miércoles, 17 de febrero de 2016

el mito del comunismo


KARL MARX
(1818–1883)


Karl Marx y su hija Jenny, fotografía de 1869

(Morazé, 1977: 236).

El mito de la redención proletaria
o que los pobres heredarán la tierra y serán libres

"El primer paso de la revolución obrera es la elevación del proletariado a clase dominante, la conquista de la democracia. El proletariado se saldrá de su dominación política para ir arrancando gradualmente a la burguesía todo el capital, para centralizar todos los instrumentos de producción en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como clase dominante, y para aumentar con la mayor rapidez posible la suma de las fuerzas productivas."

MARX–ENGELS, Manifiesto comunista, (1997:48).

Marx fue un pensador revolucionario que vivió el conflicto entre su vocación de estudioso de la sociedad y su deseo de convertirse en profeta de la justicia social de su tiempo. Lo importante para él no fue limitarse a interpretar el mundo, sino intentar cambiarlo. En su opinión, los análisis filosóficos de la realidad social eran estériles si no conducían a una praxis concreta, a una aplicación práctica que contribuyera a mejorar la vida de los hombres. "Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo" (Marx, 1970: 668). La verdad del pensamiento sería siempre —según él— de carácter práctico y consistiría en aclararle a los hombres sus problemas reales para que pudieran solucionarlos. De ahí que la filosofía marxista sea profundamente humanista; una reflexión de protesta cargada de fe en el hombre y en su capacidad para liberarse de cualquier opresión.

Esta confianza en las posibilidades de la humanidad, tan característica de los pensadores de la época moderna, contrasta notablemente con la falta de esperanza que se vislumbra hoy en el mundo postmoderno. Y es que las atrocidades cometidas por el ser humano durante todo el siglo XX le han bajado los humos a la humanidad, provocando la transformación de aquella fe utópica en el hombre que tenía Marx, en un sentimiento creciente de desengaño y resignación.

Karl Marx quiso mejorar la situación social de los obreros de su época a pesar de que él nunca fue un obrero sino más bien todo lo contrario, un sólido burgués victoriano de pies a cabeza, tanto en sus valores como en sus sentimientos más íntimos. Sin embargo, la sociología que desarrolló para lograrlo —si es que se la puede llamar así— resultó ser sumamente primitiva y simplista, vista desde la perspectiva actual. El ambicioso análisis que hizo de la sociedad requería de instrumentos metodológicos sofisticados que no estaban disponibles en su tiempo. El intento de pronosticar el futuro social, en base a la propia intuición personal y a una determinada interpretación de la historia que no era universalmente aceptada, fue un proyecto muy arriesgado. Algunos sociólogos posteriores opinaron que aunque había muchas verdades sociales en Marx, esto no le convertía necesariamente en sociólogo.

"En parte, no podía ser un sociólogo porque la sociología es una forma de encuesta y él ya poseía la información y, lo que es más fundamental, no podía serlo porque Marx no se interesaba por lo social sino por lo que subyace y explica lo social; esto es, a su modo de ver, el orden económico. Y para concluir, no tenía necesidad de serlo porque lo que le interesaba ante todo era la antropología filosófica y su tiempo favorito era el futuro (Donald G. Mac Rae)." (Raison, 1970: 61).

No obstante, otros sociólogos de prestigio como el profesor Raymond Aron creen que la principal empresa de Marx, el intento de explicar a la vez la historia, el funcionamiento y la estructura social del régimen capitalista, es de hecho una pretensión que fusiona la economía con la sociología. Marx sería, por tanto, un economista que quiere ser al mismo tiempo un sociólogo. Otra cosa es que tal empresa se lograra satisfactoriamente. "Esta tentativa es sin duda grandiosa, pero me apresuro a agregar que no creo que haya tenido éxito. Hasta ahora, ninguna tentativa de este orden ha dado buenos resultados" (Aron, 1996: 183). No existe una teoría sociológica general que relacione necesariamente la estructura social, el modo de funcionamiento y el destino de las personas en un determinado régimen social como el capitalismo, ni que explique la evolución que va a experimentar éste a lo largo del tiempo.

La sociología no es capaz de realizar semejante tarea porque la historia de la humanidad no es hasta tal punto predecible, racional y necesaria. Sin embargo, dejando de lado la cuestión de si Marx fue o no sociólogo, su principal mérito consistió en saber arrebatarle al capitalismo del siglo XIX aquella aureola de santidad que lo caracterizaba. Al negar el pretendido orden sagrado y natural que protegía a la moderna sociedad mercantil y capitalista, Marx destapó la situación de dominación y explotación en que vivían tantas criaturas en las fábricas de la época. El progreso industrial y tecnológico dejó de verse ya como el resultado positivo de la historia de la razón humana, para mostrar su cara oculta de discriminación y creación de miseria.

Gracias a su prodigiosa memoria y a su corrosiva pluma, Karl Marx, se convirtió en el principal pensador de su tiempo. Fue el filósofo de la transición entre dos maneras distintas de entender el mundo. Frente a la concepción religiosa preocupada sobre todo por la finalidad del universo y de la historia humana, Marx procuró presentar su opción "científica" más interesada en cómo habían ocurrido tales cosas. En su opinión, la causa del mundo o el "por qué", era más interesante que el fin, o el "para qué" existía.

Aunque la ciencia concluyera que el mundo estaba gobernado por leyes impersonales y que todo era producto de la evolución ciega y carente de valor, él creía que al final triunfaría la justicia. El cosmos recobraría sentido cuando los hombres descubrieran por fin el régimen perfecto, el socialismo que él proponía. Eso iba a constituir la auténtica salvación de la humanidad y ya no sería necesario el cristianismo ni ninguna otra religión. Si Darwin había conmocionado al mundo religioso con la teoría de la evolución natural, Marx convirtió su teoría de la evolución de la historia humana en una religión secular.

Su principal obra, El Capital, fue calificada como "la Biblia de la clase trabajadora" y algunos autores señalaron pronto las semejanzas existentes entre el comunismo soviético y el catolicismo romano (Küng, 1979: 337). Es cierto que presentó sus ideas como si realmente constituyeran una teoría científica materialista, el llamado "materialismo dialéctico", pero lo que no llegó nunca a imaginar es que éstas acabarían transformándose también para algunos en una nueva religiosidad secularizada, la religión de la revolución. ¿Más opio del pueblo? Marx criticó el cristianismo de su tiempo —de hecho, como se verá, había motivos para la crítica— pero se inspiró en él para elaborar su concepción mítica del proletariado, al que le atribuyó una misión histórica propiamente redentora.

El ideólogo del mundo obrero

Karl Marx nació el 5 de mayo de 1818 en Tréveris, ciudad prusiano–renana con abundante industria y repleta de monumentos que recordaban su pasado latino, francés y germánico. En la actualidad se la denomina Trier y está muy próxima a la frontera entre Alemania y Luxemburgo. Su familia era de origen judío y pertenecía a la clase media. El padre, Hirschel Marx, que trabajaba como abogado del tribunal supremo, se convirtió al protestantismo y fue bautizado a los 35 años de edad. Era un hombre liberal que había leído a Voltaire, Rousseau y Kant y se había apartado poco a poco del judaísmo, aunque siempre mantuvo su fe en Dios.

En repetidas ocasiones recomendó a su hijo esta creencia deísta, que podía encontrar también en pensadores como Locke, Newton o Leibniz, y que constituía, según él, un buen apoyo para la moral. Heinrich dejó de leer el Antiguo Testamento a sus hijos, como solían hacer los padres judíos y en su lugar les leía a Voltaire y sobre todo a Rousseau. Algunos biógrafos creen que la conversión del padre de Marx pudo estar condicionada por la necesidad de seguir ejerciendo la abogacía ya que en 1815, tras la caída de Napoleón, los judíos fueron apartados de todo cargo público en Prusia.

Por tanto, su bautismo en la iglesia evangélica, así como el de sus hijos y esposa, podía interpretarse como una decisión forzada por las circunstancias o por el deseo de seguir ejerciendo de abogado (Blumenberg, 1984: 29). De ahí que el desarrollo del joven Marx atravesara tres etapas diferentes: nació judío, se educó como cristiano y su formación superior le llevó al ateísmo. La madre de Karl, Henriette Marx, era también creyente pero no poseía mucha formación y aunque siempre sintió un gran cariño por su hijo, dedicó la mayor parte del tiempo al cuidado de sus otros hijos enfermos. Esto no le permitió mantener una vinculación muy íntima con Karl Marx. Se ha especulado acerca de cómo pudieron influir estos hechos de la infancia y adolescencia en su concepción posterior de la religión y en la idea de Dios. Hans Küng escribe al respecto lo siguiente:

"Ahora bien, para la religiosidad del joven Marx, ¿cómo no iba a tener consecuencias el hecho de que un padre sumiso, poco sobresaliente, y una madre medrosa, de pocos alcances, luego casi ni mencionada por el propio Marx, le alojaran la alienación como quien dice en la misma cuna? 'Marx fue, por judío, un extraño al mundo no judío, por bautizado, un extraño al propio judaísmo… Esta experiencia inicial de la alienación, sin embargo, no provocó en Marx, que se había acostumbrado muy pronto a reprimir todas sus hiperintimidades, desesperadas cavilaciones y noches de insomnio, sino que él sublimó, racionalizó y objetivó todo en un problema filosófico (y más tarde económico). Todo ello constituyó, no obstante, un proceso inconsciente'. Así habla el sociólogo de Basilea A. Künzli." (Küng, 1979: 307).

Después de terminar sus estudios secundarios en el Liceo "Federico Guillermo" de Tréveris, Marx pasó seis años en la universidad, primero en la de Bonn en la que sólo estuvo un año y el resto en la de Berlín. Estudió Derecho, más para complacer a su padre que por gusto propio. En realidad lo que a él le gustaba eran las humanidades, preferentemente la Filosofía, la Historia y la Política. Su participación en la vida estudiantil fue muy activa. A pesar de que en aquella época las asociaciones de estudiantes estaban prohibidas, Marx fue miembro del grupo de los treverienses e incluso llegó a ser su presidente.

En cierta ocasión fue encarcelado por alboroto y embriaguez, también se le acusó de llevar armas no permitidas. Llegó incluso a batirse en duelo y en el diploma que se le extendió en la Universidad de Berlín constaba que había sido denunciado en varias ocasiones por no saldar debidamente las deudas económicas. Su padre le recriminaba frecuentemente el mal uso que hacía con el dinero que se le enviaba para su manutención.

Durante el primer año de estudiante que pasó en Berlín, Marx gastó 700 táleros, tres o cuatro veces más de lo que gastaba cualquier otro estudiante de su edad. Esto era casi lo que ganaba al año un concejal de Berlín. En 1837 recibió una carta del padre en la que éste le decía: "…a veces me hago a mí mismo amargos reproches por haberte aflojado demasiado la bolsa y he aquí el resultado: corre el cuarto mes del año judicial y tú ya has gastado 280 táleros; yo no he ganado todavía esa cantidad durante todo el invierno." (Blumenberg, 1984: 53). Después de la muerte del padre, Marx se encerró cada vez más en sí mismo, dejó de hacer confesiones íntimas o personales y las relaciones con su madre se fueron enfriando paulatinamente.

