viernes, 17 de febrero de 2023

Historia del pensamiento cristiano Introducción


Introducción

Debido a la naturaleza de la materia de que trata, toda historia del pensamiento cristiano —así como toda historia de las doctrinas— ha de ser necesariamente también una obra de teología. La tarea del historiador no consiste en la mera repetición de lo sucedido— o, en este caso, de lo que se ha pensado. Por el contrario, el historiador debe partir de una selección del material que ha de emplear, y las reglas que han de guiarle en esa selección dependen de una decisión que tiene mucho de subjetivo.

Quien se propone escribir una historia del pensamiento cristiano no puede incluir todo cuanto hay en los trescientos ochenta y dos gruesos volúmenes de las Patrologías de Migne —y aún estos no pasan del siglo XII— sino que debe hacer una selección, tanto de lo que su obra ha de incluir, como de las fuentes que ha de estudiar como preparación para su tarea. Esta selección depende en buena medida del autor, y por ello toda historia del pensamiento cristiano ha de ser también una obra en que se reflejen las presuposiciones teológicas del autor. Tal cosa es inevitable, y sólo puede calificarse de error cuando el historiador del pensamiento cristiano pretende que su trabajo se halla libre de presuposiciones teológicas.

Como ejemplo del modo en que sus presuposiciones teológicas llevan al historiador del pensamiento cristiano a escribir su historia de un modo particular, podemos tomar a Harnack y Nygren, historiadores a quienes separan, además de varias décadas, sus diversas posiciones teológicas.

Adolph von Harnack, quien es quizá el más famoso de los historiadores del dogma, publicó su obra magna, Lehrbuch der Dogmengeschichte, en los años que van del 1886 al 1890. Su posición teológica se deriva del pensamiento de Ritschl, a quien llega a llamar «el último de los Padres de la Iglesia». Ritschl se esforzó siempre por limitar la injerencia de la filosofía en el campo de la religión, mostrando las tergiversaciones a que la metafísica puede dar lugar en lo que a la religión se refiere. Para él, la religión es eminentemente práctica y no especulativa. Esto no quiere decir que la religión deba disolverse en un mero subjetivismo. Al contrario, la religión establece los valores morales que son el único medio que tiene el ser humano para librarse de la condición de esclavitud que es la vida natural. Ni los dogmas ni el sentimiento místico constituyen la fe cristiana, sino que ésta consiste más bien en los valores morales que nos capacitan para elevarnos por encima de la miseria actual.

Partiendo de tales presuposiciones teológicas, Harnack no podía sino llegar a las conclusiones a las que llegó. Para él, la historia del dogma cristiano no era más que la historia de la negación progresiva de los verdaderos fundamentos del cristianismo. Tales fundamentos han de encontrarse en las enseñanzas morales de Jesús. El punto de partida de Harnack, debido precisamente a sus presuposiciones teológicas, no era tanto la persona como la enseñanza de Jesús.

Luego, todo el desarrollo doctrinal de los primeros siglos, que giraba alrededor de la persona de Jesús y no alrededor de sus enseñanzas, no podía ser más que la tergiversación progresiva del sentido original del evangelio. El propósito de la Historia del Dogma de Harnack es mostrar que el dogma —y muy especialmente el dogma cristológico— que en el día de hoy resulta anticuado, nunca fue un resultado auténtico del evangelio.

