martes, 4 de marzo de 2014

Fuentes de discrepancias bíblicas.

Origen de las discrepancias

«Dios se revela en su palabra, como lo hace en sus obras. En ambos ámbitos lo vemos como un Dios que se revela a sí mismo y que a sí mismo se oculta, dándose a conocer sólo a aquellos que en verdad le buscan; en ambos hallamos estimulantes para la fe y ocasiones para la incredulidad; en ambos hallamos contradicciones cuya más elevada armonía nos está escondida, excepto para aquél que aplica reverentemente toda su mente; en ambos ámbitos, en resumen, hay una ley de la revelación, que el corazón del hombre sea probado al recibirla; y que en la vida espiritual, lo mismo que en la física, el hombre ha de comer su pan con el sudor de su frente».

En estas significativas palabras del piadoso Neander se exponen la existencia y el remedio de ciertas dificultades con que se encuentra el estudioso de las Escrituras.

Es el objeto de este volumen seguir la línea de pensamiento señalada por el erudito teólogo alemán, examinando con cierto detalle las discrepancias de las Escrituras, y sugerir, en tales casos, soluciones justas y razonables.

Ningún estudioso sincero e inteligente de las Escrituras negará que en ella aparecen numerosas «discrepancias», esto es, afirmaciones que, tomadas a primera visa, entran no infrecuentemente en conflicto entre sí. Este hecho ha sido reconocido, en mayor o menor grado, por eruditos cristianos en todas las edades.

Entre los escritores antiguos, Orígenes afirma que si cualquiera examina cuidadosamente los Evangelios con respecto a su desacuerdo histórico, llegará a marearse, y que, aferrándose a uno de ellos, o bien desistirá del intento de establecerlos a todos como verdaderos, o bien considerará verdaderos los cuatro, pero no en sus formas externas.

Crisóstomo considera las discrepancias como de verdadero valor como prueba de independencia de cada escritor sagrado.

Agustín recurre frecuentemente, en sus escritos, a las discrepancias, y trata muchos casos con gran capacidad y propiedad.

Moses Stuart, un eminente crítico bíblico de mediados del siglo XIX, afirmaba que «en nuestras actuales copias de las Escrituras hay algunas discrepancias entre diferentes porciones de ellas, que ninguna erudición ni ingenio pueden reconciliar».6

En un sentido muy similar, el Arzobispo Whately observa: «Es bien notorio, hasta el punto de ser innecesario insistir sobre ello, que las aparentes contradicciones de las Escrituras son numerosas, y que la instrucción comunicada por ellas, si ciertamente han sido dadas con este propósito, es abundante».

De forma similar dice el doctor Charles Hodge: «Se precisaría no de un volumen, sino de volúmenes, para considerar todos los casos de pretendidas discrepencias».

Con estas concesiones hechas por eruditos cristianos, no puede sorprender a nadie encontrar a autores escépticos extendiéndose acerca de las «inconsecuencias manifiestas», «contradicciones internas» y «discrepancias claras» de la Biblia, presentándolas incesantemente como tantas pruebas de lo indigna de confianza que es, y de su origen meramente humano. Las páginas de los racionalistas alemanes y de sus discípulos ingleses y americanos presentan abundantes argumentos de esta clase.

No es necesario decir mucho acerca de la importancia de este tema. Es evidente que tiene una relación vital y estrecha con la doctrina de la inspiración. Dios, que es sabio y veraz, no puede ni mentir ni contradecirse a sí mismo. Así, si pudiera descubrirse que existen en la Biblia o falsedades o verdaderas contradicciones, nuestra conclusión tendría que ser, en todo caso, que tales cosas no provienen de Dios; y que hasta tal punto la Biblia no estaría divinamente inspirada. Vemos, así, la necesidad de un paciente y sereno examen de las pretendidas falsedades y contradicciones, a fin de que la formulación de la doctrina de la inspiración se ajuste a los hechos reales.

Pero tenemos que guardarnos en contra de la conclusión de que si nosotros no podemos dar solución a ciertas dificultades, las tales son por ello mismo irresolubles. Esta deducción, a la que son especialmente susceptibles ciertos temperamentos, huele demasiado a autosuficiencia y a dogmatismo, y resulta totalmente repugnante al espíritu de la verdadera erudición. Como en todos los departamentos de crítica sacra, también en el tratamiento de las discrepancias se precisa de una reverente e inamovible exhaustividad y fidelidad.

Una cuestión preliminar importante trata del ORIGEN de las discrepancias. ¿A qué causas se han de atribuir? ¿De qué fuentes surgen?

1. Muchas de las pretendidas discrepancias son evidentemente atribuibles a una diferencia en las fechas de redacción de los pasajes discordantes. No hay nada más común que una descripción o declaración, verdadera y pertinente en su tiempo, resulte, en un período posterior, y en un estado diferente de cosas, irrelevante o inexacto. El cambio de circunstancias demanda un cambio de fraseología. En las páginas que siguen se encontrarán numerosas ilustraciones de este principio.

Un cierto incrédulo, decidido a hacer que la Biblia se contradiga a sí misma, contrasta estos dos pasajes: «Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera» (Gn. 1:31); y «Y se arrepintió Jehová de haber hecho al hombre en la tierra, y le dolió en su corazón» (Gn. 6:6). Tomando estos textos fuera de su contexto, y, con su característica «buena fe», sin hacer mención del intervalo de tiempo que los separa, intenta este hombre hacer parecer que la Biblia presenta a Dios como simultáneamente satisfecho e insatisfecho con sus obras. Si este panfletista falto de escrúpulos hubiera dicho a sus lectores que entre ambos pasajes tiene lugar la caída del hombre y un período de unos mil quinientos años de paciencia de Dios y progresiva corrupción de la raza humana, su «discrepancia» habría sido totalmente inútil para servir a sus propósitos.

Es evidente que una vez que el hombre hubo caído, Dios no podía ya estar «satisfecho» con él, a no ser que hubiera habido un cambio correspondiente en Dios. Vemos entonces que las diferencias de fecha y circunstancia pueden explicar perfectamente unas aparentes discrepancias, y eliminar todo vestigio de contradicción.

