sábado, 22 de junio de 2024

LOS DIEZ MANDAMIENTOS

LOS DIEZ MANDAMIENTOS: EL AMOR DE DIOS

James Montgomery Boice

No es ser realista, y aun puede considerarse erróneo, aproximarse a los diez mandamientos como si fueran la totalidad o incluso la parte más importante de la ley. La ley es una unidad, y no hay nada ni en el Antiguo ni el Nuevo Testamento que justifique este aislamiento del Decálogo que ha tenido lugar en algunos de los escritos de la iglesia. Los Diez Mandamientos han adquirido tanta importancia en parte por que han sido utilizados por su valor para la instrucción catequística.

Hecha esta aclaración, los Diez Mandamientos deberían ser, sin embargo, discutidos por varias razones. Primero, dicha discusión serviría para hacer descender la ley desde una posición abstracta, que muchas veces parece tener (quizá hasta incluso en el capítulo anterior), el campo de los temas específicos. Para que la ley cumpla su función principal que es la de procesarnos por el pecado, debe procesarnos por pecados especiales, de los que somos culpables. Admitir que «yo soy un pecador» puede simplemente significar algo más que decir «yo no soy perfecto» —pero otra cosa— distinta es admitir que «yo soy un idólatra, un asesino, un adúltero, un ladrón o cualquier otra cosa semejante». Es en este nivel donde debe aplicarse la ley. Segundo, los Diez Mandamientos tienen un valor especial por su alcance tan amplio. En la mayoría de las enumeraciones protestantes, los primeros cuatro abarcan el área cubierta por Cristo con su «primer y más importante mandamiento»: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente» (Mt 22:37). Los restantes seis abarcan la segunda área de responsabilidad: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 39). En el catolicismo medieval, seguido por Lutero, la lista se dividió en tres mandamientos en la primera categoría y siete en la segunda categoría.

Cuando analizamos los mandamientos del Decálogo en detalle no debemos olvidarnos del contexto más amplio en el que se halla inmerso. Es más, debemos ser muy cuidadosos e interpretar cada uno a la luz de la totalidad de la revelación bíblica. Será conveniente seguir las siguientes pautas:

1. Los mandamientos no se limitan a las acciones externas, sino que también se aplican a las disposiciones de la mente y el corazón. Las leyes humanas solamente se refieren a las acciones externas, porque los seres humanos no son capaces de ver dentro de los corazones de los demás. Pero a Dios, que puede, ver hasta lo más profundo, también le conciernen las actitudes. En el Sermón del Monte, Cristo enseñó que el sexto mandamiento además de referirse al acto de asesinato se refería a los enojos y el odio (Mt 5:21–22), y que el séptimo mandamiento además de referirse al adulterio se refería a la lujuria (Mt 5:27–30). El apóstol Juan refleja esta perspectiva en su primera epístola, donde argumenta que «todo aquel que aborrece a su hermano es homicida» (1 Jn 3:15).

2. Los mandamientos siempre contienen más que una interpretación mínima las palabras. Es así que el mandamiento de honrar a nuestros padres y a nuestras madres podría interpretarse como significando que únicamente debemos tenerles respeto y no hablar mal de ellos. Pero esto sería demasiado poco porque Jesús mismo enseñó que además incluye nuestra obligación de proveer con las finanzas en su ancianidad (Mt 15:3–6). En otras palabras, el mandamiento se refiere a todo lo que sea posible hacer por los padres de cada uno, bajo las pautas del segundo más importante mandamiento de Cristo.

3. Un mandamiento expresado en un lenguaje positivo implica el negativo, y un mandamiento negativo también implica el positivo. Así, cuando se nos dice que no debemos tomar el nombre de Dios en vano, debemos entender que también se nos está ordenando la obligación opuesta, reverenciar su nombre (Dt 28:58; Sal 34:3; Mt 6:9). El mandamiento que dice que no debemos matar no solo significa que yo no he de matar ni siquiera odiar a mi prójimo, sino que también implica que he de hacer todo lo que esté a mi alcance para su beneficio. (Lv 19:18).

4. La ley es una unidad, en cuanto cada mandamiento está relacionado con los otros. No es posible cumplir con algunos de los deberes enumerados en los mandamientos, creyendo que de esa manera estamos libres de cumplir los demás. «Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos» (Stg 2:10; compararlo con Dt 27:26).

El primer mandamiento: No tendrás dioses ajenos

El primer mandamiento comienza donde podríamos suponer que debiera comenzar: en el campo de nuestra relación con Dios. Requiere nuestra adoración exclusiva y fervorosa. «Yo soy Jehová tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí» (Éx 20:2–3).

Adorar a cualquier otro dios que no sea el Señor bíblico es no cumplir con este mandamiento. Pero para no cumplir con este mandamiento no es necesario adorar a un dios claramente definido —Zeus, Minerva, el emperador romano, o uno de los tantos ídolos modernos—. No estamos cumpliendo con este mandamiento cuando colocamos a alguna persona o alguna cosa en el primer lugar en nuestros afectos, lugar que solo le corresponde a Dios. Con mucha frecuencia el dios sustituto somos nosotros mismos o la opinión que tenemos de nosotros mismos. Pueden ser cosas tales como el éxito, las posesiones materiales, la fama o el ejercer poder sobre otros.

¿Cómo podemos cumplir con este mandamiento? John Stott escribe: «Para nosotros, guardar este primer mandamiento sería, como Jesús dijo, amar al Señor nuestro Dios con todo el corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra mente (Mt 22:37); ver todo desde su perspectiva y no hacer nada sin que esté referido a él; hacer de su voluntad nuestra guía y de su gloria nuestra meta; colocarlo a él en el primer lugar en nuestros pensamientos, palabras y acciones: en los negocios y en el descanso; en las amistades y en las carreras profesionales; en el uso del dinero, el tiempo y los talentos; en el trabajo y en el hogar… A excepción de Jesús de Nazaret, ningún hombre jamás ha cumplido este mandamiento».1

¿Pero por qué no debemos tener otros dioses? La respuesta está en el prefacio a este mandamiento, que también sirve de prefacio a todo el Decálogo. Podemos considerar dos partes en la respuesta: primero, debido a lo que Dios es; segundo, por lo que ha realizado.

¿Quién es el Dios verdadero? Se expresa en las palabras «Yo soy JEHOVÁ tu Dios». En el hebreo las palabras son Yahveh Eloheka. La razón por la que deberíamos obedecer estos mandamientos es que el Dios que está hablando en los mandamientos es el Dios verdadero, el Dios que no tiene principio ni fin. «YO SOY EL QUE SOY» (Éx 3:14). Él es autoexistente. Nadie lo creó, y por lo tanto él no es responsable frente a nadie. Él es autosuficiente. No necesita de nadie, y por lo tanto no depende de nadie para nada. Cualquier dios que sea menos que esto no es Dios, y todos los demás dioses son menos que esto. Dios puede demandar esta adoración porque Dios es como es.

