sábado, 13 de agosto de 2016

El valor de ministerio

¿Qué tanto apreciamos nuestro ministerio? ¿Qué valor le damos? Tanto jóvenes como adultos algunas veces lo toman como una actividad más o un trabajo más. Es cierto que es una actividad y es un trabajo, y como cristianos debemos hacerlo con toda responsabilidad "como para el Señor". Como trabajo asignado hay una responsabilidad que cumplir que es insoslayable, y si alguien nos lo asignó, finalmente a él o ella debemos rendir cuenta de nuestros hechos.

Pero el ministerio es más que una actividad o un trabajo. Es una confianza que Dios puso en nosotros, que no se la delegó a ángeles, por medio de la cual otras vidas pueden conocer lo que él es y quiere. De hecho involucra una responsabilidad como ninguna otra actividad o trabajo, porque en ella la eternidad de vidas humanas, por las cuales Jesús murió en la cruz, están en juego, y un estilo de vida que pueda hacerlos felices, tanto a ellos, sus pares, como a futuras generaciones, se desarrolla en esta tierra. A través del ministerio, Dios pone en nuestras manos lo que Jesús tiene en las suyas: comparte con nosotros la responsabilidad de tratar con vidas humanas.

¿Qué tanto apreciamos nuestro ministerio? Muchos jóvenes hoy en día se dedican a ministrar con la música, en lo que comúnmente se llama "alabanza y adoración", o son "directores de alabanza". Es obvio que nadie se introduce maduro en un ministerio, sino que va aprendiendo de a poco, aunque sí hay un llamado y sí hay dones para desarrollarlo. Pero más allá de la habilidad o destreza para realizarlo "profesionalmente", en el buen sentido del término, hay elementos importantes que son el compromiso con el Señor, el carácter cristiano y su salud espiritual

Pero entendamos que no hay dos éticas en la Biblia: una para el ministro, en sentido técnico, y otra para el que no lo es. El mismo pecado se define en ambos, y los requerimientos de santidad también caen sobre ambos. Sin embargo, el ministro tiene una responsabilidad adicional de tratar con vidas y de ahí una exigencia mayor. En el caso de una intervención quirúrgica las medidas de higiene se hacen extremas, por el peligro de infección. Ahora, el peligro de infección existe siempre y tanto para el médico como para el paciente, pero cuando la herida está abierta, la probabilidad es mucho mayor.

Muchas veces nos olvidamos que somos seres espirituales, y no tan sólo físicos y sentimentales. Y cuando tratamos a las personas el contacto físico, el diálogo es obvio, y también lo es la transmisión de emociones: podemos percibir una persona fría, cálida, alegre, triste, etc. Las emociones se transmiten, sea por la expresión facial, los ojos, el temblequeo de labios, la voz, las palabras, etc.

Pero además de esto, que hay que tenerlo en cuenta, el hombre es espiritual, y el contacto espiritual también se transmite. El hombre transmite su espíritu a otras personas con las que tiene el contacto. Y cuando uno está ministrando, las otras personas "están abiertas" a recibir de él o de ella. Están en la sala de operaciones, el bisturí ha hecho la incisión y todos los órganos interiores están expuestos al medio ambiente. Cuando uno abre el corazón se hace vulnerable, y mejor que el medio espiritual al cual uno se expone sea aséptico, espiritualmente hablando.

Dos áreas son tremendamente atacadas: la alabanza y adoración, y la predicación. Y a éstas se le podría añadir la testificación. ¿Por qué? Porque en todas ellas el que ministra tiene a toda la congregación atenta y con "la guardia baja". Todas tienen el corazón abierto, y durante un buen tiempo, el ministro está transmitiendo palabras, silencios, gesticulaciones, movimientos, sentimientos, puntos de vista, y su espíritu. La Palabra y el Espíritu de Dios tienen que pasar por este canal ("… y ahora, Señor, úsame como canal, para traer tu Palabra …"), que finalmente es un filtro, aunque deseamos siempre que no lo sea. Y el filtro colorea o bloquea en mayor o menor medida lo que Dios ciertamente está hablando. Cuanto más transparente sea ese filtro más genuinamente el ministro transmitirá el mensaje divino.