A los veintitrés años consiguió doctorarse en la Facultad de Filosofía de Jena (1841) con una tesis sobre el materialismo de Demócrito y Epicuro. En el prefacio de la misma declaraba su ateísmo personal mediante la célebre frase de Prometeo en la tragedia de Esquilo: "yo odio absolutamente a todos los dioses". De ahí que este personaje mitológico fuera para Marx el santo más ilustre de su calendario filosófico. El interés por la filosofía se le acentuó, estudió la obra de Hegel y quedó fascinado por la originalidad de su pensamiento, aunque pronto empezó a criticar sus teorías. Junto con el profesor de teología Bruno Bauer que era ateo declarado y otros compañeros de estudios, fundó el Club de Doctores en el que se agruparon los jóvenes hegelianos de izquierdas. La influencia de estas amistades, así como la del pensamiento de Ludwig Feuerbach, otro teólogo que se volvió ateo, causaron un profundo impacto en la evolución espiritual del joven Marx. En una carta de aquella época escrita por un amigo algo mayor que él, Moses Hess, y dirigida a otro compañero de la Universidad de Bonn, se hablaba de Karl en estos términos:

"Dispónte a conocer al mayor, y quizá al único filósofo vivo verdadero… Dr. Marx, tal es el nombre de mi ídolo, hombre todavía muy joven (rondará los 24 años) que le asestará el golpe de gracia a la religión y política medievales. Reúne en su persona la más profunda seriedad filosófica y la más incisiva ironía; imagínate a Rousseau, Voltaire, Holbach, Lessing, Heine y Hegel juntos en una persona —y digo juntos, no revueltos— y tendrás al Dr. Marx." (Blumenberg, 1984: 61).

Pasada la etapa humanista y decepcionado del conservadurismo de la universidad que le había cerrado las puertas del mundo de la docencia, al denegarle el acceso a una cátedra, Marx optó por dedicarse al periodismo y a la política. El altavoz para sus ideas fue un periódico de tendencia hegeliana, socialista y liberal que se editaba en Colonia, la Gaceta Renana (Rheinische Zeitung), y que estaba patrocinado por un grupo de ciudadanos acomodados. Los artículos de Marx pronto llamaron la atención y esto le convirtió en redactor jefe. Escribió acerca de la opresión política, social y religiosa que padecía el proletariado de la época, pero en unos términos de denuncia radical que motivaron la reacción inmediata del gobierno prusiano. Fue perseguido por la censura y obligado a abandonar el país. Antes de hacerlo contrajo matrimonio en Kreuznach con Jenny Westphalen, una muchacha hermosa y alegre que era cuatro años mayor que él y provenía de una aristocrática familia prusiana que no era de origen judío.

Erich Fromm escribió de ellos. "Era un matrimonio en que, a pesar de las diferencias de origen, a pesar de una vida continua de pobreza material y de enfermedades, existió un amor y una felicidad mutua inconmovibles" (Fromm, 1962: 90). Ambos se refugiaron en París en otoño de 1843 y allí tuvieron la oportunidad de conocer a pensadores anarquistas como Bakunin y Proudhon y, especialmente, al hijo de un empresario textil de Manchester que llegaría a ser la gran amistad de su vida, Frederic Engels. Juntos escribieron varias obras y dirigieron la lucha de los obreros durante mucho tiempo. Gracias a las aportaciones económicas que Engels le suministraba periódicamente, Marx pudo sobrevivir y dedicarse a su obra.

En París entró en contacto con los obreros y fue donde Marx se hizo verdaderamente socialista y comunista. Allí descubrió las enormes posibilidades que podía tener un movimiento de trabajadores organizado y allí se convirtió en el teórico del proletariado. Quince meses después de la llegada a París y como consecuencia de sus actividades revolucionarias fue acusado de conspirador y expulsado de Francia por el ministro de justicia, Guizot. A ello contribuyeron también las presiones continuas del gobierno prusiano. Se inició entonces una larga peregrinación que le condujo a vivir y seguir con su lucha obrera en ciudades como Bruselas, Colonia y Londres. Durante esta época fundó, en colaboración con Engels y otros compañeros, la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) y defendió el centralismo de esta organización frente a radicales anarquistas como Bakunin.

El anarquismo rechazaba al comunismo porque éste pretendía concentrar todo el poder en el Estado y ponía en sus manos toda la propiedad, mientras que Bakunin y sus partidarios deseaban abolir el Estado cuanto antes, porque según ellos esclavizaba y humillaba a las personas. Marx creía que la abolición del Estado tendría lugar cuando hubieran desaparecido las diferencias entre las clases sociales, pero Bakunin sostenía que tal abolición debía ser el inicio de la revolución y no el final. De manera que la ruptura entre ambos fue inevitable.

La fama de arrogante y autoritario que tenía Marx se debía a que en sus escritos empleaba siempre un estilo sarcástico, era un luchador con mucha agresividad y no sabía tolerar el disimulo ni el engaño en cuestiones relacionadas con los problemas de la existencia humana. Su tono al hablar era cortante y áspero, su intransigencia le descalificaba para ser dirigente de partido ya que le faltaba el requisito principal de saber tratar a la gente. En una época en que la miseria de los obreros se atribuía simplemente a su carencia de virtudes morales, Marx se rebelaba y denunciaba vivamente:

"El pícaro, el sinvergüenza, el pordiosero, el parado, el hombre de trabajo hambriento, miserable y delincuente son figuras que no existen para ella (la Economía Política del capital), sino solamente para otros ojos; para los ojos del médico, del juez, del sepulturero, del alguacil de pobres, etc.; son fantasmas que quedan fuera de su reino. Por eso para ella las necesidades del trabajador se reducen solamente a la necesidad de mantenerlo durante el trabajo de manera que no se extinga la raza de los trabajadores." (Marx, 1999a: 124).

A partir del año 1849 Marx empezó a sufrir todo tipo de contrariedades de carácter físico, económico y familiar. Contrajo enfermedades del hígado y de la vesícula, así como fuertes neuralgias y dolores reumáticos, que ya no le abandonarían nunca más. A pesar de haber trabajado toda su vida en el periodismo, jamás ganó lo suficiente para mantener dignamente a su familia, llegando a pasar décadas enteras de auténtica miseria económica. Fue desahuciado de su casa en Londres y sus propiedades fueron confiscadas. Allí murieron también dos de sus cuatro hijos y su esposa Jenny padeció varias crisis nerviosas. Por si todo esto no fuera poco, una relación extramarital vino a perturbar la vida matrimonial. Marx tuvo un hijo con Helene Demuth al que nunca quiso reconocer por miedo a que su esposa, que era muy celosa, le pidiese la separación.

Este hecho supuso una herida silenciada que ensombreció los últimos años de la vida de Marx. "Pero no se hablaba del asunto, en parte porque el hecho les parecía escandaloso a la luz de la moral burguesa imperante en la época, y en parte porque no se ajustaba a los rasgos heroicos e idílicos propios de un ídolo de las masas. Se borraron, pues, todas las huellas de ese hijo, y sólo la casualidad preservó de la destrucción una carta de Louise Freyberger–Kautsky dirigida a August Bebel que aclaraba el asunto" (Blumenberg, 1984: 139). De las tres hijas que tuvo el matrimonio Marx dos se quitaron la vida, la primera, Jenny, lo hizo dos meses antes de la muerte de su padre, mientras que Laura, la segunda, se suicidó también veintiocho años después, en 1911.

En la etapa de Londres Marx escribió sus obras económicas más importantes y colaboró, mediante cartas y artículos, en los acontecimientos de la Comuna de París, difundiendo así entre la clase obrera europea la importante lucha social que se estaba llevando a cabo allí. En alguna ocasión, cuando sus ideas eran malinterpretadas protestaba enérgicamente y decía en tono irónico: "Yo, desde luego, no soy marxista". Después de la muerte de su esposa, ocurrida el 2 de diciembre de 1881, Marx viajó a Francia, Argel y Suiza pero su fuerzas empezaron a debilitarse paulatinamente. Al regreso de este viaje se le oyó decir: "¡Qué inútil y vano es este querido camino de la vida!" El 14 de marzo de 1883, cuando tenía 65 años de edad, Marx falleció en Londres apesadumbrado por el reciente suicidio de su hija Jenny y como consecuencia de una grave tuberculosis. La obra de su vida que llevaba redactando desde hacía veinte años, El Capital, quedó esbozada pero inacabada y ocupó durante generaciones a los investigadores especializados.

¿De qué fuentes bebió Marx?

Como ya se indicó en su momento, las ideas evolucionistas de Darwin influyeron en el pensamiento de Marx, según se desprende claramente de una carta personal dirigida por éste a Lasalle y fechada del 16 de enero de 1861:

"El libro de Darwin es muy importante y en ciencias naturales me sirve de base para la lucha de clases en la historia. Desde luego que uno tiene que aguantar el crudo método inglés de exposición. A pesar de todas las deficiencias, no sólo se da aquí por primera vez el golpe de gracia a la "teleología" en las ciencias naturales, sino que también se explica empíricamente su significado racional" (Jerez, 1994: 57).

Sin embargo, las raíces del pensamiento de Marx hay que buscarlas fundamentalmente en el método dialéctico de Hegel y en el ateísmo materialista de Feuerbach. No obstante, entre estos dos filósofos existen profundas diferencias ya que si el idealismo hegeliano afirma que el mundo real es el producto del mundo ideal, Feuerbach no admite más realidad que la naturaleza y cree que el mundo ideal de Hegel es pura ilusión, una mera construcción de la mente humana. La doctrina hegeliana conduce inevitablemente a la conclusión teológica de que la naturaleza ha sido creada por Dios, pero la filosofía de Feuerbach, por el contrario, asume que el mundo natural es todo lo que existe y que el hombre, uno de sus muchos productos, sólo es una especie biológica más. De modo que Dios resulta ser únicamente una construcción fantástica de la imaginación humana. Son los hombres quienes crean a los dioses y no al revés. Cuanto más pobre es el hombre, cuanto más despojado está de bienes materiales, tanto más rico es su Dios.

OBRAS DE MARX


1841


Diferencias entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro.


1842–1843


En defensa de la libertad: Los artículos de la Gaceta Renana.


1843a


Para la crítica de la filosofía del estado, de Hegel.


1843b


Sobre la cuestión judía.


1844a


"Crítica de la filosofía del derecho de Hegel: Introducción" en Anales franco–alemanes.


1844b


Manuscritos económico–filosóficos.


1845a


La sagrada familia.


1845b


Once tesis sobre Feuerbach.


1845–1846


La ideología alemana (en colaboración con Engels).


1847


La miseria de la filosofía.


1848


El Manifiesto del Partido Comunista (en colaboración con Engels).


1850


"Las luchas de clases en Francia 1848–1850" en Obras escogidas.


1852


"El 18 Brumario de Luis Bonaparte" en Obras escogidas.


1854–1858


Escritos sobre España.


1857–1858


Elementos fundamentales para la crítica de la economía política.


1859


Contribución a la crítica de la economía política.


1862–1863


Teorías sobre la plusvalía.


1867


El Capital (tomo I).


1871


"La Guerra Civil en Francia" en Obras escogidas.


1875


"Crítica del programa de Gotha" en Obras escogidas.


1867–1879


El Capital (tomos II y III).



 

Marx defiende el materialismo de Feuerbach frente al idealismo de Hegel pero afirma, a la vez, que la dialéctica hegeliana es la base de toda dialéctica, una vez que se la ha depurado de su forma mística. "Soy hegeliano pero la revés" dice Marx. Por tanto, la interpretación materialista de la historia es, en su opinión, el "materialismo dialéctico", del que se deduce que la historia de la especie humana es sólo una etapa más de la historia natural. Marx escribe que "el hombre hace la religión, la religión no hace el hombre. […] La religión es la queja de la criatura en pena, el sentimiento de un mundo sin corazón y el espíritu de un estado de cosas embrutecido. Es el opio del pueblo" (Marx & Engels, 1974: 94). Conviene pues superar estas circunstancias alienantes en las que surge la religión y mejorar la vida de los hombres mediante la revolución. Marx aceptó la visión atea que tenía Feuerbach pero, al mismo tiempo, le acusó de no prestar suficiente atención a las causas sociales que originaban la religión. Lo que había que hacer, según él, era eliminar esas causas alienantes y entonces la religión desaparecería por si sola.