Lo que Dios ha hecho se nos señala en las palabras «que te sacó de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre». En un primer marco de referencia estas palabras se aplican exclusivamente a Israel, la nación liberada de la esclavitud en Egipto y a quien estos mandamientos fueron dados en particular. Aun si Dios fuera solo un dios tribal limitado, los israelitas le deberían reverenciar por haberlos liberado. Pero esta afirmación no se extingue en esta referencia literal. Puede aplicarse a cualquiera que haya experimentado la liberación, ya sea de la muerte o de la esclavitud o de la pobreza o de la enfermedad. No hay nadie que no haya sido bendecido por Dios en alguna área, si bien puede no estar consciente de ello y no reconocer a Dios como la fuente de dicha bendición espiritual. La liberación de Israel no fue solo una liberación física; implícita en esta liberación también quedaban libres de la idolatría egipcia, una liberación de dioses falsos. Del mismo modo, el llamado de Abraham a dejar Ur también era un llamado a servir al Señor en lugar de los dioses sin dignidad de Mesopotamia (Jos 24:2–3, 14).

Desde esta perspectiva, el razonamiento detrás del primer mandamiento es aplicable a cualquier ser humano. Todos han experimentado la liberación del Señor. Todos se han beneficiado del avance progresivo de la verdad sobre la superstición mediante la revelación dada al mundo a través del judaísmo y el cristianismo. ¿Pero como resultado de esto, adoramos a Dios plenamente y en exclusividad? Sin lugar a duda que no lo hacemos. En consecuencia, el primer mandamiento virtualmente nos está gritando que somos desagradecidos, desobedientes, rebeldes y gobernados por el pecado.

El segundo mandamiento: No te harás imagen

El primer mandamiento se refiere al objeto de nuestra adoración, prohibiéndonos la adoración de dioses falsos. El segundo mandamiento se refiere a la manera en que esta adoración debe desarrollarse, prohibiéndonos adorar ni siquiera al Dios verdadero de manera indigna. También está requiriendo una adoración espiritual. «No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos» (Éx 20:4–6).

Si consideramos este mandamiento fuera del contexto del primer mandamiento, aparentemente solo estaría prohibiendo la adoración de ídolos. Pero cuando lo consideramos junto con el primer mandamiento, dicha interpretación resulta inadecuada; simplemente sería una repetición del primero pero en otras palabras. Ya hemos delineado la progresión: en primer lugar, Dios prohíbe la adoración de cualquier otro dios; y luego prohíbe la adoración de sí mismo por medio de imágenes.

La adoración de Dios mediante imágenes o el uso menor de imágenes para enriquecer la adoración de Dios no parece ser un asunto tan grave. Se podría argumentar que la adoración es a la vez una pregunta pragmática como una pregunta teológica. ¿Qué puede estar mal en la utilización de imágenes en la adoración si sirven de ayuda? Algunas personas afirman que las imágenes les sirven para concentrar su atención. Pero aun si lo que estuvieran haciendo no fuera correcto, ¿qué daño estarían haciendo? El problema parece ser todavía mayor cuando leemos la advertencia tan severa que acompaña este mandamiento: «Porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visitó la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen». ¿Por qué se trata de una cuestión tan seria?

Existen dos respuestas a esta pregunta. La primera es simplemente que las imágenes deshonran a Dios, como lo señala J. I. Packer.2 Deshonran a Dios porque opacan la gloria de Dios. Esto no es lo que el adorador cree, por supuesto —él o ella creen que la imagen representa algún aspecto valioso de la gloria de Dios— pero no existe nada material que pueda representar los atributos de Dios de manera adecuada.

Encontramos un ejemplo en el libro de Éxodo. No mucho después que Moisés había subido al monte Sinaí para recibir la ley, los israelitas que se habían quedado abajo esperándolo comenzaron a inquietarse y le solicitaron a Aarón, el hermano de Moisés, que les hiciese un ídolo. Argumentaban que no sabían lo que le había sucedido a Moisés y que necesitaban de un dios que fuera delante de ellos en su viaje. Aarón hizo como le fue solicitado, les tomó el oro y la plata y creó un becerro, posiblemente una versión en miniatura de los dioses en forma de bueyes que existían en Egipto. Lo que es interesante de la actitud de Aarón, sin embargo, es que él por lo menos nunca creyó que el becerro representara otro dios. Por el contrario, lo consideraba como la imagen visible de Dios, como surge claramente de la lectura de la narración que relata estos acontecimientos. Aarón identificaba al ídolo con el Dios que había sacado al pueblo de la tierra de Egipto (Éx 32:4), y anunciaba su dedicación con estas palabras: «Mañana será fiesta para Jehová» (Éx 32:5). Posiblemente, Aarón hubiera dicho que la elección de un becerro (o un buey o un toro) sugería el grandioso poder de Jehová. Pero aquí es precisamente donde radicaba su equivocación. Un becerro, e incluso un toro muy grande, nunca podrían haber representado el verdadero poder de Dios. Los israelitas estaban en realidad rebajando a su verdadero y grandioso Dios a la categoría de los impotentes dioses semejantes a bueyes que había en Egipto.

Uno de los motivos de las plagas en Egipto había sido el manifestar la superioridad de Dios por sobre todos los demás dioses egipcios. Al convertir el agua del Nilo en sangre, Dios estaba manifestando su poder sobre los dioses del Nilo, Osiris, Hapimon y Tauret. Al producir una invasión de ranas, Dios estaba manifestando su poder sobre la diosa Hekt, la cual es siempre representada con la cabeza y el cuerpo de una rana. Los juicios que Dios pronunció sobre la tierra servían para manifestar el poder de Dios sobre Geb, el dios de la tierra. Y así sucesivamente con las demás plagas, hasta el juicio contra Ra, el dios del sol, cuando el sol se oscureció, y el juicio contra los primogénitos de todos los egipcios, incluyendo al primogénito de Faraón quien había de ser el siguiente «dios supremo». El Dios de Israel no podía ser colocado en la misma categoría, pero esto fue lo que hizo Aarón cuando creó una representación de él.

La segunda razón por la que se nos prohíbe que adoremos aun al Dios verdadero mediante imágenes es que las imágenes desvían al adorador, como también comenta Packer. Es así como en el ejemplo del becerro que hizo Aarón, el resultado de la «fiesta» era totalmente distinto al día de reposo santo que Dios en ese mismo instante le estaba describiendo a Moisés en el monte de Sinaí. La fiesta se convirtió en una orgía donde casi todos los mandamientos, si no todos, fueron también quebrados.3

Es importante también considerar el lado positivo de este segundo mandamiento. Si la adoración de Dios mediante medios que no son dignos de él está prohibida, deberíamos ser en extremo cuidadosos para descubrir como él es realmente para así poder adorarle cada vez más como el único y grandioso Dios del universo, trascendente, espiritual e inescrutable. ¿Lo adoramos de esa manera? De ningún modo. En lugar de buscar conocerlo para poder adorarlo debidamente, le damos la espalda para crearnos dioses a nuestra medida. Pablo nos dice: «Pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles» (Ro 1:21–23).

