionaria desarrollan flores que imitan perfectamente los huevos de la mariposa y ésta cuando visita tales flores con la intención de realizar su puesta, es engañada creyendo que otra mariposa ya ha realizado allí la suya y se marcha en busca de otra planta. ¿Cómo es posible que una flor devorada por orugas haya desarrollado la capacidad de imitar los huevos de donde éstas surgieron, con la intención de engañar a la mariposa progenitora? ¿puede la selección natural dar cuenta de este misterioso mecanismo? ¿es capaz el azar ciego y desprovisto de intención de lograr tal maravilla? Si a los numerosos ejemplos de este tipo de relaciones entre las especies se añaden los casos de parasitismo, predación o mimetismo las dificultades se multiplican y se hace cada vez más evidente que el mecanismo propuesto por el darwinismo es incapaz de dar una respuesta satisfactoria. De nuevo el dedo de la naturaleza apunta hacia un diseño inteligente que debió poner en marcha desde el principio muchas de estas complejas relaciones.
¿Está el adulterio escrito en los genes?
La palabra "sociobiología" que, como se vio, deriva de los escritos del zoólogo norteamericano Edward O. Wilson (1980), se refiere a la aplicación de los principios biológicos darwinistas al comportamiento de los animales sociales y del ser humano. Muchas actitudes propias de las personas se deberían, según este punto de vista, a la estructura de los genes que posee la especie humana. En este sentido se argumenta, por ejemplo, que las diferencias entre el comportamiento sexual de hombres y mujeres vendrían determinadas genéticamente. Como los órganos genitales de las hembras fabrican muy pocos gametos o células reproductoras, las mujeres no las malgastarían y no mantendrían relaciones sexuales con muchos compañeros, prefiriendo dedicarse a cuidar de los hijos. Por el contrario los varones, al producir muchos espermatozoides, estarían inclinados de forma natural a la promiscuidad. Su deseo de mantener contactos sexuales con numerosas mujeres sería lógico desde el punto de vista de la especie ya que así cumplirían mejor con la función biológica de dejar muchos descendientes. Esto explicaría, según la sociobiología, fenómenos tan frecuentes como la violación, el adulterio o la infidelidad. Y así, mediante tal razonamiento, se llegaría a la determinación de restarle importancia moral a tales comportamientos. ¿Qué responsabilidad podría tener un adúltero, o un mujeriego, si su conducta estuviera en verdad condicionada por los propios genes?
Hay que reconocer que los estudios sociobiológicos han servido para algo positivo, han revelado que algunas especies animales son más "sociales", desde el punto de vista biológico, de lo que antes se creía. Dicho esto, es menester señalar inmediatamente que no existen pruebas convincentes de que la herencia genética de las personas controle o determine pautas complejas de su conducta. Las ideas de la sociobiología son absolutamente especulativas cuando se refieren a la vida social humana. Sus planteamientos acerca de la conducta sexual en hombres y mujeres, son imposibles de demostrar mediante una metodología verdaderamente científica. Es verdad que muchos individuos cambian con frecuencia de pareja pero esto no significa que todos los hombres sean promiscuos o, por el contrario, que ninguna mujer lo sea. Lo que se observa más bien en las sociedades democráticas modernas que gozan de libertad, es que las mujeres tienen tantas aventuras como los hombres (Giddens, 1998: 48).
En el comportamiento sexual de varones y hembras influyen sobre todo factores culturales, psicológicos, sociales o religiosos, pero la conducta humana no viene determinada genéticamente. El hombre y la mujer son responsables de sus actos ante la sociedad pero, por encima de todo, delante de Dios. Él es el único que conoce todos los secretos del alma humana y, por tanto, el único capaz de evaluar certeramente el uso o el abuso que cada cual ha hecho con su libertad. La promiscuidad o el libertinaje sexual es un comportamiento claramente contrario a la moral y la enseñanza del Nuevo Testamento.
El misterio de los eslabones perdidos
Si hay un argumento realmente incómodo para la teoría de Darwin, es sin duda el que aporta la paleontología, el estudio de los fósiles. Actualmente se conocen ya más de 250.000 especies de vegetales y animales petrificados. Pues bien, el análisis de los mismos rara vez refleja las numerosas formas de transición entre especies que deberían haber existido si el gradualismo darwinista estuviera en lo cierto. Las especies fósiles no aparecen nunca en los estratos rocosos de manera gradual a partir de una transformación continua de sus antepasados en los estratos más profundos. Surgen siempre de golpe y ya perfectamente formadas. Esto suele ser la regla y no la excepción. No se han encontrado jamás los hipotéticos eslabones perdidos, que según el gradualismo, debieron existir entre invertebrados y vertebrados, o entre peces y anfibios; anfibios y reptiles; reptiles y mamíferos, etc. De ahí la extraordinaria importancia que se da cuando se descubre algún posible candidato, como los discutibles Archeopteryx y otros pretendidos fósiles intermedios. Tan manifiesto resulta este hecho que eminentes paleontólogos evolucionistas se vieron obligados en 1970 a elaborar una nueva teoría de la evolución que rechazaba los principales planteamientos del darwinismo, la llamada teoría del equilibrio puntual. Una nueva hipótesis que no necesitaba fósiles intermedios.
