¿CUÁL ES LA VERDAD ACERCA DE LA HONESTIDAD?
Josh McDowell y Bob Hostetler
Felipe Méndez se puso de rodillas con la mejilla contra el suelo. Cerró un ojo, luego lo abrió y cerró el otro. Levantó la cabeza y miró hacia el pequeño hoyo en el pasto a unos dos metros de distancia.
—¿Cuánto tiempo hace falta —preguntó el padre— para ajustar un golpe de golf?
Felipe le lanzó una mirada molesta y se acomodó junto a la pelota. Levantó el palo lentamente, lo bajó describiendo un arco y con un golpecito preciso impulsó la pelota de golf hacia el decimoctavo hoyo. La pelota desapareció con un sonido hueco.
—¡Sí!
Felipe levantó el puño en el aire con una sonrisa triunfal.
—Son dos, papá.
El pastor Méndez anotó los tantos de Felipe y comenzó a sumar el total del partido.
—¿Cómo vamos? —preguntó Felipe cuando el padre terminó de sumar.
El pastor Méndez fingió disgusto y le entregó la tarjeta de puntaje.
—¡Te gané! —gritó el muchacho—, ¡cuarenta y nueve a cuarenta y uno! ¡Te aplasté!
En el rostro de Juan Méndez se dibujó una sonrisa y puso un brazo alrededor del cuello de su hijo.
—Parece que sí —dijo—, pero tuviste suerte.
—Nada de suerte —contestó Felipe riendo—, te aplasté.
Juan Méndez se rió también y trató de recordar la última vez que él y Felipe habían reído juntos.
Unos días después, el pastor llevó a Felipe y a su hermanita Sara a comprar helados. Puso la mano en el bolsillo para buscar cambio y sacó un manojo de monedas y pedazos de papel.
Felipe sacó una tarjeta verde clara de la mano de su padre y la desdobló.
—¡Son los tantos de nuestro partido de golf!
Le mostró la tarjeta a su hermanita.
—¿Ves? Le gané con todo.
Juan Méndez le pagó al cajero y le hizo una mueca a su hijo. De repente se le ocurrió una idea.
—¿Y si te dijera que realmente no ganaste ese partido de golf?
—¡Imposible! —Felipe masticando ruidosamente los pedacitos de chocolate que cubrían su helado, sacudió la tarjeta—, te pasé por mucho.
—¿Y si te dijera que cambié los tantos para que ganaras?
La expresión de Felipe cambió.
—¡Imposible! —protestó.
—¿Qué importa? Querías ganar, ¿no?
—Si, pero… el muchacho se puso colorado.
El pastor Méndez cambiando su tono de voz, agregó, para consolarlo.
—No te enojes, Felipe. No cambié la tarjeta. Ganaste por las buenas.
El muchacho todavía mostraba una expresión confundida, pero el enojo había desaparecido. Sara, de nueve años, los miraba fascinada.
—Si te hubiera dejado ganar te habría molestado —siguió el padre.
Era una afirmación, no una pregunta.
—Sí —admitió Felipe—, quería ganarte, pero por las buenas.
—Pero igual habrías ganado.
—No habría sido lo mismo.
—¿Por qué no?
Felipe pensó por un momento.
—Porque no habría sido en serio —dijo al fin—, no habría significado nada.
El padre asintió.
—Exacto. Dejarte ganar te habría quitado la satisfacción y el sentido de realización que tuviste al ganarme por las buenas. Y habría arruinado tu confianza en mi la próxima vez que jugáramos.
Los tres terminaron sus helados, tiraron las servilletas a la basura y salieron juntos del pequeño negocio.
Juan Méndez se detuvo frente a la heladería y miró a sus hijos.
—Como ya les he dicho, la honestidad es lo correcto porque Dios es verdadero; la honestidad es parte de su naturaleza. Pero también quiero que se den cuenta de que parte de la razón por la cual Dios quiere que seamos honestos es porque sabe que la deshonestidad no nos conviene; nos priva de muchas cosas buenas.
Felipe hizo una mueca.
—Ya sé, papá. No soy tonto.
Sara tomó la mano de su padre mientras caminaban hacia el auto.
—Lo sé. Eso es lo que quería decir —dijo sonriendo.