El problema de la alienación humana

El Manifiesto comunista escrito entre Marx y Engels comienza con las siguientes frases: "Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para acosar a ese fantasma: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes". ¿Por qué casi todo el mundo parecía temer a ese fantasma? ¿dónde estaba el hipocentro de aquél terremoto que tambaleó los cimientos de la antigua Europa? La primera onda sísmica hay que buscarla en el concepto de alienación humana que Marx tomó prestado de Hegel. La palabra alienación proviene del latín alienus y significa: "sentirse ajeno o extraño", "sentirse otro". Hegel a su vez sacó este término del Derecho y lo utilizó para referirse a la persona que ha perdido sus derechos, que ha sido expropiada y, por tanto, está "alienada". También en psiquiatría se puede decir, por ejemplo, que un demente está alienado porque no sabe quién es, porque ha perdido su propia identidad y adopta una actitud distinta a la que en él resultaría natural.

Pues bien, Marx aplicó este mismo concepto de alienación al mundo laboral, señalando que el obrero se aliena cuando su trabajo deja de pertenecerle, cuando se vende para conseguir un sueldo humillante. Aquellas tareas en las que el trabajador no es más que una pieza de un complicado engranaje, dejan de ser creativas y de realizar al obrero para convertirlo en apéndice de la máquina, en un trozo de carne pegado a una herramienta mecánica. Ante las miserables condiciones laborales que se daban en tantas industrias de la época, en las que se obligaba a trabajar jornadas de hasta quince y dieciséis horas, no sólo a hombres y mujeres sino también a niños de tan sólo siete años, Marx levanta su voz crítica para decir que aquello no era progreso sino esclavitud; que aquél no era el verdadero mundo del trabajador y que por eso éste se sentía ajeno a él.

En esas condiciones el obrero se volvía extraño a sí mismo, ya no se podía reconocer en su actividad y en sus obras. Tal sería, para el marxismo, la primera o la más importante de todas las alienaciones, la económica que conduciría hacia todas las demás: alienación ideológica, política, jurídica, religiosa, etc. Según Marx, los hombres estaban alienados en el régimen capitalista porque habían creado organizaciones colectivas tan grandes en las que se habían perdido. La propiedad privada de los medios de producción y la anarquía del mercado constituían las dos principales fuentes de alienación, pero no sólo para los trabajadores sino también para los propios empresarios que se convertían así también en esclavos de la competencia.

La noción del inconsciente social

Marx llegó a la conclusión de que toda la sociedad estaba montada sobre un impresionante malentendido. Aquello que enseñaban los economistas de la época no tenía absolutamente nada que ver con lo que ocurría de verdad. La apariencia de la sociedad no era su realidad. El mundo de la modernidad, justo e igualitario, que pregonaban los teóricos del liberalismo, no era en la práctica más que la explotación sistemática del trabajador por parte del capital. Lo que en verdad provocaba el desarrollo de la sociedad burguesa era algo que se ocultaba a los hombres. Fuerzas que actuaban bajo mano y permanecían escondidas a la mayoría de los individuos. Sólo los perspicaces eran capaces de intuirlas y descubrirlas. Fenómenos como la política, que en el fondo era el engaño de los pocos; la religión, el triste consuelo de los muchos; la familia o la explotación a pequeña escala del sistema de clases; la ciencia, base técnica del poder económico o, en fin, el arte que hace creer a la gente que el mundo es un lugar bello y pacífico. Toda la realidad social no era más que pura apariencia. Marx llamó a esta situación de ignorancia generalizada, el "inconsciente social" y la hizo responsable del incremento de las desigualdades en el seno de la sociedad. El sociólogo Paul Claval resalta también el valor de esta teoría:

"La noción de inconsciente se vuelve indispensable para explicar la mayor parte de las situaciones y constituye, para las ciencias sociales, un progreso indiscutible. Gracias a ella, es posible ir más allá de las interpretaciones, ingenuas o interesadas, que los protagonistas de la vida social tienden a dar de sus acciones y de las reglas vigentes de su mundo." (Claval, 1991:175).

Sin embargo, Marx, después de llegar a esta conclusión del inconsciente social, no actúa como cabría esperar. No empieza su estudio a partir de los hechos visibles de la sociedad para continuarlo con aquellos otros desconocidos y que pasan desapercibidos a la mayoría de las personas, sino que se niega a aplicar el sentido común. En vez de estudiar el mundo real, prefiere basar su interpretación en el estudio de lo que no se ve, en el mundo de las intuiciones, las ideas y los conceptos, renunciando así a cualquier recurso a la experimentación o a las pruebas demostrativas. La debilidad principal de la visión sociológica de Marx es precisamente ésta, considerar que el análisis de la vida en sociedad sólo se puede hacer de forma teórica.

La historia de la humanidad ¿Es la historia de la lucha de clases?

Tanto para Marx como para su amigo Engels la respuesta a esta pregunta es evidente y absolutamente afirmativa. En el Manifiesto comunista escriben:

"En la antigua Roma hallamos patricios, caballeros, plebeyos y esclavos: en la Edad Media, señores feudales, vasallos, maestros, oficiales y siervos, y, además, en casi todas estas clases todavía encontramos gradaciones especiales.

La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la sociedad feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Únicamente ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas formas de lucha por otras nuevas. Nuestra época, la época de la burguesía, se distingue, sin embargo, por haber simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado." (Marx & Engels, 1997: 22).

La clase social es entendida así como un conjunto de personas unidas por unas determinadas condiciones económicas y sociales que se identifican entre sí, que poseen una conciencia de clase ya que comparten sentimientos, necesidades, problemas y maneras de pensar. De ahí que el interés principal de la clase dominante sea siempre perpetuar su dominio, mientras que para el proletariado, el interés de clase sería destruir el modo de producción capitalista. Estos intereses antagónicos son los que conducirían a la inevitable lucha de clases, al eterno conflicto entre los que tienen y los que no tienen.

Por tanto, los seres humanos ya no se diferenciarían por la raza o la nacionalidad sino sobre todo por la clase social a la que pertenecen. Según esta concepción materialista de la historia, el motor del cambio en las sociedades no está constituido por las ideas o los valores de las personas sino por las influencias económicas, por las peleas clasistas entre los ricos y los pobres. No obstante, el número de clases sociales que aparece en los trabajos de Marx es un tanto desconcertante. Unas veces se refiere a tres, como en El Capital: terratenientes, empresarios y obreros; otras habla de dos, como en el Manifiesto comunista: patronos y proletarios; e incluso en determinadas ocasiones enumera hasta siete u ocho, como en El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Según palabras del catedrático de sociología, Juan González–Anleo:

"En definitiva, la llamada teoría marxista de las clases no está bien definida, es una pluralidad de teorías con un principio común: la lucha de clases. Los criterios de distinción, y por tanto el número mismo de las clases, varían según la intención de Marx, hombre polivalente que escribía en clave económica, político–dialéctica o histórica, según la ocasión." (González–Anleo, 1994: 173).

De cualquier manera, Marx abrigaba la esperanza de que las clases intermedias existentes entre capitalistas y proletarios, tales como las de los artesanos, pequeños burgueses, comerciantes y campesinos, se agruparían sólo en las dos primeras cuando llegara la revolución proletaria. En ese momento todos tendrían que decidirse por los trabajadores o por los empresarios, ya que sólo habría dos bandos. Por lo tanto, la única posibilidad que le quedaba al proletariado para liberarse de la opresión impuesta por el capital era acabar con la sociedad de clases. Lo cual implicaba abolir la propiedad privada de los medios de producción mediante la instauración del comunismo. Pero para acabar con el poder del capitalismo era necesario empuñar las armas ya que "la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios" (Marx & Engels, 1997: 30).

La burguesía había producido sus propios sepultureros, esos trabajadores que ya no tenían nada que perder, sólo sus propias cadenas. Su misión era destruir todo aquello que durante mucho tiempo había venido asegurando la propiedad privada existente, ya que en el futuro la burguesía sería incompatible con la sociedad y su hundimiento, frente a la victoria del proletariado, iba a ser absolutamente inevitable. El objetivo inmediato del comunismo era constituir a los trabajadores en la clase que conquistara el poder político y redimiera a la sociedad. Tal es el gran mito marxista de la redención proletaria.

Sin embargo, ante la cuestión acerca de si la lucha de clases es el único motor del cambio social, como pensaba Marx, quedan abiertas otras posibilidades. ¿Acaso la lucha pacífica por la justicia y por la verdad de los hombres de buena voluntad no ha movido también la historia? Los principios cristianos del amor al prójimo, al débil y al enfermo ¿no han logrado mejorar las condiciones humanas en los dos últimos milenios? El desarrollo científico y técnico iniciado por hombres que procuraban leer el gran libro de la naturaleza como la "otra" revelación de Dios, ¿no ha impulsado el desarrollo de la humanidad? Es verdad que bajo el pretexto de lo religioso se han cometido muchas injusticias y auténticas atrocidades a lo largo de la historia, pero esto no resta importancia a los progresos sociales alcanzados a partir de la verdad revelada. No es posible negar la continua agresión ambiental contra el planeta, causada por los excesos egoístas de la actual tecnología industrial, sin embargo tampoco se puede obviar la realidad de los avances científicos en la lucha contra la enfermedad y en otras esferas del bienestar humano. Es evidente que no toda evolución social es imputable a la lucha de clases sino que en la historia de la humanidad intervienen también otros importantes factores.

El concepto de clase social usado por Marx hunde sus raíces en el individualismo humanista. Si lo único capaz de mover la sociedad es el interés económico y material de los individuos, si la causa real del desarrollo social es solamente el egoísmo de los ciudadanos, entonces ¿qué ocurre con la idea de comunidad? "Si la historia entera de la sociedad no es nada más que la historia de la lucha de clases, entonces no hay ningún espacio en tal sociedad para una verdadera comunidad" (Dooyeweerd, 1998: 211). Si cada estamento social buscara sólo su propio beneficio, ¿no habría que pensar también en el Estado, o en la clase dirigente, como en un instrumento de dominio? ¿que garantías habría para confiar en que los gobernantes buscarían ante todo el bienestar social de los ciudadanos? En la evolución de las comunidades humanas tiene que haber algo más que el puro egoísmo individualista y corporativista propuesto por la lucha de clases.

¡Proletarios de todos los países, uníos!

Karl Marx creyó haber encontrado en su concepción de la historia y en su crítica del capital, los fundamentos científicos para la liberación de la clase obrera. La emancipación de los trabajadores de todo el mundo iba a ser, según su teoría, el inicio de la emancipación de toda la humanidad. Estas ideas le llevaron a participar en la organización de la clase obrera europea así como en su revolución contra el sistema. Procuró aunar su creación teórica con su militancia práctica. Sin embargo, Marx no se hizo proletario ni tampoco sus convicciones le llevaron a renunciar a los privilegios de clase. Es verdad que pasó épocas de miseria y privaciones pero no por ser fiel a sus principios sino debido a los avatares propios de su existencia. Marx fue siempre un burgués, no un obrero. El interés por la injusticia social que sufrían los trabajadores se le despertó tardíamente.

"A principios de la década cuarenta había en Alemania —y mucho más en Francia— una ingente cantidad de literatura sobre la cuestión social. No hay indicio ninguno de que Marx se haya interesado por ella antes de pasar a vivir en Colonia. Se consideraba filósofo, pese a que "ocupaciones políticas y filosóficas de otro tipo" lo apartaban de la exposición general de la filosofía griega tardía que tenía proyectada. Defendía la "masa pobre, desposeída política y socialmente"; pero, sin embargo, es indudable que no fue la indignación sobre una injusticia social su experiencia primaria, como, por ejemplo, para Engels lo fueron los abusos sociales en Wuppertal, o para el joven Lasalle, que se indignó tanto por las persecuciones de los judíos en Damasco, en 1840, que deseó ser el libertador de los judíos y posteriormente de todo el pueblo. El nivel extraordinario del trabajo periodístico del joven Marx está más bien determinado por una agudeza antitética y una lógica dominante, basada en una educación filosófica muy profunda" (Blumenberg, 1970:67).