Pero, por su parte, los neodarwinistas como Ernst Mayr insisten en que no se posee ninguna prueba clara de este cambio repentino y brutal de una especie a otra que proponen los evolucionistas innovadores. De manera que tal polémica es la que persiste actualmente en el seno del evolucionismo. Hay además una tercera opción, la de aquellos que conjugan ambas hipótesis y afirman que la evolución podría funcionar gradualmente en determinados casos y por medio de cambios bruscos en otros. No obstante, lo cierto es que si la síntesis moderna no se sostiene como consecuencia de la escasez de fósiles intermedios, mucho menos demostrable resulta la teoría del equilibrio puntual que pretende justificar dicha escasez en base a la suposición de grandes transformaciones en áreas muy reducidas y en un tiempo muy breve, en el que no se habría producido la fosilización. De todo esto se puede concluir que, hoy por hoy, el origen de las especies en la perspectiva de la ciencia sigue siendo tan oscuro como en los días de Darwin, aunque pocos investigadores se atrevan a confesarlo.
Los embriones ¿hablan del pasado?
El estudio comparado del desarrollo de los embriones aportaría, según el darwinismo, una de las pruebas clásicas en favor de la evolución. Al parecer, determinadas similitudes entre embriones de peces, aves, mamíferos y seres humanos demostrarían que todos ellos descenderían de antepasados comunes parecidos a los peces. Darwin lo explicaba así:
"De dos o más grupos de animales, aunque difieran mucho entre sí por su conformación y costumbres en estado adulto, si pasan por fases embrionarias muy semejantes, podemos estar seguros de que todos ellos descienden de una misma forma madre y, por consiguiente, de que tienen estrecho parentesco. Así, pues, la comunidad de estructura embrionaria revela la comunidad de origen; […] La embriología aumenta mucho en interés cuando consideramos al embrión como un retrato, más o menos borroso, del progenitor de todos los miembros de una misma gran clase" (Darwin, 1980: 446, 447).
Estas ideas fueron recogidas en la llamada "ley biogenética de Haeckel" que afirmaba que la ontogenia o desarrollo embrionario de un organismo era una recapitulación breve de su filogenia o secuencia evolutiva de las especies antecesoras. Es decir que, durante los primeros estadios en el útero materno, los embriones pasaban por formas que recordaban las transformaciones experimentadas por sus ancestros a lo largo de la evolución. Se señalaba, por ejemplo, que en los embriones humanos igual que en los de gallina, se podían observar arcos aórticos similares y un corazón con sólo una aurícula y un ventrículo como el que poseen los peces actuales. Esto se interpretaba como una prueba embriológica de que tanto los hombres como las aves habían evolucionado a partir de sus antepasados los peces.
Eran tantos los datos de la embriología que contradecían esta ley que pronto fue abandonada por la comunidad científica. Sin embargo, a pesar de este rechazo lo cierto es que todavía continúa apareciendo en los textos escolares como una confirmación de la teoría transformista. En la actualidad, los embriólogos saben que los embriones de los vertebrados se diferencian progresivamente en varias direcciones, sólo para converger en apariencia a mitad del proceso y luego volver a divergir hasta formar órganos o estructuras que pueden ser parecidas entre sí, pero que se han formado a partir de células o tejidos diferentes.
Por ejemplo, la presencia en los embriones de los mamíferos de un corazón con dos cavidades y unos arcos aórticos parecidos a los de los peces, se debe a que tales embriones sólo necesitan en las primeras etapas de su desarrollo una circulación simple, ya que están alimentados a través de la placenta materna. Pero más tarde, la circulación sanguínea se vuelve doble a fin de que los pulmones permitan la respiración autónoma del bebé. De manera que la presencia de tales órganos se debe a las diferentes necesidades fisiológicas del embrión durante el desarrollo y no a su pretendido parentesco evolutivo con los peces. La forma de los órganos de los embriones viene impuesta por las exigencias fisiológicas y no por su pasado filogenético.
Finalmente ha sido la genética quien ha aportado la prueba definitiva contra las pretensiones de la ley biogenética. El ADN de cada especie está determinado únicamente para desarrollar el cuerpo de los individuos que pertenecen a dicha especie. No es capaz de volver a recrear en el desarrollo embrionario las etapas de otros organismos supuestamente anteriores y relacionados entre sí. El genoma de cada ser vivo sólo expresa aquello que corresponde a su propio género. Como reconoce el evolucionista, Pere Alberch, del Museo de Zoología Comparada de la Universidad de Harvard:
"El descubrimiento de los mecanismos genéticos dio la puntilla definitiva a las leyes de Haeckel, demostrando que la teoría de la recapitulación no puede ser justificada fisiológicamente… En resumen, la biología del desarrollo jugó un papel cada vez menor en la teoría de la evolución. Muestra de ello, …es el insignificante papel que tuvo la embriología en la llamada "Nueva Síntesis" darwiniana de los años 40 de este siglo" (Alberch, 1984: 410).