El pastor Juan Méndez ha comenzado a aplicar la Prueba de la Verdad y la Evidencia de la Verdad a las normas de la honestidad. Está tratando de mostrarles a sus hijos por qué la honestidad es buena y la deshonestidad es mala.
La investigación indica que uno de los temas más conflictivos para nuestros jóvenes es el de la honestidad. Dos de cada tres (66%) dicen que le han mentido a un «padre, maestro u otra persona mayor» en los últimos tres meses. Un poco menos —seis de cada diez (59%)— dice que le ha mentido a un amigo o a un igual en los últimos tres meses. Más de un tercio (36%) admite que ha copiado en un examen u otra evaluación dentro de ese mismo período de tres meses y casi un sexto (15%) dice que hace poco que ha robado dinero u otros bienes.
¿Cuál es el motivo por el cual nuestros hijos adoptan un estilo de vida de engaño y deshonestidad? ¿Por qué parece que pensaran que la deshonestidad es la mejor alternativa? Porque han aceptado una perspectiva de la verdad «centrada en el hombre», que depende de conceptos humanos —no divinos— de la verdad y la moralidad. Nuestra investigación muestra que más de la mitad de nuestros jóvenes (52%) están luchando con este asunto y tienden a creer que «a veces es necesario mentir».
Nuestros jóvenes han aceptado un concepto falso. Ven el engaño como una forma «fácil» de salir adelante. Consideran que la deshonestidad es una manera de impresionar a sus iguales y obtener la aprobación de sus padres. Ni siquiera están convencidos de que esté mal y pocas veces ven las consecuencias negativas del engaño ni los resultados positivos de la honestidad. Por eso necesitan oír y entender la Prueba de la Verdad y la Evidencia de la Verdad.
La prueba de la verdad
Juvenal, el poeta satírico romano del primer siglo, escribió: «Se elogia la honestidad, y esta muere de hambre». La honestidad es elogiada por todos como una virtud (aunque con frecuencia parece que es practicada por pocos).
¿Por qué se elogia la honestidad? ¿Por qué es una virtud? ¿Qué hace que sea lo correcto?
Para determinarlo —según la Prueba de la Verdad— debemos preguntar: ¿Cómo se compara con el original? Debemos medirla usando como unidad de medida la naturaleza y el carácter de Dios, la Fuente de la verdad. Si deseamos determinar si algo (en este caso la honestidad) es bueno o es malo, debemos trazarlo a través del precepto, pasando por el principio y por último, hasta Dios mismo.
Precepto
Hace miles de años, Dios descendió a una remota montaña en la península del Sinaí y decretó estos mandamientos:
No robarás.
No darás falso testimonio contra tu prójimo (Éx 20:15, 16).
En el transcurso de su revelación a Moisés, Dios repitió, amplió y aplicó esos preceptos:
No robaréis, ni mentiréis ni os engañaréis el uno al otro.
No juraréis falsamente…
No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás (Lv 19:11–13).
Dios dijo claramente a su pueblo —por medio de sus preceptos— que es malo mentir, engañar y robar.
Dios repitió esta lección a lo largo de la historia. El libro de Josué en el Antiguo Testamento registra la ira del Señor contra Israel porque Acán había robado parte del botín de Jericó; Dios le dijo a Josué: «Han robado, han mentido y lo han escondido entre sus enseres» (Jos 7:11). Josué, siguiendo las indicaciones de Dios, descubrió el crimen y Acán fue apedreado, y su hogar y su familia fueron destruidos.
Más de mil años después, un hombre y su esposa se pusieron de acuerdo para mentir a la iglesia, tratando de engañar a los líderes para que su generosidad aparentara ser mayor de lo que realmente era. El apóstol Pedro enfrentó a Ananías (y luego a su esposa Safira), diciendo: «Por qué [mentiste] al Espíritu Santo… No has mentido a los hombres, sino a Dios» (Hch 5:3, 4). Tanto el marido como su esposa cayeron muertos a los pies de Pedro.
La deshonestidad de Acán era una afrenta a Dios porque violaba sus preceptos. Ananías y Safira pecaron contra Dios porque quebrantaron su ley. Pero la cuestión no termina ahí.
Principio
Los mandamientos negativos de Dios en contra de mentir, robar y engañar reflejan un principio positivo. Este principio sirve como un paraguas, para proteger a todos los que permanecen dentro de sus límites.