Esta es la razón detrás de la severa advertencia que cierra el segundo mandamiento. Dios no es celoso de la manera como nosotros definimos los celos y, por lo tanto, algo resentido cuando lo ignoramos. Cuando lo ignoramos, esta actitud está demostrando tal ingratitud, vanidad y pecado, que merece el juicio de Dios. Pero al mismo tiempo que habla de juicio, Dios también está hablando de tener misericordia sobre muchas de las generaciones de aquellos que le aman y guardan sus mandamientos.

El tercer mandamiento: Santificarás mi nombre

«No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano» (Éx 20:7). El tercer mandamiento debe ser tomado conjuntamente con la oración en el Padre Nuestro donde Jesús exhorta a sus discípulos para que oren diciendo: «Santificado sea tu nombre» (Mt 6:9). Esta exhortación agrega una dimensión positiva a la forma negativa que asume este mandamiento en el Antiguo Testamento. El nombre de Dios representa la naturaleza de Dios. En consecuencia, deshonrar el nombre de Dios es deshonrar a Dios, y santificar su nombre es honrarlo. Como los diversos nombres de Dios representan sus muchos atributos, todos dignos de alabanza, estamos santificando su nombre cuando honramos algún aspecto de su carácter. Calvino dice:

En mi opinión, debemos diligentemente observar los siguientes tres puntos: primero, todo lo que nuestra mente conciba sobre Dios, todo lo que nuestra lengua pronuncie, debería manifestar su excelencia, igualar la altura de su nombre sagrado y, finalmente, servir para glorificar su grandeza. Segundo, no deberíamos con imprudencia y perversamente abusar de su Santa Palabra y adorar misterios, ya sea por nuestra ambición, o codicia, o entretenimiento, sino que como portadores de la dignidad de su nombre, siempre deberían ser honrados y apreciados entre nosotros. Por último, no deberíamos difamar ni retractarnos de sus obras, como los hombres miserables tienen el hábito de vociferar contra él; sino que sobre todo lo que reconozcamos como proveniente de él deberíamos expresarnos con alabanza de su sabiduría, justicia y bondad. Esto es lo que significa santificar el nombre de Dios.4

Los distintos nombres de Dios tienen significados específicos. Elohim es el nombre bíblico más común. Al utilizar el nombre Elohim estamos reconociendo que Dios es el Creador de todo lo que existe. Es el nombre usado en el versículo inicial de la Biblia: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra» (Gn 1:1). Elohim creó al sol, la luna y los planetas; formó la tierra, la cubrió con plantas, peces y animales; hizo al hombre y la mujer; te hizo a ti. ¿Lo honras como tu Creador? Si no lo honras como tu Creador, estás deshonrando su nombre y quebrando el tercer mandamiento.

Otro nombre de Dios es El Elyon, que significa «Dios Altísimo». Aparece por primera vez en el relato de Abraham con Melquisedec, luego de su lucha con los reyes de la llanura y su rescate de Lot. Melquisedec era «el sacerdote del Dios Altísimo» (Gn 14:18). El Elyon aparece también en la descripción que Isaías hace de la rebeldía de Satanás, «y seré semejante al Altísimo» (Is 14.:14). Este nombre resalta el dominio y la soberanía de Dios. ¿Lo honras como el Dios soberano? No lo honras como el Dios soberano si te quejas de las circunstancias o dudas de su habilidad para cuidar de ti y cumplir sus promesas.

Yahveh significa «YO SOY EL QUE SOY». Nos habla sobre la autoexistencia, la autosuficiencia y la eternidad de Dios; y aparece en las revelaciones que Dios hace de sí mismo en su carácter de redentor; por ejemplo, cuando se revela a Moisés antes de la liberación del pueblo de Israel de Egipto. ¿Lo honramos como nuestro redentor? ¿Lo alabamos por lo completa de su redención en Jesucristo?

Todos los nombres de Dios nos revelan algo sobre él, y nosotros deberíamos honrarlo tomando en consideración todos sus nombres. En particular, hemos considerado los nombres Elohim, El Elyon, y Yahveh. Pero él también es Yahveh Jireh, el Dios que provee. Es el Dios de los ejércitos. Es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es el Alfa y la Omega. Es el Anciano de Días, sentado sobre el trono de los cielos. Es nuestro Maravilloso Consolador, el Dios Todopoderoso, el Padre Eterno, el Príncipe de Paz. Él es nuestra roca y la fortaleza hacia donde podemos acudir y encontrar seguridad. Él es el camino, la verdad y la vida. Él es la luz del mundo. Él es el pan de vida. Él es la resurrección y la vida. Él es el buen pastor, el gran pastor y el jefe de los pastores. Él es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Él es el Dios de José, de Moisés, de David. Él es el Dios de Débora, de Ana, de Ester. Él es el Dios de los escritores del Nuevo Testamento y de todos los apóstoles. Él es el Señor de señores y Rey de reyes. Si no lo honramos con respecto a cada uno de estos nombres, lo estamos deshonrando y quebrando su mandamiento.

Pero además, nuestras acciones importan tanto como nuestras palabras. Siempre que nuestra conducta no sea coherente con nuestra profesión de fe cristiana, aunque sea una profesión muy ortodoxa, estamos deshonrando a Dios. Las personas que pertenecen a Dios han tomado su nombre, para decirlo de alguna manera, y sus acciones deben santificar su nombre. Si «cometen adulterio» con el mundo, están transgrediendo su inmenso amor; están deshonrando el nombre de cristianos (que significa «uno de Cristo»). Esta deshonra es todavía peor que las vociferaciones de los infieles.

El cuarto mandamiento: Santificarás mi día

Ningún otro punto en el tratamiento que los cristianos hacen de la ley del Antiguo Testamento ha causado tanta dificultad como la interpretación del cuarto mandamiento. El cuarto mandamiento prescribe que el séptimo día de la semana, el sábado, deberá ser un día de reposo, pero la mayoría de los cristianos no observan este mandamiento. Por el contrario, como todos sabemos, adoran durante el día domingo. Pero todavía más, ni siquiera guardan el domingo de acuerdo con las reglas que fueron dadas para el día de reposo. ¿Es esto correcto? ¿Puede justificarse la observancia del día domingo?

Lo que no podemos hacer es tratar este tema a la ligera. De todos los mandamientos, el mandamiento referente al día de reposo es el más largo y posiblemente el más solemne. Dice: «Acuérdate del día de reposo para santificarlo. Seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el día de reposo y lo santificó» (Éx 20:8–11).