La ley biogenética de Haeckel no es capaz de explicar los hechos comprobados por la embriología, ni constituye tampoco un argumento sólido en favor del darwinismo, y además fue abandonada por la ciencia hace ya muchos años, ¿cómo es que continúa apareciendo todavía como prueba de la evolución en tantos libros escolares?
Se necesitan monstruos y mutantes
Según los planteamientos del neodarwinismo contemporáneo, aquello que provoca el cambio y la transformación de unas especies en otras, sería el conjunto de las mutaciones que ocurren al azar en la molécula de ADN, filtradas a través del enorme colador de la selección natural y preservadas de generación en generación sin un propósito determinado. Como la mezcla de los genes que ya existen en los organismos sólo puede producir combinaciones o variedades dentro del mismo género, sería necesario que las mutaciones elaboraran nuevos genes capaces de añadir otros niveles de complejidad, así como órganos mejores y diferentes.
Sin embargo, tales argumentos chocan en la realidad con un serio inconveniente. La inmensa mayoría de las mutaciones conocidas en la actualidad, tanto las naturales como las provocadas por el hombre, son perjudiciales o letales para los organismos que las sufren. Si tales cambios bruscos del ADN se acumularan progresivamente en los seres vivos, lo que se produciría en vez de evolución sería regresión o degeneración. ¿Cómo intenta el transformismo solucionar esta seria inconveniencia? Apelando a la posibilidad de que en algún momento se hayan producido, o se puedan producir, mutaciones beneficiosas. Aunque esto pueda sonar bastante a acto de fe, es precisamente lo que hoy sigue sosteniendo el neodarwinismo. Pero tal razonamiento de nuevo vuelve a ser de carácter circular. Si estamos aquí –se dice– es porque la evolución se ha producido y, por tanto, tales mutaciones beneficiosas han tenido que ocurrir, a pesar de que no se tenga la más mínima constancia de ello.
La pequeña mosca del vinagre o de la fruta (Drosophila melanogaster) ha sido muy utilizada en los laboratorios de todo el mundo para realizar pruebas y experimentos de genética o de dinámica de poblaciones (Cruz, 1999: 242). Mediante la aplicación de determinados productos químicos o a través de radiaciones especiales se han obtenido moscas mutantes con ojos de diferente color, otras con las alas más grandes, con doble dotación alar, con las alas reducidas casi a vestigios e incluso sin alas. También se ha conseguido modificar la cantidad y distribución de los pelos que presentan las larvas.
No obstante, la mosca del vinagre continúa siendo una mosca del vinagre de la misma especie. Los mutantes son individuos empeorados, no mejorados. Jamás se ha originado por mutación inducida en los laboratorios, una nueva especie de insecto o una mosca mejor y más perfecta que la Drosophila ya existente. No han aparecido estructuras nuevas ni más complejas que hicieran más eficaz al animal, sino defectos o duplicaciones entorpecedoras de órganos ya existentes. Lo mismo puede decirse de todas las mutaciones provocadas en otros organismos como bacterias, ratones, cobayas, etc. Las bacterias —como es sabido— pueden desarrollar resistencia a determinados antibióticos, pero desde el origen de los tiempos hasta hoy siguen siendo bacterias. No salen de su tipo básico fundamental. Todo esto conduce a la conclusión de que las mutaciones observables no pueden ser la fuente del cambio ilimitado que necesita la teoría de la evolución. ¿Es posible que se hayan producido en el pasado grandes mutaciones o macromutaciones capaces de originar especies nuevas?
Esta idea repugnó siempre a Darwin. Él estaba convencido de que una macromutación capaz de originar repentinamente a un individuo nuevo y diferente de sus progenitores equivalía, en realidad, a un milagro de creación especial. La naturaleza no daba saltos bruscos (natura non facit saltum) sino que cambiaba lenta y gradualmente mediante la acumulación de pequeños pasos. Sin embargo, este dogma no fue respetado por todos sus seguidores. A finales del siglo XIX el botánico, Hugo DeVries, fue el primero en dudar de él proponiendo la teoría de que en la naturaleza los cambios hereditarios podían haber sido grandes y discontinuos. DeVries llamó a tales efectos mutaciones y esto provocó una importante controversia entre "mutacionistas" y gradualistas. Más tarde, a mediados del siglo XX, otro prestigioso genetista germano–americano, el profesor Richard Goldschmidt, de la Universidad de California en Berkeley, volvió a resucitar la polémica al afirmar que la evolución no se podía haber producido mediante la acumulación selectiva de pequeños cambios graduales.