¿No pueden estas diferencias darnos también la pista para la solución de ciertas dificultades morales en las Escrituras? Encontramos que ciertos de los patriarcas son presentados como hombres buenos, y que sin embargo, ocasionalmente practican el engaño, la poligamia y otros pecados que son condenados en los libros posteriores de la Biblia. ¿No es la norma de la conducta humana, hasta cierto punto, de carácter relativo, graduada en conformidad al conocimiento del hombre, a sus circunstancias, y a su capacidad? ¿Acaso Aquél que se reveló a sí mismo «en muchas porciones y en diversas maneras» no hizo la revelación de los deberes humanos de un modo muy similar, no como el cegador rayo, sino como la mañana en las montañas, con un clarear lento y gradual?10

En los tiempos relativamente oscuros en los que vivieron muchos de los santos del Antiguo Testamento, muchas faltas y errores pueden haber sido misericordiosa y sabiamente pasados por alto. Aquellos «tiempos de esta ignorancia» Dios pasó «por alto» (Hch. 17:30). La forma de vivir en aquella era del mundo, en medio de una degeneración total de costumbres al haber las naciones abandonado el conocimiento de Dios, y con los hombres carentes de una más plena revelación de Él, tiene que ser considerada a la luz de aquel período. Dios estaba llamando a los suyos de en medio de unas condiciones muy lastimosas, y empezaba a revelarse para formar un pueblo separado para moldearlo conforme a su voluntad a través de una serie de pasos en la historia, y en medio del cual obrar la Redención. Nada podría ser más injusto o irrazonable que juzgar a los patriarcas, en el amanecer de la revelación de Dios, por la norma ética de la plena revelación de Dios en Jesucristo.

El doctor Thomas Arnold opina que la representación más verdadera y fidedigna de las vidas de los patriarcas nos llevan a ver «un estado de sociedad muy poco avanzado en su conocimiento de los deberes del hombre para con el hombre, e incluso, en algunos respectos, de los deberes del hombre para con Dios; un estado de la sociedad en el que la esclavitud, la poligamia, y la venganza personal eran consideradas cosas perfectamente legítimas, y que estaba acostumbrada a hacer una acusada distinción entre mentir y jurar en falso».

También descuenta el temor de que estemos «rebajando la historia más antigua de la Escritura si hablamos de sus protagonistas como hombres que poseían un conocimiento de lo bueno y lo malo muy inferior al del cristiano». También el profesor Stuart repudia la idea de la absoluta perfección de la anterior dispensación, y añade: «Es tan sólo una perfección relativa la que puede demandar el Antiguo Testamento; y ello queda patente en el hecho de que se correspondía con el fin para el que fue dado. Fue dado al mundo, o a la nación de Israel, en su minoría de edad» (cp. Gá. 3:22–25). La conclusión del profesor es que en los tiempos más antiguos, «con la excepción de aquellos pecados que eran sumamente deshonrosos para Dios y dañinos para el bienestar de los hombres, las normas del deber no estaban siempre estrictamente definidas».

Ahora bien, por cuanto nuestra virtud tiene que ser juzgada en relación a la luz que poseemos, se puede ver fácilmente cómo se considera como «buenos» a aquellos que viven en conformidad a la luz que poseen, aunque su luz pueda ser relativamente débil. Por ello, antes de pronunciarnos con respecto al carácter moral de alguien o de una acción, tenemos que tener en consideración la fecha en que el hecho tuvo lugar, o la época en que vivió la persona, a fin de poder juzgar al hombre o a la acción por la norma adecuada. Este sencillo principio eliminará dificultades de otro modo enormes.

2. Si no fuera por la perversidad e insinceridad exhibidas por ciertos autores al tratar de este tema, sería superfluo tener que asignar diferencias de autor como una abundante fuente de discrepancias. En la Biblia tenemos registradas las palabras de Dios y de hombres piadosos, y también dichos de Satanás y de hombres malvados. Ahora bien, no le parecerá nada extraño una colisión entre los pronunciamientos de ambas clases a cualquiera que tenga conocimiento del antagonismo entre el bien y el mal. Por ejemplo, leemos: «ciertamente morirás» (Gn. 2:17), y «no moriréis» (Gn. 3:4). Cuando recordamos que lo primero es el pronunciamiento de Dios, y lo último es pronunciamiento de Satanás, no nos extraña que haya contradicción.

La cuestión de la respectiva paternidad de textos contrapuestos es importante: «¿De quiénes son estos dichos?» «¿Son incluidos como pronunciamientos inspirados, o son registrados como relato histórico, para informarnos marnos? de los actos y dichos de personajes bíblicos, pero ajenos a la inspiración?» «¿Aprueba el escritor sagrado estas declaraciones, o simplemente las narra?» En un caso la inspiración pone el sello sobre la declaración; en otro garantiza la fidelidad de la transcripción de aquello que fue dicho, y nada más. Así, la respuesta a estas sencillas preguntas será frecuentemente la única solución que precisa la pretendida discrepancia.

Con respecto a declaraciones claramente atribuibles a fuentes inspiradas, pero que aparentemente están en desacuerdo, se deben señalar varios extremos:

1) La misma idea puede, en su sustancia, estar expresada en varias formas fraseológicamente diferentes. Así podríamos variar la prohibición mosaica de cometer asesinato: «No matarás» «No mates» «No cometerás asesinato» «No asesines». Cualquiera de estas declaraciones es suficientemente exacta. Ninguna de ellas sería considerada por ninguna persona razonable como una expresión falsa del precepto. Todas ellas comunican esencialmente la misma idea.

2) La inspiración no destruye la individualidad de los escritores. La individualidad de cada uno de ellos es preservada, y sus peculiaridades mentales y hábitos de pensamiento se hacen patentes en sus escritos. Sobre este principio podemos dar cuenta de la señalada diferencia de estilo entre los escritores sagrados, así como de sus divergencias ocasionales al exponer la misma idea o al relatar la misma circunstancia.

Para la interacción entre la revelación de Dios a los hombres y los hombres que Dios empleó, debe tenerse en cuenta que Dios no es jamás pasivo ni está a merced de la corriente de la historia, sino que la dirige. Por ejemplo, Dios eligió a Jeremías antes de nacer, y lo separó para su servicio antes que fuese formado en el vientre de su madre (Jer. 1:5). Dios es el creador de cada persona, el que le da a cada uno su personalidad y temperamento, y el conductor de los hilos de la Historia, dirigiéndola providencialmente conforme a Su voluntad. Es por ello que en cada etapa histórica y moral de la historia del hombre y de Su revelación en el seno de esta historia, ha tenido siempre dispuestos aquellos instrumentos escogidos para dar perfecta expresión, en toda su tonalidad, al mensaje que quería transmitir a los hombres. Así, tanto el vehículo de la expresión de la revelación de Dios, el profeta, como su entorno, y las circunstancias que habían influido en el crecimiento y desarrollo del profeta, habían sido perfectamente adecuados, en la providencia de Dios, para ajustarse perfectamente al mensaje verbal que Dios quería proclamar en cada una de las diferentes circunstancias de la historia de la salvación.