Por supuesto que ese principio es la honestidad, la calidad de ser veraz, transparente y digno de confianza. En muchas maneras, la honestidad se define por lo que no hace.
La honestidad no miente. La Biblia dice: «Por lo tanto, habiendo dejado la mentira, hablad la verdad cada uno con su prójimo» (Ef 4:25).
La honestidad no engaña. Pablo advirtió: «No os engañéis: que ni… los estafadores heredarán el reino de Dios» (1 Co 6:9, 10).
La honestidad no roba. La meta de las personas honestas es «que no defrauden, sino que demuestren toda buena fe» (Tit 2:10).
Salomón escribió: «Los labios mentirosos son abominación a Jehová, pero le agradan los que actúan con verdad» (Prv 12:22).
Pero el principio de la honestidad no tiene valor intrínseco; es una virtud porque surge de la naturaleza y el carácter de Dios.
Persona
Cuando mi hija Kelly estaba en cuarto grado, varios alumnos en su clase quitaron un objeto del escritorio de la maestra mientras esta estaba fuera del aula. Los niños solo querían jugar con el objeto, pero se rompió y lo volvieron a poner en el lugar donde había estado, en el escritorio de la maestra.
Cuando la maestra descubrió que el objeto estaba roto, le preguntó a una de las compañeras de Kelly qué había pasado. Cediendo ante la presión del grupo, la niña mintió. Entonces la maestra le preguntó a Kelly y ella le explicó exactamente lo que había sucedido.
Al día siguiente llevé a Kelly a desayunar a un restaurante y le dije que había hecho lo correcto, a pesar de la presión o las burlas que podrían surgir de sus compañeros.
Entonces le pregunté:
—Querida, ¿por qué está mal mentir?
—Porque la Biblia dice que está mal —contestó ella.
—¿Por qué dice la Biblia que está mal?
—Porque Dios lo mandó.
—¿Por qué lo mandó Dios?
—No sé —admitió ella.
Tomé sus manos y la miré a los ojos.
—Porque Dios es verdad, Kelly. La verdad viene de su naturaleza y cualquier cosa que sea contraria a la naturaleza de Dios es pecado.
Hace un momento mencioné a Acán, el guerrero israelita que tomó parte del botín de Jericó. La acción de Acán era ofensiva para Dios, no solo porque violó la ley de Dios, sino porque fue contraria a la naturaleza de Dios. El engaño de Ananías y Safira fue una violación del carácter de Dios.
La honestidad es buena (y la deshonestidad es mala) porque Dios es verdad. La verdad no es algo que Dios hace, ni es algo que él posee; es parte de él mismo. Moisés cantó en el desierto de Horeb: «Él es la Roca, cuya obra es perfecta… Él es un Dios fiel, en quien no hay iniquidad; es justo y recto» (Dt 32:4).
Él es «el Dios que no miente» (Tit 1:2). Pablo afirma que cuando Dios hace una promesa, podemos estar seguros de que se cumplirá, porque «es imposible que Dios mienta» (Heb 6:18).
Aunque el mundo haya dejado de lado la honestidad, como dijera Juvenal, hay una norma eterna y universal de la verdad que no fluctúa ni cambia; la Biblia dice que «Dios es veraz, aunque todo hombre sea mentiroso» (Ro 3:4).
Porque Dios es verdad, la mentira es una ofensa contra su naturaleza. Porque Dios es verdad, el engaño es una afrenta a él. Porque Dios es verdad, robar es un insulto para él. Dios es verdad, y no hay nada falso en él. Es su naturaleza, por lo tanto, lo que define la honestidad como moral, y la deshonestidad, el fraude y el robo como maldad.
La Prueba de la Verdad basa la virtud de la honestidad en la naturaleza y el carácter de Dios. La honestidad es buena y correcta —objetiva y absoluta— porque Dios es verdad. La deshonestidad es mala y es incorrecta —objetiva y universalmente— porque es contraria al carácter de Dios. Eso es lo que hace que la deshonestidad sea mala —y buena la honestidad— para todas las personas, en todas las épocas y en todos los lugares.