Goldschmidt pensaba que el darwinismo gradualista sólo podía explicar la microevolución o variación dentro del ámbito de la especie. No obstante, para que la evolución general o macroevolución se hubiera producido era imprescindible creer en la posibilidad de las macromutaciones. La mayoría de tales grandes saltos originaría monstruos defectuosos que morirían pronto, pero en determinados casos podrían haber surgido "monstruos viables" capaces de prosperar y reproducirse (¿con quién?), transmitiendo así de repente sus nuevas características adquiridas. Tal como él mismo sugirió: "un día un reptil puso un huevo y lo que salió del huevo fue un ave" (Cruz, 1996: 95).
Las ideas de Goldschmidt fueron cruelmente ridiculizadas por los darwinistas y pronto cayeron en el olvido. Hasta que en 1980, Stephen Jay Gould, las rescató en su artículo: "El regreso del monstruo esperanzado", en el que intentó conciliar las pequeñas mutaciones del neodarwinismo con las macromutaciones propuestas por Goldschmidt:
"Goldschmidt no planteaba ninguna objeción a los ejemplos estándar de la microevolución; […] No obstante, rompía bruscamente con la teoría sintética al argumentar que las nuevas especies surgen abruptamente por variación discontinua o macromutación. Admitía que la inmensa mayoría de las macromutaciones no podían ser consideradas más que como desastrosas —a éstas las denominó "monstruos"—. Pero continuaba Goldschmidt, de tanto en tanto, una macromutación puede, por simple buena fortuna, adaptar a un organismo a un nuevo modo de vida, "un monstruo esperanzado", en sus propias palabras. La macroevolución sigue su camino por medio de los escasos éxitos de estos monstruos esperanzados, no por una acumulación de pequeños casos en el seno de las poblaciones […] Como darwiniano, quiero defender el postulado de Goldschmidt de que la macroevolución no es simplemente la extrapolación de la microevolución, y que pueden producirse transiciones estructurales básicas rápidamente sin una homogénea sucesión de etapas intermedias" (Gould, 1983: 199).
Gould pretendió reducir la distancia entre las ideas de Darwin y las de Goldschmidt afirmando que las grandes mutaciones podrían haberse producido mediante pequeños cambios en los embriones tempranos que se habrían acumulado a lo largo del crecimiento, originando profundas diferencias entre los adultos. De manera que los monstruos esperanzados o viables habrían aparecido como consecuencia de las micromutaciones sufridas por sus embriones. Esta era la única posibilidad que veía Gould para salvar la evolución de las especies.
Sin embargo, lo cierto es que no existe evidencia alguna de tales mutaciones embrionarias. Ni las macromutaciones capaces de convertir un reptil en ave, ni las micromutaciones modestas del desarrollo embrionario pueden ser observadas en la realidad. Hoy por hoy, el mecanismo de la evolución continúa siendo un misterio para la ciencia, como algunos prestigiosos investigadores reconocen (Grassé, Chauvin, Behe, etc.). Por tanto, la aceptación de la teoría transformista no se fundamenta en sólidas bases científicas que la demuestren, como a veces se afirma, sino que continúa apelando a las creencias indemostrables. En definitiva, se trata de tener fe en la posibilidad de las pequeñas mutaciones graduales, en las macromutaciones milagrosas o en una combinación de las dos opciones.
Desde la perspectiva del materialismo, con frecuencia, se ataca a los creacionistas porque sostienen que Dios creó todos los seres vivos, como afirma la Biblia, según su género o tipo básico de organización, aunque después éstos hubieran podido variar dentro de ciertos límites. Se dice que tal postura entraría de lleno en el terreno de la fe, sería por tanto indemostrable y cerraría la puerta a cualquier investigación científica ya que si realmente fue así, el creador habría empleado para crear el universo, leyes o procesos que hoy no se podrían detectar ni estudiar. La crítica contra la creación especial es, pues, que se trata de una creencia, de un acto de fe indemostrable.
Ahora bien, ¿acaso no puede decirse lo mismo del evolucionismo? ¿no se trata también de un inmenso acto de fe en el poder de las mutaciones al azar y de la selección natural? Si es así, ¿por qué se habla tan alegremente en los textos escolares acerca del "hecho" de la evolución confirmado por la ciencia? ¿Puede la ciencia confirmar acontecimientos del pasado imposibles de reproducir en el presente y de los que no se tiene ningún testimonio o constancia? El tema de los orígenes es sumamente escurridizo y escapa a menudo al ámbito de la metodología científica para entrar de lleno en el de la fe, la especulación y las convicciones personales.
El principio antrópico
No obstante, existe un planteamiento llamado "principio antrópico" que sugiere que las fuerzas del universo fueron calculadas con gran precisión para permitir la existencia del ser humano y del resto de los seres vivos sobre la Tierra. En efecto, cualquier mínima diferencia en el equilibro de tales fuerzas habría hecho del todo imposible la vida. Desde la peculiar estructura de los átomos que constituyen la materia del universo, con sus electrones cargados negativamente y sus neutrones ligeramente superiores en masa a los protones positivos, hasta la precisión de la órbita terrestre alrededor del Sol, situada a la distancia adecuada para que la temperatura en la Tierra permita la vida, todo induce a pensar que las leyes físicas fueron calibradas exquisitamente desde el principio, con el fin de permitir la existencia de la especie humana (Colson, 1999: 65). El globo terráqueo tiene el tamaño justo, la temperatura idónea, la fuerza de la gravedad necesaria, el agua imprescindible y los elementos químicos adecuados para sustentar a todos los organismos y especialmente al ser humano. ¿Por qué? ¿se debe todo ello al producto de una cadena de casualidades o al diseño de una mente inteligente? ¿es el orden resultado del caos o de un plan determinado?