En general ha habido tres enfoques a la cuestión sobre el día de reposo y el domingo. Primero, algunos enseñan que los cristianos deberían adorar el día sábado. Esta es la postura de los Adventistas del Séptimo Día, por ejemplo, y de algunos otros grupos. En segundo lugar tenemos la postura de los que dicen que el domingo es simplemente el equivalente neotestamentario del día de reposo del Antiguo Testamento y que debe ser observado de la misma manera. La Confesión de Fe de Westminster llama al Día del Señor «el día de reposo cristiano». Luego agrega que «el día de reposo es santificado cuando los hombres, luego de haber preparado sus corazones y puesto en orden los asuntos comunes de antemano, guardan un reposo santo durante todo el día, libres de cualquier trabajo, palabra y pensamiento, y de todo lo que se relacione con los goces y las recreaciones mundanas; y que además ocupan todo este tiempo en el ejercicio público y privado de la adoración, y en los deberes de necesidad y misericordia» (XXI, 7, 8). Más adelante, la teología puritana y reformada se adhirió firmemente a esta postura. En tercer lugar, tenemos la postura de considerar que el día de reposo fue abolido con la muerte y la resurrección de Cristo y que ha sido suplantado por un nuevo día, el Día del Señor, con sus propias características. Esta era la postura de Juan Calvino, quien claramente expresó que «el día sagrado para los judíos había sido dejado de lado» y que «otro había sido instituido» en su lugar.5

¿Cuál es la solución? Hay varias cosas importantes que es posible señalar y que nos pueden ayudar. En primer lugar, el día de reposo era una institución singularmente judía que no fue ni dada ni observada por ninguna otra raza o nación, ni en los tiempos antiguos, ni en los tiempos modernos. Lo mismo no ocurre con los demás mandamientos; es posible encontrar muchos paralelismos entre los demás mandamientos y otros códigos legales de la antigüedad. Para señalar que esto no es cierto, los defensores del día de reposo suelen citar Génesis 2:2–3 (con referencia al cuarto mandamiento). Estos versículos dicen lo siguiente: «Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo. Y bendijo Dios al día séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación». Pero si hemos de ser estrictos, estos versículos no nos dicen que Dios está instituyendo el día de reposo en el momento de la creación; por el contrario, hay otros versículos que parecen enseñar que lo instituyó más adelante.

Uno de estos versículos lo encontramos en Nehemías 9:13–14. Nehemías, que había sido el instrumento para llevar a cabo un gran avivamiento entre los judíos que habían regresado a Jerusalén luego de su cautiverio en Babilonia, había organizado un culto especial de adoración y rededicación. En ese culto los sacerdotes dirigieron al pueblo en su adoración, diciendo con respecto a Dios: «Y sobre el monte de Sinaí descendiste, y hablaste con ellos desde el cielo, y les diste juicios rectos, leyes verdaderas, y estatutos y mandamientos buenos, y les ordenaste el día de reposo santo para ti, y por mano de Moisés tu siervo les prescribiste mandamientos, estatutos y la ley». Estos versículos están relacionando el otorgamiento de la ley concerniente al día de reposo con el monte de Sinaí, e implican que el día de reposo no se conocía ni se guardaba hasta ese entonces.

Otro pasaje importante es el que encontramos en Éxodo. «Habló además Jehová a Moisés, diciendo: Tú hablarás a los hijos de Israel, diciendo: En verdad vosotros guardaréis mis días de reposo; porque es señal entre mí y vosotros por vuestras generaciones, para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico. Así que guardaréis el día de reposo, porque santo es a vosotros; el que lo profanare, de cierto morirá; porque cualquiera que hiciere obra alguna en él, aquella persona será cortada de en medio de su pueblo. Seis días se trabajará, mas el día séptimo es día de reposo consagrado a Jehová; cualquiera que trabaje en el día de reposo, ciertamente morirá. Guardarán, pues, el día de reposo los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones por pacto perpetuo. Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel; por que en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, y en el séptimo día cesó y reposó» (Éx 31:12–17).

Estos versículos están identificando al día de reposo como una señal de un pacto entre Dios y el pueblo de Israel; esto es importante, ya que se los repite en dos oportunidades. Es difícil comprender, por lo tanto, cómo la observancia del día de reposo puede legítimamente ser aplicada a otras naciones. Por el contrario, era la observancia del día de reposo lo que distinguía a Israel del resto de las naciones, del mismo modo que la circuncisión los diferenciaba.

¿Pero cuál es la situación con respecto al día domingo? El domingo es otro día que ha sido establecido por Dios, pero para la iglesia y no para Israel, y con características muy diferentes. El día de reposo era un tiempo de descanso e inactividad. Es más, existían severas penas para el caso de que no se reposara. Por el contrario, el domingo del cristianismo es un día de júbilo, de actividad y de expectativa. Este carácter está dado por los acontecimientos que rodearon al Día del Señor, cuando Cristo resucitó. El Señor reunió a sus discípulos, les enseñó, les impartió el Espíritu Santo (Jn 20:22) y los comisionó para que evangelizaran el mundo. El hecho que el domingo fue establecido y el día de reposo abolido lo podemos apreciar en la rapidez y la totalidad con que el domingo sustituyó al día de reposo en la adoración de la iglesia primitiva. El día de reposo se menciona con mucha frecuencia en el Antiguo Testamento. En los Hechos de los Apóstoles, por el contrario, la palabra figura solamente nueve veces, y en ninguna ocasión se dice que sea un día observado por los cristianos. El primer capítulo se refiere al día de reposo en la expresión «camino de un día de reposo» (Hch 1:12). Luego ocurre cuatro veces en el capítulo trece cuando nos describe cómo Pablo usaba el día de reposo con fines evangelísticos, yendo a la sinagoga para predicarles a los judíos que estaban reunidos allí (13:14, 27, 42, 44). Y en algunos capítulos subsiguientes tenemos referencias similares (15:21; 17:2; 18:4). Pero en ninguna ocasión se sugiere que la iglesia se reunía en el día de reposo o que lo guardaban con afecto y atención especiales.

Sin embargo, no debemos creer que el cuarto mandamiento o la celebración cristiana del Día del Señor no tienen nada que decir sobre el pecado humano o nuestra necesidad de un Salvador. El día de reposo era un día en memoria de Dios como el Creador y como el libertador de su pueblo. El domingo cristiano es un día de celebración de la resurrección de Cristo. ¿Pero observamos estos días naturalmente? ¿El corazón humano puede con naturalidad apartar un tiempo, cualquier momento, para adorar y servir a Dios y regocijarse en todos sus favores? No puede hacerlo. No tiene la gratitud ni la sensibilidad suficiente. Como consecuencia, esta parte de la ley también nos condena.