Nygren parte de presuposiciones muy distintas. Como exponente que es de la «teología lundense», Nygren aborda la tarea del historiador del pensamiento cristiano desde el punto de vista de la «investigación de los motivos». Esta investigación tiene a su vez ciertos fundamentos filosóficos y teológicos que han de determinar su carácter. Como ejemplo de ello, podemos mencionar la antítesis absoluta que Nygren establece entre el motivo esencialmente cristiano, que es el amor del tipo «ágape», y el motivo judío, que es la Ley o «nomos». Debido a esta antítesis, Nygren se ve incapacitado de relacionar adecuadamente la Ley con el evangelio, y esto resulta, no sólo en dificultades teológicas, sino también en tergiversaciones históricas como cuando Nygren nos pinta un cuadro de Lutero en el que la Ley ha perdido la importancia que tenía para el Reformador. La presuposición fundamental que afecta a todo historiador del pensamiento cristiano es la de cómo ha de evaluar e interpretar el desarrollo de ese pensamiento, sobre todo en lo que a cuestiones dogmáticas se refiere. Harnack parte de la presuposición de que los dogmas cristianos se han desarrollado a través de los siglos, pero que este desarrollo es esencialmente negativo. Nygren deja a un lado la cuestión del desarrollo de los dogmas, salvo en cuanto esos dogmas manifiestan el predominio de uno u otro «motivo». Por su parte, los historiadores católicorromanos tienden a interpretar la historia del pensamiento cristiano de tal modo que se destaque su continuidad, pues, como dijera el Lirinense (siglo V), sólo ha de creerse «lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos». De estas diversas presuposiciones depende, no sólo el juicio de valor que el historiador pronuncie acerca de la historia del pensamiento cristiano, sino también la selección de su material y la manera en que ha de llenar las inevitables lagunas del pasado. Luego, tales presuposiciones afectarán la presentación misma del material —esa presentación que quien no conoce los problemas de la historia pensaría que puede ser completamente objetiva.

¿De qué presuposiciones parte el autor de este libro? He aquí la pregunta que ha de hacerse el lector de juicio independiente. Y ésta es la pregunta que el autor debe contestar con toda honestidad. Si el lector no concuerda con tales presuposiciones —y está en su perfecto derecho— siéntase libre de hacer a cada paso, a través de la lectura de este libro, las correcciones que sus propias presuposiciones le dicten.

Sin embargo, no se trata de escribir aquí toda una obra de teología dogmática, ni tampoco de resumir en un credo todo cuanto el autor cree; se trata más bien de exponer la opinión de éste en cuanto al desarrollo de los dogmas y su relación con lo que al pensamiento cristiano se refiere. ¿Puede descubrirse un desarrollo dogmático a través de los veinte siglos de historia del cristianismo? ¿Cómo se relaciona ese desarrollo de los dogmas con el del pensamiento cristiano? ¿Por qué prefiere el autor escribir una «Historia del pensamiento cristiano» antes que una «Historia de los dogmas»? Si los dogmas se transforman, ¿en qué consiste su veracidad? He aquí las cuestiones fundamentales a que debemos enfrentarnos en los párrafos que siguen.

La cuestión del desarrollo de los dogmas es de carácter tanto teológico como histórico. Si el estudio comparativo de los dogmas pertenece al campo de la historia, la definición misma de lo que es un dogma cae dentro del campo de la teología. Si la confirmación del desarrollo de los dogmas pertenece a la historia, la evaluación de ese desarrollo pertenece a la teología. Esto no quiere decir que se pueda separar lo uno de lo otro, puesto que una posición teológica que niegue la posibilidad del desarrollo dogmático llevará al historiador a hacer caso omiso de todo cuanto pueda servir para probar tal desarrollo, de igual modo que una posición histórica que no vea en los dogmas más que afirmaciones totalmente relativas será incapaz de descubrir en ellos valor teológico alguno.

Al enfrentarse a la cuestión del desarrollo de los dogmas, este autor está convencido de que es necesario hacerlo a partir de un concepto teológico —es decir, cristiano— de la verdad, y que este concepto de la verdad —no estamos hablando aún de la verdad misma, sino sólo de su concepto— se halla en la doctrina de la encarnación. Según esta doctrina, la verdad cristiana es tal que no se pierde ni se tergiversa al unirse a lo concreto, limitado y transitorio. Por el contrario, la verdad —o al menos la verdad que se da a los humanos— se da precisamente allí donde lo eterno se une a lo histórico, donde Dios se hace carne, donde un hombre concreto, en una situación concreta, puede decir: «Yo soy la verdad».

