sábado, 13 de febrero de 2016

Sanidad del hijo de un noble

Fue, pues, Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había en Capernaúm un oficial del rey, cuyo hijo estaba enfermo. 47 Cuando oyó aquel que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a él y le rogó que descendiera y sanara a su hijo, que estaba a punto de morir. 48 Entonces Jesús le dijo: 

—Si no veis señales y prodigios, no creeréis. 

49 El oficial del rey le dijo: 

—Señor, desciende antes que mi hijo muera. 

50 Jesús le dijo: 

—Vete, tu hijo vive. 

El hombre creyó la palabra que Jesús le dijo, y se fue. 51 Cuando ya él descendía, sus siervos salieron a recibirlo, y le informaron diciendo: 

—Tu hijo vive. 

52 Entonces él les preguntó a qué hora había comenzado a mejorar. Le dijeron: 

—Ayer, a la hora séptima, se le pasó la fiebre. 

53 El padre entonces entendió que aquella era la hora en que Jesús le había dicho: «Tu hijo vive». Y creyó él con toda su casa.


(Jn 4:46–53).

En este pasaje hay cuatro lecciones que destacan marcadamente. Fijémoslas en nuestras memorias y utilicémoslas continuamente en nuestro peregrinar por esta vida: 

  1. Los ricos sufren aflicciones igual que los pobres 

Hay aquí un oficial del rey profundamente angustiado por la enfermedad de su hijo. Sin duda se habrían utilizado todos los remedios curativos que pudiera proporcionar el dinero. Pero el dinero no es todopoderoso. La enfermedad se agravaba y el hijo del oficial estaba a punto de morir. 

Es una lección que debemos recalcar constantemente a los hombres. No hay error más común ni más dañino que el de suponer que los ricos carecen de preocupaciones. Los ricos son tan susceptibles de enfermar como los pobres y tienen mil preocupaciones que los pobres desconocen por completo. La seda y el satén cubren a menudo corazones muy apesadumbrados. Los que moran en palacios duermen frecuentemente con más dificultad que los que lo hacen en chozas. El oro y la plata no pueden poner al hombre fuera del alcance de los problemas: quizá eliminen las deudas y los harapos, pero no las preocupaciones, la enfermedad y la muerte. Cuanto más alto es el árbol, más lo sacuden las tormentas; cuanto más grandes son sus ramas, más se expone a la tempestad. David era un hombre más feliz cuando cuidaba las ovejas de su padre en Belén que cuando vivió como rey en Jerusalén y gobernó a las doce tribus de Israel. 

Que el siervo de Cristo se cuide de ambicionar riquezas. Conllevan ciertas preocupaciones e inciertas comodidades. Que ore por los ricos y no los envidie. ¡Cuán difícilmente entrará un hombre rico en el Reino de Dios! Por encima de todo, que aprenda a contentarse con lo que tiene. Solo es verdaderamente rico el que tiene un tesoro en el Cielo. 

  1. La enfermedad y la muerte sobrevienen a los jóvenes tanto como a los viejos 

Leemos de un hijo mortalmente enfermo y de un padre preocupado por él. Vemos invertido el orden natural de las cosas: el mayor se ve obligado a ministrar al joven, y no el joven al mayor. El hijo se acerca antes al sepulcro que el padre, y no el padre antes que el hijo. 

Esta es una lección que tardamos en aprender. Somos propensos a cerrar los ojos ante hechos claros y a hablar y actuar dando por supuesto que los jóvenes nunca mueren en su juventud. Y sin embargo, las lápidas de cualquier cementerio nos dicen que, de cada cien personas, tan solo unas pocas llegan a los cincuenta años; mientras que muchas no llegan jamás ser adultas.  

  • El primer sepulcro que se excavó en esta Tierra fue el de un joven: la primera persona que murió no fue un padre, sino un hijo.  

  • Aarón perdió dos hijos de golpe.  

  • David, el varón conforme al corazón de Dios, vivió lo suficiente como para ver a tres de sus hijos descender al sepulcro.  

  • A Job se le arrebataron todos sus hijos en un solo día. Se dejó cuidadosa constancia de estas cosas para nuestro conocimiento. 