LOS DIEZ MANDAMIENTOS: EL AMOR A LOS DEMÁS

James Montgomery Boice

Thomas Watson el gran teólogo puritano en determinada ocasión, en sus escritos, comparó los Diez Mandamientos de Éxodo 20 con la escalera que Jacob vio en su sueño. «La primera de las tablas de la ley se refiere a Dios y constituye la parte superior de la escalera que llega hasta los cielos; la segunda tabla se refiere a los superiores y los inferiores, y es la base de la escalera que descansa sobre la tierra. Por medio de la primera tabla, caminamos religiosamente hacia Dios; por medio de la segunda, caminamos religiosamente hacia el hombre. El que no cumple con la segunda tabla, no puede cumplir con la primera tabla».1 La verdad que encierra esta última afirmación debería ser evidente. Del mismo modo que no nos podemos conocer a nosotros mismos, ni a los demás, si antes no hemos conocido a Dios, tampoco podemos tener un comportamiento adecuado hacia los demás sin haber actuado adecuadamente respecto a Dios, y viceversa. Para servir a Dios debemos servir a las demás personas. Tener «los pensamientos en los cielos», contrariamente a lo que se cree popularmente, es ser «de servicio terrenal».

El quinto mandamiento: Honraras a tu padre y a tu madre

La segunda tabla de la ley comienza con la relación que existe entre una persona y sus padres. Esto es deliberado, ya que al tratar el tema de los padres, el mandamiento está dirigiendo la atención sobre la mínima unidad de la sociedad, la familia, que es fundamental para el resto de todas las relaciones y estructuras sociales. Pero la intención de este mandamiento también está incluyendo otras clases de «padres» y «madres». Los comentaristas han señalado que también existen padres políticos (aquellos que ocupan posiciones seculares de autoridad), padres espirituales (los pastores y otros ministros cristianos) y aquellas personas que por su edad o experiencia también son llamadas padres. Sin embargo, el quinto mandamiento tiene en mente a los padres naturales, los que viven en el mismo hogar. El quinto mandamiento es como sigue: «Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da» (Éx 20:12). Significa que debemos respetar a quienes Dios ha colocado por encima nuestro y tratarlos con «honor, obediencia y gratitud».2

Este mandamiento está colocado sobre un fondo oscuro: el tan natural rechazo humano a cualquier tipo de autoridad. Es por esto que la familia es de singular importancia en la economía divina. Si no se les enseña a los niños a respetar a sus padres, sino que se los deja sin castigo cuando desobedecen o deshonran a sus padres, más tarde en su vida también se rebelarán contra otras formas válidas de autoridad. Si desobedecen a sus padres, luego desobedecerán las leyes de su país. Si no respetan a sus padres, luego tampoco respetarán a sus maestros, ni a los que poseen una sabiduría fuera de lo común, ni a los gobernantes electos, ni a muchos otros. Si no honran a sus padres, tampoco honrarán a Dios.

En este mandamiento encontramos la necesidad de disciplinar a los hijos, una responsabilidad explícita en la Biblia. La Biblia dice: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él» (Prv 22:6). También dice: «Castiga a tu hijo en tanto que hay esperanza; mas no se apresure tu alma a destruirlo» (Prv 19:18).

Por otro lado, cuando la Biblia exhorta a los hijos a que honren a sus padres, también está dirigiéndose seriamente a los padres. Los padres deberían ser cariñosos para que sus hijos los honren. En un sentido los hijos siempre deben honrar a sus padres: otorgándoles el debido respeto y consideración, a pesar de sus limitaciones. Pero en otro sentido, tampoco pueden honrar cabalmente a una persona que no merece ninguna honra como, por ejemplo, un borracho, o un licencioso irresponsable. El quinto mandamiento además está animando a quienes son padres a ser devotos, honestos, trabajadores, fieles, compasivos y sabios, ya que siempre es posible honrar y obedecer plenamente a alguien con estas características. Y, además, está fijando estos mismos estándares sobre aquellos que están en alguna posición de autoridad: los políticos, los líderes de la industria y el trabajo, los educadores y todos los que ejercen cualquier tipo de liderazgo o influencia.

El sexto mandamiento: No matarás

El sexto mandamiento ha sido muchas veces mal interpretado debido a la traducción errónea de la palabra ratsach como «matar», en la mayoría de las Biblias. La palabra en realidad significa «asesinar»; y la forma personal sustantiva de este verbo significa «homicida». Este mandamiento, tan corto, debería ser traducido: «No asesinarás». La incapacidad de comprender esto ha conducido a algunos a citar la autoridad bíblica contra cualquier forma de matar. Esta postura no considera que la Biblia reconoce la necesidad de matar animales para consumo alimenticio o para los sacrificios, a los enemigos en la batalla, y a los que en un proceso judicial son hallados culpables de la pena capital. Otras partes de la ley prescriben la pena de muerte para alguna de las ofensas mencionadas en el Decálogo.

Decir que la palabra significa «asesinar» en lugar de «matar» no debería servir de consuelo para nadie, sin embargo. En la perspectiva bíblica, el asesinar se considera en un sentido amplio, y por lo tanto contiene elementos de los que todos somos culpables. Podemos traer a colación las enseñanzas de Jesucristo en el Sermón del Monte, que son de particular importancia. En los días de Jesús, y muchos años antes, el asesinato había sido definido por los líderes de Israel (y por otros también) como un acto meramente externo, y habían enseñado que el mandamiento solamente se refería a dicho acto.

«Pero, ¿acaso el asesinato es solamente eso?», preguntó Jesús. «¿Asesinar no es nada más que el hecho de matar injustamente? ¿Qué ocurre con las motivaciones? ¿Qué ocurre con la persona que ha planificado matar a otra pero que luego es impedida de hacerlo por circunstancias externas? ¿Qué pasa con aquella persona que desea matar a otra, pero que no lo hace porque teme ser descubierta? ¿Qué ocurre con la persona que mata con la mirada o con las palabras?». Desde la perspectiva de las leyes humanas, los seres humanos toman en consideración estas diferencias. Pero Dios pesa los corazones y por lo tanto también le concierne las motivaciones. Jesús dijo: «Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable de juicio. Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio» (Mt 5:21–22).

Pero el sexto mandamiento no prohíbe únicamente el enojo. De acuerdo con Jesús, Dios tampoco perdonará ninguna expresión de desprecio. «Cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego» (Mt 5:22). En el texto griego este versículo contiene dos palabras claves: raca y moros. El término raca es una expresión peyorativa que significa «vacío», pero el insulto está más en el sonido que en el significado. Podría ser traducido como «una nada», o como decirle a una persona que «no es nadie». Moros significa «tonto» (el término inglés moron, que significa «un deficiente mental» proviene de esta palabra), pero alguien que es un tonto desde el punto de vista moral. Es alguien que «se hace el tonto». En consecuencia, la palabra tiene el efecto de ser una mancha en la reputación de alguien. Por medio de estas palabras, Jesús estaba enseñando que, según los estándares de Dios, insultar o manchar la reputación de alguien constituye un incumplimiento del sexto mandamiento.