La evidencia de la verdad
La Prueba de la Verdad puede ayudar a Felipe Méndez a reconocer que existe una norma objetiva de lo bueno y lo malo, y que esa norma —Dios mismo— dice claramente que está mal que Felipe engañe y mienta. Pero Felipe también necesita pasar por la aplicación de la Evidencia de la Verdad (lo cual empezó a hacer su padre en la conversación en la heladería).
Felipe copió en la escuela porque había aceptado ciertos conceptos (que se demostrará que son falsos con la prueba de la Evidencia de la Verdad). Vio el engaño como una forma fácil de salir adelante en la escuela; le pareció que le ahorraría la molestia de estudiar, le daría ventaja sobre sus compañeros y tendría el premio adicional de hacer que su padre se sintiera orgulloso de él. Por supuesto, cuando lo descubrieron empeoró el problema tratando de mentirle a su padre, porque nuevamente vio la deshonestidad como una posible salida para sus problemas. Pensó que sería más fácil mentir que encarar la ira del padre. Felipe estaba equivocado en cada una de sus suposiciones, pero no solo porque fue descubierto.
Felipe no es el único que presupone esto. Una investigación indica que dos de cada tres (66%) de nuestros hijos emplean medios deshonestos para lograr sus deseos. Esa proporción se aplica aun entre los jóvenes que profesan tener una relación personal con Jesucristo. Estos jóvenes están aceptando la idea de que la mentira y el engaño son formas legítimas de salir adelante; están aceptando el concepto falso que considera a la deshonestidad como la mejor alternativa.
Juan Méndez ha comenzado a ayudar a sus hijos a aplicar la prueba de la Evidencia de la Verdad (siempre junto con la Prueba de la Verdad) a los temas de la honestidad y la integridad, analizando las respuestas a la pregunta: ¿Qué relación guarda con la realidad? En otras palabras, está investigando junto con su hijo adolescente si la deshonestidad logra las cosas que cree que logrará y está tratando de inculcar, tanto en Felipe como en Sara, la clara convicción de que la honestidad refleja la naturaleza y el carácter de Dios. También está tratando de mejorar su relación con ellos y está procurando ser un buen ejemplo para ellos cuando les ayuda a ver que las normas de Dios sobre la honestidad, lejos de impedirles triunfar en la vida, les ofrece la oportunidad de experimentar su protección y provisión.
Las normas de Dios ofrecen:
1. Protección contra la culpa y provisión de una conciencia tranquila
Las normas de Dios sobre la honestidad protegen contra el sentido de culpa. En el clásico cuento de Edgar Allan Poe, The Telltale Heart [El corazón delatador], el narrador relata cómo mató a un hombre, despedazó el cuerpo y enterró los restos debajo del piso de su habitación. Pero su ingeniosa ocultación del crimen se arruinó cuando tres policías vinieron a su cuarto para hacer indagaciones. Su sentimiento de culpa le hizo imaginar que oía el corazón de su víctima latiendo debajo del piso. Confesó enfurecido y señaló el lugar donde estaba escondido el cuerpo.
Hablando de sus compatriotas, Oseas dijo: «Su corazón es engañoso. ¡Ahora ellos serán hallados culpables!» (Os 10:2). El sentimiento de culpa es una de las emociones más poderosas y se prende del corazón deshonesto como una boa destructora, asfixiándolo hasta que muere. El salmista David confesó: «mis iniquidades han sobrepasado mi cabeza; como carga pesada me agobian» (Sal 38:4). El peso de la culpa priva al alma deshonesta del gozo, la satisfacción y de la posibilidad de desarrollar su máxima potencialidad.
El joven que sigue la norma de Dios sobre la honestidad estará protegido del peso de la culpa. Cuando se es honesto, no hay que estar mirando por encima del hombro. Por supuesto que la conciencia puede endurecerse cuando el mal se convierte en un hábito (1 Tim 4:2). Pero aun así, las consecuencias siempre son destructivas (Prv 14:2).
Las normas de Dios en cuanto a la honestidad proveen tranquilidad de conciencia, una relación ininterrumpida con Dios. El salmista David preguntó: «Oh Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo? ¿Quién residirá en tu santo monte? El que anda en integridad y hace justicia, el que habla verdad en su corazón» (Sal 15:1, 2). La deshonestidad no puede sino dañar la relación de la persona con Dios, pero el que «habla verdad» recibirá la recompensa de ser «limpio de manos y puro de corazón» (Sal 24:4) ante Dios.