Sea como fuere, Marx se convirtió en el profeta teórico de la lucha obrera augurando que la revolución supondría el fin de las clases y de la sociedad capitalista. Aceptó el mito de las revoluciones de Hegel, creyendo que las revueltas sociales no eran accidentales sino que constituían la expresión de una necesidad histórica y que ocurrían en el momento oportuno, allí donde se daban las condiciones adecuadas. También compartió con Rousseau el mito de la sociedad culpable, asumiendo que la única esperanza de salvación para el mundo de su tiempo era la revolución. Si Rousseau creía que el ser humano sólo alcanzaría la felicidad después del establecimiento de un auténtico contrato social, Marx pensaba que tal felicidad vendría al final de la historia, con la dictadura del proletariado que haría desaparecer toda alienación. Ambos mitos coincidían en la crítica del mundo presente y en señalar que la salvación no podía ser individual sino colectiva, por medio de un nuevo contrato o de la revolución proletaria. Si no había pecado individual, si el hombre era bueno por naturaleza, no era necesario por tanto hablar de arrepentimiento sino de revolución.

El análisis social que realiza Marx es absolutamente radical al afirmar que la propia dinámica del sistema capitalista conducirá inevitablemente el enfrentamiento entre las clases sociales hasta sus últimas consecuencias: la aparición de la sociedad sin clases como resultado de la lucha revolucionaria. La implantación de esta nueva sociedad supondrá la ruptura más radical con las relaciones de propiedad tradicionales. Las verdades eternas que históricamente han venido presentando la religión y la moral tendrán también que ser abolidas por el comunismo. Cuando triunfe éste no podrá haber ni Patria, ni Estado, ni religión; la educación dejará de justificar los ideales burgueses del mundo capitalista; la propiedad privada que siempre ha estado en manos de unos pocos, pasará a ser propiedad común para todo el pueblo y, en fin, la familia no será nunca más un objeto para explotar o prostituir.

Marx entiende estos objetivos del comunismo como si se tratasen del resultado necesario de la doctrina "científica" del materialismo histórico. Las tres leyes "científicas" que constituyen esta doctrina son tomadas del esquema clásico de Hegel: tesis, antítesis y síntesis. Pero en la visión marxista la tesis afirma que los capitalistas se hacen cada vez más ricos; por el contrario, la antítesis, implica que los obreros tienen que trabajar también cada vez más y en peores condiciones hasta que provocan la revolución. La síntesis vendría, por último, a nivelar y redistribuir adecuadamente la riqueza.

El mito de la inevitabilidad del comunismo propuesto por Marx contempla el paso del capitalismo al comunismo mediante dos etapas. En primer lugar, después de la revolución, se instaurará un comunismo primitivo en el que toda la propiedad privada pasará a ser de la comunidad. Sin embargo, esta situación no será del agrado del pueblo porque creará malestar cuando los individuos se den cuenta de que nadie tiene lo suficiente para vivir. El comunismo auténtico sólo llegará cuando las personas vuelvan a ser ellas mismas. Cuando comprendan cuáles son sus exigencias reales y reconozcan que a cada uno hay que darle con arreglo a sus propias necesidades. Únicamente así se podrán eliminar las envidias y las peleas sociales para vivir un comunismo que sea, en verdad, la unión de individuos libres capaces de superar el egoísmo humano y de crear una sociedad sin clases.

En la segunda etapa habrá un período de transición al que Marx llama la dictadura del proletariado, seguido de otro socialista de carácter económico, en el que se abolirán por completo las clases sociales y la propiedad privada será definitivamente colectivizada. Por último, este proceso culminará con el paraíso comunista en el que no habrá ni propiedad, ni clases, ni religión, ni Estado. Y, desde luego, el detonante que provocará todo este proceso social será el grito de guerra: ¡proletarios de todos los países, uníos!

Teoría de la plusvalía

De la misma manera que Auguste Comte distinguía tres etapas para la historia humana, según la manera de pensar que tenía el hombre de cada época, también Marx propuso cuatro etapas en función del tipo de economía que predominaba en cada una de ellas. Estos cuatro modos de producción eran: el asiático, el antiguo, el feudal y el burgués. En el antiguo el trabajo lo realizaban los esclavos, en el feudal eran los siervos y en el modo burgués los obreros. La principal objeción que se ha hecho a esta clasificación es que mientras los tres últimos modos corresponden a la historia de Occidente, el primero de ellos no parece pertenecer a la misma (Aron, 1996: 180).

En efecto, el modo de producción asiático no consiste en la subordinación de los esclavos, los criados o los trabajadores a una clase social que sea dueña de los medios de producción, sino al Estado. Por tanto, su estructura social no sería la de una lucha de clases en el sentido marxista, sino más bien la de una explotación de toda la sociedad por parte de la burocracia estatal. Esta dificultad provocó interminables discusiones entre los intérpretes de Marx acerca de si existía o no unidad en tal proceso histórico de los modos de producción. De cualquier manera, los acontecimientos posteriores se encargaron de demostrar que en ciertos países donde había triunfado la revolución socialista, lo que ocurrió en realidad fue una sustitución de la explotación burguesa por otra explotación de Estado, según el modo de producción asiático.

Marx se refiere frecuentemente al trabajo como a un elemento de notable importancia para su teoría. El trabajo es el factor que constituye la mediación entre el hombre y la naturaleza; es el esfuerzo humano por regular su metabolismo con el mundo natural; es la expresión de la vida del individuo que puede modificar su relación con el entorno. El trabajo no es sólo un medio para lograr un fin, sino un fin en sí mismo; es la expresión significativa de la energía humana; por eso el trabajo puede ser gozado y a través de él, el hombre puede cambiarse a sí mismo. El trabajo no es un castigo para el hombre, sino el hombre mismo. Sin embargo, Marx se queja de la perversión sufrida por el trabajo en el mundo capitalista, que lo ha convertido en una tarea forzada, enajenada, carente de sentido; en algo que transforma al ser humano en una especie de "monstruo tullido" dependiente de la máquina. Esta es la peor "estupidización del obrero", aquella que lo reduce a la condición de accesorio viviente de una herramienta inteligente. En tales condiciones el trabajador queda rebajado a "la más miserable de todas las mercancías" ya que puede venderse como cualquier otro producto y su valor está sujeto a las fluctuaciones del mercado o de la competencia.

Igual que ocurre con las demás mercancías, el precio de la fuerza del trabajo en el mercado depende de su valor de cambio. Es decir, del tiempo que el obrero emplea en producir sus medios de subsistencia, necesarios para reponer la energía muscular, nerviosa, psíquica, etc., gastada frente a la máquina. El empresario tiene con sus trabajadores una mercancía preciosa ya que éstos producen un valor mayor que el necesario para reponer el desgaste físico que sufren en sus trabajos: un plusvalor. Además del trabajo necesario para recuperar fuerzas, los obreros realizan un trabajo excedente, un plustrabajo, que es el origen del beneficio que obtiene el capitalista.

En esto consiste el segundo gran "descubrimiento" de Marx, en la teoría económica del valor excedente o teoría de la plusvalía basada a su vez en la teoría del valor–trabajo de David Ricardo. Si su primer hallazgo fue "descubrir" el papel mesiánico del proletariado en el inestable sistema capitalista, su segunda revelación será ésta, la de mostrar que el capitalista paga al trabajador lo justo para subsistir, explotándolo así al quedarse con el valor producido por el obrero por encima de su remuneración. Este valor excedente es la plusvalía que enriquece al empresario. Si, por ejemplo, un trabajador produce en cinco horas un valor igual al que está contenido en su salario, pero trabaja diez horas. Lo que hace es trabajar la mitad del tiempo para sí mismo y la otra mitad para el empresario.

La plusvalía será, por tanto, la cantidad de valor producida por encima de esas cinco horas necesarias para obtener el salario del obrero. Si el capitalista entregara a sus trabajadores todo el producto del trabajo que éstos realizan, no le quedaría ningún margen de beneficios. Lo que hace, por el contrario, es robar tiempo de trabajo ajeno para obtener así su plusvalía. Este régimen injusto de usurpación se constituye en la base de la sociedad capitalista. La teoría de la plusvalía, aunque sigue defendiéndose por parte de los marxistas ortodoxos, ha sido criticada por algunos economistas partidarios de las ideas de Marx y totalmente rechazada por los no marxistas ya que, como señala Raymond Aron, "en ningún régimen es posible dar a los trabajadores la totalidad del valor que producen, porque es necesario reservar una parte para la acumulación colectiva" (1996: 235).

La religión como opio del pueblo

La famosa frase que afirma que "la religión es el opio del pueblo" está tomada en realidad, como tantas otras, de Bruno Bauer (1809–1882), amigo personal de Marx y miembro de la izquierda hegeliana. El sentido de la misma es manifestar que las religiones eran como sedantes o narcóticos que creaban una felicidad ilusoria en la sociedad; drogas que contribuían a evadir al hombre de su realidad cotidiana; prejuicios burgueses detrás de los que se ocultaban los verdaderos intereses del capitalismo. Marx combatió la religión degradada de su tiempo porque creía que alienaba al ser humano y no satisfacía sus verdaderas necesidades; pensaba que tal religión sólo servía para persuadir a los individuos de que el orden actual de la sociedad era aceptable e irremediable y, por tanto, desviaba sus deseos de justicia y felicidad del mundo humano al mundo divino.

En este sentido, la religión era la medida de la miseria terrena del hombre; la conciencia invertida del mundo porque lo concebía al revés, injusto e inhumano; algo que legitimaba las injusticias sociales del presente creando a la vez una esperanza ilusoria de justicia definitiva en el más allá. Por tanto, lo que había que hacer para superar tal alienación religiosa era cambiar las condiciones económicas y sociales por medio de la revolución y crear un paraíso en la tierra que hiciera innecesario el anhelo religioso. Pasar de la crítica de la religión a la crítica de la política. "También Marx se tiene por un segundo Lutero, pero que ya no entabla combate con los curas de fuera de él, sino con su propio cura interior, con su naturaleza clerical" (Küng, 1980: 323).

Como simpatizante de las ideas de Hegel, Marx llegó a conocer bien la obra de Friedrich Daumer (1800–1875), otro de los jóvenes hegelianos de izquierda que había publicado un libro titulado, Secretos de la antigüedad cristiana (1847). Con este trabajo absurdo y simplista se pretendía desacreditar a los cristianos primitivos afirmando que Jesús, bajo el pretexto de reformar el judaísmo, lo que hizo fue volver a las prácticas de los sacrificios humanos y al canibalismo. Daumer decía cosas como que el Maestro atraía hacia sí a los niños con el fin de sacrificarlos o que la última cena fue en realidad una comida de caníbales en la que Judas se habría negado a participar. Lo que resulta increíble es que tales ideas fueran tomadas en serio por personas cultas como eran los filósofos ateos hegelianos. El teólogo católico Henri de Lubac comenta:

"El mismo año de la aparición de los Secretos, Karl Marx, […] presenta públicamente a los ingleses la "sustancia" del pensamiento de Daumer, feliz por haber descubierto allí "el último golpe dado al cristianismo": "Daumer demuestra que los cristianos, efectivamente, han degollado a los hombres, han comido carne humana y bebido sangre humana. […] El edificio de la mentira y del prejuicio se hunde" (de Lubac, 1989, 2: 329).