Es evidente que esta interpretación bucea en las profundidades de nuestro ser. No es de mucha ayuda recordar que existe algo llamado un enojo justo, o que existe una distinción válida entre estar enojado contra el pecado y contra el pecador. Por supuesto que existe un enojo justo. Pero nuestro enojo no suele caracterizarse por ser justo; con frecuencia solemos enojarnos injustamente cuando consideramos que hemos sido real o imaginariamente agraviados. ¿Cometemos asesinato? Sí, de acuerdo con la definición de Jesús, lo estamos cometiendo. Albergamos rencores. Murmuramos e insultamos. Perdemos los estribos. Matamos por negligencia, por despecho y por envidia. Y sin duda hacemos cosas aun peores, que podríamos reconocer si pudiéramos ver dentro de nuestros corazones como lo hace Dios.3

El séptimo mandamiento: No cometerás adulterio

El séptimo mandamiento también es muy corto: «No cometerás adulterio». En el Sermón del Monte el Señor también amplía este mandamiento, explicando que también se refiere a los pensamientos y las intenciones del corazón, además de referirse a los actos externos. Además, lo vincula con una consideración apropiada sobre el matrimonio cuando condena el divorcio. Dice: «Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón… También fue dicho: Cualquiera que repudie a su mujer, dele carta de divorcio. Pero yo os digo que el que repudia a su mujer, a no ser por causa de fornicación, hace que ella adultere; y el que se casa con la repudiada comete adulterio» (Mt 5:27–28, 31–32).

De acuerdo al punto de vista que Jesús tenía sobre la ley, la lujuria es equivalente al adulterio, del mismo modo que el odio es equivalente al asesinato. Los estándares de Dios son la pureza antes del matrimonio y la fidelidad en el matrimonio.

No hay ningún otro tema de la moralidad contemporánea que sea tan conflictivo con los estándares bíblicos. Los medios de comunicación de masas al conjuro del sexo promueven el materialismo y la persecución del placer. La televisión inunda nuestras salas de estar con publicidad cargada de sexo. Las películas son todavía peores; los mejores barrios de nuestras ciudades tienen salas de cine donde se estrenan películas condicionadas o excitantes películas de horror. Los periódicos publicitan estas películas con láminas que habrían resultado escandalosas hace unos pocos años e informan con lujo de detalles los crímenes sexuales que antes los periódicos serios evitaban. El hedonismo del siglo veinte está simbolizado por la llamada filosofía «playboy». Los logros dudosos de la revista Playboy fueron trasladar la explotación del sexo de las cloacas, utilizar una impresión de buena calidad en un buen papel, y vender la revista a millones de personas, junto con la filosofía que hace del placer la meta principal en la vida —en el sexo como en todas las demás áreas—. El hedonismo hace que el placer personal sea el objetivo número uno; es el conseguir una segunda casa, un tercer automóvil, los amigos correctos, así como la libertad sexual y la experimentación. Playboy y muchas otras revistas similares, y aun otras peores, predican tanto la importancia de elegir el mejor vino o el mejor equipo estereofónico, como la elección del mejor compañero sexual. El problema no es la revista Playboy en sí, sino la filosofía del «placer en primer lugar» que el imperio Playboy ha capitalizado: todo lo que contribuya a mi propio placer debe ser colocado en primer lugar, y en la persecución del placer ninguna norma es válida.

La mención de normas nos conduce a otro desafío de la ética bíblica, la llamada Nueva Moralidad (New Morality), que fuera popularizada por conocidos hombres eclesiásticos como el Obispo J. A. T. Robinson en Inglaterra, Joseph Fletcher, Harvey Cox, el fallecido James Pike, y otros. Luego de la publicación inicial de sus puntos de vista, algunos de estos escritores han modificado sus posturas. Pero todos una vez propusieron enfocar la moralidad basándose sobre dos convicciones: primero, que el curso de acción apropiado para un conjunto dado de circunstancias debe ser determinado por la situación misma y no por una norma ética predeterminada (ni siquiera aunque sea bíblica), y segundo, que el único absoluto para cualquier situación ética es el requisito del amor. Todo está bien si no lastima a otra persona, y si lastima o no a otra persona no es una conclusión a la que deba llegarse únicamente por el contexto de la situación. De acuerdo con este enfoque, la fornicación y el adulterio no son necesariamente malos. El bien o el mal del acto depende de si «ayuda» o «lastima» a otra persona. De manera similar, el mentir, el robar, el libertinaje, y muchas otras cosas que hasta ese entonces habían sido consideradas como malas, no deben ser necesariamente evitadas.

Como respuesta a la Nueva Moralidad debemos decir que el amor podría ser una guía adecuada para el curso de acción correcto si fuéramos capaces de amar como ama Dios y con pleno conocimiento de la situación y de todas las consecuencias de nuestras acciones. Pero no somos capaces de amar de ese modo. Nuestro amor es egoísta. Además, no podemos conocer todas las consecuencias que nuestra acción «desinteresada» y «generosa» pueda tener. Una pareja puede decidir que mantener relaciones sexuales antes del matrimonio les será beneficioso y que ninguno de ellos se verá perjudicado. Pero no lo pueden saber con certeza, y muchos, si no todos, que han razonado de esta manera se han equivocado. Hay demasiada culpa, demasiados patrones de infidelidad profundamente incorporados, y demasiados niños no deseados, para hacer de la Nueva Moralidad una opción valedera.

Bajo el impacto de la corriente de los medios de comunicación de masas, el hedonismo popular, y la Nueva Moralidad, la proclama «Si te hace sentir bien, hazlo» se ha convertido en el santo y seña de nuestra época. ¿Debemos aceptar este nuevo estándar? A la luz de los mandamientos de Dios en el Decálogo y en el Sermón del Monte, el cristiano debe responder que «No». Pero, al mismo tiempo, debemos reconocer sinceramente, como observa C. S. Lewis, que el estándar cristiano «es tan difícil y tan contrario a nuestros instintos» que es evidente que algo está mal en nosotros personalmente y en nuestra sociedad.4 Debemos reconocer que todos somos pecadores, y que tampoco los cristianos pueden ser automáticamente victoriosos sobre los pecados y las perversiones sexuales.5

Como todos los mandamientos negativos del Decálogo, este también lleva implícito uno positivo. La afirmación positiva del mismo, como ya lo hemos mencionado, es la pureza antes del matrimonio y la fidelidad de ahí en adelante. No somos puros antes del matrimonio ni fieles después si tomamos en cuenta también nuestros pensamientos, y muchas personas no solamente pecan con su pensamiento. ¡Qué lejos estamos de lograr los estándares de Dios! ¡Cuánta miseria hemos traído sobre nosotros y sobre otros como consecuencia!