A fin de aclarar este concepto de la verdad, podemos compararlo con otros dos conceptos que le son incompatibles, y que llevan por tanto a otras tantas interpretaciones de la persona de Jesucristo que niegan la doctrina de la encarnación.

En primer lugar, podemos decir que la verdad existe sólo en el campo de lo eterno, permanente y universal, y que por tanto no puede darse en lo histórico, transitorio e individual. Este concepto de la verdad ha ejercido una fuerte atracción sobre la mente griega y, a través de ella, sobre toda la civilización occidental. Pero tal concepto, por muy atrayente que parezca, no lleva sino a la negación de la encarnación, es decir, a la doctrina que llamamos «docetismo» —véase el capítulo V— y que hace de Jesucristo un ser eterno, permanente y hasta universal, sí, pero muy distinto del hombre histórico e individual de que nos hablan los Evangelios.

En segundo lugar podemos decir que toda verdad es relativa; que no hay tal cosa como la verdad absoluta entre los humanos. Este concepto de la verdad ha estado en boga durante los últimos dos o tres siglos, cuando el enorme desarrollo de los estudios científicos e históricos nos ha hecho ver cuán relativo es todo conocimiento humano. Pero tal concepto, por mucho que goce de esa atracción que ejerce todo salto desesperado al vacío, resulta incompatible con la doctrina fundamental del cristianismo, que afirma que en el hecho histórico de Jesucristo se encuentra el sentido todo de la vida y de la historia, y que este sentido es tan real ahora como lo fue en el siglo primero de nuestra era. Tal concepto de la verdad nos llevará hacia la doctrina cristológica que llamamos «ebionismo» —véase el capítulo V— y que ve en Jesucristo un hombre concreto, real e histórico, sí, pero muy distinto de aquel que nos presentan los Evangelios como el Señor de la vida y la historia.

Frente a estas dos posiciones, el cristianismo afirma que la verdad se da en lo concreto, histórico y particular, envuelta y escondida siempre en ello, pero no de tal modo que pierda su veracidad en relación a los demás momentos históricos. En la humanidad histórica de Jesucristo llega a nosotros la Palabra o Verbo eterno de Dios, pero de tal modo que nos confronta a quienes no le vimos «según la carne» con la misma urgencia con que confrontó a los primeros discípulos. Sólo en su encarnación histórica conocemos esa Palabra, y sin embargo sabemos que es Palabra eterna, que nos ha sido y será «refugio de generación en generación», y que llega a nosotros cada vez que se proclama al Señor encarnado.

Es a partir de este modo de ver la relación entre la verdad y la historia que hemos de interpretar y evaluar el desarrollo doctrinal. La verdad de los dogmas no será jamás tal que podamos decir: «He aquí la verdad eterna e inmutable, sin sombra ni asomo de relatividad histórica». La verdad de los dogmas lo será sólo en función del modo en que en esos dogmas la Palabra de Dios —que es La Verdad— confronte a la Iglesia con un requerimiento de obediencia absoluta. Cuando esto sucede, el dogma viene a ser regla de juicio sobre la vida y proclamación de la Iglesia. Cuando esto no sucede, los dogmas no son más que documentos que dan testimonio del pasado de la Iglesia. Y el que esto suceda o no, no depende de nosotros, ni tampoco del carácter intrínseco del dogma en sí, sino de una decisión de lo Alto.

Los dogmas de la Iglesia han evolucionado y variado con el correr de los siglos, pero esto nada tiene que ver con su veracidad o carencia de ella, porque la verdad no consiste en una serie de proposiciones invariables, sino que consiste en la presencia subyugante de la Palabra o Verbo de Dios ante una persona o una Iglesia en una situación histórica y concreta.

Sin embargo, esto no debe llevarnos a un simple relativismo histórico. No se trata de que la verdad varíe según las diversas circunstancias de cada época, de tal modo que lo que ayer fue cierto hoy resulte falso sólo por razón del paso de los años.