Si realmente Marx estuvo dispuesto a aceptar tales afirmaciones, esto demostraría por su parte muy poco conocimiento de los principios del cristianismo y de la historia de la Iglesia primitiva. De hecho, lo que resulta evidente a través de sus escritos, es que nunca se enfrentó seriamente con la concepción bíblica de Dios, de Jesucristo y del propio ser humano. Marx pensaba que los burócratas y la psicología burocrática eran al Estado laico del capitalismo lo que los jesuitas y la psicología jesuítica fueron en su día respecto de la monarquía absoluta cristiana y la sociedad señorial moderna. Los jesuitas pretendían hablar en nombre de Dios y de los intereses espirituales de la Iglesia, así como los burócratas lo hacían en nombre del Estado y de los intereses de los ciudadanos.

Sin embargo, tanto unos como otros sólo velaban por sus propios intereses. Bajo la apariencia de altruismo y solidaridad hacia el resto de la sociedad únicamente defendían su provecho corporativista y particular (Jerez, 1994: 48). En cuanto al protestantismo, Marx llamó también la atención, mucho tiempo antes que Max Weber, acerca de la relación que existe entre éste y el capitalismo. En su opinión, el individualismo espiritual tan característico de los seguidores de la Reforma había pasado, de forma evidente, al modo de producción capitalista propio de la sociedad burguesa.

No obstante, la creencia de Marx era que la religión moriría por sí sola sin necesidad de que se la combatiera violentamente. Mediante la introducción del nuevo orden comunista, la conciencia religiosa desaparecería sencillamente porque ya no habría más necesidad de ella, pues el ser humano se realizaría a sí mismo en el reino de la libertad y la justicia. Pero si Marx pensaba que la religión se volvería superflua e iría desapareciendo poco a poco a medida que se instaurase el comunismo, alguno de sus discípulos más fervientes no estuvieron tan convencidos de ello y emplearon todos los medios a su alcance para combatirla. Lenin, por ejemplo, odiaba todo lo que tuviera que ver con el fenómeno religioso y consideraba el ateísmo como una exigencia necesaria del partido comunista. En su opinión, para ser marxista había que ser también ateo. Hans Küng se refiere a él con estas palabras:

"Ahora la religión ya no es, como para Marx, el "opio del pueblo", al que el mismo pueblo se entrega para alivio de su miseria. Es más bien […] "opio (conscientemente suministrado por los dominadores) para el pueblo": "La religión es opio para el pueblo. La religión es una especie de aguardiente espiritual, en el que los esclavos del capital ahogan su rostro humano y sus aspiraciones a un vida medio digna del hombre. Pero el esclavo que ha tomado conciencia de su esclavitud y se ha puesto en pie para luchar por su liberación, cesa ya a medias de ser esclavo. Educado por la fábrica de la gran industria e ilustrado por la vida urbana, el obrero moderno, consciente de su clase, arroja de sí con desprecio los prejuicios religiosos, deja el cielo a los curas y a los beatos burgueses y consigue con su lucha una vida mejor aquí en la tierra" (Küng, 1980: 335).

No obstante, ni el ateísmo beligerante que profesaba Lenin, ni el más moderado de Marx o el de Feuerbach, se apoyan sobre un fundamento suficientemente convincente. Es indudable que existe una influencia de lo psicológico, de lo social e incluso de lo económico sobre la religión y la idea de Dios, pero tal influencia no dice nada en absoluto acerca de la existencia o no existencia de Dios. Es verdad que el hombre puede hacer la religión pero esto no significa que también sea capaz de hacer a Dios. La elaboración de doctrinas, dogmas, rituales, himnos, oraciones y liturgias puede ser obra de los seres humanos, más o menos influidos por lo trascendente, sin embargo la divinidad misma en cuanto tal no puede ser creada por ningún humano. Si la filosofía rechaza el argumento ontológico que niega que de la idea de Dios pueda concluirse su existencia, ¿no debería negar también, por la misma razón, que de esa misma idea pueda determinarse su no existencia?

Los pensamientos que el hombre se forma acerca de Dios, las representaciones humanas de la divinidad, no demuestran que Dios sea sólo el producto del pensamiento o de la imaginación humana. El hombre es obra de Dios pero Dios no es obra del hombre. "Aun cuando se pueda demostrar […] que la imagen de Dios de una sociedad helenista, feudal o burguesa tiene una esencial determinación, un tinte, un cuño helenista, feudal o burgués, de ahí no se sigue en absoluto que esa imagen de Dios sea simple ilusión, que ese concepto de Dios sea pura proyección, que ese Dios sea una nada" (Küng, 1980: 342). Por tanto, el ateísmo marxista es una pura hipótesis sin pruebas, dogmática e incapaz de superar la fe en Dios.

Errores de Marx

La obra de Karl Marx ha tenido una notable repercusión por todo el mundo durante el siglo XX. Sus principales planteamientos han influido en otras corrientes de pensamiento como el existencialismo, el estructuralismo y en movimientos religiosos cristianos como la teología de la liberación, que será comentada más adelante. Incluso en el campo de la sociología muchos estudiosos se han visto marcados por la concepción de la lucha de clases que Marx propuso. Hasta la caída del comunismo soviético y del muro de Berlín, prácticamente la tercera parte de la población mundial vivía bajo gobiernos que se consideraban herederos y practicantes de las ideas marxistas.

El régimen comunista, concebido como organización socioeconómica que perseguía el que ninguno de sus miembros difiriera grandemente en lo que tenía, procuró implantar, en los diferentes países donde arraigó, un único partido (el comunista); expropiar toda propiedad privada y llevar a cabo una industrialización masiva. Pero si bien es verdad que el proyecto político de Marx alimentó durante décadas la conciencia obrera de la lucha de clases, también lo es que se convirtió después del triunfo de la revolución rusa, en un sistema cerrado o en una ideología de dominación y de terror. Posiblemente el propio Marx se hubiera horrorizado al ver cómo en su nombre eran masacradas y enviadas al cadalso miles de criaturas humanas. "El estado soviético liquidó durante los años treinta a un buen número de sus fundadores: nada garantiza que en nombre del marxismo no habría liquidado también a Marx de haber tenido la posibilidad física de hacerlo" (Blumenberg, 1984: 15).

Poco tiempo después, las derrotas de los movimientos obreros en Europa empezaron a influir sobre las predicciones del pensamiento marxista. Se inició así una revisión de su ideología que terminó por suprimir toda referencia a Marx de los programas políticos de muchos partidos socialistas europeos. Esta tendencia siguió aumentado hasta terminar con el hundimiento del marxismo como sistema cerrado de pensamiento. A mediados de los años setenta, el teólogo protestante Jürgen Moltmann describía la situación europea con estas palabras:

"El espíritu europeo se asemeja a un paisaje con cráteres apagados y con una capa de lava solidificada. Ideologías, utopías, perspectivas halagüeñas y proyectos ingeniosos en orden a un futuro que hay que conquistar, se han convertido en caricaturas" (Moltmann & Hurbon, 1980: 109).

¿Cuáles fueron los errores y los aciertos de Marx que llevaron a tal situación? ¿en qué se equivocó y en qué atinó su Manifiesto comunista? El pensamiento de Marx ha dado lugar a una pluralidad de interpretaciones diferentes que son el producto de los equívocos generados por su particular filosofía. El origen de tales confusiones habría que buscarlo en el tipo de análisis que se hace de la sociedad en general.

Tal análisis pretende ser sociológico pero se fundamenta sobre una filosofía de futuro, sobre la convicción de que la historia de la humanidad culminará en un régimen poscapitalista sin antagonismos. Y esto es algo completamente indemostrable. ¿Cómo es posible comprobar científicamente que los problemas de la sociedad actual se vayan a solucionar en el futuro mediante la realización del hombre total, aquél que sustituirá el modo de producción capitalista por otro mucho mejor?

a) El Estado no ha desaparecido

Marx proclamó la desaparición del Estado en una sociedad sin clases ni luchas económicas. Sin embargo, la historia posterior ha confirmado que no es posible la existencia de una sociedad moderna e industrializada carente de administración y autoridad centralizada. Si lo que se pretende es una economía planificada, no es posible que desaparezca el Estado. Tiene que haber un ente que proyecte, diseñe y vele por el cumplimiento de las directrices económicas y sociales. Tampoco parece posible el que en una sociedad humana no se den los antagonismos. Decir que la mejor idea para solucionar los conflictos de clase es hacer del proletariado la clase universal que asuma el poder y gobierne, es algo bastante utópico.

Es evidente que los millones de obreros del mundo no podrían desempeñar a la vez el poder y que deberían estar representados por un grupo de hombres o por los dirigentes del partido que ejercieran este poder en nombre de la masa popular, pero ¿acaso no constituirían éstos un Estado que cumpliría las funciones administrativas y de dirección? ¿no podrían surgir también en tal sociedad antagonismos entre el pueblo y los dirigentes? Del hecho de que no existiera la propiedad privada no es posible deducir que en tal sociedad no se dieran jamás los conflictos entre personas y grupos. El poder del Estado no puede desaparecer de la sociedad a menos que ésta deje de existir.

"El mito del decaimiento del Estado es el mito de que el Estado existe únicamente para producir y distribuir los recursos, de modo que una vez resuelto este problema ya no se necesita del Estado, es decir del mando. Este mito es doblemente engañoso. Ante todo, la gestión planificada de la economía implica un refuerzo del Estado. Y aunque la planificación no implique un refuerzo del Estado, perduraría siempre, en la sociedad moderna, un problema de mando, es decir del modo de ejercicio de la autoridad. (Aron, 1996: 241).

Ni siquiera en las sociedades comunistas se ha podido prescindir del Estado e incluso en algunas, su régimen socialista se llegó a convertir en un auténtico capitalismo de Estado. Como afirma un chiste corriente en los países del Este: "En el capitalismo impera la explotación del hombre por el hombre, mientras que en el socialismo ocurre lo contrario".

b) El capitalismo no se ha hundido

Marx estaba convencido de que el capitalismo se autodestruiría irremediablemente como consecuencia del enfurecimiento y la rebelión de los obreros del mundo. El descontento crecería entre los trabajadores hasta que estallara y provocara la destrucción del universo capitalista. Pero resulta que esto no ha sido así, sino que más bien ha acontecido todo lo contrario. En general, las condiciones laborales de los diferentes países donde impera el régimen del capital han ido mejorando y, hoy por hoy, no existen suficientes motivos para creer que tal sistema esté condenado a desaparecer, al menos en un futuro próximo.