El octavo mandamiento: No hurtarás

La norma que dice que una persona no debería hurtar ha sido generalmente aceptada por toda la raza humana, pero solo la religión bíblica muestra por qué hurtar está mal. Todo lo que una persona justamente posee le ha sido impartido por Dios. «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces» (Stg 1:17). Por lo tanto, robar a alguien es pecar contra Dios. Por supuesto, los hurtos también constituyen una ofensa contra los demás. Podría perjudicarlos si no pudieran compensar la pérdida. Podría humillarlos, ya que no los estaríamos considerando dignos de nuestro respeto o amor. Pero también aquí estamos pecando contra Dios ya que él es quien le asigna el valor a cada persona. Vemos un ejemplo de este punto de vista en el grandioso salmo de confesión que escribió David. Si bien le había robado a Betsabé su buen nombre y hasta había matado a su esposo, David dijo, hablando con respecto a Dios: «Contra ti, contra ti solo he pecado» (Sal 51:4).

No debemos creer que hemos cumplido con este mandamiento por el simple hecho de que nunca nos hayamos introducido en un hogar extraño y nos hayamos retirado luego de sustraer la propiedad de otro. Podemos hurtar a distintos sujetos: a Dios, a otros y a nosotros mismos. Podemos hurtar de diversas maneras: a hurtadillas, por medio de la violencia, o por medio de engaños. Hay muchos objetos que pueden ser robados: el dinero, el tiempo, e incluso la reputación de una persona.

Estamos hurtándole a Dios cuando no lo adoramos como deberíamos o cuando colocamos nuestros intereses antes que los suyos. Estamos hurtándole cuando dedicamos nuestro tiempo para gratificarnos personalmente y no compartimos con otros el evangelio de su gracia. Le hurtamos a un empleador cuando no trabajamos como somos capaces de hacerlo o cuando nos tomamos recreos más largos o nos retiramos antes de la hora de salida. Le hurtamos cuando malgastamos la materia prima con la que estamos trabajando o utilizamos su teléfono para mantener extensas conversaciones personales, en lugar de cumplir con las tareas asignadas. Estamos hurtando si, como comerciantes, cobramos demasiado por nuestros productos o intentamos hacer «un negocio redondo» en un campo lucrativo. Estamos hurtando cuando vendemos un producto de calidad inferior como si fuera de mejor calidad. Le hurtamos a nuestros empleados cuando los hacemos trabajar en un ambiente laboral perjudicial para su salud o cuando no le pagamos un salario digno que les garantice una calidad de vida saludable y adecuada. Estamos hurtando cuando no administramos correctamente los dineros de otros. Estamos hurtando cuando tomamos un préstamo y luego no lo saldamos en fecha, o no lo pagamos. Nos robamos a nosotros mismos cuando malgastamos nuestros recursos, ya sea el tiempo, los talentos o el dinero. Estamos hurtando cuando gozamos de nuestros bienes materiales, mientras otros deben llevar una existencia de extrema necesidad: sin alimento, ropa, vivienda, o cuidados médicos. Estamos hurtando cuando nos volvemos tan mezquinos que acumulamos y ahorramos dinero hasta el extremo de robarnos a nosotros mismos no cubriendo nuestras necesidades.

El lado positivo de este mandamiento es evidente. Si debemos evitar tomar lo que le pertenece a otro, también debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para hacer que los demás prosperen, ayudándolos a lograr todo su potencial. El Señor resume este deber en la Regla de Oro: «Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas» (Mt 7:12).

No es posible evitar ver que este mandamiento indirectamente está estableciendo el derecho a la propiedad privada. Si no hemos de tomar lo que pertenece a los demás, la base de esta prohibición es que evidentemente las personas tienen un derecho a lo que les pertenece, derecho que les es reconocido por Dios. Algunos enseñan que los cristianos deberían tener todo en común, al menos si son lo suficientemente espirituales, pero esto no es bíblico. Es cierto que por diversas razones históricas y sociales un grupo de personas eligieron poner todos sus bienes bajo una propiedad común, como lo hicieron los primitivos cristianos en Jerusalén por un tiempo luego de Pentecostés (Hch 2:44–45). Algunos pueden ser específicamente llamados a vivir así, ya sea como un testimonio ante el mundo de que la vida de una persona no consiste solo en la abundancia de las cosas que él o ella posea, o porque dicha persona está tan atada a las posesiones que debe liberarse de ellas para poder crecer espiritualmente. Jesús le dijo al joven rico que debía despojarse de todos sus bienes y dárselo a los pobres. Sin embargo, a pesar de estas situaciones especiales, ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento prohíben la propiedad privada de bienes, sino que por el contrario la endosan.

El caso de Ananías y Safira suele ser citado para apoyar la teoría comunal, ya que fueron muertos por haber retenido una parte de los ingresos que resultaron de una venta de una propiedad (Hch 5:1–11). Su pecado, sin embargo, no fue la posesión de una propiedad sino el haber mentido a los miembros de la iglesia y al Espíritu Santo. Habían pretendido estar dando todo cuando en realidad estaban reteniendo una parte. En relación a esto, incluso el apóstol Pedro reconoce su derecho a dicha posesión. «Y dijo Pedro: Ananías, ¿por qué llenó Satanás tu corazón para que mintieses al Espíritu Santo, y sustrajeses del precio de la heredad? Reteniéndola, ¿no se te quedaba a ti? y vendida, ¿no estaba en tu poder? ¿Por qué pusiste esto en tu corazón? No has mentido a los hombres, sino a Dios» (Hch 5:3–4).

El hecho de que la Biblia establezca el derecho a la propiedad privada no hace que nos resulte más fácil cumplir con el octavo mandamiento. Lo hace mucho más difícil. No podemos evadir el hecho de que en muchas ocasiones le robamos a los demás lo que les corresponde; y el juicio de Dios nos convierte en ladrones.

El noveno mandamiento: No mentirás

Cuando hablamos del robo de la reputación de los demás en la última sección ya estábamos anticipando el noveno mandamiento: «No hablarás contra tu prójimo falso testimonio» (Éx 20:16).

Este es el último de una serie de mandamientos relacionados con el respeto a los derechos de los demás, como una expresión del mandamiento a amar. Cuando insultamos a una persona le estamos hurtando su buen nombre y su posición social. «Este mandamiento no es solamente válido en las cortes de justicia. Si bien incluye el perjuro, también están implícitas todas las formas de escándalo y maledicencia, toda conversación ociosa y charlatanería, todas las mentiras y las exageraciones deliberadas y las medias verdades que distorsionan la verdad. Podemos hablar falso testimonio cuando atendemos a ciertos rumores maliciosos y luego los seguimos transmitiendo, o cuando usamos a otra persona para burlarnos de ella, creando impresiones falsas, o cuando no corregimos afirmaciones falsas, tanto por nuestro silencio como por nuestro discurso».6

Nuestro deber hacia las demás personas es solo la mitad del cuadro. No solamente estamos dañando a otra persona cuando damos un falso testimonio o juramos en falso. Nuestra no fidelidad a la verdad también deshonra a Dios. Él es el Dios de la verdad y odia la mentira (Is 65:16; Jn 14:6). La Biblia nos dice: «He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo» (Sal 51:6). Nos dice que la persona que es obediente a Dios «no se goza de la injusticia, mas se goza en la verdad» (1 Co 13:6). Y también dice: «Hablad verdad cada uno con su prójimo» (Ef 4:25).