3) Así, la inspiración no sigue siempre por la misma vía, ni sigue la misma rutina de palabras. Un escritor, bajo la inspiración del Espíritu Santo, puede tomar el lenguaje de un anterior autor inspirado, y modificarlo para hacerlo apropiado a sus propios propósitos. Así, los escritores del Nuevo Testamento citan frecuentemente del Antiguo. Toman el sentido, el pensamiento fundamental, de sus predecesores, y moldean luego este pensamiento en aquellas formas más idóneas para aquella época y condiciones a las que se dirigen. Este sencillo principio elimina las aparentes discrepancias entre la fraseología del Antiguo Testamento y las citas del mismo en el Nuevo.

3. Otras aparentes discordancias son ocasionadas por diferencias de perspectiva o de objeto por parte de los autores respectivos. La verdad presenta muchas facetas, y de cada una de las diversas facetas se desprende un destello con una coloración distinta. Como dice Whateley, «Los textos aislados de la Escritura pueden ser interpretados de tal manera, si no se comparan entre sí y se explican unos con otros, que se contradigan entre sí, y como estando cada uno de ellos enfrentados a la verdad. Si las Escrituras se estudian así conducirán al error no menos que si fueran en realidad falsas; porque una verdad a medias con frecuencia resulta en lo mismo que la falsedad absoluta». Con frecuencia, al contemplar desde distintas perspectivas o al examinar diferentes objetos, seguimos líneas de pensamiento, o empleamos lenguaje, que parece inconsecuente con algo que en algún otro lugar hemos propuesto; y sin embargo puede no haber ninguna verdadera inconsecuencia en ello. Así, decimos casi a la vez: «El hombre es mortal» y «El hombre es inmortal». Pero ambas afirmaciones son ciertas, cada una de ellas desde su perspectiva; no chocan en absoluto. Con respecto a su organismo material, visible, tangible, es mortal; pero con respecto al espíritu inteligente en él, es inmortal. Así, con referencia a una democracia representativa, se puede decir, a la vez: «La gente de este país se gobierna a sí misma» y «La gente de este país es gobiernada?». En el sentido propio, ambas declaraciones pueden ser perfectamente veraces a la vez.

En las «Paradojas cristianas» publicadas en la edición de Basil Montagu de las Obras de Lord Bacon, hallamos notables contraposiciones. Así, acerca del hombre piadoso:

«Es alguien que siempre teme, pero que es temerario como un león».

«Pierde su vida, y gana por ello; y en tanto que la pierde, la salva».

«Es un pacificador, pero es continuamente un luchador, y es un enemigo irreconciliable».

«Está frecuentemente encarcelado, pero siempre libre; es un liberto, aunque siervo».

«No ama el honor entre los hombres, pero aprecia mucho un buen nombre».

En estos casos no se precisa de una gran perspicacia para darse cuenta de que no hay contradicción, por cuanto los pronunciamientos en conflicto se encuentran en diferentes planos conceptuales o contemplan diferentes fines.

El principio de que cada verdad presenta diferentes aspectos, y que admite diferentes relaciones, es de gran importancia. En ocasiones estos aspectos o relaciones pueden parecer inconsecuentes o mutuamente incompatibles; pero si seguimos los divergentes radios hasta su origen, descubriremos que se unen en un centro común.

El principio acabado de enunciar sirve para reconciliar el aparente desacuerdo entre Pablo y Santiago acerca de la «fe» y de las «obras», y para mostrar, como se verá en otros pasajes, la profunda armonía subyacente entre ambos. Contemplados desde distintas perspectivas, presentan aspectos diferentes, pero no contradictorios, de la misma gran verdad.

Apenas si vale la pena añadir que, en el estudio de las Sagradas Escrituras, deberíamos buscar cuidadosamente y mantener presente la perspectiva y el objeto particulares de cada uno de los autores. A no ser que lo hagamos así, nos arriesgamos a malinterpretarlos totalmente. Somos susceptibles a juzgar estos autores, olvidando los dilatados lapsos de tiempo transcurridos desde entonces, con las normas de nuestra propia época. Dice Müller: «La mayor parte de los lectores transfiere, sin dudarlo un momento, las ideas que relacionan con las palabras tal como éstas se emplean en nuestro siglo con la mente de Moisés o sus contemporáneos, olvidando del todo la distancia que separa su lenguaje y sus pensamientos de los pensamientos y lenguaje de las tribus de Israel vagando por el desierto».

Ésta es una advertencia oportuna en contra de confundir inconscientemente la perspectiva de un autor antiguo con la nuestra. Se puede observar, además, que la perspectiva del historiador es teóricamente neutral. En tanto que se mantenga dentro de la estricta crónica de los hechos, no se hace responsable en grado alguno por la conducta que describe. Cuando abandona el papel de historiador y asume el de filósofo o moralista, cuando comienza a aplicar alabanza o censura, puede ser considerado responsable ante el tribunal de la ética por la rectitud e imparcialidad de sus opiniones y decisiones.

En una palabra: los escritores de la Biblia no se hacen en absoluto responsables de las malas conductas que relaten, por el simple hecho de relatar las malas conductas de otras personas. Sin embargo, hay muchos que no soñarían en hacer a Pirenne responsable de los crímenes registrados en su historia, y que sin embargo, cuando llegan al registro sagrado, no pueden ver la diferencia entre un historiador y un partidario. Hay una gran diferencia entre la narración de un hecho y su aprobación.

4. Muchas otras aparentes discrepancias de carácter histórico son ocasionadas por la adopción, por parte de varios autores, de diferentes principios y métodos de clasificación. Un escritor seguirá un orden estrictamente cronológico; otro dispondrá sus materiales según el principio de la asociación de ideas. Uno escribirá la historia detallada y consecutivamente; otro omitirá, condensará o expandirá, según sea lo más apropiado para su propósito. De la pluma de un escritor recibimos una biografía ordenada y bien estructurada; otro nos da meramente una serie de anécdotas, agrupadas con el propósito de ilustrar algún rasgo, sentimiento o hábito de la persona descrita. Así, en la Memorabilia de Jenofonte no encontramos una biografía apropiada de Sócrates, sino que vemos varios aspectos de su vida y carácter expuestos mediante anécdotas acerca de él y mediante relatos de sus discusiones. Todo esto es «echado junto de la manera más apropiada para ilustrar diferentes temas, sin consideración al orden cronológico en que cada uno de estos acontecimientos o conversaciones tuvieron lugar, y sin ningún intento de preservar la apariencia de continuidad en la narración.» De este mismo modo nuestro primer Evangelio, en palabras del profesor Stowe, «no sigue una serie de acontecimientos cronológicos o instrucciones, sino que agrupa los elementos de la misma clase, y muestra mediante una serie de imágenes vivientes lo que Cristo era en todas las diferentes circunstancias por las que pasó». Se ve una desatención similar e intencionada del orden y secuencia cronológicos, en mayor o menor grado, en los tres restantes Evangelios y en las demás secciones históricas de la Biblia.