Los fenómenos naturales que se producen por casualidad presentan unas características comunes que son bien conocidas. Se trata siempre de acontecimientos irregulares, inconstantes y muy imprecisos (Dembski, 1998). Por ejemplo, la trayectoria que sigue un relámpago producido en una tormenta es un acontecimiento aleatorio o casual. La meteorología sabe que los rayos se originan en la atmósfera por efecto de las nubes de desarrollo vertical, que al acumular cargas eléctricas enormes, provocan descargas en el interior de la nube, entre dos nubes o entre la base de una nube y la superficie terrestre. Pero no puede predecir en que punto exacto de la tierra caerá el rayo, ni cuántos lo harán o con qué frecuencia. Su comportamiento es por tanto impreciso, inconstante e irregular, ya que depende de la casualidad. Otros fenómenos naturales están sometidos a leyes y su comportamiento se puede predecir con exactitud puesto que son regulares y repetibles.
Dentro de este segundo grupo entraría, por ejemplo, la ley de la gravitación universal formulada por Newton que es la responsable de que en el espacio los cuerpos se atraigan recíprocamente en razón directa de sus masas y en razón inversa del cuadrado de sus distancias. Según esta ley es posible predecir la velocidad a la que caen los cuerpos en cualquier planeta, así como su aceleración y otras muchas características regulares que se pueden comprobar y repetir. De manera que los fenómenos como la caída de la lluvia, la nieve o el granizo, son el producto de las fuerzas de la naturaleza.
Ahora bien, hay acontecimientos que no pueden ser explicados mediante la casualidad ni como consecuencia de leyes naturales. Se trata de fenómenos impredecibles pero que, a la vez, son altamente precisos. En tales casos, la respuesta más lógica es que son el resultado de un diseño inteligente. Si, por ejemplo, a la orilla de un río se descubren guijarros redondeados, resulta fácil deducir que son el producto de la erosión fluvial. Pero si entre ellos aparece un teléfono portátil, un celular, la única explicación razonable es que semejante artefacto debe ser el resultado de un designio ingenioso. Es imposible que se haya formado por casualidad o por medio de las leyes de la naturaleza. Esto es precisamente lo que sugiere el principio antrópico, que en el universo hay evidencia de diseño ya que existen formas irregulares que no se pueden explicar mediante leyes naturales y que, al mismo tiempo, presentan una alta especificidad, una disposición misteriosamente compleja para permitir y sustentar la vida. El principio antrópico apunta hacia la existencia de un creador inteligente que diseñó el universo con un plan determinado.
La teoría del diseño inteligente
El teólogo protestante y filósofo inglés del siglo XVIII, William Paley (1743–1805), fue el primero en desarrollar de forma convincente, en su Teología natural, el argumento acerca del diseño inteligente que evidencia la naturaleza. En el párrafo inicial de dicha obra escribió las siguientes palabras:
"Supongamos que, al cruzar un brezal, mi pie tropezara con una piedra, y me preguntaran cómo llegó la piedra a estar allí; yo podría responder que, según mis conocimientos, la piedra pudo haber estado allí desde siempre; y quizá no fuera muy fácil demostrar lo absurdo de dicha respuesta. Pero supongamos que encontrara un reloj en el suelo, y me preguntaran cómo apareció el reloj en ese lugar; ni se me ocurriría la respuesta que había dado antes, y no diría que el reloj pudo haber estado ahí desde siempre. ¿Pero por qué esta respuesta no serviría para el reloj como para la piedra, por qué no es admisible en el segundo caso como en el primero? Pues por lo siguiente: cuando inspeccionamos el reloj, percibimos algo que no podemos descubrir en la piedra, que sus diversas partes están enmarcadas y unidas con un propósito, es decir, que fueron formadas y ajustadas para producir movimiento, y que ese movimiento se regula para indicar la hora del día; que si las diferentes partes hubieran tenido una forma diferente de la que tienen, o hubieran sido colocadas de otro modo o en otro orden, ningún movimiento se habría realizado en esa máquina, o ninguno que respondiera al uso que ahora tiene. […] Observando este mecanismo, se requiere un examen del instrumento, y quizás un conocimiento previo del tema, para percibirlo y entenderlo; pero una vez observado y comprendido, como decíamos, es inevitable la inferencia de que el reloj debe tener un creador, que tiene que haber existido, en algún momento y lugar, un artífice o artífices que lo formaron para el propósito que actualmente sirve, que comprendió su construcción y diseñó su uso" (Behe, 1999: 261–262).