Una vez oí una historia: Un chico iba con su madre a visitar una antigua catedral gótica. Y caminando por la nave central tanto el uno como la otra miraban en derredor su arquitectura. El chico estaba impresionado por el tamaño del edificio, pero le llamaron la atención los enormes y coloridos vitrales: esos rojos y azules intensos, que pedacito aquí y pedacito allá formaban diferentes figuras que decoraban los vidrios y cuyas imágenes se reflejaban en el piso de la catedral. Entonces, en un acto de curiosidad, el chico le pregunta a la madre: "Mamá, ¿quiénes son las personas que están en las ventanas?" Y ella le responde: "Son los santos." Luego de un momento de ver una y otra imagen y observar cómo la luz multicolor decoraba los pisos y alumbraba todo el recinto, el chico reflexiona: "¿Entonces los santos son aquellas personas a través de los cuales la luz entra y alumbra a la iglesia?"

La reflexión de este chico (¿ficticio?) termina aquí, pero da pie para comenzar la nuestra. La luz ahora no es la luz del sol, sino la luz de Cristo, que pasa a través de los santos y alumbra a la congregación. Pero hay una diferencia sustancial. Los vitrales de esas catedrales son apreciados por la combinación de los distintos colores, que "colorean" la luz blanca que finalmente entra al recinto. En el caso de los santos verdaderos, el vitral hermoso y valioso es aquél que es totalmente transparente. Los ojos naturales aprecian las luces multicolores y sus combinaciones artísticas. Los ojos espirituales ansían ser iluminados por la luz blanca y pura del que se definió como "la luz del mundo", sin alteraciones artísticas, que rompen la monotonía.

¿Cómo estamos nosotros como ventanas de la "luz del mundo"? ¿Estamos aptos para ser puestos en una altura y cerrar las aberturas del edificio para que el frío de la intemperie no penetre, pero que "la luz del mundo" sí lo haga sin alteración, al punto tal que la gente diga "o están muy limpios o sacaron los vidrios"?

Cuando uno es puesto en una altura, como esos vitrales, tendemos a adoptar ciertos colores, y los ojos de los hombres se elevan a apreciar los colores y sus combinaciones. La gente ya no está más interesada en la luz como tal, sino en los dibujos, los colores y sus combinaciones. La atención está desviada, y ciertamente la intensidad de luz total dentro del edificio es menor. De la misma manera, cuando nuestros corazones están "coloridos", la pureza e intensidad de luz que alumbra a la congregación es sustancialmente menor.

Apreciar el ministerio también tiene que ver con las condiciones en las cuales yo estoy para ejercerlo. Esto requiere un auto análisis responsable, más allá de la supervisión, liderazgo y autoridad de otro ministro. ¿Soy un vidrio transparente? Una vez recuerdo que estaba hablando con una hermana en la puerta de calle. Ella trabajaba como encargada de ese edificio. Y miraba la vieja puerta de hierro y el vidrio detrás de ella. Y de repente viene un gato corriendo, cruzando la calle, y al tratar de entrar al edificio, sentimos el golpe del gato contra el vidrio. Allí felicité a la hermana: el control de calidad de su limpieza de vidrios la había aprobado; su esfuerzo, esmero y dedicación, había engañado al agudo ojo del felino, que creyó que no había vidrio. El vidrio era transparente.

Y así como ese gato que no vio el vidrio de limpio que estaba, y trató de saltar pasando entre los barrotes de hierro de la puerta, así las personas van a "saltar" hacia Jesús, cuando vean que en nosotros hay transparencia.

La transparencia no es algo automático, como así tampoco lo es la limpieza del vidrio. Pero debe haber en nosotros el deseo de buscarla. Es cierto que la ventana totalmente transparente no es objeto de observación, mientras que la colorida sí lo es. Justamente por eso debemos buscar la transparencia.


Piccardo, H. R. (2006). Introducción al cuerpo epistolar del Nuevo Testamento: Tomo 2 (pp. 203–206). Buenos Aires, Argentina: Ediciones del centro.


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ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor IPUC
http://adonayrojasortiz.blogspot.com

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