Siendo por tanto diferentes los métodos de los varios autores, no puede más que suceder que las narraciones, al ser confrontadas, presenten apariencias de dislocación, deficiencia, redundancia, anacronismos o incluso de contradicción: una de estas características o todas ellas. Pero si ponemos a estos autores en un lecho de Procrusto, y los cortamos o estiramos para adecuarlos a nuestras ideas; si les exigimos que den relación precisamente de los mismos acontecimientos, y exactamente con la misma plenitud o brevedad, les haremos una gran violencia e injusticia. Deberíamos más bien dejar a cada uno de ellos seguir su propio método de disponer los materiales y contar la historia a su propia manera. Una clasificación diferente de los acontecimientos no lleva necesariamente a que un autor se contradiga con otro, a no ser que se pueda demostrar que ambos autores tenían el designio de seguir un orden cronológico. Y tampoco la omisión de un acontecimiento por parte de un autor equivale a una negación de aquel acontecimiento.

5. Otras incongruencias surgen del empleo de diferentes métodos de cálculo, particularmente en el cómputo del tiempo. Los fenómenos de este tipo no se limitan a las Escrituras ni al terreno de la teología. Se hallan en la literatura científica y secular. Así, uno podía creer que la cantidad de huesos que componen el esqueleto humano es una cuestión bien sencilla y decidida; sin embargo, los más distinguidos anatomistas del siglo pasado divergían en este punto. Gray menciona 204 huesos; Wilson, 246; Dunglison, 240; otros, 208. En el presente siglo, la obra Taber's Cyclopedic Medical Dictionary (1965) relaciona 206 huesos, y el libro Basic Physiology and Anatomy (1965) deja sin afirmar la cantidad exacta, diciendo que el esqueleto humano tiene «alrededor de 200 huesos». En todo ello, sin embargo, no hay verdaderas discrepancias, porque estos autores, antiguos y modernos, cuentan aplicando diferentes criterios.

Se puede dar también una ilustración histórica. El registro familiar, en una antigua Biblia que perteneció a la madre de Washington, afirma que él nació «el 11 de febrero de 1732». Por otra parte, las modernas biografías de Washington dan la fecha de «22 de febrero de 1732». ¿A qué se debe esta diferencia? A que en el primer caso se seguía el calendario juliano, no admitiendo la reforma gregoriana del calendario, mientras que en las biografías modernas se hace la conversión de la fecha de nacimiento al calendario gregoriano. El calendario juliano siguió siendo empleado en Inglaterra y sus dominios hasta 1752, año en que se implantó en este país y sus dominios la reforma gregoriana. Así, cuando se consulten fuentes históricas anteriores a 1752 en los países del ámbito inglés, se ha de tener en cuenta un desfase de once días entre 1752 y 1700, y de diez entre 1699 y el cuatro de octubre de 1582, fecha en que entró en vigor en Italia, España y Portugal. Cuando un historiador cuenta desde un marco cronológico, y otro desde otro, habrá necesariamente un desacuerdo aparente, si no real.

Muchas naciones antiguas y varias modernas, tienen dos clases de años en uso: el civil y el sagrado. Los judíos empleaban ambos cómputos. «El cómputo sagrado era el instituido en el éxodo, en base del cual el primer mes era el de Abib; el cómputo civil daba el primer mes como séptimo. El intervalo entre ambos comienzos era de exactamente medio año».

«Los antiguos egipcios, caldeos, persas, sirios, fenicios y cartagineses, comenzaban su año en el equinoccio de otoño, alrededor del 22 de septiembre. Los judíos comenzaban también su año civil entonces; pero en su cómputo religioso el año databa del equinoccio de primavera, alrededor del 22 de marzo».

«Entre las naciones de la cristiandad latina había siete fechas diferentes para el comienzo del año». «En la era de Constantinopla, que era la empleada en el imperio bizantino, y en Rusia hasta el reinado de Pedro el Grande, el año civil comenzaba el 1 de septiembre, y el eclesiástico en ocasiones el 21 de marzo, y en otras, el 1 de abril». Incluso en nuestros tiempos, los años académico y judicial no comienzan y terminan con el año civil.

Se sigue de ello que cuando dos escritores antiguos no concuerdan acerca del mes y del día de un acontecimiento determinado, tenemos que indagar si es que no emplean el mismo calendario y la misma referencia cronológica. Si no lo emplean, su desacuerdo no da prueba alguna de error por parte de ninguno de los dos. Cada uno de ellos puede estar perfectamente en lo cierto, en base de su propio cómputo. Cuando, en el termómetro graduado en la escala de Fahrenheit el mercurio se encuentra en 212 grados, en la escala Reaumur a 80, y en la escala de Celsius a 100, está totalmente fuera de lugar la deducción de que ninguno de estos tres instrumentos sea inexacto. Los diferentes métodos de graduar la escala dan cuenta de las diferentes mediciones, cada una de ellas perfectamente precisa dentro de su propio marco de referencia.

Una peculiaridad del cómputo judío era que las fracciones de años eran contadas como años enteros. Dice Lightfoot que, según los rabinos: «el primer día de un año puede contar en un cómputo como la totalidad del año». Aben Ezra, comentando sobre Lv. 12:3, dice que «si un niño nacía en la última hora del día, esta hora era computada como todo un día». Y un modo similar de contar persiste en Oriente en la actualidad. «Así, siendo que el año termina en un cierto día, cualquier fracción del año anterior es considerada como un año entero. Un niño nacido en la última semana de nuestro mes de diciembre sería considerado como de un año de edad el 1 de enero, por haber nacido en el año anterior». Menasseh ben Israel dice que: «con respecto a las festividades, solemnidades y cómputos de los reinados de los reyes, el comienzo del año es Nisán, [esto es, el nombre posterior de Abib, marzo]; pero con respecto a la creación y a los asuntos seculares, es Tisri» (Septiembre).

Así, al tratar con los números bíblicos, nos encontramos frecuentemente con métodos de cómputo que difieren de los nuestros, y éste es un hecho que ningún estudioso ni ningún intérprete de las Escrituras puede permitirse pasar por alto.

Es evidente que los hebreos empleaban frecuentemente «números redondos», u, omitiendo fracciones, empleaban el número entero más próximo. Así es como se dan las edades de los patriarcas en Gn. 5, a no ser que adoptemos la improbable suposición de que cada uno de ellos murió en el aniversario de su nacimiento.