2. Protección contra la vergüenza y provisión de un sentido de realización
Las normas de Dios en cuanto a la honestidad protegen contra la vergüenza. Cuando Florence Griffith Joyner cruzó la línea final de la carrera de los 100 metros planos en los Juegos Olímpicos de Verano de 1988 en Seúl, Corea, la llamaron «la mujer más veloz del mundo». Durante esos mismos Juegos Olímpicos, en otra pista, otro corredor terminó primero y rompió un récord mundial. Pero poco duró el gozo de la aparente vistoria de Ben Johnson. Él no pudo disfrutar del sentimiento de alborozo y de satisfacción de un digno campeón porque una prueba de drogas después de la competencia reveló que había ganado gracias a las drogas ilícitas que había tomado antes de la carrera. Se le quitó la medalla, y humillado salió de Corea a la mañana siguiente.
La costumbre de ser honesto protege a la persona de la vergüenza que resulta del descubrimiento de su engaño. Después de que su profesora lo enfrentó en el pasillo por haber copiado, Felipe Méndez protestó diciendo que no iba a volver al aula donde todos estarían mirándole. Lleno de vergüenza, no podía enfrentarse a sus compañeros.
Las normas de Dios sobre la honestidad proveen un sentimiento de realización que el corazón deshonesto nunca puede disfrutar. El pastor Méndez se dio cuenta de que podía usar el juego de golf para ilustrar este concepto. Le dijo a Felipe que haberle dejado ganar le habría robado la satisfacción y el sentido de realización que obtuvo al ganarle por las buenas. Salomón dijo: «Acumular tesoros mediante la lengua de engaño es vanidad fugaz de los que buscan la muerte» (Prv 21:6), no solo porque atrapa a la persona en un círculo vicioso de deshonestidad, sino también porque su recompensa dura poco; se evapora como la niebla.
Si el engaño de Felipe no se hubiera descubierto, le podría haber mostrado el resultado del examen a su padre, contando con su aprobación, pero no podría haber sentido un legítimo orgullo por su desempeño, porque no lo merecía. Su hambre de alabanza y aprobación habría quedado insatisfecha.
3. Protección contra el círculo vicioso del engaño y provisión de una reputación de integridad
Las normas de Dios en cuanto a la honestidad protegen contra la posibilidad de ser atrapado por un círculo vicioso de engaño. Según las palabras del sabio Salomón: «Acumular tesoros mediante la lengua de engaño es vanidad fugaz de los que buscan la muerte» (Prv 21:6). Es vanidad porque cada mentira engendra más mentiras, cada engaño conduce a más engaños. Como la persona que va encerando el piso hasta quedar arrinconada, el corazón deshonesto pronto queda atrapado por su propia dualidad.
La presidencia de Nixon, en los Estados Unidos de América, llegó a un mal fin no por el escándalo de Watergate; sino por las mentiras que dijo para disimularlo. Él mandó que otros mintieran y, junto con sus oficiales inventó más mentiras. Finalmente fue el encubrimiento, no el hecho en sí, lo que le costó la presidencia.
Adoptar la norma de Dios sobre la honestidad salva a la persona de quedar atrapada en las redes de su propio engaño.
Las normas de Dios sobre la honestidad proporcionan una reputación de integridad. Poco después de conocer a la que llegaría a ser mi esposa, le dije:
—Tengo algo que decirte y no hace falta que contestes, pero tengo que expresarlo. Creo que estoy enamorado de ti.
Ella empezó a reír.
—No creo que me hayas oído bien —dije muy serio—, dije que creo que estoy enamorado de ti.
Sacó una carta que había recibido de un miembro del personal de «Cruzada Estudiantil». La autora de la carta explicaba que se había enterado de que Dottie estaba saliendo conmigo. «Josh es famoso por salir con muchas chicas», decía la carta. «Así que ten mucho cuidado. No quiero que te dañe». Pero el siguiente párrafo probablemente salvó mi relación con mi futura esposa. Decía: «Pero hay una cosa segura con respecto a Josh. Siempre será honesto contigo. No te engañará y siempre sabrás lo que opina de ti».
