Permanecimos tres semanas en el barco, y no veíamos sino agua, agua y más agua. Finalmente, el barco arribó al puerto de Manila. Estábamos felices de estar en tierra firme de nuevo.
La familia Buckmiller eran misioneros en Manila en aquel entonces. También había un misionero llamado Carlos Grant. Hacía muy poco que todos ellos estaban allí. Habían comenzado una obra en la isla de Luzón y otra en la isla Negros. Había algunas pocas iglesias en esta isla. En todo el país el número de creyentes ascendía a 200.
Decidí bajar del barco cuando llegamos al puerto, solo para volver a pisar tierra firme. Vi a los filipinos y tuve miedo de ellos. Regresé al barco a esperar la llegada de los Buckmiller. Qué buen misionero iba a ser yo. ¡Tenía miedo de aquellos a los que había ido a ayudar!
Una confraternidad había sido programada para esos días. Nos hicieron una fiesta de bienvenida tan pronto llegamos, ya que mi madre les había avisado que el barco hacía una escala en Manila. Los Buckmiller estaban esperando que llegara el barco. La casa de ellos estaba a una hora en carro de donde el barco se encontraba.
Los Buckmiller llegaron al barco cerca de la medianoche. El capitán del barco nos dijo que podíamos ir a casa con ellos porque el barco estaba programado para permanecer en el puerto tres días. Nos dijo que volviéramos a registrarnos al día siguiente. Estuvimos despiertos toda la noche hablando con estos maravillosos misioneros, el hermano y la hermana Buckmiller. Alrededor de las seis de la mañananos fuimos a la cama y dormimos durante un par de horas. Nos levantamos y fuimos de compras al mercado. Los Buckmiller querían que observáramos todas las artesanías.
Teníamos un poquito de dinero en el barco: habíamos declarado 700 dólares. Yo llevaba conmigo 10 dólares para nuestra estadía en tierra. Yo no quería gastar demasiado. La mayor parte de nuestro dinero había quedado en el barco.
Después de las compras, traté de llamar al barco, pero no lograba comunicarme. Llamamos a la oficina y, en principio, no sabían qué decirnos. Después de comprobar algunas cosas nos dijeron que nuestro barco había zarpado esa mañana. Yo no lo podía creer y Shirley solo gemía y lloraba.
El hermano Buckmiller empezó a saltar de alegría y dijo: "¡Es la voluntad de Dios!". Cuando Shirley recuperó al fin el aliento, le dijo: "¿Estás loco? ¡Todas nuestras posesiones materiales están en ese barco!".
Finalmente, nos hicimos a la idea de que habíamos quedado detenidos allí. No teníamos las visas pues el capitán del barco nos había dicho que no necesitábamos visa para quedarnos solo una noche.
El hermano Buckmiller me explicó que estaban a punto de realizar su primerísima convención en la isla Negros. Me dijo: "Acabo de recibir 60 dólares como regalo, con eso pagaremos tu tiquete de ida y regreso. El viaje había que hacerlo en uno de esos pequeños aviones DC-3 –con sillas de lona, ¿cómo le parece?
Yo le dije: "Necesitamos visa". El hermano Buckmiller me respondió: "No, si vamos a inmigración, les van a amarrar las manos y los pies con cinta roja, y no podrán ir a la convención. Si alguien los interroga acerca de algo, yo me encargo".
Yo dije: "Muy bien". Yo estaba pálido, sin saber qué hacer.
Gracias!
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