De este argumento Paley concluyó que también los seres vivos que pueblan la Tierra son altamente complejos y, por tanto, demandan la existencia de un creador que los planificara. Paley fue muy criticado por culpa de las exageraciones que empleó en algunos de sus razonamientos, pero en éste del reloj jamás ha podido ser refutado. Ni Darwin ni ninguno de sus seguidores hasta hoy han sido capaces de explicar cómo es posible que un sistema tan complejo como un reloj (irreductiblemente complejo según Behe), se haya podido originar sin la intervención de un relojero que lo diseñara.
Sin embargo, hubo serios intentos de rebatirlo, como el del filósofo David Hume, quien arguyó que el argumento del diseño no era válido porque comparaba dos cosas que, en su opinión, no se podían comparar: una máquina y un organismo biológico. Es verdad que en aquella época no se podían comparar. No obstante, los avances de la bioquímica se han encargado de demostrar que Hume no tenía razón. Hoy se sabe que ciertos mecanismos biológicos son capaces de medir el tiempo como si fueran relojes. Las células que controlan los latidos del corazón, el sistema hormonal que es capaz de iniciar la pubertad o la menopausia, las proteínas que ordenan a las células cuando se tienen que dividir, y otros similares indican que la analogía entre un organismo viviente y un reloj no es tan disparatada. Además muchos de los componentes bioquímicos de la célula actúan como engranajes, cadenas flexibles, cojinetes o rotores similares a los que tienen los relojes. Los mecanismos de realimentación que se emplean en relojería también se dan en bioquímica. Incluso es posible que en el futuro se pueda llegar a diseñar un reloj mediante materiales exclusivamente biológicos. Por tanto, la crítica de Hume ha quedado anticuada y ha sido descartada por los descubrimientos de la bioquímica moderna.
Otro argumento contrario al diseño inteligente es el de la imperfección. Si hay —se dice— un creador sabio que diseñó la vida en este planeta, entonces debió hacerlo todo de manera perfecta, ¿por qué pues existen las imperfecciones? ¿por qué posee el ojo humano un punto ciego? ¿a qué se debe el derroche de tantos genes sin función (seudogenes) como existen en el ADN? ¿por qué hay órganos rudimentarios que no tienen función? ¿no encaja todo esto mucho mejor con la selección natural al azar que con una planificación inteligente? Este presuntuoso razonamiento se basa en la equivocación de creer que se conoce la mente o los motivos del creador. Si algo no concuerda con la concepción humana de cómo deberían ser las cosas, entonces se concluye que no puede existir tal proyectista original.
Sin embargo, es posible recurrir aquí a una analogía entre el diseñador por excelencia y los padres humanos. Piénsese, por ejemplo, en la educación de los hijos. ¿Otorgan siempre los padres a sus pequeños todo aquello que éstos les piden? ¿no hay muchos progenitores que niegan a sus descendientes los mejores juguetes, o los más caros y sofisticados, con el fin de no malcriarlos o de que aprendan a valorar el dinero? A veces, lo mejor no es lo más conveniente. El argumento de la imperfección pasa por alto el hecho de que el creador pudo tener muchas razones para hacer las cosas como las hizo y que aquello que en la actualidad se considera como "óptimo", no tenía por qué serlo también en los planes del diseñador.
Pretender realizar un análisis psicológico del creador que revele los motivos de su actitud es una tarea muy arriesgada, a no ser que él mismo manifestara su finalidad. También es posible que muchas de las imperfecciones que existen actualmente en el mundo natural no hayan sido diseñadas así desde el principio, sino que se deban a degeneraciones genéticas provocadas por los cambios y la influencia del medio ambiente.
El argumento que supone que un creador sabio habría hecho el ojo de los animales vertebrados sin punto ciego y que, por tanto, lo más razonable sería creer que éste fuera el producto de la evolución darwiniana no dirigida, se basa en un sentimiento emocional de cómo deberían ser las cosas y no en el rigor científico. Pues, lo cierto es que cuando se analiza a fondo la bibliografía especializada, no se descubren pruebas que demuestren cómo es posible que la selección natural, actuando sobre las mutaciones al azar, sea capaz de originar uno ojo con su punto ciego o cualquier otro órgano irreductiblemente complejo. "Un observador más objetivo sólo llegaría a la conclusión de que el ojo de los vertebrados no fue diseñado por una persona a quien le impresionara el argumento de la imperfección" (Behe, 1999: 277).
Tampoco la existencia de los órganos vestigiales, (como los ojos rudimentarios de los insectos cavernícolas o de algunos topos que viven siempre en la oscuridad, las pequeñas patas de ciertos lagartos parecidos a serpientes, la pelvis reducida de las ballenas o la existencia de seudogenes) es capaz de destruir el argumento del diseño inteligente. El hecho de que no se haya descubierto todavía la función de una determinada estructura no significa que carezca de ella. Antes se pensaba, por ejemplo, que las amígdalas no servían para nada. Hoy se sabe que poseen una función importante dentro del sistema inmunitario. Lo mismo puede decirse del apéndice cecal en el intestino, que es un órgano linfoide que participa también en la producción de defensas contra las infecciones.