Siempre he estado agradecido de que la persona que escribió esa carta me haya considerado un hombre íntegro. Esa es una de las bendiciones que resultan por adoptar la norma de Dios sobre la honestidad. La Biblia dice: «Más vale el buen nombre que las muchas riquezas; y el ser apreciado, más que la plata y el oro» (Prv 22:1).
4. Protección contra la ruptura de relaciones y provisión de un sentido de confianza
Las normas de Dios en cuanto a la honestidad protegen contra la ruptura de relaciones. Hace varios años patrociné una serie de actividades que llamamos «peceras». Diez a quince voluntarios adolescentes se sentaban en un círculo en medio de la sala, rodeados de adultos que solo podían escuchar y observar. Uno de los propósitos era dejar que los padres vieran con sus propios ojos la magnitud de la crisis enfrentada por nuestros jóvenes.
En una de esas sesiones, una muchacha de quince años comenzó a llorar.
—Nunca volveré a confiar en mi mamá —dijo.
Le pregunté por qué y me explicó:
—Hace dos años le pregunté a mi mamá si ella y papá habían esperado hasta casarse para tener relaciones sexuales y me dijo que sí. El otro día encontré su diario, lo leí y me enteré de que no esperó. Me había mentido.
En medio de lágrimas de amarga desilusión afirmó:
—Nunca volveré a confiar en ella.
En otra ocasión estaba en Inglaterra hablando a un grupo de directores de jóvenes. Durante el período de preguntas y respuestas después de la charla, tocamos el tema de las enfermedades venéreas. Un director de jóvenes se me acercó después de la sesión y me contó que le había dicho a su esposa que él era virgen. Habían estado casados cinco años cuando por un examen médico se enteró de que tenía el virus de papiloma humana (VPH). Ya que ella había sido virgen cuando se casaron, la enfermedad era prueba contundente de que durante cinco años él le había estado mintiendo. Tuvo que volver a casa y decirle a su esposa la verdad cuando ya era demasiado tarde: ella se había contagiado con el VPH. Eso había sucedido tres años atrás y hasta hoy su relación no ha sido la misma.
No hay nada que pueda causar más rápidamente la ruptura de una relación que el engaño y la deshonestidad. Dios lo sabía; él inventó las relaciones. La base misma de las relaciones está edificada en la confianza y la confianza sencillamente no puede sobrevivir en un ambiente donde hay engaño.
Las normas de Dios en cuanto a la honestidad proporcionan confianza en las relaciones. La primera vez que salí con Dottie decidí comprar un periódico de una máquina a la salida del restaurante. Puse la moneda para sacarlo; salió el periódico y también mi moneda. Le pedí a Dottie que esperara un momento. Llevé la moneda al restaurante y se la di a la cajera.
Más adelante me enteré de que ese incidente había tenido un efecto profundo en Dottie. Pensó que si yo había demostrado ser honesto al comprar el periódico, ella podría confiar en mí en otras afeas. Mi honestidad en esa ocasión aparentemente insignificante ganó el respeto de la mujer que se convertiría en mi esposa, y puso una base sólida de confianza a nuestra relación.
Les digo a mis hijos:
—Si dicen la verdad siempre, puedo creerles siempre. Pero si solo dicen la verdad a veces, no puedo creerles nunca.
Salomón escribió: «Muchos hombres proclaman su propia bondad; pero un hombre fiel, ¿quién lo hallará? El justo camina en su integridad» (Prv 20:6, 7). También proclamó la importancia del sentido de confianza en su canción para la esposa piadosa: «Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?… Confía en ella el corazón de su marido» (Prv 31:10, 11). Como hemos dicho, el elemento de la confianza es indispensable en el establecimiento de cualquier relación exitosa de por vida. Mantiene los votos matrimoniales y los acuerdos comerciales como un elemento tranquilizador, fortalecedor. Un sólido fundamento de confianza mejora y enriquece la calidad de las relaciones, proporcionando algo que el dinero no puede comprar y que la deshonestidad no puede lograr.
Cuando nuestro comportamiento es conforme a las normas de Dios, podemos gozar de todos los beneficios de su protección y provisión (vea el gráfico que aparece a continuación).