A pesar de las crisis económicas, el capitalismo ha ido creciendo hasta convertirse en un sistema salvaje y globalizado, que se apoya en el pensamiento único del neoliberalismo, y es capaz de saltarse todas las fronteras o controles democráticos que intenten frenarlo. Ciertamente el capitalismo no se ha hundido como vaticinó Marx, pero las discriminaciones e injusticias a que está dando lugar continúan aumentando en el siglo XXI. Este sigue siendo uno de los principales retos del presente a los gobiernos de los principales países del mundo. En contra de las profecías de Marx, el régimen del capital ha tenido mucho éxito, pero también es posible "morir de éxito" si no se acierta con las medidas adecuadas para terminar con esa injusta brecha económica que separa al Norte del Sur.

c) Los nacionalismos se han incrementado

Marx y Engels escribieron en su Manifiesto comunista que: "El aislamiento nacional y los antagonismos entre los pueblos desaparecen de día en día con el desarrollo de la burguesía, la libertad de comercio y el mercado mundial, con la uniformidad de la producción industrial y las condiciones de existencia que le corresponden" (Marx & Engels, 1997: 46). Esto tampoco ha sido así, como lo demuestra la trayectoria histórica de la segunda mitad del siglo XX en Europa. A pesar de que el comercio y la comunicación han convertido el mapamundi terráqueo en una especie de "aldea global", según la famosa expresión del sociólogo McLuhan, el ser humano continúa siendo un lobo para el hombre. La reivindicación violenta de los nacionalismos y de las diferencias étnicas, lingüísticas o religiosas sigue latiendo en lo más hondo del alma humana. El antagonismo entre vecinos prosigue estando a la orden del día por todo el mundo y continúa, por ejemplo, tiñendo de rojo los ríos de la vieja Europa.

d) El nivel de vida de los obreros se ha elevado

En los países occidentales no ha ocurrido lo que Marx previó acerca de que los obreros se irían convirtiendo en indigentes. Durante estos últimos 150 años no se ha producido en los regímenes capitalistas la tan temida pauperización de los trabajadores, sino la progresiva elevación de su nivel de vida. La hipótesis de Ricardo que Marx tomó prestada y que afirmaba que al elevarse el salario de los obreros aumentaba también la tasa de natalidad, creándose así después un excedente de mano de obra que era imposible de emplear y un consiguiente empobrecimiento del proletariado, no se ha visto confirmada en la realidad. Es más, incluso hasta los partidos políticos proletarios han dejado de existir.

e) Los proletarios del mundo nunca se unieron

Marx se equivocó también al augurar la unión indisoluble de la clase obrera universal. Su pensamiento apostó por esa masa creciente de trabajadores que llevaría a cabo la revolución y daría lugar a un tipo más humano de sociedad; un mundo centrado sobre todo en torno a un concepto de trabajo digno y en el que el obrero se viera realizado como persona. No obstante, lo que ha ocurrido es que la clase trabajadora, lejos de convertirse en el grupo más numeroso de la sociedad, capaz de llevar a cabo la revolución, ha ido disminuyendo poco a poco. Los operarios de cuello azul han ido dejando paso a los ejecutivos con corbata o a los funcionarios especializados y aquéllos son ahora una minoría dentro de la población trabajadora. La posibilidad de que los obreros se puedan hacer con el control de las empresas o con el poder del Estado es hoy tan remota que ningún sociólogo se atrevería a mantenerla.

f) La formación multidisciplinaria del obrero es inviable

Marx concibió al hombre universalizado de la futura sociedad comunista como un obrero no especializado. El hombre total sería aquel que no estaría mutilado por la división del trabajo; el que no habría sido formado únicamente para desempeñar durante toda su vida un oficio dado, sino que poseería una formación de carácter politécnico que le habría preparado para realizar múltiples tareas diferentes. En La ideología alemana Marx escribió las siguientes palabras:

"Desde el momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada uno tiene una esfera de actividad exclusiva y determinada, que se le impone y de la cual no puede salir; es cazador, pescador o pastor o crítico, y debe quedarse en ello si no quiere perder sus medios de existencia; pero en la sociedad comunista, donde cada uno tiene una esfera de actividad exclusiva, y por el contrario puede perfeccionarse en la rama que le plazca, la sociedad reglamenta la producción general y le permite así hacer hoy tal cosa, mañana tal otra, cazar por la mañana, pescar por la tarde, practicar la cría de ganado al atardecer, escribir críticas después de la comida, todo según su voluntad, sin llegar a ser jamás cazador, pescador o crítico" (Aron, 1996: 206).

Actualmente estas ideas del joven Marx resultan tan románticas como inviables en la práctica ya que no se entiende como podría funcionar una sociedad industrializada sin obreros especializados, que además estuvieran formados en muchas profesiones diferentes. Esta contradicción revela también otra quizá más profunda que se da también en sus escritos, se trata del sentido del trabajo. La actividad laboral ¿realiza o aliena? Marx parece decantarse en ciertas ocasiones por una concepción de la actividad laboral como realizadora del ser humano. El obrero realizaría su humanidad en el trabajo en la medida en que éste fuera libre y no estuviera especializado. Sin embargo, en otros escritos parece afirmar que el hombre sólo podría realizarse y ser verdaderamente libre al margen del mundo laboral, cuando dispusiera de tiempo suficiente para hacer algo más que trabajar.

g) La religión no ha desaparecido

Muchos de los análisis que hizo Marx sobre la sociedad de su tiempo fueron acertados, sin embargo por lo que respecta a las predicciones sobre la evolución social del futuro, hay que reconocer que la mayoría no se han cumplido. Esto se comprueba de manera especial con el tema de las religiones. La utópica idea que suponía el advenimiento de una sociedad poscapitalista en la que hubiera desaparecido la propiedad privada así como el antagonismo de clase y también la religión, no ha ocurrido por lo menos hasta el presente. Más que una predicción "científica" era quizás un deseo de su propio autor. Lo cierto es que hoy el sentimiento religioso subsiste todavía y, en general, ya no se le considera como el opio del pueblo.

Sin embargo, lo paradójico es que en algunos rincones de este mundo se descubre que, después de muchos años de ideología marxista, la revolución no ha conseguido sus propósitos iniciales sino que se ha convertido a su vez en un auténtico opio para el pueblo. La represión sufrida durante años por la religión en los regímenes ateos no ha conseguido extinguirla sino todo lo contrario, cuando las condiciones lo permitieron, ésta se volvió a manifestar con fuerza. A pesar de haberla dado tantas veces por muerta, la religión sigue viva. Es como si el deseo de lo trascendente que hay en el alma humana no pudiera ser extinguido.

h) La revolución violenta no es inevitable

Marx estaba convencido de que el modo de vida y la situación económica de los trabajadores no podría mejorarse sin una revolución social violenta. No reparó en las posibilidades pacíficas del sindicalismo, ni en la mejora de las condiciones de trabajo como consecuencia del desarrollo tecnológico, ni en la seguridad social que podría proporcionar el Estado. Su mito para redimir a la clase proletaria se sustentaba exclusivamente en el uso de la violencia. La última página del Manifiesto comunista especifica claramente: "Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente" (Marx & Engels, 1997: 69). Sin embargo, el análisis de la historia revela que la violencia casi nunca ha podido resolver los problemas humanos, sino que más bien los ha incrementado generando resentimiento y más odio. La experiencia confirma que para conseguir la paz es mucho más eficaz el diálogo y la voluntad de entendimiento que la lucha armada. La mejor revolución para cambiar la historia es siempre la del corazón.

Aportaciones del marxismo

Quizá el planteamiento de la lucha de clases entre esas dos entidades sociales tan polarizadas, proletarios y capitalistas, que hizo Marx en su momento, pueda resultar hoy excesivamente simplista. No obstante, es indudable que el panorama global actual continúa siendo, a pesar de las ventajas que pueda tener la mundialización, el de una minoría rica y dominante (Primer Mundo) y el de una gran mayoría pobre, oprimida por el peso del hambre, la miseria y la deuda externa (Tercer y Cuarto Mundo).

Marx se equivocó en muchas cosas, como se acaba de ver, pero algunas de las injusticias sociales que denunció continúan afectando negativamente al mundo del siglo XXI. Asuntos como la concentración del poder económico sin control democrático; la desaparición de los valores humanos como consecuencia del aumento del espíritu de lucro; la deshumanización del trabajo que persiste provocando frustración, impotencia y resignación; la crisis de insatisfacción humana o el sinsentido de la vida que genera la propia civilización capitalista, así como la contradicción entre el desarrollo tecnológico y la protección del ser humano y de la naturaleza, siguen siendo asignaturas pendientes para este tercer milenio.

Una vez caído el muro de Berlín y demolido el sistema de la antigua URSS, el fantasma del comunismo se ha desvanecido casi por completo (aunque no conviene olvidar a China). Tal es así que en el momento actual parece ilusorio e incluso anacrónico intentar vincular la idea de democracia con un sistema económico diferente al capitalista. Probablemente en esta aldea global la batalla del socialismo revolucionario, al estilo de las consignas propuestas en el Manifiesto por Marx y Engels, esté del todo perdida. Sin embargo, esto no quiere decir que los focos de conflictividad y de insatisfacción social se hayan erradicado por completo o que nunca más vaya a haber rebelión contra la injusticia económica. Ningún sociólogo es capaz de prever con suficiente garantía lo que puede deparar el futuro en este sentido. Pero lo que resulta evidente es que la férrea lógica de cargar sobre las espaldas de los más débiles la parte más pesada del proceso globalizador es algo inhumano que no puede mantenerse indefinidamente.

Hay que dar una solución planetaria a la contradicción entre esta lógica del mercado y esa otra lógica de la fraternidad humana. No es posible aceptar impasibles la teoría de que el mundo progresa bien porque la economía del Norte crece sin parar, cuando se está prescindiendo conscientemente de millones de seres humanos del Sur, simplemente porque no son rentables desde el punto de vista económico. ¿Qué responsabilidad tienen las iglesias cristianas en esta situación mundial? Es posible que las inquietudes éticas que tuvo Marx en su tiempo y todas sus propuestas revolucionarias no se hubieran producido si el cristianismo del momento hubiera sabido poner en práctica la solidaridad y la justicia social que pregona el Evangelio. El reto para los cristianos del siglo XXI será, por tanto, exigir a todos los gobernantes del mundo que acierten a regular la economía internacional para terminar cuanto antes con la pobreza de la mayor parte de la humanidad y para poner fin a la explotación del hombre por el hombre.

Teología de la liberación

Las ideas marxistas se encuentran desacreditadas actualmente como teoría política en casi todo el mundo. Sin embargo, el neomarxismo continúa vivo en varios movimientos actuales de liberación. Simplemente que el concepto de proletariado ha sido sustituido por el de la mujer, los homosexuales o cualquier grupo étnico oprimido que reivindique sus derechos (Colson, 1999). Además de esto, el pensamiento de Marx ha influido también en la religión. Sus ideas fueron analizadas en los 60 por ciertos teólogos cristianos y dieron lugar a la famosa "teología de la liberación" que se extendió casi por todo el mundo. En América Latina se inició mediante la labor de hombres como Gustavo Gutiérrez, José Míguez Bonino, Rubem Alves, Leonardo Boff, José Severino Croatto, José Porfirio Miranda, Hugo Assmann y Juan Luis Segundo; entre la población negra de Sudáfrica fue promovida por líderes como Desmond Tutu; algunos negros norteamericanos la aceptaron a través de James Cone e incluso existe una teología de la liberación feminista que tiene también sus raíces en el movimiento latinoamericano.

A pesar de que habitualmente se cree que la teología de la liberación es un movimiento de origen católico surgido en la ciudad colombiana de Medellín, en el año 1968 y en el seno del Consejo General del Episcopado Latinoamericano (CELAM II), lo cierto es que ocho años antes de tal fecha ya había nacido entre teólogos protestantes pertenecientes al movimiento, Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL) (Hundley, 1990). La finalidad principal de estos pensadores fue centrarse en el problema de la responsabilidad social del cristiano. El misionero presbiteriano Richard Shaull, que llegó a Colombia en 1942 y nueve años después se trasladó al Brasil para ejercer como profesor del Seminario Presbiteriano de Campinas, fue uno de los primeros en entender la revolución como la única solución a los problemas sociales de Latinoamérica. En 1961 realizó una gira por Brasil y Argentina junto a su amigo, Paul Lehmann, quien dictó conferencias acerca de cómo Dios podía utilizar la revolución marxista para humanizar los pueblos latinoamericanos. Estas ideas que unían el cristianismo con el marxismo para lograr una meta común, constituyeron el principal argumento de la teología de la liberación.