La lista con más de 180 órganos humanos considerados rudimentarios a principios del siglo XX, se ha ido reduciendo hasta prácticamente desaparecer ya que se ha descubierto que cada uno de ellos cumple con alguna función útil por reducida que sea. Se ha señalado que la pelvis en las ballenas hace posible la erección del pene en el macho y contribuye a la contracción de la vagina en la hembra (Flori, 2000: 185). Parece que los seudogenes no forman proteínas, pero deducir de esto que no sirven para nada es una conjetura arriesgada y prematura que se basa en suposiciones. Quizá se descubra más adelante que sí tienen una misión concreta. Pero incluso aunque carecieran de alguna función, esto tampoco explicaría cómo se habrían podido producir por selección natural. De todo ello puede deducirse que el argumento de la imperfección es incapaz de refutar la creencia en un creador original.
Lo que está ocurriendo actualmente es que la teoría del diseño inteligente que se opone al darwinismo, está cobrando cada vez más adeptos en el estamento científico. Son ya bastantes los estudiosos de prestigio que se han quejado de los planteamientos propuestos por el evolucionismo darwinista que parecen conducir inevitablemente a un callejón sin salida para sus investigaciones. En este sentido el profesor Chauvin confiesa al principio de su obra:
"Somos personas centradas en la práctica, con los pies en el suelo: lo que nos interesa de una teoría es que sea eficaz, que inspire experimentos. Ahora bien (y ya estoy oyendo chillar a algunos fanáticos), ¿reúne el darwinismo todavía estas condiciones? Es innegable que el darwinismo le ha dado un gran impulso a la biología, ¿pero puede Darwin todavía aportarnos algo? Creo que no, y no solo porque se hayan proferido demasiados disparates y errores en su nombre. […] Me parece que desde hace años la convicción de que el darwinismo era la respuesta definitiva ha paralizado la investigación en otras direcciones; […] hoy día no tenemos ninguna alternativa al darwinismo, salvo la de buscar una nueva teoría, cosa que hasta ahora no se ha intentado seriamente" (Chauvin, 2000: 14).
Sin embargo, casi al final de su libro propone la siguiente idea:
"Planteo la hipótesis de que podría haber dos programas, el de la doble hélice primero, relativamente a corto plazo, y otro programa a muy largo plazo, situado sin duda en el citoplasma, y del cual dependería la auténtica evolución de las especies. Esta hipótesis, en apariencia gratuita, podría desembocar en experimentos interesantes" (Chauvin, 2000: 281).
Rémy Chauvin está convencido de que las especies han evolucionado, pero no mediante los mecanismos que propone el darwinismo sino por medio de algún programa todavía desconocido que debe estar escrito en el interior de las células. Pero si esto es así, la existencia de un programa requiere también la de un diseñador. Según sus propias palabras: "…no seamos hipócritas: cierto es que todo programa supone la existencia de un programador, y ninguna acrobacia dialéctica puede llevarnos a esquivar esta dificultad". De manera que la teoría de un diseño inteligente puede convertirse en un nuevo paradigma científico capaz de revolucionar la ciencia en el tercer milenio. A partir de ahora, si se abandonan los principios de Darwin, quizá será posible plantear experimentos que permitan demostrar qué sistemas biológicos fueron diseñados originalmente por el creador y qué otros pudieron aparecer por mecanismos derivados de esa primera planificación.
La aceptación del diseño inteligente será sin duda capaz de hacer avanzar el conocimiento científico de los orígenes, tema que durante muchos años ha permanecido prácticamente estéril. Esto no significa que, de repente, todos los científicos tengan que volverse creyentes en el Dios de la Biblia (¡ojalá fuera así!), sino que de la misma manera en que es posible estudiar un meteorito que hace miles de años impactó con el planeta, analizando los elementos químicos que dejó esparcidos en un determinado lugar de la superficie terrestre, también resulta posible para la ciencia comprobar los efectos que un diseñador inteligente dejó patentes en los organismos vivos.
Es cierto que ninguna teoría científica puede imponer la creencia en Dios por la fuerza de la razón. La detección del diseño en el mundo natural no es capaz de facilitar información acerca del carácter del diseñador. Los investigadores ateos o agnósticos seguramente continuarán creyendo que la inteligencia creadora surgió de misteriosos alienígenas, que sembraron la Tierra con esporas vitales en una "panspermia dirigida" (lo cual no hace sino retrasar el problema del origen de la vida), o en cualquier otra hipótesis, mientras que los creyentes, como es obvio, preferiremos aceptar que el diseñador fue el Dios personal que se revela en la Escritura. Pero, a pesar de que la identidad del diseñador es ignorada por la ciencia, lo cierto es que ésta se abre por completo a la necesidad de su existencia. La gran revolución que debe asumir la comunidad científica en el siglo XXI es que la vida no procede de simples leyes naturales como se pensaba hasta ahora, sino de un diseño realizado por un agente inteligente. Y para los cristianos, desde la perspectiva de la fe, tal agente seguirá siendo Dios.