Felipe no entendía que cuando se acepta un concepto falso hay consecuencias. Aceptó el concepto de que la mentira y el engaño a veces se justifican. Pero una investigación cuidadosa de la prueba de la Evidencia de la Verdad en relación con la honestidad le reveló que su comportamiento no había logrado lo que se suponía que lograría. En vez de facilitarle las cosas, sus acciones le complicaron la vida. Sintiéndose culpable y avergonzado, Felipe se privó de un legítimo sentido de realización. En lugar de darle un motivo de orgullo a su padre, empeoró la relación entre ellos. En vez de quedar bien ante los demás, dañó su propia reputación. Como era de esperar, basarse en un concepto no le dio a Felipe los resultados que él deseaba.
La aplicación de la verdad
Muchos de nuestros padres y abuelos se criaron oyendo anécdotas tomadas de la vida de nuestros próceres que reforzaban el valor de la honestidad. Muchos de los jóvenes de hoy no han tenido oportunidad de oír tales relatos morales. Pero todavía podemos inculcar el valor de la honestidad a la juventud de hoy.
• Juegue al «y qué pasaría si…» en las reuniones o paseos con su familia o grupo juvenil. Pida que los jóvenes imaginen de qué manera sería distinto el mundo si todos fueran absolutamente honestos (no habría que guardar nada bajo llave, ni usar cadenas, ni instalar sistemas de alarma, por ejemplo). A partir de ahí, y como una forma de recalcar la evidencia de la verdad con respecto a la honestidad, guíelos a una discusión sobre la manera cómo la honestidad nos protege y nos provee lo mejor.
Tal vez le sorprenda lo divertido que puede ser el resultado de tal discusión. La próxima vez que su hijo cierre una puerta con llave, ponga candado a su bicicleta u oiga sonar una alarma, recordará el valor de la honestidad. Use ocasiones como esas para recordarle que Dios es un Dios verdadero, lleno de verdad y que cuando somos honestos lo honramos como Dios de la verdad.
• Use el hecho de ir de compras para reforzar la norma de Dios sobre la honestidad. Permita que los niños menores paguen al cajero o pongan el dinero en la máquina vendedora, y tómese un momento para dialogar brevemente con ellos, acerca de la Prueba de la Verdad y la Evidencia de la Verdad. Guíe a los jóvenes mayores en una discusión acerca de cómo frecuentemente las tiendas deben alzar los precios para compensar la pérdida sufrida por robo y cómo eso frustra el ideal de Dios.
• Dé un «premio a la honestidad». Trate de «pescar» a sus hijos siendo honestos para luego recompensarlos. No hace falta que sea una demostración heroica de honestidad; podría ser sencillamente pagarle la cantidad correcta al cajero, o admitir que ha dejado de hacer una tarea. Acostúmbrese a expresar su aprobación y a veces a dar una pequeña recompensa, como permitirle ir a dormir más tarde esa noche, o un «premio adicional» en el dinero que suele darle semanalmente, expresándole así: «Me di cuenta de tu honestidad».
• Aproveche la televisión, las noticias y los acontecimientos de la actualidad para enseñar sobre honestidad. Los noticieros están llenos de ilustraciones prácticas de las consecuencias de la deshonestidad y los beneficios de la honestidad. Discuta un tema de las noticias y un acontecimiento actual en la escuela, el trabajo o la comunidad que muestra el efecto negativo de la deshonestidad o las consecuencias positivas de la honestidad.
Hay veces, por ejemplo, cuando usted y yo prohibimos que nuestros hijos salgan a algún lado solos o de noche y con frecuencia esto les causa una gran desilusión. Aproveche esa oportunidad para recalcar el alto costo de la deshonestidad; si todo el mundo viviera según el principio de la honestidad, los padres no tendrían que ser tan protectores.
Por supuesto, no es práctico esperar que se le pueda hablar todos los días a nuestra juventud acerca de la honestidad, la pureza sexual o cualquier otro tema. Sin embargo, si aprovechamos cada oportunidad —al estar sentados en casa, al andar por el camino, al acostarnos y al levantarnos— podemos inculcar continuamente en ellos la verdad de que vivir de acuerdo con las normas objetivas y absolutas de Dios es lo correcto y conlleva recompensas[1]
[1] Josh McDowell and Bob Hostetler, "¿CUÁL ES LA VERDAD ACERCA DE LA HONESTIDAD?," in Ética Cristiana (Miami, FL: Editorial Unilit, 2002), 365–383.
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