Las anteriores observaciones patentizan la insensatez de tomar decisiones apresuradas con respecto a la cronología bíblica. Cuando los escritores sagrados disientan en cuanto a números y fechas, a no ser que haya evidencia de que tuvieran la intención de computar desde el mismo punto de referencia y mediante el mismo método, el veredicto tiene que ser: «Discrepancia no demostrada».

6. Las peculiaridades de los modismos orientales son otra prolífica fuente de discrepancias. Las naciones de Oriente son cálidas y apasionadas en sus modos de pensamiento y expresión. Piensan y hablan poéticamente. Abundan atrevidas metáforas y sorprendentes hipérboles en sus escritos y conversación. Acerca de esto, Lowth dice: «Los orientales están adictos a este estilo de composición; y muchos vuelos que nuestros oídos, quizá demasiado melindrosos, a duras penas pueden soportar, tienen que ser asignados a la general libertad y atrevimiento de estos escritores».

Se refiere también Lowth a las dificultades que surgen de la lectura de autores «donde todo es exhibido e ilustrado con la mayor variedad y riqueza de imágenes; éstas son aún más numerosas en los poetas extranjeros de la antigüedad, y, por encima de todos los extranjeros, en los orientales, siendo como son los más alejados de nuestros modos y maneras, y entre los orientales, más especialmente en los hebreos».

Dice el doctor Samuel Davidson: «El que no recuerda la gran diferencia entre la mente oriental y la occidental, caerá en error. La lujuriante imaginación y el resplandeciente ardor de la primera se expresa en una dicción hiperbólica y profusa, en tanto que el carácter parco y la frialdad de la segunda son adversas a esta sensual abundancia».

«Las figuras son atrevidas, osadas. Predominan el sentimiento y la pasión. Preeminentemente en los Salmos vemos la teología de los sentimientos más que la del intelecto …»

Siendo de este tipo el genio y los modismos de los orientales, no puede extrañarnos que sus metáforas e hipérboles se sobrepongan y choquen entre sí; que encontremos a David, por ejemplo, llamando en una ocasión a Dios una roca (Sal. 42:9), y en otra referirse a sus alas y plumas. Estas imágenes tan osadas y libres, cuando son apropiadamente interpretadas, dan un sentido sumamente apropiado. Por otra parte, estas figuras de lenguaje son generalmente evidentes a cualquier mente juiciosa, que verá su sentido de manera transparente y no pueden ser honestamente empleadas por el escéptico como constituyendo discrepancias. Para el intérprete de las Escrituras no hay cualidades que le sean tan necesarias como el sentido común y la honradez.

7. Otras disonancias que aparecen en las Escrituras son evidentemente atribuibles a la costumbre oriental de aplicar una pluralidad de nombres a la misma persona u objeto. Esta costumbre es ampliamente prevalente en asuntos de la vida diaria. Así, en árabe hay 1000 diferentes palabras o nombres para «espada», 500 para «león», 200 para «serpiente», 400 para «infortunio», y 80 para «miel».

La lengua hebrea tiene cincuenta palabras para denotar un cuerpo de agua de alguna clase. Se emplean al menos dieciocho palabras hebreas para expresar diferentes clases de zarzas espinosas o malas hierbas que aparecen en las escrituras hebreas.29 Gesenius da unos ocho términos diferentes para «consejo», doce para «tinieblas», treinta y dos para «destrucción», diez para «ley», y veintitrés para «riqueza».

Con respecto a los nombres propios, la situación es muy similar. Así, nos encontramos con Jacob e Israel, Edom y Esaú, Gedeón y Jerobaal, Oseas y Josué. Uno de los apóstoles tenía los siguientes nombres: Simón, Simeón, Pedro, Cefas, Simón Pedro, Simón Bar-Jonás y Simón hijo de Jonás. También nos encontramos con los nombres José, Barsabás y Justo para designar al mismo individuo.

No es infrecuente que se cambiaran los nombres de personas y lugares debido a algún acontecimiento importante. Y esta costumbre ha sido conocida hasta cierto punto en tiempos relativamente recientes. El rey de Persia, Sha Solimán, comenzó a reinar en 1667 bajo el nombre de Suffee. Durante los primeros años de su reinado le persiguió la desgracia. Llegó a la conclusión de que su nombre no era afortunado, y que tenía que ser cambiado, a fin de evitar más calamidades. «Por ello, tomó, con gran solemnidad, el nombre de Solimán. Fue coronado de nuevo bajo este nombre, y todos los sellos y todas las monedas que llevaban el nombre de Suffee fueron sacadas de circulación y destruidas, como si un rey hubiera muerto, y hubiera sido sucedido por otro». Chardin, un testigo ocular, da un relato de la coronación. La costumbre de cambiar el nombre del Papa al ser elegido no es desemejante: Carol Woytila pasa a llamarse Juan Pablo II.

Con frecuencia, en la Biblia el nombre de la cabeza de una tribu o nación se emplea para designar a su posteridad. Así, en una gran cantidad de casos, «Israel» se emplea para designar a la nación israelita, y «Efraín» y «Moab» significan respectivamente a los descendientes de estos hombres. Manteniendo en mente la gran latitud que se permiten los orientales en el empleo de los nombres, vemos una clara solución de muchas dificultades en el registro bíblico.

8. No pocas contradicciones verbales se desprenden del empleo de la misma palabra con significados diferentes, y en ocasiones opuestos. Como dice Fuerst: «En los dialectos semíticos, la analogía admite sentidos directamente opuestos en una misma palabra». Según este lexicógrafo y Gesenius, la palabra hebrea bärak se emplea en los sentidos contrarios de bendecir y maldecir. Igualmente yärash, que significa poseer y desposeer; näkar, conocer y desconocer; säkal, apedrear y liberar de piedras; shäbar, comprar grano y vender grano. Así sucede asimismo con el vocablo latino sacer, que significa a la vez santo y maldito.

Este inconveniente del lenguaje humano no es desde luego exclusivo de Oriente. En la versión inglesa de las Escrituras, y en la literatura inglesa antigua,33 se emplea la palabra let con los sentidos contrarios de permitir e impedir. Y en inglés moderno, un niño stones (apedrea) un árbol frutal, mientras que el cocinero stones (deshuesa) ciertas clases de frutos. El verbo cleave (adherirse y dividir) da otro ejemplo de significados opuestos combinados en la misma palabra.

Así cuando leemos en la Biblia que ciertas personas «temían al Señor», pero que «no temían al Señor» que Dios se «arrepiente», pero que «no se arrepiente» que «tentó a Abraham», pero que no tienta a nadie, podemos encontrar una pronta solución a estas aparentes contradicciones.