Comprender la mente de Dios
El mito del evolucionismo propuesto por Darwin se ha venido utilizando, durante todo el siglo XX, por los partidarios del materialismo puro para corroer la creencia en un Dios creador. Muchos pensadores cristianos, como Pierre Teilhard de Chardin y otros, procuraron hacer frente a tal ataque conciliando la teoría transformista con la fe, abundando en la posibilidad de que la creación hubiera ocurrido mediante un proceso de evolución darwinista dirigido por Dios. Se elaboró así una moderna cosmogonía evolucionista–teísta que suavizaba el relato bíblico, reduciéndolo a una especie de parábola constituida por verdades simbólicas que no debían interpretarse en sentido literal. De esta manera se pretendía que la Biblia no entrara en conflicto con los enunciados transformistas de la ciencia que, en aquella época, se consideraban verdaderos. Como resalta el catedrático de Antropología Social de Cambridge, Ernest Gellner:
" […] los creyentes "modernos" no se preocupan por la incompatibilidad entre el libro del Génesis y el darwinismo o la astrofísica contemporánea. Dan por sentado que los enunciados, si bien en apariencia tratan de los mismos sucesos —la creación del mundo y los orígenes del hombre—, están en realidad en niveles muy distintos o incluso, como dirían algunos, en lenguajes completamente distintos, en tipos de "discurso" diferenciados o separados. Hablando en general, las doctrinas y las exigencias morales de la fe se convierten así en algo que, debidamente interpretado, apenas está —curiosamente— en conflicto con la sabiduría secular de la época, o con nada en realidad. Así descansa la paz y la vacuidad doctrinal" (Gellner, 1994: 16).
Sin embargo, a principios del siglo XXI, los últimos descubrimientos de la ciencia parecen sugerir que esta batalla era innecesaria. Hay evidencia de la variabilidad que existe dentro de las especies, pero no la suficiente como para explicar las profundas transformaciones requeridas por el darwinismo. Los seres vivos prosiguen reproduciéndose según su género y no salen del cuadro estructural al que pertenecen, tal como afirma el relato del Génesis. Los cambios observados tampoco van siempre de lo simple a lo complejo, como se suponía, sino que desde el principio las estructuras celulares y los procesos metabólicos demuestran una alta complejidad que se mantiene hasta hoy y que sólo puede ser interpretada apelando a un creador inteligente.
Toda la información de que dispone la ciencia en la actualidad apunta hacia un principio del universo en el tiempo y el espacio. La física y la cosmología han descubierto que la materia no es eterna como antes se creía, sino que empezó a existir en un momento determinado. Miles de acontecimientos físicos y químicos se dan la mano de forma asombrosa en el planeta Tierra para hacer posible la vida humana y del resto de los organismos. Pero, a la vez, la ciencia ha demostrado que en ningún lugar del planeta aparece actualmente le vida de manera espontánea, como consecuencia de las leyes naturales.
El descubrimiento del ADN y de la sofisticación del genoma humano, así como de la complejidad irreductible que hay en cada célula viva, sugieren también la necesidad de un diseñador que lo haya planificado todo. No obstante, el acto mismo de la creación sigue envuelto en la bruma del misterio y aunque nos fuera explicado por el mismo Dios, seguramente tampoco seríamos capaces de entenderlo. El nivel de los conocimientos científicos actuales no está a la altura requerida, aunque lo que cada vez resulta más evidente es que tal proceso creador no es ni mucho menos el transformismo lento y azaroso propuesto por Darwin, sino que más bien se perfila como un diseño perfecto, complejo y consumado desde el primer momento.
El estudio de los orígenes continúa siendo uno de los principales retos para la ciencia del tercer milenio. En lo más hondo del alma humana sigue latiendo el deseo de desentrañar los misterios que hay detrás de las leyes que rigen el universo y de los seres vivos que lo habitan. Es el eterno desafío de intentar comprender la mente del creador. Pero conviene reconocer que hay cosas que la ciencia nunca podrá hacer, como revelar el carácter del supremo diseñador o su plan de salvación para la criatura humana. Esto es algo que pertenece a la teología.
A pesar de ello, la evidencia de designio y propósito en la naturaleza interpela directamente a cada ser humano. De tal manera que como afirma el apóstol Pablo: "las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa" (Ro. 1:20). El diseño inteligente demanda una respuesta de cada persona. Una actitud de aceptación o de rechazo. Dios se ha manifestado también en el mundo natural y, por tanto, no valen las ambigüedades. La creación es la evidencia del creador y seguirá siendo el fundamento de la visión cristiana del mundo.[1]
[1] Cruz, A. (2001). Sociología una desmitificación (294–364). Barcelona, España: Editorial CLIE.
Paz de Cristo!
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