Tres años después, en 1964, un discípulo de Shaull llamado Rubem Alves escribió un artículo titulado, "Injusticia y rebelión" para la revista Cristianismo y Sociedad, que era el medio oficial de ISAL. En este trabajo se sentaban las bases principales de lo que Alves bautizó como la "teología de la liberación". Tales dogmas afirmaban que la pobreza de los países del Sur se perpetuaba por culpa de las naciones del Norte, que se enriquecían explotando a los países pobres; este grave problema era lo que Marx había llamado la lucha de clases entre proletarios y capitalistas; por tanto, el marxismo debía unirse al cristianismo para alcanzar la meta común, la liberación de la humanidad oprimida; Dios no se revelaba en las Escrituras sino en cada momento de la historia y, en el tiempo presente, obraba a través de la revolución marxista para establecer su reino en América Latina; de ahí que la Iglesia tuviera la obligación moral de colaborar y unirse al movimiento liberacionista para realizar dicha revolución. Estos principios constituyeron el germen de la teología de la liberación que brotaría con fuerza, después de la colaboración mutua entre teólogos protestantes y católicos, en la conferencia del CELAM II de 1968 en Medellín. A partir de ahí, y a pesar de la importante oposición que se generó, el movimiento se extendió por todos los continentes.

La crítica que realiza la teología de la liberación al cristianismo tradicional está, como se verá, plenamente justificada en varios aspectos. Igual que las iglesias cristianas institucionales practicaban en los días de Marx una religiosidad vacía que sólo parecía servir para adormecer la conciencia del pueblo y evadirlo de la realidad cotidiana, también durante los siglos XX y XXI el pecado de la insensibilidad social y de la alianza con los poderes humanos se ha alojado en determinados rincones de la Iglesia universal. Hay que reconocer que en demasiadas ocasiones la teología, adoptando las formas del pensamiento griego, ha intentado espiritualizar la fe cristiana enseñando que el cuerpo es malo y alma buena; que de lo físico y material no vale la pena ocuparse porque sólo lo espiritual perdurará. Se ha forjado así una doctrina contraria a la Palabra de Dios; una teología errónea que no ha sabido tener en cuenta que el Nuevo Testamento apuesta claramente por la esperanza de la resurrección de la persona completa, por la redención tanto del cuerpo físico como de la imagen divina que hay en el ser humano.

También la crítica que hace la teología de la liberación al individualismo característico del mundo protestante resulta del todo pertinente. Es bueno tener una relación personal con Dios a través de Jesucristo; es más, incluso es imprescindible tenerla si se quiere crecer como creyentes. Pero si tal relación individual provoca indirectamente el olvido del hermano, entonces se convierte en un comportamiento equivocado. La relación vertical con Dios no debe anular o despreciar las relaciones horizontales con los hermanos.

El egoísmo y la arrogancia religiosa fueron abiertamente denunciados por Cristo mediante la parábola del fariseo y el publicano. No es posible estar en paz con Dios, cuando a la vez se mantiene una guerra silenciosa de indiferencia hacia los problemas del prójimo que se tiene al lado. Cuando la propia salvación personal es lo único que importa, por encima del bienestar material y espiritual del hermano, es que no se ha entendido que amar a Dios pasa por amar al compañero, al pobre, al enfermo y al hambriento. Según el Evangelio, ofrecer alimento al que tiene hambre o dar agua al sediento, es una de las mejores demostraciones de que se ama de verdad a Dios. El individualismo religioso que se desprende de aquella primitiva pregunta: "¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?", es absolutamente incompatible con el amor al prójimo predicado por Jesucristo.

El movimiento de la liberación puso de manifiesto este importante descuido de muchas iglesias cristianas, la falta de ministerio social. Quizá el "evangelio social" practicado en el pasado por algunas comunidades religiosas, se equivocó al considerar que la vida cristiana consistía exclusivamente en solucionar las necesidades económicas de los menesterosos. Sin embargo, como reacción a esta actitud, algunas iglesias evangélicas se colocaron en el extremo opuesto y dejaron de practicar un ministerio social adecuado.

Ambos comportamientos erraron el blanco ya que si bien es verdad que el fin del Evangelio es mucho más que mera solidaridad con el prójimo y que persigue, ante todo, la implantación del reino de Dios en la Tierra, (el intento de que su mensaje de salvación arraigue en el corazón de las criaturas para que éstas se pongan en paz con el creador y lleven vidas que reflejen su nuevo nacimiento) al mismo tiempo, hay que reconocer que tal proyecto cristiano no es realizable si se descuida la responsabilidad hacia los necesitados de este mundo. La epístola universal de Santiago se refiere a la solidaridad con el pobre y afirma que "la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma" (2:17). Por tanto, el ministerio social es una consecuencia directa de poner en práctica el Evangelio de Jesucristo.

Los partidarios de la teología de la liberación critican con razón la actitud de ciertos líderes religiosos que siempre parecen estar dispuestos a justificar la sociedad democrática capitalista o a equipararla con los valores del cristianismo, mientras que al mismo tiempo profesan un odio visceral hacia las ideas de Marx, como si éstas fueran siempre producidas por el mismísimo diablo o no hubiera en sus denuncias sociales ni un ápice de verdad. Esta "marxofobia" —como la denomina Hundley— hace que muchos cristianos condicionados por su formación política o ideológica, dejen de ser objetivos cuando se trata de analizar los aciertos y/o errores del marxismo frente a los de las iglesias cristianas.

Muchos de tales prejuicios antimarxistas han sido inculcados consciente o inconscientemente por misioneros procedentes de regímenes capitalistas que desconocían la realidad social existente en los países poco desarrollados a los que se dirigían. No obstante, el hecho de vivir entre personas que subsisten con muy pocos recursos suele despertar la sensibilidad social en algunos de tales misioneros y hace que sus valoraciones cambien con el tiempo. Tal como escribe el teólogo católico Hans Küng:

"Cuando se contempla la situación social de los obreros en los países meridionales, por desgracia católicos en su mayoría, se comprende por qué muchos cristianos comprometidos, seglares y sacerdotes, luchan en ellos por el marxismo; por qué particularmente en Sudamérica hay un vigoroso movimiento de Cristianos por el Socialismo; por qué en Italia una asamblea de 140 sacerdotes obreros (en Módena, en 1976) cantó la "Internacional" y proclamó el "Cristo de las fábricas" como distinto del "Cristo de la Curia", y así sucesivamente. Todo ello evidencia el fracaso de la Iglesia institucional y de los partidos "cristianos". El marxismo representa para muchos cristianos la única esperanza real de eliminar los indescriptibles abusos sociales de estos países y de establecer un orden social más justo, más humano." (Küng, 1980: 358).

Cuando se vive entre la miseria se comprende mejor a los partidarios de la teología de la liberación. Mientras que desde la comodidad y el bienestar distante de los países ricos es mucho más difícil entender las motivaciones reales de los liberacionistas. Marx y Engels denunciaron en su Manifiesto que la burguesía había "ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, […] en las aguas heladas del cálculo egoísta" (1997:24). Es una realidad que cuando el interés materialista crece, disminuye irremediablemente la fe cristiana genuina. Este ha sido por desgracia el eterno error de la Iglesia oficial que ha estado marcada, desde la época de Constantino, por una vergonzosa alianza con el poder, por un matrimonio con la clase dominante.

Tal relación hizo que la Biblia fuese leída no como una contestación del poder injusto, sino como la justificación del mismo. Con el tiempo, los pensadores que se autodenominaban cristianos se alimentaron preferentemente de la cultura burguesa dominante y dieron a la Iglesia un carácter antirrevolucionario que provocó, lógicamente, el anticristianismo y el ateísmo de los grandes movimientos revolucionarios como el marxismo. El espíritu evangelizador hizo que los pueblos dominantes exportaran e impusieran sus ideas capitalistas, de modo que el colonialismo religioso fue (y en algunos casos continúa siendo) un elemento del colonialismo puro y simple. De modo que la unión entre colonización y evangelización se prolongó convirtiéndose en un importante factor de dependencia global. De ahí que todavía hoy en muchos países, el cristianismo sea visto como una religión extranjera y como un elemento del sistema de dominación. Como dice Moltmann: "el cristianismo se convirtió en la religión que garantizaba la integridad del imperio romano, e incluso hoy funciona en muchos sitios como la religión del bienestar nacional" (Bloch, 1973: 104).

Frente a todo esto la teología de la liberación se pregunta: ¿es compatible el cristianismo de Cristo con el sistema capitalista? La revolución religiosa lanzada por Jesús de Nazaret, ¿no debería también hoy insertarse en una revolución global? ¿no existe acaso una connaturalidad profunda entre el proyecto cristiano y el de una sociedad sin clases? ¿no es conveniente, por tanto, realizar una crítica de ese cristianismo aliado con las ideologías dominantes? Las posibles respuestas que se ofrecen apuntan siempre a la convicción de que todo aquello que se opone a la liberación del hombre, no puede ser cristiano ni puede venir del Dios liberador. El sociólogo y teólogo liberacionista Hugo Assmann se refiere a la perversión original del capital con estas palabras:

"Fue en los templos donde comenzaron a acuñarse las monedas, ligadas al culto sacrificial. Además de adquirir así una estructura sacral, el dinero adquirió una estructura libidinal y una connotación patriarcal. […] Jesús de Nazaret exigió una prueba pública de que la efigie, en la moneda del tributo, era la del despreciable acuñador de monedas en Roma. Puesto que no tenía valor de vida, que la devolviesen. Porque Dios "acuña" vidas y es pura vida lo que él desea (Mt. 22:19; Mc. 12:14; Lc. 20:24). Y en el templo arrojó con decisión al suelo las monedas de los cambistas (Jn. 2:15)." (Assmann, 1993: 365).

El Maestro denunció las relaciones de dominación establecidas en nombre de la religión por parte de los poderosos de su época y esta denuncia contribuyó también para llevarle a la muerte. De ahí que, según los teólogos de la liberación, los cristianos no tengan que luchar sólo contra el pecado y las fuerzas del mal sino también contra la miseria y la explotación. El creyente debería comprometerse no únicamente con el problema de la salvación sino también con el de la libertad. La fe y la esperanza en el destino común del más allá no tendría que distraer de las divisiones y discriminaciones que existen en el más acá.

La revelación no debe velar a los hombres el sentido de la historia; el Evangelio no puede alejarles de lo esencial sino abrirles de par en par los ojos a la realidad. El Dios de la Biblia no se desinteresa del hambre, del analfabetismo ni de la tortura o los genocidios para preocuparse exclusivamente de la regularidad con que se asiste al culto, de la pureza legal o de la sana doctrina. Esa clase de Dios no existe. Quizá fuese por culpa de los mismos cristianos que creían en ese Dios inexistente y que sostenían una "fe sin esperanza", por lo que Marx y la mayoría de sus seguidores empezaron a tener una "esperanza sin fe". La creencia en un "Dios sin futuro" originó en aquellos que sólo deseaban una sociedad mejor, la fe atea en un "futuro sin Dios". Pero lo cierto es que el Dios que se manifiesta en Jesucristo, el que de verdad existe, es aquel que conoce de cerca el sufrimiento; el que experimenta en carne propia la injusticia; aquél que ha pasado por la muerte ignominiosa de la cruz para llevar la salvación al ser humano.

El cristianismo no es sólo un mensaje de resignación y de consolación sino también de amor, de esperanza y de libertad. Por tanto, a la Iglesia le queda todavía mucho que hacer ante los problemas de este mundo. Debe seguir evangelizando pero también debe ponerse de parte de los oprimidos y procurar su completa liberación. Tiene que superar las concepciones exclusivamente espiritualistas o sobrenaturalistas acerca de su misión para entrar de lleno en el terreno de la práctica, de la ayuda al pobre y de la solidaridad cristiana. El creyente no debe ser un asceta que llame malo al mundo y lo abandone o se retire durante toda la vida a meditar entre los muros protectores de un monasterio, sino un servidor comprometido que sea capaz igualmente de llamar malo al mundo, pero intente cambiarlo. Los profetas del Antiguo Testamento no fueron únicamente líderes espirituales, como Lao Tsé o Buda; también fueron líderes políticos que procuraron transformar las miserias sociales de su tiempo. Esto enseña que el fin espiritual del hombre está inseparablemente relacionado con la transformación de la sociedad. Por tanto, los cristianos deben procurar que la política no se divorcie alegremente de los valores morales y de la autorrealización del ser humano que fue creado a imagen de Dios. El cristianismo es la mejor alternativa tanto al capitalismo como al comunismo.