Con frecuencia, aparecen discrepancias en nuestras versiones, cuando no aparece ninguna en el original. Esto se debe al hecho de que los traductores han empleado la misma palabra castellana para representar a varios términos originales. En tal caso, tales discrepancias deben ser atribuidas a los traductores, y no al libro mismo.

9. Una gran cantidad de discrepancias se originan por errores en los manuscritos; estos errores surgieron en el curso de la transmisión por copia por parte de los escribas; una de las causas es la similaridad de unos signos alfabéticos con otros. No se tiene que recordar al lector que antes de la invención de la imprenta, en el siglo quince, los libros eran producidos y reproducidos por el laborioso método de copia a mano. En un proceso tan mecánico, es inevitable que aparecieran errores. Los libros más cuidadosamente impresos no están exentos de errores tipográficos; y el manuscrito más cuidadosamente hecho exhibirá defectos de algún tipo. Dice un eminente crítico: «Dios hubiera podido guiar la mano de los copistas de tal manera, o fijado su devota atención hasta tal punto, que a lo largo del dilatado lapso de tiempo de mil cuatrocientos años antes de la invención de la imprenta, y de componedores e impresores de la Biblia durante los cuatro últimos siglos, que no se hubiera cambiado ni una jota ni una tilde de lo que en ella estaba escrito. Tenemos que confesar que una disposición providencial de este tipo es totalmente posible; pero no hubiera podido ser puesta en operación y mantenida en marcha excepto por nada menos que por un milagro continuo, haciendo a hombres falibles (y a muchos en cada generación) totalmente infalibles para un solo propósito». Es a los inevitables errores de los copistas, sin duda alguna, que se les deben atribuir una gran parte de aquellas pequeñas discrepancias, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, que comunmente llamamos «lecturas varias». Además, la susceptibilidad a cometer errores en el proceso de copia manual quedó muy aumentada por la gran semejanza de ciertas letras hebreas entre sí. Kalisch da doce ejemplos de ello.

«Varias letras», dice el profesor Stuart, «se parecen mucho entre sí». Como ilustración de ello, menciona él: Bet ב y Caf כ; Dálet ד y Resh ר; Dálet ד la Caf final ך; Vau ו y Yod י; Vau ו y la Nun final ן; Het ח y He ה; Het ח y Tau ת. Y hubiera podido añadir Pe פ y Caf כ. El lector observará que si la línea vertical izquierda de He queda accidentalmente omitida o indefinida, nos queda una Dálet, así, ה, ד; lo mismo sucede con Tau y Resh, esto es, ת, ר; igual con Pe y Caf, פ, כ. «En una ocasión», dice Herbert Marsh, «toda la diferencia consiste en lo agudo u obtuso que sea un ángulo; en otras ocasiones, se trata de la longitud o rectitud de una línea; se trata de distinciones tan pequeñas que incluso cuando las letras son perfectas, en ocasiones se darán errores, y tanto más frecuentemente cuando se escriban incorrectamente o estén parcialmente borradas. De hecho, ésta es una de las principales causas de error en los manuscritos hebreos».

Ciertas letras griegas también se parecen mucho: por ejemplo, Nu ν y Upsilon υ, y otras.

Todos estamos familiarizados con la facilidad con que se pueden confundir las letras del alfabeto castellano b y d, y también p y q; y con cuanta facilidad vemos en composición de caja la letra N invertida. En imprenta nos encontramos con las cifras 3 y 8, 6 y 9, confundidas entre sí. Con cuánta frecuencia vemos «garn» en lugar de «gran», «mayoremnte» en lugar de «mayormente», «ceirto» en lugar de «cierto», y errores semejantes. Y si tales errores aparecen en el impreso más cuidadosamente corregido, ¿qué podemos esperar en un manuscrito, y particularmente cuando las letras que lo componen se parecen tanto entre sí? Además, como dice Theodore Parker: «se debe recordar que anteriormente las letras hebreas se parecían más entre sí que en la actualidad».

Bajo circunstancias como las descritas, no puede causar sorpresa a ninguna persona razonable que se hayan cometido errores ocasionales en la transmisión por copia manual del Antiguo Testamento hebreo y del Nuevo Testamento griego tantas veces a lo largo de catorce siglos.

De hecho, nada sino el más asombroso milagro hubiera podido impedir tales errores.

Tenemos también que añadir que en hebreo antiguo hay una gran probabilidad, que puede considerarse como una certidumbre establecida, de que las letras fueran empleadas como cifras, para representar números, que fueron expandidos y escritos en pleno por copistas posteriores. Así, entre nosotros un autor podría escribir «CXI», y otro, «ciento once».

«Los escritores rabínicos», dice Nordheimer, «emplean las letras del alfabeto, a la manera de los antiguos griegos, para la notación numérica». Lo mismo sucede con escritores más antiguos, incluyendo los de la Masora. Es generalmente aceptado por los eruditos, aunque no absolutamente demostrado, que los escritores originales actuaron así.

Rawlinson observa: «Nada en los antiguos mss. es tan susceptible de corrupción debido a los errores de los copistas como los números; el modo original de escribirlos es, en todos los países de que tenemos conocimiento, por signos, y signos que no son muy diferentes entre sí; la ausencia de un contexto que determine en favor de un número en lugar de otro, cuando la copia está manchada o desgastada, aumenta la posibilidad de error, y así sucede que en casi todas las obras antiguas los números merecen poca confianza».

Warrington: «Hay pocas dudas de que los números no eran representados originalmente en hebreo, como ahora, por sus nombres en pleno, sino simplemente por las letras del alfabeto tomadas en orden, con el siguiente valor numérico: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 20, 30, 40, 50, 60, 70, 80, 90, 100, 200, 300, 400; las cinco letras terminales daban los números del 500 al 900, y los miles se obtenían añadiendo ciertas marcas o puntos a las unidades».

Philpott: «Al igual que la mayor parte de las naciones de Oriente, es probable que los hebreos, para sus cálculos, emplearan las letras del alfabeto. Tenemos evidencia concluyente de que así lo hacían en los tiempos posteriores al exilio babilónico, en las monedas de la época macabea; y es sumamente probable de que así fuera en tiempos más tempranos».

Keil: «El intercambio de letras similares, suponiendo que se emplearan las letras como números, explica también muchas diferencias en cantidades, y muchas afirmaciones de números excesivos e increíbles». En otro lugar, llama la atención a ciertas «corrupciones que han surgido de los errores de los copistas en la transcripción, y en la transmisión de cantidades, habiéndose denotado los números mediante letras del alfabeto».

De Wette, refiriéndose a los errores de los copistas, dice: «Confundían las letras similares. Por ello, bajo la suposición de que se emplearan letras como números, podemos explicar las diferencias numéricas». Y, a continuación, presenta varios ejemplos ilustrativos. «De esta manera, prosigue su traductor, Theodore Parker: «parecen haber surgido muchos otros errores con respecto a cantidades».