Esto no es fácil de llevar a cabo, como cualquiera que esté preocupado de su integridad personal puede reconocer. En algunas situaciones, mentir o al menos no decir toda la verdad, parece ser el curso de acción debido. En otras situaciones, el decir la verdad parece imposible. Para los hombres bien puede ser imposible; pero con Dios todo es posible (Lc 18:27). ¿Cómo podemos comenzar a crecer en esta área? El primer paso radica en tomar conciencia que «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12:34) y que el corazón solamente puede cambiar cuando el Señor Jesucristo toma posesión del mismo. Si nuestros corazones están llenos de nuestro ego, entonces inevitablemente siempre usaremos la verdad en beneficio nuestro. Pero si la verdad inunda nuestro corazón como lo hará cuando Cristo lo controle, entonces lo que digamos será la verdad y crecientemente será de edificación para los demás.

El décimo mandamiento: No codiciarás

El décimo mandamiento es quizá el más revelador y el más devastador de todos los mandamientos, ya que trata explícitamente la naturaleza interna que tiene la ley. La codicia es una actitud de la naturaleza interna que puede, o no, expresarse en un hecho adquisitivo externo. Además, puede estar dirigida a cualquier objeto. El texto lee: «No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciaras la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo» (Éx 20:17).

Es asombroso lo moderno que es este mandamiento, y cómo golpea las raíces de nuestra cultura occidental materialista. Un elemento ofensivo de nuestro materialismo es la insensibilidad a las necesidades de los demás, la que muchas veces, a su vez, genera una insensibilidad hacia los pobres de nuestras ciudades y los necesitados del resto del mundo. Pero aun más ofensivo que esto resulta nuestra insatisfacción irracional con toda nuestra abundancia de riquezas y oportunidades. Es cierto, no todo el occidente es rico y tampoco hay nada intrínsecamente malo en querer mejorar nuestra suerte en una medida razonable, especialmente cuando ocupamos un lugar bajo en la escala socioeconómica. Esto en sí no constituye la codicia. Lo que está mal es desear algo por el mero hecho de que otra persona lo disfruta. Está mal desear constantemente poseer más cuando no tenemos ninguna necesidad. Está mal no ser felices con nuestros recursos escasos. Desgraciadamente, la codicia es lo que los medios de comunicación de masas parecen haberse propuesto incorporar en nosotros para que nuestra economía, extravagante y dilapidadora, pueda continuar en expansión, aun cuando esto signifique perjudicar las economías de las naciones menos desarrolladas.

Pero también podemos apreciar nuestra codicia de otra manera. Muchos, particularmente las personas cristianas, están realmente felices con lo que Dios les ha dado. No son exageradamente materialistas. Pero son codiciosos con respecto a sus hijos. Quieren lo mejor para ellos, y en muchos casos pueden sentirse heridos y hasta rechazados cuando sus hijos escuchan el llamado divino para renunciar a la vida de abundancia material y dedicarse al servicio misionero o a algún otro servicio cristiano.

La paga del pecado y la dádiva de Dios

No debemos concluir este estudio de la ley de Dios como está expresada en los Diez Mandamientos sin aplicarla a nuestras personas. Hemos considerado diez áreas en las que Dios requiere de los hombres y las mujeres determinados estándares de conducta. Al considerarlos nos hemos visto juzgados. No hemos adorado a Dios como es debido. Hemos adorado ídolos. No hemos honrado a Dios en toda su plenitud. No nos hemos regocijado ni le hemos servido en el día del Señor. Somos deudores con respecto a nuestros padres terrenales. Hemos matado, por medio del odio y la mirada, si no literalmente. Hemos cometido adulterio con el pensamiento y quizá también con nuestros hechos. No hemos dicho siempre la verdad. Hemos deseado y tramado para obtener las pertenencias de nuestro prójimo.

Dios nos ve en nuestro pecado. «Y no hay cosa creada que no sea manifiesta en su presencia; antes bien todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de aquel a quien tenemos que dar cuenta» (Heb 4:13). ¿Cuál es la reacción de Dios? Ciertamente, no es la de excusarnos, y pasar por alto nuestro pecado. Por el contrario, nos dice que de ningún modo puede librarnos de la culpa. Nos enseña que «la paga del pecado es muerte» (Ro 6:23). El juicio está pronto a ser ejecutado.

¿Qué podemos hacer? Por nuestros propios medios no hay nada que podamos hacer. Pero la gloria del evangelio es que no estamos solos. Por el contrario, Dios ha intervenido para realizar lo que nosotros no podíamos hacer. Hemos sido juzgados por la ley y hemos sido hallados faltos. Pero Dios ha enviado a Jesús, quien ha sido juzgado por la ley y ha sido hallado perfecto. Él ha muerto ocupando nuestro lugar para llevar el justo juicio que nos correspondía de manera que podamos presentarnos limpios ante Dios para ser vestidos con su justicia. La Biblia va más allá de la «paga del pecado», e insiste en que «la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro 6:23). Si la ley lleva a cabo en nosotros su tarea propia no nos hará justos por nuestros propios medios. Nos hará justos por medio de Cristo, cuando haga que nos volvamos de nuestras obras corruptas al Salvador quien es nuestra única esperanza.[1]

 



1 Stott, Basic Christianity, p. 65.

2 Packer, Knowing God, p. 40.

3 Packer, Knowing God, p. 41. Ver en este volumen, pp. 106–108.

4 Calvino, Institutes, p. 388.

5 Calvino, Institutes, p. 399.

1 Thomas Watson, The Ten Commandments (1692; reimpresión ed., London: The Banner of Truth Trust, 1970), p. 122.

2 Calvino, Institutes, p. 401.

3 He discutido este mismo tema con mayor detalle en The Sermon on the Mount (Grand Rapids, MI: Zondervan, 1972), pp. 105–11.

4 Lewis, Mere Christianity, p. 75.

5 El material sobre la moralidad sexual contemporánea también aparece en mi libro The Sermon on the Mount, pp. 112–15. Un estudio completo de la interpretación que Cristo hace del séptimo mandamiento y la cuestión del divorcio aparece en las páginas 112–48.

6 Stott, Basic Christianity, p. 69

[1] Richard B. Ramsay, "LAS CARACTERÍSTICAS DE LOS LÍDERES: UNA AUTOEVALUACIÓN," in Ética Cristiana (Miami, FL: Editorial Unilit, 2002), 419–453.


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ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor
http://adonayrojasortiz.blogspot.com


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