Después de examinar las principales críticas que hace la teología de la liberación a las iglesias que profesan la fe cristiana y de comprobar que gran parte de tales quejas están apoyadas por el mensaje evangélico e incluso de admitir que deben producir el correspondiente cambio de actitud en el seno de las comunidades cristianas, conviene también señalar los errores de fondo que desde la perspectiva del Evangelio ensombrecen ciertos aspectos del pensamiento liberacionista. En primer lugar, la negación de la autoridad de la Biblia como base de la fe y del estilo de vida cristiano no nos parece que sea algo acertado y coherente con el mensaje evangélico. Cuando se afirma que la Escritura es sólo "palabra de hombres" y no "palabra de Dios", se está abriendo la puerta a un sinfín de errores teológicos que pueden conducir a comportamientos sociales equivocados.

La Biblia deja entonces de ser el fundamento de la teología, así como la norma de fe y de conducta para el creyente. Si la revelación, según afirman ciertos liberacionistas, se va enriqueciendo en cada época de la historia gracias a las ideas que aportan los hombres, también sería posible entonces que los principios marxistas pudieran pasar a formar parte de la Escritura o incluso sustituir a los principios bíblicos. Sin embargo, el apóstol Pablo describe claramente su ministerio con estas palabras: "cuando recibisteis la palabra de Dios que oísteis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes" (1 Ts. 2:13).

El segundo inconveniente de la teología de la liberación es precisamente el de sustituir el dogma cristiano por el marxista. La fe puede quedar reducida así a un programa revolucionario para instaurar el socialismo, aunque sea por medio del uso de las armas. Algunos sectores del liberacionismo pretenden resolver la violencia con más violencia. Frente a la sangre de los trabajadores, de los que están en paro, de los hambrientos, de los que luchan por su libertad, se opone otra sangre, la de los acaudalados, la de las fuerzas del orden que defienden los intereses burgueses, la de los ciudadanos que sucumben en los atentados terroristas o la de aquellos campesinos inocentes que han tenido la desgracia de vivir en el territorio equivocado. Violencia contra violencia, ojo por ojo y diente por diente. ¿Qué queda entonces del mensaje de Jesucristo acerca de poner la otra mejilla? ¿cómo interpretar la doctrina del amor al prójimo y del respeto a la persona humana?

Para justificar el derramamiento de sangre inocente, sea del bando que sea, es menester arrancarle al Evangelio sus páginas más importantes. ¿Cómo es posible sino, disculpar la "contra–violencia" y condenar sólo la violencia institucionalizada o viceversa? Jesús no fue un revolucionario violento que buscara mejorar el mundo a toda costa, aunque fuera por medio de la agresión y la crueldad. Como se vio, a propósito del mito de Maquiavelo, el cristianismo no puede asumir la mentalidad de que "el fin justifica los medios", sin traicionar sus propios principios. Deducir de la Biblia la legitimidad del uso de la violencia revolucionaria para lograr la paz social o la libertad del pueblo es intentar hablar donde la Escritura calla.

Es verdad que, según la respuesta dada por los apóstoles, Pedro y Juan, a las autoridades en el libro de los Hechos (4:19, 20; 5:28, 29), los cristianos deben "obedecer a Dios antes que a los hombres". Es cierto que esta actitud descarta una sumisión ciega y absoluta a las autoridades humanas. Sin embargo, no es lo mismo la resistencia pacífica practicada por los discípulos de Jesús que la revolución armada propuesta por algunos teólogos de la liberación. Los cristianos deben oponerse a los gobiernos corruptos e injustos pero no mediante el uso de las armas, sino por medio del voto, el diálogo, la negociación política, la manifestación pública y, si es necesario, la resistencia pacífica que respete la vida del prójimo.

La tercera dificultad liberacionista es, a nuestro modo de ver, la aceptación del universalismo, la creencia de que toda la humanidad será finalmente salvada. Según esta concepción teológica, Dios estaría obrando por medio de Jesucristo en el corazón de cada persona independientemente de que cada cual creyera o no en él. Como todo el mundo estaría destinado a salvarse, la evangelización resultaría superflua y lo importante sería luchar por mejorar la existencia humana aquí en la Tierra. El estudioso evangélico de la teología de la liberación, Raymond Hundley, lo expresa con estas palabras:

"Estos teólogos creen que la historia es una sola y que Dios está obrando redentivamente en todas las personas, sea que ellas crean en Él o no. El universalismo de los liberacionistas radicales les ha permitido enfocar toda su atención en mejorar la vida de la gente. Si eventualmente todos han de ser salvos sin importar lo que crean en cuanto a Jesucristo, entonces el evangelismo es una pérdida de tiempo y lo mejor que podemos hacer es asegurarnos que todos tengan la mejor vida posible en la vía a la salvación final en Cristo". (Hundley, 1990: 94).

No obstante, la Palabra de Dios es muy clara al respecto. En ella se habla de salvación pero también de condenación. Es verdad que la muerte de Cristo en la cruz tuvo un carácter redentor para toda la humanidad, pero la condición necesaria y suficiente para que tal redención sea efectiva a nivel personal es la fe. Sin ésta es imposible agradar a Dios. La fe, el arrepentimiento sincero y la confesión pública que constituyen en conjunto el proceso individual de la conversión, son el paso imprescindible para que el perdón pueda alcanzar a cada persona. Por tanto, el destino eterno de la criatura humana depende, según la Biblia, de la decisión que ésta adopte ante Jesucristo. De ahí que el universalismo, al que apela cierta forma de teología de la liberación, sea un grave error doctrinal.

¿Eran comunistas los primeros cristianos?

El evangelista Lucas describe la comunidad de bienes en la Iglesia primitiva con estas palabras:

"Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseveraban unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo." (Hch. 2:44–47a).

"Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común. Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos. Así que no había entre ellos ningún necesitado; porque todos los que poseían heredades o casas, las vendían, y traían el precio de lo vendido, y lo ponían a los pies de los apóstoles; y se repartía a cada uno según su necesidad." (Hch. 4:32–35).

Algunos teólogos de la liberación sostienen que estos textos se refieren claramente a una forma incipiente de comunismo llevado a la práctica por los primeros cristianos y que tal experiencia fracasó porque se produjo en una comunidad muy minoritaria rodeada por un gran mundo capitalista que la absorbió. Pero si aquel intento se describe en el Nuevo Testamento no es sólo para conocer la historia antigua de la Iglesia, sino para que también hoy los creyentes procuren poner en práctica ese estilo de comunismo cristiano. Por tanto, la cristiandad contemporánea debería triunfar allí donde la primitiva no lo consiguió.

No obstante, es conveniente realizar algunas matizaciones previas. En primer lugar, la comunidad que describe Lucas no fue la única que practicó esta costumbre de tener todas las cosas en común. También otros grupos no cristianos como los esenios de Qumrán o los terapeutas judíos que llevaban una vida ascética practicaban este tipo de vida comunal (Gnuse, 1987: 222).

Aparte de esto, las diferencias existentes entre tales experiencias y lo que hoy se entiende por comunismo son evidentes. Quienes compartían sus bienes lo hacían siempre voluntariamente y no presionados por ninguna autoridad estatal; no todas las posesiones se ponían en común sino que seguía habiendo propiedad privada; esta costumbre sólo se dio en Jerusalén y no hay constancia de que los cristianos de Antioquía o de otros lugares la llevaran también a la práctica; no parece que hubiera una organización muy estructurada para el reparto de los bienes, sino que el texto más bien sugiere que se hacía de forma entusiasta y espontánea; está claro que la experiencia duró poco y quizá en su fracaso pudo influir el hecho de que la venida del Señor no fue tan inminente como algunos esperaban. De todo esto es posible deducir que la práctica del comunalismo fue una experiencia temporal que no tenía por que tener necesariamente una finalidad normativa para la vida de las futuras generaciones de cristianos.

El propósito del autor del libro de los Hechos, al relatar esta práctica de la comunidad primitiva, no es apelar a la conciencia de los cristianos para que hagan voto de pobreza y renuncien a sus bienes materiales o los repartan entre los demás miembros de la congregación, sino que el principal objetivo de Lucas, en aquellos días en que la situación de pobreza era alarmante y afectaba también a las iglesias, es que los creyentes desarrollasen un espíritu solidario y altruista. La persona que se convierte al Señor debe experimentar un cambio de corazón y de actitud que le lleve a compartir lo que posee con sus hermanos necesitados. El que tiene debe dar al que no tiene con un espíritu generoso y caritativo. Los primeros cristianos no fueron comunistas en el sentido actual, no se entregaron a un experimento total de posesión comunal de bienes, lo que sí pusieron en práctica fue su generosidad para dar limosna y compartir lo que poseían con los muchos pobres que había en aquella época. De manera que su actitud continúa siendo un ejemplo para los creyentes del siglo XXI que, además de la fe, compartimos con ellos un grave problema: los pobres, ese 80% de la humanidad actual que dispone sólo del 20% de la riqueza mundial.

A pesar de los errores que, como se ha visto, pueda tener la forma más radical de la teología de la liberación, una cosa está clara: ha servido para aguijonear la conciencia cristiana adormecida por la sociedad del bienestar. Esto puede llevar a la cuestión acerca del compromiso social del cristiano. ¿Cuál es la mejor opción política para el creyente? ¿el socialismo o el capitalismo? ¿la izquierda, la derecha o el centro? En mi opinión el cristiano puede elegir en conciencia entre diferentes opciones políticas, en todas como se ha visto puede haber aciertos y también equivocaciones. Como señala Küng:

"Un cristiano puede tomar en serio su compromiso por la justicia social y, sin embargo, no ver forzosamente la salvación en la socialización de la industria, de la agricultura y, si cabe, incluso de la educación y la cultura, que es lo que cree el socialismo en sentido estricto. Como cristiano también puede estar a favor de una economía social de mercado. Pero, sea cual fuere la postura ante estas cuestiones, sólo podrá llamarse de verdad cristiano quien no ve en Marx, sino en Cristo, la última y decisiva autoridad en cuestiones de lucha de clases, empleo de la violencia, terror, paz, justicia y amor" (Küng, 1980: 361).

Para servir a los pobres y crear una sociedad más justa e igualitaria no es imprescindible recurrir a las ideas de Marx o del liberacionismo, basta sólo con obedecer el mensaje que desde hace dos mil años está escrito en las páginas del Nuevo Testamento. La revolución fundamental de este mundo es la resurrección que inauguró Jesús y que implica transformación radical del ser humano; con Cristo hasta las mandíbulas de la muerte que parecen triturarlo todo se desvanecen como un sueño y permiten el camino a la verdadera vida. Por eso los creyentes debemos hoy, más que nunca, poner en práctica el ministerio social que se desprende del Evangelio de Jesucristo para que el reino de Dios siga implantándose en este mundo y para que la vida gane finalmente la batalla a la muerte, la injusticia y el sufrimiento. Como recomendó el apóstol Pedro:

"Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla, hable conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén." (1 P. 4:10, 11).


Cruz, A. (2001). Sociología una desmitificación (pp. 365–425). Barcelona, España: Editorial CLIE.




--
ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor IPUC
http://adonayrojasortiz.blogspot.com

No hay comentarios:

Generalidades de la Escatología Bíblica

NO DEJE DE LEERLO