Doctor Kennicott: «Es bien sabido por los eruditos que los transcriptores judíos frecuentemente expresaban los números bíblicos, en los mss. originales, mediante letras».

Este autor cita también al erudito Scaliger, y una antigua gramática hebrea, impresa con la Biblia Complutense en 1515, acerca de lo mismo.

Doctor Samuel Davidson: «Siempre que aparecen numerosos nombres propios, hay una mayor posibilidad de error. Lo mismo sucede con los números; porque siendo que se empleaban letras de forma similar como números, se intercambiaban fácilmente».

Otra vez: «Habiéndose empleado letras como números en tiempos antiguos, los copistas confundían frecuentemente una letra por otra, y por ello muchas corrupciones se introdujeron en el texto».

Winer: «Al expresar números, los judíos, en el período postexílico, como resulta evidente de las inscripciones de las monedas denominadas samaritanas, empleaban las letras del alfabeto; y no es improbable que los antiguos hebreos siguieran la misma práctica, lo mismo que los griegos, que derivaron su alfabeto de los fenicios, también expresaban, desde los tiempos más antiguos, los números mediante letras».

«Por la confusión de letras de forma similar cuando se empleaban como números, y por su expresión posterior en palabras, se pueden explicar satisfactoriamente en parte las enormes cantidades en los libros del Antiguo Testamento, y las contradicciones en sus menciones de cantidades; pero aquí es necesaria la prudencia».

Gesenius se expresa en un lenguaje muy similar, dando ejemplos ilustrativos de la anterior hipótesis, y la declara «ciertamente probable» (allerdings wharscheinlich).

Glassius se decide también en favor de la hipótesis, y trata el tema con no poca destreza y capacidad.

Isaac Taylor: «El frecuente empleo de las contracciones en la escritura era una fuente muy común de errores; porque muchas de estas abreviaciones eran extremadamente complicadas, oscuras y ambiguas, de forma que un copista inexperto era muy susceptible a confundir una palabra por otra. Ninguna parte de los libros antiguos han sufrido tanto por errores de falta de atención como las que tienen que ver con cantidades; porque como una letra numeral era fácilmente confundida con otra, y como ni el sentido del pasaje, ni las normas de ortografía ni de la sintaxis, sugerían la lectura correcta, cuando surgía un error, con la mayor frecuencia éste se perpetuaba, y ello sin remedio. Por ello, es siempre inseguro hacer descansar la fuerza de un argumento en cualquier mención de cantidades por parte de escritores antiguos, a no ser que algún cálculo correlativo confirme la lectura del texto. Por ello, nada puede ser más frívolo o injusto que levantar objeciones en contra de la veracidad o precisión de un historiador debido a alguna aparente incompatibilidad en su mención de cantidades. Las dificultades de esta clase deben ser atribuidas, en el acto, a una corrupción del texto, en lugar de perder el tiempo considerándolas negativamente».

Sobre la autoridad de estos eruditos y críticos, de divergentes credos, pero concordantes a este particular respecto, podemos por ello explicar fácilmente muchos de los números contradictorios e irreales que encontramos en los libros históricos del Antiguo Testamento. También ciertas discrepancias del Nuevo Testamento pueden ser explicadas por el hecho de que, como sucede en el caso del Códex Bezae, se empleaban letras griegas muy parecidas entre sí como números, y se caía en confusiones entre ellas. En nuestro texto griego común, el número «seiscientos sesenta y seis» es indicado simplemente por tres, o en ocasiones, cuatro, caracteres.55

Vemos así como han surgido errores con respecto a números.

Apenas si será necesario añadir que han surgido errores en cuanto a nombres de la misma manera: por la similitud entre ciertas letras. Así, encontramos Hadadézer (2 S. 8:3) y Hadarezer (1 Cr. 18:3), donde la Dálet ד se confundió con una Resh, ר, y muchos casos parecidos.

Esta clave, así, servirá para abrir el camino a la resolución de muchas dificultades en el desarrollo de esta obra.

10. Una multitud de pretendidas discrepancias son producto de la imaginación del crítico, influenciado en mayor o menor grado por su prejuicio dogmático.

Dos clases de escritores servirán para ilustrar esta observación. De la primera clase no se mencionará nombre alguno. El carácter, espíritu y motivos de tales escritores hacen que cualquier mención de ellos sea inconsistente con el propósito de nuestro trabajo.

La segunda clase, que no debe ser mencionada en relación con la anterior, comprende a personas que poseen, en no pocos casos, razones válidas para afirmar su erudición, agudeza crítica y gran respetabilidad de carácter. Destacado en esta clase debe ser mencionado De Wette, tal como aparece en sus primeros escritos, y el doctor Samuel Davidson, tal como aparece en algunas de sus últimas obras. Es doloroso añadir que parece imposible absolver siquiera a estos autores de la culpa de grandes injusticias ocasionales en su manejo de las Escrituras.

A continuación, pero con una gran diferencia, pueden darse los nombres de Strauss, Colenso, y Theodore Parker. Uno apenas si puede leer las producciones de estos tres mencionados, y de algunos otros pertenecientes a su línea de pensamiento, sin la convicción de que el animus de estos escritores queda frecuentemente expresado de una manera sumamente apropiada por el antiguo lema latino, ligeramente modificado: «O encontraré una discrepancia, o la fabricaré»—Aut inveniam discrepantiam, aut faciam.

Ciertos autores racionalistas tienen un cómodo método para ignorar las respuestas a las objeciones que ellos aducen. Comienzan en el acto a hablar con grandezas de la «alta crítica», y a ridiculizar las respuestas y soluciones como «suposiciones gratuitas».

«La insolencia y la ignorancia», dice el Obispo Horne, «pueden hacer una pregunta de tres líneas que costará a la erudición y al ingenio treinta páginas para darle respuesta; y cuando ha sido dada, la misma pregunta volverá a ser lanzada triunfalmente al año siguiente, como si no se hubiera escrito nada acerca del tema». Con frecuencia, cuando reciben una justa respuesta y refutación, estos autores nos recuerdan la vieja máxima con la que tan familiarizados estamos:

«Un hombre en contra de su voluntad convencido,

A la misma opinión se mantiene adherido».