El que sea sabio no dará por supuesta una larga vida. Nunca sabemos lo que puede traer un día. A menudo, los fuertes y bien parecidos caen y desaparecen en pocas horas mientras que los viejos y débiles duran muchos años. La única sabiduría verdadera es estar siempre preparados para el encuentro con Dios, no posponer nada relacionado con la eternidad y vivir como hombres dispuestos a partir en cualquier momento. Viviendo así, no importa gran cosa si morimos jóvenes o viejos. Unidos al Señor Jesús, estamos seguros en cualquiera de los casos. 

  1. Los beneficios que puede proporcionar la aflicción al alma 

La preocupación por un hijo llevó al noble hasta Cristo a fin de obtener ayuda en sus momentos de necesidad. Una vez que estuvo en presencia de Cristo, aprendió una lección de valor incalculable: al final "creyó él con toda su casa". Todo esto, recordémoslo, fue fruto de la enfermedad de su hijo. Si el hijo del noble no hubiera estado enfermo jamás, su padre tal vez habría vivido y muerto en sus pecados. 

La aflicción es una de las medicinas de Dios. Por medio de ella, a menudo enseña lecciones que no se podrían aprender de ninguna otra forma. Por medio de ella aparta con frecuencia del pecado y del mundo a almas que de otro modo se habrían perdido para siempre. La salud es una gran bendición, pero más lo es la enfermedad santificada. Todo el mundo desea por naturaleza prosperidad y comodidad terrenal; pero las pérdidas y las pruebas son beneficiosas para nosotros si nos guían a Cristo. En el último día, habrá miles que, junto con David y el noble que estamos considerando, darán este testimonio: "Bueno me es haber sido humillado" (Salmo 119:71). 

Cuidémonos de no murmurar en los momentos difíciles. Mentalicémonos de que existe un sentido, un para qué y un mensaje de Dios en todas las penas que nos sobrevienen. No hay lecciones tan útiles como las que se aprenden en la escuela de la aflicción. No hay comentario que explique tan bien la Biblia como la enfermedad y el dolor. Ningún castigo parece gozoso en su momento, sino causa de tristeza, "pero después da fruto apacible" (Hebreos 12:11).  

La mañana de la resurrección demostrará que muchas de las pérdidas del pueblo de Dios fueron en realidad ganancias eternas. 

  1. La palabra de Cristo es tan válida como su presencia. 

Jesús no descendió a Capernaum para ver al joven enfermo, sino que solo pronunció las palabras: "Tu hijo vive". Esa pequeña frase fue acompañada por un poder omnipotente: en ese mismo momento, el hijo comenzó a recuperarse. Cristo se limitó a hablar y se produjo la cura; Cristo se limitó a dar la orden y la letal enfermedad llegó a su fin. 

El hecho que tenemos delante es particularmente consolador. Da un enorme valor a cada promesa de misericordia, gracia y paz que pronunciaran alguna vez los labios de Cristo. El que se ha asido por fe de alguna palabra de Cristo tiene los pies sobre una roca. Lo que Cristo ha dicho, puede hacerlo; y lo que ha decidido hacer, siempre lo ejecutará.  

Con respecto a las cosas de este mundo decimos que ver es creer. Pero, en las cosas del Evangelio, creer es tan válido como ver. La palabra de Cristo es tan válida como los actos humanos. Aquel de quien Jesús dice en el Evangelio que "vive", está vivo para siempre y no morirá jamás. 

  1. Y ahora recordemos que aflicciones como las del noble son muy comunes. 

Probablemente éstas llamen a nuestra puerta un día:  

  • ¿Hemos sabido lo que es soportar aflicción?  

  • ¿Querríamos saber adónde dirigirnos en busca de ayuda y consuelo cuando nos llegue nuestra hora?  

Llenemos a tiempo nuestras mentes y memorias de las palabras de Cristo. No son únicamente palabras de un hombre, sino de Dios. Las palabras que habla son espíritu y vida (Juan 6:63).


Ryle, J. C. (2004–2005). Meditaciones sobre los Evangelios: Juan. (E. F. Sanz, Ed., D. C. Williams, Trans.) (Vol. 1, p. 314). Moral de Calatrava, España: Editorial Peregrino.




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ADONAY ROJAS ORTIZ
Pastor IPUC
http://adonayrojasortiz.blogspot.com

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