Tal cosa nos llevaría a abandonar la doctrina cristiana según la cual el Dios eterno nos confronta en el hombre histórico Jesucristo. Se trata simplemente de que la verdad eterna se da siempre revestida de lo histórico, y que esta unión es de tal modo indisoluble que si nos deshacemos de lo histórico perdemos también la verdad eterna. Luego, su evolución o variación no invalida los dogmas, de igual modo que las variaciones en las costumbres, el idioma, y todo cuanto caracteriza al ser humano, no invalidan ni desvirtúan en modo alguno la revelación de Dios en Jesucristo.

¿Son todos los dogmas igualmente válidos? Ciertamente no. Aún más, ningún dogma es válido en el sentido de que pueda identificarse con la Palabra de Dios. Los dogmas son palabras humanas con las que la Iglesia pretende dar testimonio de la Palabra de Dios —y en este sentido los dogmas forman parte de la proclamación de la Iglesia. Al igual que en el caso del sermón, los dogmas vienen a ser Palabra de Dios sólo cuando Dios mismo los toma por instrumentos de su Palabra, y nada que el humano pueda hacer es capaz de forzar a Dios a hablar en ellos.

Empero, porque Dios en Jesucristo se da a los humanos y hasta se hace objeto de la acción humana, y porque lo mismo sucede —aunque de un modo derivado— en las Escrituras y los sacramentos, es posible pronunciar juicio acerca de la validez de uno u otro dogma —aunque recordando siempre que tal juicio es nuestro, y no de Dios. Es en las Escrituras —el «fundamento de los apóstoles y profetas»— que tenemos la medida que ha de servirnos para juzgar los dogmas. Todo dogma que no se ajuste al mensaje escriturario, ha de ser desechado «como mal pámpano»; y todo dogma que proclame ese mensaje ha de ser explicado, estudiado y clarificado «para que lleve más fruto».

Por otra parte, los dogmas no surgen por generación espontánea, ni tampoco son enviados directamente de los cielos, haciendo abstracción de toda condición humana. Los dogmas forman parte del pensamiento cristiano, del cual surgen y al cual sirven más tarde de punto de partida. Los dogmas se forjan a través de largos años de reflexión teológica, de costumbres establecidas en la adoración o en la religiosidad, de oposición a doctrinas que parecen atacar el centro mismo de la religión de la época, y hasta de intrigas políticas. Además, nunca ha habido un acuerdo unánime entre los cristianos acerca de cómo y cuándo una doctrina cualquiera viene a ser dogma. A esto se debe nuestra decisión de escribir una «Historia del pensamiento cristiano» más bien que una «Historia de los dogmas» que se vería ante la alternativa poco deseable de tener que escoger entre narrar el desarrollo de los dogmas haciendo abstracción del contexto en que se formaron y dejar de ser una historia de los dogmas para volverse historia del pensamiento cristiano.

En cuanto al orden de exposición, nos hemos dejado guiar por las necesidades de un libro de texto para estudios teológicos. En este sentido, se abren ante todo historiador dos posibilidades diversas: o bien seguir un orden cronológico, o seguir un orden temático. En un libro cuyo propósito primordial es servir de introducción a la historia del pensamiento cristiano, un orden de discusión de carácter temático no parece ser aconsejable, pues el lector no versado en la historia del cristianismo se verá fácilmente confundido al presentársele como una unidad material que, aunque se refiere todo a un mismo aspecto del pensamiento cristiano, proviene de distintos períodos de la historia. La presentación cronológica tiene el valor indiscutible de evitar este tipo de confusión, pero adolece del defecto de no subrayar suficientemente la continuidad de las diversas corrientes teológicas. Por esta razón, seguimos un bosquejo que, aunque es esencialmente cronológico, trata de tener en cuenta la continuidad de ciertos temas teológicos de importancia primordial.


 Justo L. González, Historia Del Pensamiento Cristiano (Barcelona, España: Editorial CLIE, 2010), 36–41.



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ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor
http://adonayrojasortiz.blogspot.com


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