Un principio exegético favorito de algunos de estos críticos parece ser que acontecimientos similares son necesariamente idénticos. Así, cuando leen que Abraham mintió dos veces acerca de su mujer (Gn. 12:19; 20:2); que Isaac imitó su ejemplo (Gn. 26:7); que David estuvo dos veces en peligro en un cierto desierto (1 S. 23:19; 26:1), y que dos veces perdonó la vida de Saúl en una cueva (1 S. 24:6; 26:9), suponen en el acto que en cada caso estas dobles narraciones son relatos irreconciliables de un único y mismo acontecimiento. Lo absurdo de esta norma de la crítica es evidente por el hecho de que la historia está repleta de acontecimientos que se parecen más o menos. Tomemos, como un ejemplo bien conocido, el caso de dos Presidentes llamados Edwards, padre e hijo. Los dos se llamaban Jonathan Edwards, y ambos eran nietos de clérigos. «Los dos fueron piadosos en su juventud, llegaron a ser distinguidos eruditos, y fueron tutores por idénticos períodos en los colegios en los que respectivamente fueron educados. Los dos se establecieron en el ministerio como sucesores de sus abuelos maternos, fueron cesados debido a sus opiniones religiosas, y de nuevo se vieron establecidos en retiradas poblaciones rurales, presidiendo congregaciones singularmente adheridos a ellos, donde tuvieron el tiempo necesario para dedicarse a sus estudios favoritos y para publicar sus valiosas obras. Los dos fueron llamados de estas posiciones para venir a ser presidentes de instituciones de enseñanza, y los dos murieron poco antes de las respectivas inauguraciones de sus cargos; el primero a los cincuenta y seis años de edad, el segundo a los cincuenta y siete; y ambos predicaron, el primer domingo del año de su muerte, acerca del texto: «Este año morirás».

Ahora bien, pásense estas circunstancias a la consideración de los críticos racionalistas, y la probable decisión es que tan sólo existió un Jonathan Edwards.

Vemos así que si los críticos se atrevieran a entrometerse con los hechos de la historia secular igual que se atreven con la sagrada, incurrirían con justicia en el ridículo más grande ante todas las personas bien informadas. Muchos claman por que la Biblia sea tratada como cualquier otro libro, pero en realidad la tratan como nunca se atreverían a tratar ningún otro libro. Aquí está la inconsecuencia de mucha de la crítica actual, y particularmente de aquella «alta crítica» de la que tanto oímos.

El siguiente caso ilustra un espíritu y manera de hacer que frecuentemente se encuentra en ciertos autores: «Un viajero sueco, al mirar en la biblioteca de Voltaire, encontró el Comentario de Calmet, con tiras de papel intercaladas, en las que se habían copiado las dificultades señaladas por Calmet, pero sin una sola palabra acerca dé las soluciones que él daba. «Esto», añade el sueco,—que era por otra parte un gran admirador de Voltaire—«no era honrado»». «Nuestros modernos críticos», sigue diciendo Hengstenberg, «han adoptado precisamente una idéntica línea de conducta».

No podemos hacer más que concurrir en el juicio señalado en ésta y en las siguientes citas.

El profesor Henry Rogers, en su crítica de la obra de Strauss, Vida de Jesus, dice que debería ser titulada: «Una colección de todas las dificultades y discrepancias descubiertas por la honrada crítica e imaginadas por ingenios pervertidos, en los cuatro evangelistas».

Aludiendo otra vez a las objeciones de Strauss; «Las discrepancias que se exhiben son con frecuencia simples suposiciones; a veces incluso invenciones». Esta acusación es apoyada con varios ejemplos procedentes del autor alemán, y es tan aplicable a su «Nueva Vida de Jesús» como a su anterior obra.

El erudito traductor de Bleek, con severidad, pero muy acertadamente, define el curso seguido por ciertos autores como «exageración de las dificultades, ostentosa exhibición de razones de sospecha, que tan penosamente caracterizan a mucha parte de la crítica bíblica contemporánea, y que no injustificadamente hacen suscitar la cuestión de si no hay alguna base secreta de malevolencia, algún deseo no reconocido, pero muy influyente, de hallar razones para una incredulidad ya existente, para dar cuenta de la amarga y decidida hostilidad con que son tratados los libros».

Es un hecho lamentable que esté extendido por el mundo, y además llevando el nombre de cristianismo, un espíritu que, como bien dice el canónigo Wordsworth: «dice bellas palabras acerca de Cristo, pero gusta de inventar discrepancias, e imaginar contradicciones en las narraciones que sus apóstoles y evangelistas transmitieron acerca de su nacimiento, tentación, milagros, agonía, sufrimientos, resurrección y ascensión». Nos refrenamos de caracterizar este tipo de cristiandad que intenta echar barro sobre sus propios libros sagrados y minar sus propios fundamentos.

Tal es el espíritu y tales los métodos de buena parte de la crítica escéptica, incluso de la llamada «alta crítica» de nuestros días.

Un examen minucioso y extenso de las obras de numerosos autores, que asaltan la Biblia desde varias posiciones y bajo diversas pretensiones, justifica la observación, que ni es injusta ni poco caritativa, de que una gran parte de sus pretendidas «discrepancias» son puramente subjetivas, originándose, primariamente, no en los libros sagrados, sino en los desviados prejuicios y en la desordenada imaginación del crítico.

Hubiéramos también podido haber aducido la gran compresión de la narración como feraz origen de aparentes incongruencias. Es tan grande el esfuerzo de condensación que los escritores se vieron compelidos a emplear, que, en cualquier caso, sólo se podrían introducir algunos de los factores más destacables. Si los historiadores sagrados se hubieran dedicado a la tarea de relacionar cada circunstancia, la Biblia, en lugar de estar constituida por un solo volumen, hubiera llenado una gran cantidad de volúmenes, y por ello mismo hubiera resultado inmanejable, y casi de imposible uso para la humanidad.

Si «ni aun en el mundo cabrían los libros» que fueran a describir de manera minuciosa todas las acciones de nuestro Salvador, ¡cuánto menos podría «contener» aquellos que fueran a narrar circunstancialmente la historia de todos los importantes personajes mencionados en las Escrituras!

Vemos ahora que, con referencia a cualquier acontecimiento determinado, una gran cantidad de datos concretos han desaparecido del conocimiento de la humanidad, y están perdidos más allá de toda posibilidad de recuperación. Por ello, en muchos casos, el hilo de la narración no está no sólo no evidente, sino que puede ser sólo recuperado, si es que puede serlo, mediante un escrutinio prolongado y minucioso. Que en ocasiones, unas circunstancias combinadas de un modo tan fragmentario y desconectado parezcan incompatibles, se trata de un hecho, con el que estamos tan familiarizados, que no precisa de ilustración.[1]

 



[1] Escuain, S., & Haley, J. W. (1988). Diccionario de dificultades y aparentes contradicciones bı́blicas (pp. 12–36). TERRASSA (Barcelona): Editorial CLIE.





Muchas gracias.

Paz de Cristo!



ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor




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